En estas breves líneas resaltaré algunos de los rasgos que a mi entender caracterizan la identidad caribeña, que es plural y diversa.
Las identidades no son algo estático o acabado, ni previamente constituido. En el Caribe, estos han sido dilatados procesos que se iniciaron con la colonización y han avanzado con el discurrir histórico de las naciones.
El fragmentado proceso colonial no se propuso resaltar las características comunes entre las islas; más bien ocurrió lo contrario, y cada gran potencia se concentró hacia el interior de los espacios conquistados, estableciendo conexión directa con las respectivas metrópolis. Las fronteras coloniales se establecían entre sus posesiones del Mar Caribe y Europa.
Semejante práctica conllevó a que cada una de esas naciones mirase mucho más hacia su metrópoli correspondiente que hacia los vecinos de su entorno. Con ello, la tendencia entre los pueblos fue hacia el aislamiento entre una y otra comunidad.
Por muchos años se hablaba del Caribe en función de las metrópolis. Había un Caribe para cada metrópolis. Teníamos el caribe inglés, el hispano, el holandés, el francés. Cada conjunto de islas se auto percibía de ese modo. Los mecanismos de dominación establecieron barreras para el acercamiento entre las islas. Se produjo una convergencia discordante de un conjunto de rasgos que, siendo afines, se percibieron como disímiles.
Durante el período colonial, los intereses de los pueblos no eran tomados en cuenta. Todo el sistema estuvo organizado para garantizar la reproducción de los grandes enclaves europeos. Esto ocurrió con la población de esclavizados africanos o con los contingentes orientales: indios, chinos y malasios, sujetos a dudosos contratos laborales. Para ellos se crearon los códigos negros y ordenanzas particulares para los orientales. Las leyes europeas no les amparaban.
Uno de los mecanismos de dominación para asegurar el funcionamiento de la gran empresa colonial fue la segregación de los trabajadores importados. Se estableció una sociedad de orden en la cual el color de la piel identificaba el estrato social que les correspondía a las personas. A partir de ahí, el prejuicio se impuso como mecanismo de dominación.
Pero lo que nos interesa destacar aquí es que, a pesar de los mecanismos de distanciamiento propios del colonialismo, los caribeños compartimos una serie de rasgos, hábitos, maneras de ser, de pensar o sentir, que permiten hablar de un ethos común cuyas particularidades pueden ser contrapuestas a otros conjuntos de países.
La preeminencia de trabajadores importados se debió a la imposibilidad de poder desarrollar la empresa colonizadora mediante el empleo de mano de obra europea libre. Inicialmente en las colonias francesas e inglesas se intentó contratar jornaleros europeos, lo cual resultó inviable.
Al abrirse la trata negrera, se comprobó que, en materia de costos, la mano de obra libre no podía competir con los beneficios que se obtenían empleando la esclavizada. Para las plantaciones se requería uso intensivo de mano de obra y el reemplazo tenía que asegurarse de forma continua, por lo cual desde Europa no se podía garantizar esa reserva de brazos, ni el costo era competitivo con el de los africanos.
De ahí surgió un nuevo modelo societal, que fue un verdadero experimento, pues se aplicaría sin que ninguno de los grupos humanos pudiera contar con las condiciones para reproducir plenamente todos los rasgos de su sociedad y culturas originales. Estos llegaron a unos territorios que, además de desconocidos, no contaban allí con las condiciones de infraestructura e institucionalidad para construir ni una nueva Europa, ni una nueva África en el Caribe. Ambos grupos tuvieron que adaptarse. Unos lo hicieron motu proprio y los otros forzosamente.
La desigualdad social fue la norma pues, a pesar de esas limitaciones, los europeos encabezaban la estructura social y, teniendo todo el poder en sus manos, pudieron garantizarse al menos los niveles mínimos de confort, por no decir que solo ellos usufructuaban los beneficios de la empresa colonial. Los esclavizados eran considerados como simples instrumentos de producción y no eran retribuidos por su trabajo.
Los trabajadores importados de África, además de las limitaciones sociales y ambientales sufridas por el traslado, el sistema esclavista les prohibía específicamente reproducir a plenitud sus propios rasgos identitarios, fueran materiales, morales o espirituales. Tampoco podían valerse del pesado andamiaje institucional implantado en las colonias de ultramar, ya que el mismo estuvo basado en la exclusión de los esclavizados.
