La huella de Carpentier

En 2023, una tarde de sol, el Caribe desfiló ante mis ojos en plena Ciudad de México. Comía en un restaurante ante un ventanal que de pronto fue dominado por un espectáculo peculiar: treinta o cuarenta atletas negros caminaban con cadencia majestuosa. Vestidos con camisetas y pantalones de colores, parecían dirigirse a una competencia. Un impulso indescifrable me hizo salir a la acera. Volví a sentir el entusiasmo que tuve en mi ciudad a los doce años, durante las Olimpiadas de 1968. ¿Adónde se dirigía esa delegación de cuerpos portentosos?, ¿qué medalla de oro estaba en juego? Desvié la vista hacia los rezagados del contingente y encontré la respuesta: niños y mujeres cargaban bolsas y bultos. La selección deportiva que había creído ver en realidad estaba formada por los desplazados de la Historia. Un mesero que también había salido al exterior me explicó que cerca de ahí había un albergue para refugiados haitianos. La tarde alteró su dramaturgia: la aparente muestra de esplendor atlético era un ejemplo de la devastación latinoamericana. 

Recordé la pasión con que mi maestro haitiano, el historiador Guy Pierre, hablaba de Toussaint Louverture cuando yo estudiaba la carrera de Sociología. La primera rebelión de Independencia y la abolición de la esclavitud se habían fraguado en una isla del Caribe. 

¿Cómo no pensar, también, en el valor fundacional que Alejo Carpentier asignó a Haití y la isla de Santo Domingo en El reino de este mundo? Acaso lo más singular de esa novela breve, publicada en 1948, sea el prólogo que anuncia las condiciones de lo real maravilloso. Al pisar la tierra de Louverture y oír la religión secreta de los tambores, Carpentier entendió el fracaso del surrealismo europeo. Consultó archivos muy poco frecuentados y halló datos que comprobaban hechos de apariencia irreal. Lo que ahí sucedía pertenecía a la norma y la costumbre. Formado en Cuba y Francia, Carpentier recibió en ese viaje la sacudida necesaria para despojarse de prenociones europeas y advertir las limitaciones del propósito de André Breton, que se esforzaba en desordenar artificialmente la realidad. 

Siguiendo el ideal de belleza de Lautréamont (el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de disección), Breton apeló al uso deliberado del azar para llegar a lo irracional. En su recorrido por las islas, Carpentier comprendió que ahí la sorpresa era materia viva, alimentada por la “presencia fáustica del indio y el negro”. Un territorio no codificado por mitologías, que exigía un nuevo tratamiento.

Si los cronistas de Indias debían su asombro al desconocimiento de lo que veían, el del novelista cubano se basaba en algo distinto: el ejercicio de una nueva objetividad, capaz de entender la verdad de la magia. 

Con el afán de deslumbrar a sus lectores, en el siglo XVI Antonio Pigafetta aseguró haber visto en América cerdos con el ombligo en el lomo y gigantes asustados por el reflejo de su propia imagen. Carpentier no necesitaba falsear el entorno porque atestiguó el hechizo generado por los hechos mismos: la desconcertante imaginación de la realidad. Para llevar a cabo este propósito, debía ponerse en situación, entrar en personaje: “La sensación de lo maravilloso presupone una fe”, advierte en su prólogo, y agrega: “Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos”. 

Las certezas de Carpentier se expresan en tensión con la cultura europea. Conoce las numerosas representaciones que exotizaron el “nuevo mundo” y se propone disolverlas. En este sentido, no actúa como quien mira por primera vez, sino como quien vuelve a un continente malinterpretado. Lo real maravilloso rasga el velo de las prenociones europeas. No es casual que se presente como lo que no pudo lograr el surrealismo. 

Juan Villoro dictando su conferencia Reloj de arena, los tiempos en el Caribe.

El movimiento liderado por Breton exploró las energías del inconsciente y del sueño en un entorno aletargado, donde la cultura languidecía en los archivos y los museos. Apeló a recursos como la escritura automática para suprimir el papel censor de la conciencia y a la resignificación de los objetos comunes para recuperar el misterio de lo cotidiano (Marcel Duchamp remató está tendencia al convertir un urinario en pieza de galería). En México, Breton advirtió que el provechoso desarreglo de la norma podía pertenecer a la vida diaria (lo que en Europa debía ser fabricado, ahí prosperaba en fecundo caos); sin embargo, no pudo permanecer en un país que le era ajeno y volvió a Europa para proseguir el empeñó lúdico de descomponer la realidad.

Los postulados del surrealismo tuvieron mayor fortuna en la plástica que en la escritura. Los pintores ejercieron la eficaz paradoja de indagar el inconsciente con sugerentes dosis de realismo. En las ciudades metafísicas de Giorgio de Chirico los edificios pertenecen a una arquitectura reconocible, pero la lógica que los reúne es insólita, y en los cuadros de René Magritte las escenas fantásticas surgen de la inesperada combinación de elementos reales: un hombre se asoma a un espejo, pero no ve reflejado su rostro sino su nuca. 

