INTRODUCCIÓN


El mundo no está solamente loco. Está loco y es racional”, sentencia de Adorno en el diálogo con Horkheimer de 1956. (Adorno-Horkheimer, 2014, p.33)

Quisiera, en primer lugar, expresar mi agradecimiento por la invitación a este prestigioso espacio a mi querida amiga y destacada escritora Minerva del Risco, presidenta de la Fundación René del Risco Bermúdez, así como al Instituto de Estudios Caribeños de esta Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, en la persona de su director Antonino Vidal. Ha sido, precisamente, en virtud de un acuerdo entre las dos entidades que se creó en 2018 la Cátedra de Literatura Caribeña René del Risco Bermúdez, para rendir merecido tributo a uno de nuestros más singulares narradores y poetas del siglo XX. 

Es para mí un inmenso honor ser distinguido con la amable invitación de Minerva a este ámbito de reflexión sobre la literatura caribeña, sus autores y obras, su pertinencia lingüística y sus avatares culturales e históricos, que ha contado con la participación, por medio de conferencias magistrales y talleres, de connotados autores e intelectuales de países hermanos y de nuestra nación.

Ahora bien, no es la literatura lo que nos congrega hoy. Se trata, más bien, de un tema de carácter filosófico, que va a diluir fronteras entre saberes, para abrir espacio a una modalidad de pensamiento que, a partir del apogeo del medio digital, como expresión de la vertiginosa revolución tecnológica y la consecuente crisis generada en la estructura identitaria, la psiquis y los estilos de vida del individuo y los colectivos contemporáneos, a los que la literatura misma, por supuesto, no es ajena, se ha dado en llamar humanidades digitales, cuyas raíces discursivas y pilares conceptuales se encuentran en el humanismo clásico y en la tradición filosófica de Occidente.

Al emplear el término identidad o su plural, identidades, en un contexto de hipermodernidad, hiperconectividad y capitalismo de la vigilancia (Shoshana Zuboff), ¿de qué estaríamos hablando? ¿De qué forma el feroz proceso de globalización de la economía, la política y el poder, más la planetarización o mundialización de la cultura, y fenómenos como el drama migratorio, la dilución y conflicto de las fronteras y el consumo delirante se convierten en acicates del proceso de elección o de construcción de la identidad, de las identidades del sujeto contemporáneo? ¿Debería preocuparnos el impacto de la digitalización y de la incesante inventiva de artefactos y medios tecnológicos en nuestra configuración del propio yo, en nuestra autopercepción como singular especie animal que articula un lenguaje y genera pensamientos, en la radical modificación de lo que hoy denominamos políticas o estilos de vida? ¿Podrán la carrera algorítmica y la Inteligencia Artificial (IA), esta, en tanto que recurso de la tecnociencia que imita tareas humanas, suplantar la hegemonía del homo sapiens hasta reducirlo, en la perspectiva del temor de Yuval Harari, a una suerte de irrelevancia civilizatoria? 

De ser así, cambiaría el criterio de colaboración a gran escala como eje transformador de lo social y su historia, por un nuevo relato, que los propios humanos tendríamos que articular, pero protagonizado por la autonomía y el control de artefactos mecánicos y sistemas informáticos programados para simular el saber pensar, el saber hacer, aunque no el poder sentir y el poder amar de los que hablan y piensan.

El filólogo y filósofo español Emilio Lledó (2022, p.128) entiende que la identidad no es la continuidad de nuestro cuerpo, la coherencia de nuestra estructura carnal, el ensamblaje de nuestros órganos. “La identidad es –subraya– un fenómeno de consciencia, de saber, de sentir, de entender, de interpretar”. Porque, de acuerdo con Aristóteles y su Ética nicomáquea: “La vida consiste, principalmente, en sentir y pensar” (p.135).

José Mármol dictando la conferencia Desafíos de la identidad en la globalización y la digitalización.

La batalla por la identidad o las identidades ha trascendido las fronteras de los saberes establecidos, de las luchas ideológicas, lingüísticas, culturales o territoriales, incluso, de la cuestión de las minorías étnicas o de género, para convertirse hoy día en una disyuntiva que, además de no abandonar aquellos desiderátums o aspiraciones, parece centrarse en la nostalgia por un mundo offline, que se ha ido apagando, disolviendo, a veces dilatada y otras veces abrupta y vertiginosamente, por la hegemonía dictatorial de un mundo online que, en base a la promesa de un estilo de vida cada vez más hiperconectado, más neuronal, más cómodo, arroja a la vida, sin embargo, individuos cada vez menos comunicados, aislados en burbujas fútiles y de comportamientos narcisistas; sujetos solitarios, angustiados, deprimidos, desmemoriados, y por si fuera poco, presos de una crisis de identidad. 