Para crear ese nuevo orden social, cada grupo étnico sólo pudo aportar algunas simplificaciones de su cultura originaria, por lo cual en ese proceso de adaptación no se pudo hablar ni de una cultura europea, ni de una cultura africana. En todo caso lo resultante fue algo híbrido que podemos denominar cultura afro europea que no existe ni en Europa ni en África. Esa es la cultura criolla que tenemos en el Caribe.
A finales del siglo XIX, cuando por fin se produjo la abolición de la esclavitud, se suspendió el comercio de la trata negrera y las empresas azucareras no pudieron seguir contando con las facilidades para importar trabajadores desde el África.
Tras alcanzar su libertad, los trabajadores de origen africano tuvieron el derecho de escoger su lugar de trabajo. Esto produjo una estampida hacia las labores agrícolas de subsistencia, huyendo del ingrato y cruel sistema de las plantaciones. Eso quiere decir que hubo una repentina escasez de mano de obra.
Esto coincidió con la transición que experimentaba la industria azucarera, que avanzaba hacia la modernización industrial. En ese nivel de desarrollo solo podía prosperar con jornaleros agrícolas y obreros industriales. Era un nuevo reto para el desarrollo del capitalismo europeo.
Sin ninguna dilación, los capitalistas miraron hacia donde se podían obtener grandes cantidades de trabajadores. A falta de las factorías africanas, se dirigieron al Asia, donde confrontaciones étnico-religiosas mantenían unos niveles de conflictividad de los cuales huían familias enteras en busca de un lugar donde trabajar para su auto reproducción.
De ese modo llegó el trabajo libre al Caribe con trabajadores procedentes de China, India y Malasia. Esos jornaleros eran cooptados por buscones que los congregaban para ofrecerlos a los contratistas europeos. Así se formaron los contingentes que fueron llegando para suplantar a los africanos.
Al llegar al Caribe, esos trabajadores no arribaban a una sociedad que les garantizaría normas de equidad y buen trato. Ellos fueron integrados a una sociedad de orden, donde hasta hacía poco tiempo no se reconocían derechos para el trabajador y, como hemos dicho, existía un sistema segregacionista y racista, basado en la etnización de la mano de obra.
La llegada de los trabajadores asiáticos inició una segunda fase del sincretismo caribeño. Con ese proceso de sucesión y agregación étnica se complejizó la identidad regional, pues los recién llegados se insertaron en una sociedad fuertemente estratificada en lo social y desde ya muy compleja culturalmente.
La incorporación de esos nuevos grupos a finales del siglo XIX, no se produjo en todos los países de la misma forma. Como era de esperase, surgieron algunas diferencias que contrastaban con la combinación étnica que se había desarrollado previamente. Las identidades caribeñas se hicieron más diversas en la medida que se fueron integrando los rasgos culturales de los nuevos inmigrantes asiáticos. Con estos se compartirían y se contrapondrían los idiomas, la religiosidad, los hábitos de trabajo, la estructura familiar y múltiples rasgos del folklore.
Esa confluencia de culturas generó un complejo proceso de transculturación, poniendo en evidencia una notoria pluralidad y variabilidad de sus rasgos culturales.
Si bien los esquemas de dominación o de organización social fueron afines, independientemente de los poderes metropolitanos, los países caribeños en su multiplicidad han desarrollado semejanzas entre sí, muy a pesar del distanciamiento impuesto por la dominación colonial durante cinco siglos de dominación.
Los europeos aplicaron una fuerte presión aculturativa que partía de la sistemática degradación de la condición humana de los colonizados. A estos se les estereotipaba y menospreciaba como seres inferiores a partir de argumentos biológicos y culturales, basados en supuestos principios de derecho que justificaban la desigualdad y la discriminación.
Aquellos trabajadores importados procedían de culturas milenarias y, mientras se intentaba desculturizarlos, ellos persistieron con su cultura. Ellos lucharon por su sobrevivencia, y en ese tránsito desarrollaron una serie de rasgos que se manifiestan con mayor evidencia, en la cultura popular y el folklore: la música, los bailes, las fiestas tradicionales, la religiosidad y sus creencias, la gastronomía, la farmacopea con los remedios tradicionales, los cuentos populares que transmiten fantasías y realidades, etc.
Si bien es obvio que no existe una sola cultura caribeña homogénea, sí podemos afirmar que entre todas las culturas del Caribe existen rasgos específicos que han dejado de ser europeos o africanos o asiáticos para ser auténticamente caribeños, marcados por los procesos históricos y las realidades nacionales de cada pueblo.