Ciertos pintores caribeños buscaron, por el contrario, fórmulas más abstractas para retratar su exuberante entorno. Tanto Édouard Glissant como Alejo Carpentier elogiaron la gramática visual de Wifredo Lam, creador de geometrías orgánicas —flechas, rayas, curvas, ojos y hojas—, que integran el mapa simbólico del Caribe. Al respecto, Glissant escribe en El discurso antillano: “Con Wifredo Lam, la poética del paisaje americano (acumulación, dilatación, carga del pasado, conexión africana, presencia de los tótems) se dibuja. Desde la multiplicación tupida de la jungla hasta los espacios aireados apenas rozados por algún color, donde se posan tantos pájaros míticos. Pintura del arraigamiento y pintura del vuelo”. Estas palabras traen a la memoria un endecasílabo de Octavio Paz: “horas de luz que pican ya los pájaros”. Estamos ante un amanecer tanto del mundo como de la mirada, hecho de líneas en fuga y trazos rápidos, señales para emprender el vuelo. No es casual que a esa luminosidad lleguen los pájaros.

Volvamos a Carpentier. En su opinión, el desafío estético caribeño estriba en encontrar un lenguaje propio para captar lo que en primera instancia desconcierta como fantasmagoría pero que es tangible y verdadero.

De manera similar, José Lezama Lima advirtió que, si el barroco europeo fue un arte de contrarreforma, concebido para combatir la austeridad luterana, el barroco americano es un arte de contraconquista que trafica con elementos ajenos a la tradición europea. Ya en esta misma cátedra Leonardo Padura señaló que el sello distintivo del Caribe es la mezcla. 

Los estudios literarios permiten atrevimientos que, a la distancia, no ofenden a nadie. No es muy osado decir que, en El reino de este mundo, Carpentier fue superior al pensar su propósito que al ejecutarlo. La novela narra, entre otros sucesos reales, la rebelión de François Mackandal, esclavo de origen africano condenado a la hoguera y resucitado por la leyenda, y culmina con la historia del primer rey de Haití. Lo ya sucedido regresa con la respiración artificial de un lenguaje voraz en el que cada descripción amerita tres adjetivos (“era un mundo blanco, frío, inmóvil”). La indudable pasión con que Carpentier creó ese retablo verbal no siempre cautiva al lector, más atento al esfuerzo y la erudición que significó desplegar esos recursos que al placer de degustarlos. En cierta forma, este método del exceso, marcado por el “horror al vacío”, anticipa la parodia que Guillermo Cabrera Infante le dedicó en la novela Tres tristes tigres.

El reino de este mundo se basa en lo que Emir Rodríguez Monegal llamó “estilo nominativo”: “una prosa en que los verbos casi no cuentan y los sustantivos y adjetivos cumplen la función narrativa”. La narración depende menos de la trama y los personajes que del suntuoso despliegue de datos que no logra dotar de nueva vida a los hechos históricos. El reparo carece de importancia si se considera que El reino de este mundo anticipó una estética transformadora y representó el entrenamiento necesario para escribir una de las mayores novelas del idioma: El siglo de las luces, saga de aventuras entre América y Europa, donde el excepcional Víctor Hughes es, a un tiempo, mercader, filibustero, revolucionario, negrero, tirano y libertador, personaje múltiple que trae a las islas caribeñas una modernidad de doble rostro, revolucionaria y cruel, portadora de las ideas de la Ilustración y la guillotina. 

El desafío de entender la realidad caribe llevó a Carpentier a buscar sus raíces en la cultura popular, la religión y la música (leía partituras como si se tratara de novelas de peripecias). Gracias a ese asedio múltiple, pudo interpretar el “Mediterráneo de mil islas”, como llama al Caribe en El siglo de las luces, región donde confluyen las numerosas culturas difuminadas por el discurso colonial. 

Hablar de Haití es hablar de Santo Domingo, Guadalupe, Cuba y otras islas. En El discurso antillano, Édouard Glissant comenta que los espacios insulares se entienden a partir de la noción de archipiélago. 

Lugar de destierro o salvamento, la isla es un sitio de excepción. En su Biografía del Caribe, Germán Arciniegas dedica un hermoso pasaje a las Antillas Menores, las patrias dispersas que integran “puntos suspensivos” en el mapa. Quienes llegaban a esas costas solían ser prófugos que huían de la tempestad, los piratas, las deudas imperiales o la persecución religiosa. En consecuencia, bautizaron con imaginativa gratitud esas tierras de salvamento: 

Las islas tienen nombres de novelas, de santos, de ilusiones, de anécdotas. Se los han dado los navegantes con algo de superstición. El descubridor piensa que un golpe de magia, un nombre bien puesto, puede tornar la isla favorable. En una cadena de islas bautizadas por Colón, dejó él su propio romance, para que lo entendiera quien supiera de cábalas. Y así todos. Leer el catálogo de las islas del Caribe es leer una novela de misterio: detrás de cada palabra está escondida una ilusión, un ruego, una desventura, una gracia: Barbuda, San Cristóbal, Monserrat, Sombrerero, La Tortuga, Marigalante, La Deseada, Granada, Bonaire, La Margarita, La Mona, Los Frailes, El Gran Caimán, El Caimancito, Cayo de Roncador, Cayo de Quitasueño… Hasta los grupos de las islas tienen lindos nombres: Las islas de Barlovento, las islas de Sotavento, que parecen moverse con sus vientos: Las Islas Vírgenes, con toda la leyenda medieval.

 Toda isla prefigura su posible pertenencia a un archipiélago, pero también remite a lo que ahí ocurre de modo único. No es casual que el pensamiento insular vuelva sobre sí mismo como las mareas y su “motor de espumas”. Para referirse a Cuba, Antonio Benítez Rojo dio con un título elocuente: La isla que se repite. Circundado por el agua, el territorio que nos ocupa se encuentra contenido; por eso mismo, no deja de anhelar lo Otro. A un tiempo iguales y distintas, las playas dispersas apelan a una interpretación que las articule y las incorpore a una tradición común.