Se trata de un síntoma capital de la actual era digital, en cuyos cimientos se encuentra el proceso de individualización de la modernidad que esbozó nuevos y móviles horizontes, que imprimió un cambio sustancial en las nociones de tiempo y espacio, y que hizo validar una suerte de lógica errática, con giros y vuelcos sin precedentes, al tiempo que arruinaba la cómoda visión de un telos predeterminado y ponía en valor la incertidumbre, el riesgo y la indeterminación como denominadores comunes del pensamiento, la cultura y la historia. 

La identidad, vista retrospectivamente, procuraba lograr su fijeza mediante el establecimiento de semejanzas. Era relevante en ella su carácter perdurable y su definición descansaba, en buena medida, en atributos afines como hábitos, costumbres, creencias, lengua, etnia, territorio, último término que, junto a la noción de Estado-nación, daba espacio a la llamada cultura autóctona o a la identidad nacional. La identidad o identidades, así, en plural, asumidas desde una perspectiva actual contarán, por mor de la transformación del tiempo, el trabajo, el espacio, la cultura y la psiquis, con otros referentes característicos como son la ambigüedad y la diferencia, o bien, el temor ansioso a la presencia y cercanía del otro. Además, la identidad ahora será algo difuso, una cuestión existencial e ineludible que el propio individuo debe elegir y construir constantemente, y que se fragmentará en entidades volátiles, fugaces, volubles, con valor de uso efímero en su relación con el mercado. Su alcance permanentemente ilusorio es una tarea de todos los días y no algo definido por atributos afines pre-existentes. La cuestión, en estos tiempos, ya no del capitalismo salvaje que denunciaba Juan Pablo II, sino de neoliberalismo desalmado, ya no es, en materia identitaria, ser o no ser, sino, más bien, ser siendo; o bien, ser in vía, según la sustentación orteguiana del concepto de generación.

Tengo sobre la identidad un punto de partida que, amén de ser discutible o contrastable, como todo lo teóricamente fundado, pero que tiene, a mi modo de ver, asidero. Estriba en una sentencia del pensador polaco Zygmunt Bauman (2014, p.114) que reza: “El eje central de la estrategia vital posmoderna no es hacer que la identidad perdure, sino evitar que se fije”. Este aserto contrasta frontalmente con la noción tradicional de identidad propia de los planteamientos de la antropología, la sociología clásica y las teorías culturales tradicionales.

Desde aquí hemos de aceptar que la identidad sólo se revelará al sujeto contemporáneo como “algo que hay que inventar en lugar de descubrir; como el blanco de un esfuerzo, un ‘objetivo’; como algo que hay que construir desde cero o elegir de ofertas de alternativas y luego luchar por ellas para protegerlas después con una lucha aún más encarnizada” (Bauman, 2005, p.40). Nuestro tiempo no permite que se oculten la fragilidad y la condición provisional de la identidad, y en la medida en que se le endilga al individuo como una responsabilidad, este termina asumiéndola de manera angustiosa, existencialmente ansiosa.

Desde esta óptica y en la sociedad actual la identidad, antes que mismidad completa y acabada, es lo inacabado, el incesante cambio. El fenómeno histórico de la identidad y su inherencia a la modernidad tiene sus raíces en la Ilustración, en su ideal de progreso y emancipación, en tanto que un problema, precisamente, del ser moderno. Ser moderno implica llevar consigo una identidad que sólo existe en la medida que se descubre como proyecto inacabado. A la individualización debemos la transformación de la identidad desde algo que se consideraba social y naturalmente dado, con raíces, rasgos y herencia definidos, a algo asequible mediante una tarea, en la que la responsabilidad mayor ya no corresponde ni al Estado ni al grupo, sino, al individuo mismo. Se da, pues, un proceso de desarraigo y de arraigo, de anclaje y desanclaje, como parte integral del tránsito de la modernidad temprana a la modernidad, y de esta a la modernidad tardía, última que también podríamos denominar posmodernidad, modernidad líquida o hipermodernidad, sociedad de la transparencia o del cansancio, sociedad en red, del conocimiento, de la información o de la reputación. 

