Las primeras lluvias
La tierra de que hablo, hacia noviembre,
conoce el viento. Llega, desde el este,
hasta los arenales como un ave sedienta,
soplan las aguas negras. Esta noche
removió los postigos mal calzados
y agitó la palmera. En los cristales
chillaba como un pájaro perdido.
Dibujará en la grava algún signo remoto,
y veré casi al alba las huellas del fragor
sobre los restos del volcán, el naufragio nocturno.
Será un signo de nuestra vida, un eco,
ya inerte, de la tromba del cielo, que ignoramos,
querré leer en él, y será como unir,
nuevamente, las hojas resecas para un fuego.
¿Qué nos aguarda, puro, en el estruendo,
en el pico del ave enhebrando los mundos
de cuanto conocemos e ignoramos? Seguimos
recogiendo las hojas, y veremos
en la rama quebrada una imagen posible
del estertor del cielo, anoche, entre las nubes
aún grises a esta hora temblorosa.
Nada, ni tan siquiera el viento que rompía,
de madrugada, contra los postigos,
contra la grava, oscuro contra oscuro remoto,
podrá decir el signo, en la ignorancia.
Saber de un no saber, ni siquiera el sentido
de la ignorancia, ahora que las gotas resbalan
sobre el cristal, sobre la transparencia.
De Fuego blanco (1992)
Una hoguera, y el centro de la muerte
I
Un rito de febrero llega ahora
hasta el fondo del aire: queman ramos
de eucalipto, camino de la casa.
El aire sabe de ese olor, y sopla
las brasas leves, laten en el cielo
los reflejos del gris en nubes bajas
copiando la ceniza que ya cae,
abatida, completa, se diría
cumplida por los círculos terrestres.
Arden las hojas secas, otro soplo
del viento vuelve a remover las ramas
expectantes. Volvían a la tierra
como ceniza temblorosa, junto
a la trevina, por los matorrales,
bajo el estrago de febrero.
Tierra,
en el enigma de las hojas,
en el enigma de la luz, que es
la misteriosa sombra del ramaje
en nuestro rostro, ¿qué mirada puede
contemplarte un momento sin que vea
arder, sobre los ramos de eucalipto,
al fondo de los ojos, esos mismos ojos,
el cuerpo todo? Ardíamos.
El cielo atormentado,
la hierba como en un postrer destello,
en la masa solar, la luz quemada,
parecían cruzarse, cifrarse por los rostros.
y en torno, el olor de la tierra, indescifrable,
en un viento de astillas, y que soplaba, roto,
otra vez, sin piedad, por la tierra desnuda.
II
Y la zarza, en la aurora, ¿presentía
el incendio del cielo? Nubes rojas,
y el hosco crepitar de ramas vivas,
la combustión del aire que llegaba
hasta el muro, la luz que ennegrecía
el árbol estuoso, y el temblor
de una tierra entregada a la ceniza,
a la llama, estertores de la hoja
que brilló sola en junio y ahora yace
arqueada, en los grises del cielo,
y la cal de la muerte que nos mira
desde aquel muro, ¿habían presentido
la brasa, el borde negro de los fuegos?
Tierra, que una luz abandona,
tu soledad eleva una copa sagrada,
un vaso de humo negro hasta el temblor
de la zarza en la aurora, y de la rama
que cruje en el estrago, en la tormenta.
III
El pájaro, en las cercas del invierno,
por el alambre, por los muros grises,
o por la piedra, o por la rama, arriba,
su grito oscuro, alzado entre la hierba,
en dos silencios, entre brumas.
Dos pausas de silencio y, luego, el grito
oscuro, sí, se alzaba y se entregaba,
se abría paso hasta la tierra,
un canto hasta las hojas silenciosas,
hasta el último ardor, un canto oscuro,
incomprensible, dije, hasta el silencio,
el último silencio que el pájaro iba a oír.
¿Incomprensible? Nada,
entre lo audible y lo inaudible
entre lo oído y el oído
entre el silencio y lo que oímos
un canto oscuro, nada más
escuché por la hierba, un canto oscuro.
IV
Tierra, ¿nos prometiste, alguna vez,
acaso, algo distinto de ti misma?
El fuego prende ahora en la hojarasca,
y se ennegrece el cielo, y por los muros
la lobelia se yergue, casi azul,
almenada en su brote deslumbrado.
El matorral, y la trevina pobre,
se alzan en la luz última, y decimos
que todo nacimiento y toda muerte
latían en el fuego. Fue tu sola
promesa arder junto a la flor,
como nosotros, tierra de inminencia,
sin comprender, camino de la casa,
nada distinto de ti misma, oscura
tierra de enigma, tierra de sacrificio.
La misteriosa sombra del ramaje
en nuestro rostro. Vimos
la sombra y la ceniza,
una forma, tal vez, del destino en la hierba
entregado en la forma de la brasa,
en el borde del fuego, y en los nudos
negros de la ceniza el otro resplandor,
el del brillo en las hojas, nuestra muerte,
el oro de la hoja en otro tiempo,
ahora entregado y ya cumplido,
solo, sobre los círculos terrestres.
De Fuego blanco (1992)
La llamada
Enciendes una lámpara
en la ventana. Yace
la noche alrededor.
Llueve en silencio.
¿Para quién esa luz?
¿Para la noche?
Una lámpara llama
en la calma nocturna.
El silencio
en la paz de la casa.
Sobre la hierba brillan
las gotas que resbalan.
Paz oscura. Sacaste
la mano hasta la noche.
La mano se extendió
bajo los astros.
Oh Palabra, tú,
Palabra que te ocultas
y lates innombrable
enterrada en la noche.
De Inscripciones (1996-1999)
Paréntesis
los pasos que se oían en la grava
avanzaban a ras del mediodía
hacia los setos invisibles iba
la sombra entre las manchas de los pétalos
rojos sobre la grava negra rojo
oscuro de los pétalos echados
sobre la grava negra y aquel árbol
y aquella luz querían decir algo
De La roca (1984)
El durmiente que oyó la más difusa música
Las delicadas espaldas del sueño
remontan rojas el océano,
nubes de densidad calurosa
al extremo del día abovedado,
el mar en esta brisa de verano.
La más difusa música, en el sueño,
la visión más intensa,
las olas prolongadas y el sol y los pinos
giran con esas olas y ese aire que él sueña.
Las nubes son su espalda.
Ni el sol ni la mañana serán ya para él
un sol o una mañana o un azul ilusorios.
De Clima (1978) https://www.youtube.com/watch?v=MZxbS5dSEPY
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Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952 – Tenerife, 2025). Considerado como una de las voces más importantes de la poesía española. Fue también traductor y autor de una extensa obra crítica, además de catedrático universitario de Literatura. Fundó y dirigió la revista Syntaxis (1983-1993). Recibió el premio Nacional de la Crítica por su libro de poemas La roca (1984), el premio Nacional de Traducción (1982) y el Prix Mallarmé 2022.