Para Carpentier, en un sitio sin Historia ni mitología, este proceso integrador depende de una reinterpretación del tiempo. En el momento en que toma la pluma, la tradición no es algo que pesa sobre sus hombros, sino que se improvisa en el papel. 

Escribir altera los relojes. En El siglo de las luces, Víctor Hughes es descrito como “un hombre sin años” y la novela funde diversas épocas. América se presenta como el territorio de lo inacabado, pero también como el entorno donde todo se reproduce y deteriora con presteza. Alfa y omega, principio y fin: tierra virgen que pide ser bautizada —sede de la fuente de la eterna juventud— y caldero de la descomposición y el deterioro.

Carpentier se suele remontar a un origen remoto para entender a sus personajes. El cuento “Viaje a la semilla” y la novela Los pasos perdidos son mecanismos para retroceder en el tiempo; el pasado es un sustrato nutricio, abierto, todavía vivo; los personajes no regresan a algo conocido sino a una zona de desconcierto que otorga nuevo sentido al presente. 

En su libro de ensayos Tientos y diferencias, el autor cubano encomia el uso de “ciertos sincronismos posibles, por encima del tiempo, relacionando esto con aquello, el ayer con el presente”. Esta articulación anacrónica también determina El Siglo de las Luces. La novela desemboca en la fuga liberadora de su principal protagonista: Sofía. El escape físico y existencial de la mujer es una refutación de la época: “Se había salido de lo cotidiano para penetrar en un presente intemporal”.

La literatura de Carpentier mezcla arenas de muchos tiempos en un mismo reloj. También las culturas se funden en un ámbito común. Lo único se alimenta de lo múltiple. Nada más lógico que esto ocurra en una región donde el mar revela las incesantes posibilidades de un solo color: sus muchas maneras de ser azul.

Lo que el viento une

Nuestra lengua, forjada en las travesías marinas, resolvió que las palabras “clima” y “tiempo” fueran sinónimos. Las tempestades no sólo alteran la vida material sino el calendario y el estado de ánimo.

Durante tres años, el sacerdote Gabriel Téllez, mejor conocido como Tirso de Molina, dio clases en Santo Domingo. Cuando la Iglesia cuestionó sus actividades como dramaturgo, se defendió, describiéndose en tercera persona: “Tempestades y persecuciones invidiosas procuraron malograr los honestos recreos de sus ocios”. Al hablar de “tempestades”, no aludía a una circunstancia atmosférica, sino moral. El restrictivo siglo XVII juzgaba que el mal clima no sólo afectaba la navegación, sino también las conciencias.

En el Caribe, tanto la vida diaria como la psicología han estado expuestas a los trabajos del viento. En un artículo de 1952, Carpentier describió los efectos de un ciclón como una alteración del espacio y de la lógica: “Una casa de campo trasladada intacta, a varios metros de sus cimientos; goletas sacadas del agua, y dejadas en la esquina de una calle; estatuas de granito, decapitadas de un tajo”. ¿Es posible mantener la estabilidad en esas circunstancias? 

El tramo que une al Golfo de México con el Caribe y las Antillas integra la llamada “cuenca de los huracanes”. La expresión se refiere a la meteorología, pero también se puede aplicar a la atmósfera cultural y política de la región. En La conjura de los necios, novela de John Kennedy Toole ubicada en Nuevo Orleans, el epígrafe señala que los puertos que van del Golfo de México a las Antillas se parecen más entre sí de lo que se parecen a las capitales de sus respectivos países. Esa semejanza no alude a una tradición estable, sino a una vida incierta y de acelerados cambios (de manera emblemática, Virgilio Piñera y José Rodríguez Feo editaron en Cuba una revista heterodoxa llamada Ciclón).

En su extenso recorrido por el continente americano, Alexander von Humboldt recabó datos científicos, pero también quiso ser fiel a la propuesta de Goethe de “romantizar la naturaleza”. Midió el territorio y, al mismo tiempo, procuró verlo como paisaje, incorporándolo a la perspectiva europea. En forma inevitable, sus decisivas aportaciones se sometieron a un criterio de clasificación que provenía de otra realidad. En su ensayo “Qué nuevo era el Nuevo Mundo”, Italo Calvino se refiere a “la necesidad que tiene Europa de pensar América a través de sus propios esquemas, de hacer conceptualmente definible aquello que era y sigue siendo la diferencia”.

La literatura ha buscado entender de otro modo las huracanadas turbulencias de la región y sus propuestas han variado tanto como el clima. A orillas del Mississippi, William Faulkner expresó en un título la fascinación de lo inmóvil agitado por el viento: Palmeras salvajes. Por su parte, José Balza, nacido en el Delta del Orinoco, buscó una visión fragmentaria de la realidad; en vez de la proliferación barroca de Lezama Lima, optó por la condensación. El título de una de sus novelas anuncia esta estética: Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar. 

En su novela La guaracha del Macho Camacho, el puertorriqueño Luis Rafael Sánchez convirtió el paisaje en un espacio implícito; no era necesario describirlo porque tenía su espejo en la fronda de palabras. Desde el título, la novela derrocha eufonía, rima y rumba: “radio bemba”. La fertilidad caribeña se expresa de modo oral: es un exceso para los oídos; surge de la música callejera, los altavoces de la publicidad, las radionovelas, las interminables tertulias de los cafés. ¿Dónde se encuentra el mar?, ¿dónde la playa? En el oleaje de palabras. En esta novela no hay espacio para los turistas y nadie tiene ganas de broncearse. Los lugareños buscan la sombra donde se puede conversar. 