El mundo de hoy confronta múltiples desafíos. Para empezar, la globalización, el neoliberalismo económico y político, el rebrote de las ideologías y sus variantes extremistas, la relativización de los valores humanos, la eliminación virtual de fronteras territoriales, el incremento sin precedentes de los flujos migratorios. Además, el multiculturalismo y la puesta en duda de la identidad cultural como diferencia de atributos entre grupos humanos o naciones, la caducidad programada y casi urgente de los bienes y servicios, la pérdida progresiva o debilitamiento de los vínculos humanos, las transformaciones y nuevas enfermedades sociales producto del giro digital, como la ciberadicción y el síndrome del quemado (burnout), además de la hipercomunicación y el macrodato, entre otros. Reflexionar en torno a los elementos que componen la sociedad y la cultura actuales implica, quiérase o no, sumergirse en la niebla y las procelosas aguas donde haya cobijo la identidad. 

Me he preguntado: ¿es la identidad un estado de cosas o un ser siendo, un constante devenir?Esta interrogante se responde en dos dimensiones. La primera, en la identidad como estrategia vital posmoderna, en la que, su eje central identitario se afirma en una negación, porque consiste en no hacer que la identidad perdure, sino, por el contrario, en evitar que en modo alguno llegue a fijarse. La segunda, que solo podía ser producto de la revolución tecnológica y la transformación de las cosas y la lógica de vida (economía, política, conocimiento, cultura derivados en cibereconomía, ciberpolítica, epistemología digital y cibercultura) a consecuencia del “giro digital” (Han, 2014 , p.77), que al yo ontológico, a aquel que la metafísica occidental había mancomunado al pensar y reducido ambos a la identidad, como ocurre con el principio de identidad en Martin Heidegger, ahora se vuelve múltiple, adquiere un segundo yo que fuerza a la reflexión a descubrir el plural de la identidad en las identidades digitales.

A partir del proceso marcado de individualización, inherente a la modernidad, la identidad o las identidades no se facturan o se regalan al individuo con el acto de nacimiento y mucho menos podría pretenderse que se trata de algo sobre lo que no cabrían dudas y que es dado para siempre. El problema estriba en que las identidades son un proyecto, un infatigable quehacer que el individuo debe “encarar” como una responsabilidad indelegable e inalienable y con la que debe cargar hasta el último de sus días en este mundo (Bauman, 2011, pp.150-151). El sujeto actual está condenado a elegir (homo eligens) las identidades de la misma forma en que, en una cultura consumista, está obligado a consumir y derivar, por mor de la lógica misma de la sociedad de consumidores, en producto de consumo; es decir, en un bien más de la delirante vivacidad y voracidad del mercado. 

Asumida desde esta óptica un tanto disruptiva, ¿cuál habría de ser, pues, la identidad síquica, cultural y social de un individuo sometido, a priori, a la imposibilidad de quedar satisfecho con el tiempo y el espacio que les son vitales, así como condenado a estar en constante movimiento, no solo en términos de desplazamiento físico y transgresión de fronteras, sino también, en términos de la construcción social de su pensamiento y la aspiración a un equilibrio, a un reposo u ocio de orden espiritual? En tal virtud, la identidad resulta de un proceso de construcción histórico y social, en el cual, el peso específico es repartido entre los elementos concretos del desarrollo del modelo económico de producción, donde además entra en juego el estadio de las ciencias y la tecnología, y la esfera de representaciones simbólicas que componen el fresco intangible y tangible de la sociedad y la cultura. En la batalla por la identidad tiene lugar un proceso de seducción que mueve constantemente al sujeto a lo que todavía no es, pero que puede llegar a ser, aunque en ello se consuma el tiempo de su propia vida. En el mundo actual el poder trata de seducir, antes que reprimir o coercionar.

En nuestra sociedad no hay nada duradero, estable o predecible, sino que, la incertidumbre, la precariedad y el criterio de obsolescencia o caducidad juegan un rol preponderante en la fluidez y movilidad evanescente de la vida y sus fenómenos. A estos tiempos de hoy Anthony Giddens los llama modernidad tardía, Georges Balandier hipermodernidad, Ulrich Beck modernidad reflexiva, Byung-Chul Han tardomodernidad y Zygmunt Bauman prefiere llamar, en un primer momento, posmodernidad y luego sociedad líquida, debemos convenir en que les son propios otros elementos característicos de su organización y modo de vida. 