Nuestros países corresponden a lo que Darcy Riveiro llamaba pueblos nuevos. Sus poblaciones son muy diferenciadas entre sí, pero constituidos, paradojalmente, por características étnicas básicas que les son comunes. También compartieron el sistema económico que sirvió de base a la economía colonial.
La deculturación se hizo evidente en la lingüística. Cada grupo habla el idioma de la metrópoli que le colonizó, ya que todos los contingentes terminaron perdiendo sus idiomas originales para adoptar los de las metrópolis colonizadoras. Ello al margen de los pocos que pudieron crear una nueva lengua criolla.
Lo mismo podemos decir de las creencias y religiones. Católicos y protestantes llevaron la voz cantante, pero proliferaron las religiosidades populares que reconocemos como propias de los pueblos caribeños.
Ahora bien, de qué manera es que en este espacio insular se logró componer tal multiplicidad de afinidades culturales. En esta maravillosa pluralidad hay un elemento que operó como el factor unificador en cada uno de los pueblos. Me refiero a los criollos. Esta es la población que nació en las islas y que alcanzó su desarrollo reconociéndose como perteneciente a dicho territorio. Ellos constituyeron el núcleo de las nuevas naciones, y los criollos eran blancos, mulatos, negros, mestizos, chinos e indios. Lo básico no es el color de la piel, que solo expresa un aspecto biológico, sino la complejidad social y cultural que los identifica.
Lo que hemos descrito hasta ahora está referido al sistema colonial europeo, cuya hegemonía decae en el siglo XX. A partir de ahí llega al Caribe la fuerza imperial de los Estados Unidos de América. Estos irrumpen con un sistema neocolonial, impulsando una nueva industria azucarera, totalmente modernizada.
Estados Unidos asumió el liderazgo de la producción azucarera desde principios del siglo XX y, dada la dificultad para seguir importando trabajadores desde el Asia, apelaron a los países del Caribe. ¿Cómo se produce ese proceso? Recordemos que los antiguos esclavizados, una vez fue abolida la esclavitud, huyeron de las plantaciones, siendo sustituidos por los asiáticos.
Cuando la producción azucarera de las metrópolis europeas decayó, los asiáticos salen de las plantaciones logrando niveles de inserción en la clase obrera, en la artesanía, en la actividad comercial y hasta profesional.
La industria azucarera americana no se instaló en los territorios europeos del Caribe, por encontrarse en un abierto pugilato con esos países. Ellos se instalaron en las islas de las que habían desplazado a los españoles: Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo.
Se produjo una gran paradoja: dado el estado de pobreza de los campesinos afrocaribeños de las posesiones inglesas, francesas y holandesas que antes habían huido de las plantaciones, fueron atraídos hacia las industrias azucareras norteamericanas, sustituyendo a los asiáticos, que fueron los últimos en llegar a las plantaciones.
Es así como en el siglo XX se produce otra corriente migratoria, esta vez intracaribeña, pues los trabajadores salen de las islas de posesión europea hacia las industrias estadounidenses. Ese fue tiempo de la llegada de los haitianos y de los cocolos a nuestro país. En Panamá para construir el canal, y en Centro América para las bananeras americanas, emigraron los antillanos ingleses.
Al proceso sincrético iniciado en el siglo XIX, al que nos hemos referido como un recurso de elevado peso en la cultura caribeña, esto añade un nuevo ingrediente a la identidad de las Antillas.
Para esa fecha, ya la población del Caribe era euro descendiente; afro descendiente; chino descendiente; indio descendiente, pero todos se reconocen como caribeños; es decir criollos.
Pero cuidado, no podemos perder de vista que esos distintos grupos humanos no desarrollaron su vida en sociedades igualitarias. Ese proceso de criollización se produjo bajo el mismo sistema de clases heredado de la colonización. Con ello quiero decir que, si bien fueron capaces de crear nuevas naciones, estas no superaron los mecanismos de diferenciación social, pues la segregación y el prejuicio racial siguieron jugando su rol clasificador.
Podríamos concluir diciendo que en el Caribe todos llegamos de fuera, pero además queda evidenciado que la formación social de nuestros pueblos y sus identidades no se hizo sembrando cepas, sino desarrollando raíces, que son las que indudablemente sustentan nuestras identidades.
Frente a este complejo, pero hermoso proceso, los caribeños tenemos el desafío de resaltar nuestros valores propios, superar el falso universalismo que sirvió de base al proceso colonial y con la verdad histórica resaltar nuestras pluralidades identitarias.
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Rubén Silié es historiador, actualmente viceministro de Relaciones Exteriores para asuntos de Política Exterior Multilateral de la República Dominicana.