Con frecuencia, el Caribe ha sido recreado como un sitio primigenio, donde el comienzo no termina nunca (baste pensar en dos títulos de autores cubanos: Vista del amanecer en el trópico, de Guillermo Cabrera Infante, y Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz).

También ha sido objeto de epopeyas del acabamiento, como el Cuaderno de un retorno al país natal, de Aimé Césaire, visión crítica de la pobreza, el colonialismo, la corrupción y el desprecio a la negritud en Martinica. En clave poética, Césaire narró en 1939 una contra-Odisea, el decepcionante regreso a casa. Cito un pasaje traducido por el poeta veracruzano José Luis Rivas: “A la vuelta del alba, esta ciudad inerte y sus extramuros de lepras, de consunción, de hambre, de miedos agazapados en los barrancos, de miedos encaramados en los árboles, de miedos ahondados en el suelo, de miedos al garete en el cielo, de miedos agolpados y sus fumarolas de angustia”. La frase “a la vuelta del alba” se repite varias veces; el poeta se ocupa de la otra cara del amanecer.

Cuatro décadas más tarde, en 1981, Édouard Glissant publicó El discurso antillano, compleja y a veces abstrusa reunión de ensayos destinados, no a refutar la visión desencantada de Cuaderno de un retorno al país natal, sino el método que utiliza. Heredero del surrealismo, Aimé Césaire asoció el Caribe con la Polinesia para sugerir que ambas regiones formaban parte de un archipiélago unido por la imaginación y el inconsciente. Al respecto comenta Michael J. Dash: “No se olvide que André Breton, en su construcción de lo ‘otro’ exótico, elevaba la condición del arte de Oceanía por encima de todos los demás”. Para huir del costumbrismo y el color local, la vanguardia surrealista inventó su propio folklor. Por ello, la primera frase de El discurso antillano es una aclaración que desconcierta al lector desprevenido: “Martinica no es una isla de la Polinesia”. 

A pesar de que el poeta Césaire extrajo sus palabras de la tierra del origen, en opinión de Glissant asumió una postura generalizadora, pensada para la mirada ajena; en consecuencia, su idea de la negritud caló más hondo en África que en las Antillas. Ese desvío repetía la ruta de la esclavitud. Para Glissant, el regreso debía practicarse de otro modo; el proceso de descolonización debía captar lo “real antillano”. Las imposiciones europeas, de la evangelización a la piratería, no impidieron el surgimiento de voces y expresiones culturales imposibles de localizar en otros sitios: “La colonización no ha resultado entonces tan exitosa como parecía a primera vista”, señala. La prueba más evidente de esta riqueza está en la oralidad; por ello, el ensayista concluye su extenso libro con el deseo de ser, ante todo, oído.

Esta petición auditiva permite recordar que el agua es una expresión acústica. Octavio Paz solicita a su amada: “Óyeme como quien oye llover: ni atenta ni distraída”. La llovizna llega como una presencia intermedia; con énfasis suave, se suma al entorno sin interrumpirlo. Al referirse a Maimónides, Borges señala que, cerca del estudio del erudito, una fuente transmite “la constancia del agua”. En este caso, lo que se escucha es un ritmo acompasado que favorece la meditación. James Joyce buscó esa complicidad en el río Sena. Vivía en París cuando escribía Finnegans Wake; para cerciorarse de que el tono de su prosa era correcto, se acercó a escuchar la voz del río.  

La lluvia, la fuente y el río aportan a la literatura cadencias diferentes. A ellas se agregan las turbulencias que sólo produce el mar Caribe.

Las corrientes sumergidas

En 1941, el poeta nicaragüense Salomón de la Selva escribió un ensayo en el que festejaba la aportación de Rubén Darío a principios del siglo XX, tan poderosa que equivalía a un compendio de la literatura entera: “Esto es posible: no conocer más letras que las de Rubén Darío y ser dueño, sin embargo, de una cultura suficiente; tener, es decir, una visión anchurosa del mundo, capaz de ensanchamiento constante; poseer un entendimiento de los hombres cada vez más hondo; contar para cada emergencia de la vida con un sentido cada vez más elevado de lo que hay por encima de los hombres y del mundo”.

A un tiempo vernáculo y cosmopolita, Darío se apropió en forma voraz de todas las posibilidades de la métrica castellana. El 16 de febrero de 1916, a diez días de la muerte del poeta, Pedro Henríquez Ureña había resumido esos logros. Vale la pena detenernos en un pasaje de ese obituario, dedicado al virtuosismo técnico del poeta. No me parece abusivo encontrar ahí una lección profunda sobre la cultura caribe. 

El ensayista dominicano describe las variantes de la métrica dariana con la prodigalidad con que Carpentier describió los olores y sabores de las Antillas: “En el orden de la versificación, Rubén Darío es único; es el poeta que dominó mayor variedad de metros. Los poetas castellanos de los cuatro siglos, en España y América, aun cuando ensayaron formas diversas, dominaban de hecho muy pocas; eran, los más, poetas de endecasílabos y de octosílabos. Otras formas que alcanzaron popularidad, como el alejandrino en la época romántica, padecían por la monótona rigidez de la acentuación. Darío puso de nuevo en circulación multitud de formas métricas: ya versos que habían caído en desuso, como el eneasílabo y los dodecasílabos (de tres tipos); ya versos cuya acentuación libertó, y cuya virtud musical enriqueció, como el alejandrino. Aun el endecasílabo ganó en flexibilidad, al devolverle Darío dos formas de acentuación usadas por los poetas clásicos, pero olvidadas a partir de 1800”. 