Así las cosas, destacan el llamado nuevo desorden mundial, tras el cual se ocultan las estrategias de poder político y dominio económico de las grandes naciones y los gigantes de la industria tecnológica; la desregulación universal, que suprime todas las demás libertades de los individuos en aras de abrir espacio al libre mercado, así como a la libertad y ubicuidad del capital; la creciente emergencia de nuevos pobres, los que, en una sociedad de consumo tienen denegado, por insuficiencia o nulidad de ingresos, el acto mismo de consumir; además, la dilución de la dignidad como derecho individual y social; deterioro de los lazos, antes duraderos, de la cotidianidad en la familia o en las comunidades; la incertidumbre como manto que cubre lo político, el Estado y lo social; inseguridad o impotencia ante el riesgo por la vulnerabilidad económica; la aparición de nuevos estratos sociales marginados o desclasados y la complejidad de los flujos migratorios masivos; el reto de la convivencia multiétnica o la condición de extranjero, a veces, en su propio territorio, como también, la ambigüedad o disyuntiva entre libertad y seguridad, entre otros. 

En este entorno toman cuerpo las denominadas políticas de la identidad, que implican un tránsito desde la subjetividad a nuevas condiciones sociales generadas por la posmodernidad y la globalización, en las que rasgos como la etnicidad y los reclamos de reconocimiento y dignidad de minorías culturales y de identidades sexuales van a tener un rol importante. Paradójicamente, la noción de políticas de la identidad resulta igualmente apropiada a otra por la que eventualmente podría ser sustituida: la noción de política de la diferencia. A este propósito de la política de identidad, resultan de interés las propuestas de Francis Fukuyama, quien la define como lucha por el reconocimiento de la dignidad, en la que, especialmente en las democracias liberales, esa misma política de identidad cambia hacia “formas colectivas e iliberales de identidad como nación y religión, ya que, con mucha frecuencia, los individuos no buscaban el reconocimiento de su individualidad, sino el reconocimiento de su semejanza con otras personas” (Fukuyama, 2019, p.119). De allí derivan el fundamentalismo religioso y el nacionalismo radical. 

Fukuyama advierte sobre el hecho de que la política de identidad, en tanto que lucha por el reconocimiento, es un concepto clave, capaz de unificar en buena medida lo que está aconteciendo en la política mundial actual, especialmente, cuando se expresa como política de resentimiento de grupos, incluso naciones, particularistas o llamadas a ser destino. El incremento de la política de la identidad en las democracias liberales modernas es una de las principales amenazas a las que las democracias mismas se enfrentan, y, a menos que seamos capaces de volver a los significados más universales de la dignidad humana, estaremos condenados a prolongar o perpetuar el conflicto. Esta advertencia está entroncada con el concepto mismo de política de la identidad, entendiéndola a partir de la noción platónica del thymós o tercera parte del alma, fundamento tanto de la ira como del orgullo, que se convierte en base política de la identidad como hemos de entenderla hoy. En la balanza de la megalotimia (o pretensión de superioridad) y la isotimia (o igualdad ante la ley) quedan reflejados los sentimientos opuestos de supremacía y de igualdad que sirven de estandarte en las luchas políticas y sociales por la diferencia o igualdad, según el caso, de los individuos y los colectivos con respecto a sus valores y el derecho al reconocimiento y a la dignidad humana universales. 

Al afirmarse que el aumento de la política de la identidad en los regímenes democráticos liberales del presente se convierte en una de las principales amenazas a las que se enfrentan, en términos de estabilidad y paz social, se advierte que estaremos condenados a prolongar el conflicto; es decir, a ralentizar los procesos democráticos, excepto que desarrollemos la capacidad de retornar conscientemente los preceptos y significados más universales de la dignidad humana. Porque, en definitiva, en la sociedad contemporánea, la política de la identidad está siendo impulsada, cada vez con más vigor, por la procura de igualdad en el derecho al reconocimiento de grupos que históricamente han sido víctimas de marginación o exclusión en sus entornos sociales. Esos reclamos son el resultado de un proceso de modernización constante en la forma de entender el yo y su contexto exterior limitante, acelerado por la rápida transformación de las estructuras económicas y tecnológicas, como también, por la globalización de los derechos humanos fundamentales, en tanto que dignidad de todos, y la digitalización de la comunicación.

Se comete un grave error en creer que la identificación de la persona es lo mismo que la identidad. La identificación refiere aspectos ubicables, cuantificables, paradigmáticos o únicos en términos de corporalidad (huellas, iris, ADN) y se puede reducir al ámbito de una banda magnética, de un procedimiento administrativo o de un chip biométrico. El Estado ha visto la identidad como algo fijo, estable, invariable. Mientras que la identidad no es algo que se nos da por naturaleza ni que se nos impone por memorando, pieza plástica, letra escrita o decreto. La identidad es un proceso individual y social mediante el cual la subjetividad actúa con vistas a producir un sentido, que no viene dado ni se reduce al lugar social que se ocupa. Tampoco la cuestión identitaria se limita a responder la gran pregunta existencial ¿quién soy yo? Ser uno mismo, construirse a sí mismo exige al individuo un trabajo psíquico de enorme complejidad e intensidad, al tiempo que lo hace soldado de la batalla por la identidad. 

Jean-Claude Kaufmann llama a este hecho proceso identitario en la sociedad moderna avanzada, cuyo origen está en la modernidad ilustrada occidental y en la instauración del imperio de la Razón. Por cuanto estamos compelidos a dar sentido diariamente a nuestra vida como mejor recurso para cerrar los infinitos posibles, la identidad “es lo que cierra el sentido y crea las condiciones de la acción” (Kaufmann, 2015, p.32). De lo contrario, el individuo actual carecería por completo de orientación y de perspectiva ontológica. 

La identidad no se encuentra sólo en los orígenes, las raíces o la memoria, ni es nunca una esencia o una sustancia reducida al ADN cultural; tampoco una entidad cerrada y fija, es un producto de sentido en el momento presente. La identidad se deduce de una subjetividad orientada a producir un sentido que ya no está dado por el lugar social ocupado, ni sólo va a responder a la gran pregunta existencial ¿quién soy yo? Dotar de sentido nuestra existencia, y con ello, nuestra identidad o identidades es, en definitiva, una elección y una responsabilidad de nuestra subjetividad, a pesar de tener que luchar con la ambivalencia propia del mundo contemporáneo.

Colmar de sentido, aun sea efímero, nuestra vida cotidiana es uno de los graves retos de la existencia en la época contemporánea. La identidad trata acerca de un proceso apto a la reformulación, abierto, bastante complejo, resbaladizo e inasible, y totalmente ajeno a la idea de fijeza. El apogeo de la revolución electrónica y su consecuente era digital han complejizado todavía más la comprensión del fenómeno de la identidad. Hoy contamos con identidades virtuales, donde impera la noción del otro yo, el yo que es otro, más allá del que anunció el poeta Rimbaud. Las identidades virtuales están desafiando el criterio de vigilancia administrativa del Estado. Su vigencia puede ser instantánea. Su presencia es ubicua. Su corporalidad es inasible. Su sentido de pertenencia a sí y a una comunidad se reduce a un clic. Hoy vivimos el juego paradójico de las identidades.

Al desarrollar la noción de identidad difusa Bauman (2013, p.28) sostiene que: “La cultura omniabarcadora de hoy exige que adquiramos la destreza de cambiar nuestra identidad (o al menos su manifestación pública) con tanta frecuencia, velocidad y eficacia como cambiamos de camisa o de medias. Y por un precio modesto, o no tan modesto, el mercado de consumo nos asistirá en la adquisición de esta habilidad en obediencia a la recomendación de la cultura (…). La gente que se aferra a la ropa, las computadoras y los celulares de ayer podría ser catastrófica para una economía cuyo propósito principal, así como el sine qua non de su supervivencia, es el desecho cada vez más rápido de los bienes adquiridos: una economía cuya columna vertebral es el vertedero de basura”. 

Reducir la noción de identidad a la de cosa única y para toda la vida, a una entidad particular constituye un verdadero peligro. Las identidades nunca reposan o descansan sobre la unicidad de sus rasgos, sino en ese incesante proceso de selección, reciclaje, anclaje temporal de la misma sustancia cultural, que no es, precisamente, esencia. 

La identidad reducida a la singularidad constituye una bomba de relojería que podría estallar en violencia, indignación o ira cuando menos se lo espera. Obsesionarse con creer, y en obligar a creer, que puede existir una identidad, individual o nacional, provista de un carácter singular y por demás, superior a las otras identidades de individuos o grupos sociales es un error tan grave que haría posible que se malinterprete y desconozca a los demás individuos a escala global, además de crear caldo de cultivo para políticas identitarias de resentimiento

Ese sesgo interpretativo, causante de radicalismos ideológicos y de fundamentalismos religiosos, así como de la presunta división de las poblaciones del mundo en civilizaciones o creencias antagónicas, proviene de una visión de las ciencias sociales y humanas fundamentada en la cuestión política de las confrontaciones globales (occidentales contra orientales, musulmanes contra cristianos, fieles contra impíos, una tribu contra otra tribu, una etnia contra otra etnia, entre otros). El pensamiento de Samuel Huntington (2001) se apoya en ese sesgo. La pertenencia a un grupo étnico o social, la elección de una preferencia, de un partido político, un equipo deportivo, un gremio profesional, una religión e incluso, un territorio o un Estado no pueden ser razón singular para reducir a cualquiera de ellos la identidad de un individuo del siglo XXI. 