Toda lección de estilo entraña una moral: permite pensar de otra manera. Al hablar de la métrica en Darío, Henríquez Ureña definía, sin mencionarla, la cultura que la hacía posible. Los modos de escandir versos apostaban por una variedad similar a la de los numerosos objetos de carga y descarga que llegaban a los puertos del Caribe. De manera significativa, Henríquez Ureña subraya la importancia de que las variadas entonaciones de la lengua entren en circulación. 

Darío anhelaba los recintos celestes del Parnaso, pero provenía de un atrasado rincón que, por eso mismo, estaba dispuesto a recibir lejanas novedades. Su provechosa glotonería se alimentó de carencias: en la pobreza, concibió joyas y piedras preciosas con la pasión de quien las sabe intangibles; cuando dispuso de dinero, lo derrochó en banquetes señoriales, ejerciendo el refinado e insaciable apetito que tenía por las palabras. 

Umberto Eco se refirió al acervo bibliográfico como “la memoria vegetal”. Hechos con plantas y sus derivados, los libros se convirtieron en una segunda naturaleza que conservaba los conocimientos de la especie. En el caso de Darío, sus libros atesoraron los brotes de una selva infinita que él bautizó con pasión adánica.  

Salomón de la Selva encomió su sentido universal y totalizador y Pedro Henríquez Ureña su enciclopédico empleo del ritmo. Esos hallazgos sólo se explican por una cultura de intercambios, el “Mediterráneo de mil islas” que Carpentier encontró en el Caribe.

De la Selva y Henríquez Ureña pertenecieron a la diáspora de intelectuales caribeños. Cosmopolitas por necesidad y vocación, frecuentaron las más diversas literaturas y dieron clases en Estados Unidos y otros países. De acuerdo con José Emilio Pacheco, ambos fundaron las corrientes del prosaísmo y la poesía conversacional, afluentes decisivos de la modernidad hispanoamericana.

Henríquez Ureña se ocupó con novedad a los clásicos griegos mientras leía a Matthew Arnold y Walter Pater. Su magisterio dejó honda huella en México y Argentina. Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges encontraron en él al eficaz corrector que les permitió liberarse del exceso retórico que lastraba la literatura castellana. 

El autor de La utopía de América tuvo la “visión anchurosa del mundo”, que De la Selva atribuía al poeta de Azul. Ese propósito, que asimilaba lo nuevo y lo clásico, lo local y lo global, partía de una circunstancia precisa. América Latina se fracturó con las guerras de Independencia y Henríquez Ureña procuró que la cultura fuera un recurso integrador. En 1925 pronunció en la Universidad de La Plata la conferencia que daría título a La utopía de América. Ahí dijo: “El hombre universal con que soñamos, a que aspira nuestra América, no será descastado: sabrá gustar de todo, pero será de su tierra”. 

Este universalismo basado en las raíces provenía de su experiencia viva. En su ensayo “Pedro Enríquez Ureña y las tradiciones intelectuales caribeñas”, Arcadio Díaz Quiñones se propuso “restituirlo en su territorio insular”. Este texto es un acto de pasión crítica, pues el autor comparte destino con su objeto de estudio: Díaz Quiñones nació en Puerto Rico (no en balde se considera “ciudadano de un Estado débil”) y se mudó a Estados Unidos, donde dio clases en la Universidad de Princeton. En su opinión, la modernidad incluyente de Henríquez Ureña anticipa al Borges de “El escritor argentino y la tradición”. La renovación de la lengua tuvo un afluente decisivo en el Caribe. 

“¿Cómo construir el archivo de esa memoria tan plural?”, se pregunta Díaz Quiñones y agrega que el ensayista dominicano cultivó la “variedad dentro de la unidad”: conoció lo ajeno para entender lo propio. Violentada por la política, Hispanoamérica podía reintegrarse a través de la cultura. Henríquez Ureña padeció la persecución política y el exilo, y su biblioteca se desmembró en travesías que lo llevaron a Cuba, México, Estados Unidos y Argentina. Ese destino incierto reforzó su afán integrador: “Se empeñó en ensanchar al máximo la continuidad, que para él estaba en la ‘alta cultura’ hispánica, aunque con exclusión de casi todas las culturas afrocaribeñas”, escribe Díaz Quiñones.

Al releer la tradición, el maestro dominicano buscó las “corrientes sumergidas” que de manera casi secreta articulaban las voces hispanoamericanas. En 1928 publicó Seis ensayos en busca de nuestra expresión. El título es un programa de trabajo: la especificidad hispanoamericana no es un dato analizable; es una tarea pendiente.

Aunque el propósito abarcador de Henríquez Ureña no cubrió aspectos de la cultura popular que estarían presentes en Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Luis Rafael Sánchez y tantos otros, se puede decir que cumplió, con otros medios, el sueño de Darío. Los muchos registros que la métrica alcanzó en el nicaragüense tienen un correlato en el intrincado tapiz de asociaciones y reflexiones del ensayista dominicano.

La utopía es, por definición, un sitio inalcanzable. Por ello, Alfonso Reyes proponía que la palabra se tradujera como “no hay tal lugar”. Sin embargo, la pulsión utópica permite llegar a metas certeras. Al avanzar hacia un horizonte que se repliega, el caminante encuentra otras cosas: “La búsqueda de la expresión mediante la literatura fue para Henríquez Ureña el intento de realizar la naturaleza utópica no sólo de América sino del ser humano”, escribió José Emilio Pacheco.

Ese empeño tuvo como punto de partida una isla. Nada más lógico que un sitio rodeado de agua produjera cartas de navegación. De manera inmejorable, Díaz Quiñones remata su ensayo aludiendo a Las corrientes literarias en la América hispana, obra capital de Henríquez Ureña: “Esta utopía se fundaba en una búsqueda constante en el legado de las corrientes sumergidas que se insinuaban en la imagen marina propuesta en el título de su gran libro. El Mar Caribe seguía ahí”.

La estética de la isla y la estética de la orilla

¿Cómo es visto el Caribe en los países sin islas? Los territorios continentales ignoran las incesantes transformaciones que se producen en los espacios rodeados de agua. 

Mi abuela nació en Progreso, puerto de la Península de Yucatán. En su infancia, se entretenía viendo el resplandor luminoso que en las noches emanaba de Cuba, y en su juventud, asistiendo a las óperas de las compañías que hacían la ruta de La Habana a Nueva Orleans, pasando por Progreso. Esa forma de vida era ignorada en el México de tierra adentro. Nuestro Caribe es más limitado, en gran medida por la falta del elemento afroamericano, pero sobre todo porque no representa una totalidad, una vida encapsulada en sí misma, sino una orilla.

Las islas están circundadas por lo Otro. Aunque la marea trae noticias y desechos lejanos, todo sucede en un marco definido. Tanto el náufrago en la isla desierta como el dictador tropical actúan en un espacio que puede ser dominado de punta a punta. El escritor mexicano José Revueltas, que estuvo preso en las Islas Marías, escribió una novela cuyo título alude a la condición infranqueable de ese espacio: Los muros de agua.

Las islas han sido sitios de encierro, pero también lugares de escape, no sólo físicos sino mentales. La insularidad ha brindado notables escenarios a la literatura fantástica, de Los viajes de Gulliver a La isla misteriosa. Siguiendo ese linaje, Adolfo Bioy Casares ubicó el acceso a la vida eterna en una isla. En su novela La invención de Morel las mareas activan máquinas que proyectan hologramas de las personas que vivieron ahí: la resurrección de las almas depende del clima. La verosimilitud de esta trama fantástica depende de rasgos realistas; no es casual que el narrador sea venezolano, alguien más familiarizado con el sentido cultural de las islas que un argentino como el propio Bioy. 

La literatura mexicana pertenece a una geografía en la que el Caribe es un límite; estamos en la orilla de lo Otro, no rodeados por su fuerza. En su novela Intramuros, el escritor veracruzano Luis Arturo Ramos cede la voz a un narrador que recela de las costas que carecen de un país grande que las respalde: “Cuba era una isla y las islas están condenadas por sus propios límites”, señala. Avanzada la trama, da con una clave para entender la fabulación surgida de los archipiélagos: “La prolija consulta del mapa americano le otorgó la imagen de un inmenso reloj de arena, símbolo de la facilidad con que se podía pasar de un extremo al otro del tiempo, de un lado al otro del mundo”. Visto desde México, el Caribe se presenta como un espacio fluido, en tránsito permanente, donde incluso el tiempo carece de contención. 

El pensamiento insular se plantea un doble desafío: captar algo circunscrito y algo abarcador: cada isla está completa, es un entorno autocontenido, pero pertenece a un archipiélago. En su condición de orilla, el Caribe mexicano revela otra experiencia de conocimiento.

Los trazos que describen estas diferencias son los de la línea y el círculo. Nuestro Caribe es una demarcación limítrofe; en las Antillas, por el contrario, cada isla, sea cual sea su forma, estimula una redondez conceptual, para entender lo que ahí ocurre y el archipiélago que la engloba.

El sol, sus horarios de trabajo

¿Aún es posible ver el Caribe como una tierra de fecundidad sin freno, donde una energía primigenia renueva sus promesas? La Historia, siempre indecisa, plantea nuevas dudas. Los amaneceres tropicales desembocan en crepúsculos. “Aquí hace sol de sol a sol”, exclama el poeta José Luis Rivas en La tierra nativa. En efecto, eso sucede, pero no impide que, tarde o temprano, caiga la noche.

Piedad Bonet ha advertido que en García Márquez el Caribe es “representante de un mundo premoderno que se extingue”. Después de analizar el papel de la muerte como generadora de acciones en diversas novelas del autor colombiano, la poeta y ensayista señala a propósito de Cien años de soledad: “La de Macondo es una historia de involución, que empieza en la Arcadia, un paraíso terrenal donde las casas reciben la misma cantidad de sol y están a la misma distancia del río y donde no ha habido nunca una muerte, y termina con un hijo con cola de cerdo y con un viento final que arrasa con Macondo”. Esa sensación de acabamiento encontró continuación en las ciénagas podridas de El otoño del patriarca. El Caribe era para García Márquez el sitio donde nunca llegó la pensión prometida a su abuelo, coronel que participó en la Guerra de los Mil Días, y donde el paraíso se llenó de hoteles de franquicias extranjeras. La explotación salvaje de las compañías bananeras de Estados Unidos fue sustituida por la invasión sutil de los turistas. 

Hacia el final de su vida, cuando ya comenzaba a perder la memoria, García Márquez regresó con nostalgia a ese territorio. En los textos que escribió en su juventud para periódicos de Barranquilla y Cartagena de Indias no celebró tanto el Caribe como en sus años finales. 

En El olor de la guayaba, libro de conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, definió su sentido de pertenencia en clave proustiana: nada lo conmovía como el poderoso aroma de una fruta. La frase completa era aún más reveladora, pues se refería a la guayaba que comienza a pudrirse. Ese olor era doblemente nostálgico, remitía a la infancia, ya perdida, y provenía de una futa a punto de morir.

El último lance narrativo de García Márquez fue digno de esa evanescente fragancia. En agosto nos vemos, novela que quedó inconclusa, alude a una paulatina descomposición. Una vez al año, una mujer madura regresa a una isla caribeña en busca de un lance amoroso. En cada visita advierte el progresivo deterioro del entorno, vulgarizado por el turismo y los falsos lujos de los hoteles en los que resulta imposible descifrar cómo funciona la ducha o cómo se enciende la luz. Si el Caribe se celebra por sus amaneceres, García Márquez se despide con una puesta de sol. 

El novelista se había propuesto escribir dos obras sobre el ocaso del deseo. En 2004, alcanzó a publicar Memoria de mis putas tristes, protagonizada por un periodista anciano que duerme con una menor de edad. La muchacha lo cautiva, pero él se abstiene de tocarla porque su cuerpo ya sólo responde a un erotismo mental. Desde el título, la novela alude al dominio heteropatriarcal, y fue criticada en consecuencia. Como tantos autores de su generación, García Márquez no fue ajeno a ciertas convenciones machistas. En Crónica de una muerte anunciada el miembro descomunal de un personaje es descrito como una irrebatible garantía de felicidad, y en ésa y otras obras los burdeles aparecen como una agradecible escuela de erotismo.

Memoria de mis putas tristes narra la prostitución de una menor desde el punto de vista de un hombre viejo, incapaz de ver eso como un abuso. Esta normalización del deseo transgresor se funda en la imposibilidad de llevarlo a cabo, pues se trata de la fantasía de un impotente. De cualquier forma, la novela carece de la perspectiva de género que se espera de un autor contemporáneo. García Márquez lo sabía y preparaba un complemento crítico de esa historia, sobre el deseo otoñal femenino. 

En la novela del anciano que padece una excitación sin remedio destaca una frase de Cicerón: “No hay un anciano que olvide donde escondió su tesoro”. Posiblemente, García Márquez pensaba en su propio destino; perdía la memoria, pero aún guardaba algo en ese cofre. Su último tesoro era el Caribe y la luz de un cielo que se apaga. Ese escenario en disolución merecía un tratamiento decantado, austero, diferente a la abundancia barroca de Cien años de soledad. En agosto nos vemos conserva la mirada atenta a los detalles que apuntaló la inventiva de García Márquez (el primer cuarto hotel al que entra la protagonista tiene “un olor de insecticida reciente” y en un restaurante se somete a “la humillación de comer sola”), pero también muestra la inevitable simplificación argumental y psicológica a cargo de un narrador que pierde recursos.

La memoria es un asunto eminentemente narrativo, pero también histórico. No siempre se ha recordado del mismo modo. Hoy en día perdemos facultades memoriosas porque las delegamos en las computadoras y los teléfonos celulares. Pero el desvanecimiento de los recursos mnemotécnicos comenzó desde mucho antes. A principios del siglo XX, recitar largos poemas, citar leyes abstrusas o decir rezos de alta complejidad eran actos habituales. Al retratar a su amigo Lezama Lima, Fina García Marruz señaló que poseía “una memoria enorme, una de aquellas que tanto se dieron a principios del siglo”. La poeta y ensayista escribe ese texto en 1970 y la retentiva ya le parece una virtud antigua, digna de personas “victorhuguescas”. Arciniegas, Carpentier, Walcott, Césaire y el propio García Márquez formaron parte esa estirpe. También el olvido es un crepúsculo.

Los novelistas de lo real maravilloso y del neobarroco operaron por acumulación de recursos. Otros narradores hemos procurado enfrentar el trópico por sustracción, destacando lo que ahí se acaba y se disipa. 

Concluyo con un repaso de mi propia experiencia. Mi novela Arrecife se ubica en un resort de la Riviera Maya. En tiempos del cambio climático y el turismo en masa quise hacer un irónico desmontaje del paraíso. En la ciudad de Kukulcán, lugar imaginario pero no muy distinto a Cancún, se alza el hotel La Pirámide, construido con símbolos de la cultura maya que garantizan la cuota de exotismo requerida por los extranjeros. En esa costa se extiende el segundo arrecife de coral más grande del mundo, pero la deforestación hace que la tierra, antes contenida por las raíces de los árboles, se deslice hacia el mar e impida que el sol llegue a los corales moribundos. Además, el calentamiento global ha incrementado la intensidad y la constancia de los huracanes. Un destino de sol y playa se encuentra amenazado por la lluvia. En esas condiciones, Mario Müller, gerente del hotel, decide diseñar programas de entretenimiento para que los huéspedes tengan algo que hacer durante el mal clima. Aprovechando el atractivo que el peligro brinda al ser humano, concibe programas de “paranoia recreativa”. Pocas cosas son tan seductoras como el riesgo, según demuestran quienes practican deportes extremos, beben una copa de más, compran arañas venenosas o juegan a la ruleta rusa. Una especie aburrida se entretiene con películas de terror, drogas letales, sexo inseguro, bongee jumping y carreras de Fórmula Uno. 

En ocasiones, los viajes decepcionan porque no ofrecen nada diferente. Todo hotel de cadena parece estar en Houston. Para salvar a los visitantes de ese tedio, Mario Müller crea un parque temático donde los desastres de la realidad mexicana se convierten en atracciones. El visitante puede ser secuestrado, entrar en contacto con una guerrilla o participar en una ceremonia salvaje. Después del sobresalto, recibirá un coctel margarita. 

Lo que ocurre en el hotel La Pirámide resulta verosímil porque es un espejo del México que aparece en las noticias. Mario Müller aprovecha los problemas sociales para crear un teatro de peligros controlados, pero algo falla y eso genera la trama de la novela. 

Arrecife cuestiona la sed de exotismo con que numerosos extranjeros llegan a América Latina y la inmoderada explotación de la naturaleza que transformó playas vírgenes en centros comerciales. En la trama, los ríos subterráneos de la península de Yucatán son utilizados para transportar drogas que desembocan en Miami y los hoteles para llevar la contabilidad fantasma que lava dinero y logra que las ganancias sucias regresen como negocios aparentemente legítimos. 

La novela es narrada por Tony Góngora, ex músico de rock que abusó de las drogas y ha perdido parte de la memoria. A diferencia de los relatores memoriosos elogiados por García Marruz, él reconstruye los hechos de manera parcial. Al recuperar fragmentos de su vida, repara su destino. 

La novela también es una historia de resistencia. El mar está contaminado, las drogas circulan en las playas, cada día se inventa un nuevo vicio, los pobres son esclavizados para atender a los turistas y las mujeres condenadas a la trata, pero ahí también se fragua algo distinto. Personas irregulares, que estropearon su vida en otro sitio, y miembros de la comunidad local que no se ha dejado vencer por el dinero, integran una red de contactos solidarios. En un albergue para mujeres maltratadas, Tony encuentra el sentido de su nueva vida. 

Arrecife pertenece a la visión orillera del Caribe. Esa condición limítrofe se presta para alterar la temporalidad de la novela, que no corresponde a una época precisa; estamos ante una distopía ubicada en un futuro que ya forma parte de nuestro presente.

La transformación del placer en mercancía convirtió al Caribe en un paraíso mancillado, un “Estanque de la Especulación”, como lo llama Derek Walcott. En su extenso poema Omeros lamenta que su isla, Santa Lucía, sufra un calvario parecido al de la virgen que le dio nombre y señala a los culpables:

Estos son los traidores que, por mandato público, 

vieron la tierra como postales

para poner hoteles y promovieron como meseros

a los hijos ajenos

mientras los suyos aprendían algo diferente.

La visión crítica del Caribe no impide constatar que la región también produce anticuerpos para preservarse. La mayoría de ellos son estrictamente emocionales. En esta misma cátedra, Sergio Ramírez se refirió a la inacabable rumba de Barranquilla, en la que parece que “todo el mundo viviera subido a esos buses pintarrajeados que no van a ninguna parte, y a los que quitan los asientos para bailar dentro, llenos de música y de voces… Siempre habrá una alegría perdida en tu pasado, parecen decirte los tambores… Allí de donde venimos nada se hace en solitario, ni nunca de puertas adentro”. 

Regreso al inaudito desfile de falsos atletas que vi en la Ciudad de México. Arrojados por el ciclón de la Historia, los jóvenes haitianos buscaban una tierra de promisión. Provenían de la isla donde ahora me encuentro, el primer sitio avistado por Colón, que bautizó con gratitud como La Española. Los antepasados de esos migrantes habían sido los precursores de la Independencia; ahora, ellos recorrían las calles de mi ciudad con la cadenciosa prestancia de los atletas en asueto. El Caribe, matriz de fecundas mezclas, se había convertido en un sitio de expulsión. Sin embargo, incluso en ese momento era posible percibir algo distinto: el tránsito de la energía humana, la sorpresiva ráfaga de vida que animaba y brindaba color al desleído paisaje urbano. Aun en la situación en la que se encontraban, esos cuerpos no rendían testimonio de un final; aludían a la potencia de lo inacabado que Carpentier describió en El reino de este mundo. Su circunstancia era trágica, pero ahí encarnaba, una vez más, la reserva vital que no deja de llegar del trópico.

La característica más peculiar del placer es que, una vez agotado, se renueva. En un planeta amenazado nada es tan disidente como la dicha y el Caribe no ha renunciado a ejercerla.

El arte corrige los errores de la realidad. Los mayas combatieron mentalmente las sequías concibiendo la leyenda de los bacabs, jinetes imaginarios que rompían los cántaros del cielo. Con la misma inconformidad ante el entorno, las voces caribes reordenan el mundo. Si algo nos une es, precisamente, la convicción de que, en este mar, la ilusión supera a la certeza. No en balde, en Santo Domingo, Juan Luis Guerra aspiró a que lloviera café, y en México, el poeta Carlos Pellicer exclamó: “Trópico, para qué me diste las manos llenas de color. Todo lo que toque se llenará de sol”.

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Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es escritor y periodista. Ganó el Premio Herralde en 2004 por su novela El testigo. Escribe cuento, novela y ensayo. También es traductor literario.