En realidad, y de acuerdo con Amartya Sen (2007), una persona puede ser, al mismo tiempo, y sin ninguna contradicción, ciudadano estadounidense de origen caribeño con antepasados africanos, cristiano, liberal, mujer, vegetariano, corredor de fondo, historiador, maestro, novelista, feminista, heterosexual, creyente en los derechos de los homosexuales, amante del teatro, activo ambientalista, fanático del tenis, músico de jazz y alguien que está totalmente comprometido con la opinión de que hay seres inteligentes en el espacio exterior con los que es imperioso comunicarse (preferentemente en inglés). 

La pertenencia de un solo individuo a todas esas colectividades imprime a su persona y a su existencia una identidad particular, no singular, sin necesidad de que se le reduzca a una de ellas. Así, pues, la identidad humana descansa en la pluralidad, no en la singularidad. Es la diversidad la que nos hace ser lo que somos, no la unicidad. 

Identidad nacional 

Con el establecimiento de los Estados nacionales (Estados-nación) tiene lugar el fenómeno en el que la identidad se reduce a la nacionalidad. De ahí la afición por la identidad nacional como sombrilla que cubría todas las identidades y diferencias culturales o singularidades posibles. Eran tiempos en los que la durabilidad o permanencia de los fenómenos y las cosas eran de esperar. Por ello, esa identidad nacional era una suerte de conquista para toda la vida. “Fijar la identidad como tarea y meta del trabajo de toda una vida era, si se compara con la premoderna adscripción a los Estados, un acto de liberación; una liberación de la inercia de los modos tradicionales, de las autoridades inmutables, de los hábitos predeterminados y de las verdades incuestionables” (Bauman, 2005, p.109). Esta novedosa libertad de autoidentificación emergió juntamente con una inédita confianza del individuo en sí mismo, en su prójimo y en la sociedad. 

Desde la óptica de Kaufmann (Ibid., p.45), la identidad nacional y la actitud del sujeto como identificación nacional han devenido en nuestros tiempos una idea tan abstracta, tan volátil, difusa y evanescente que ya ni siquiera los grupos identitarios, en tanto que sus adeptos más extremos, procuran definirla, mucho menos defenderla racionalmente; es decir, más allá de la emotividad. Es una paradoja monda y lironda que, como es de suponer, tiene implicaciones y causales de orden económico, político, religioso y cultural. Cada vez es menos socorrido el discurso de la nación, quedándose en los límites de la propia subjetividad, de la familia, de los clubes y asociaciones, de adscripciones localistas o territoriales entendidas, de antemano, en el ángulo de miras de una cultura offline. En el ámbito cibernético, en la era del cibermundo (Merejo, 2015), en la órbita online, donde no hay objetos, sino fluidos, esos reductos espaciales o territoriales se transmutan en espacios virtuales, remotos, de pantallas líquidas, flujos in crecendo y ubicuos. Un rasgo identitario por excelencia del sujeto contemporáneo consumista, en tanto que sujeto digital, lo constituye el dejarse seducir por la fluidez del ciberespacio, que en demasiadas ocasiones deriva en ciberadicción, cuando no en aislamiento subjetivo o narcisismo por exposición excesiva y autoexplotación por mor de la eficacia productiva. 

Alain Finkielkraut afirma que hemos abandonado la sintaxis del relato nacional, para exaltar la parataxis de la actualidad perpetua, en constante flujo, la seducción de un presentismo delirante. Así es como, la identidad nacional, junto a todo lo que parecía duradero, se ve ahora machacada en la interactividad de los nuevos medios de comunicación digital, en su instantaneidad y su atopía. De hecho, se vive en la modernidad presente una suerte de “vértigo de la desidentificación” (Finkielkraut, 2014, p.77), cuando no, el síndrome de una identidad desdichada que se hace y deshace constantemente en un mundo en que la existencia de todo está sometida a su pasible, aunque ineludible, comercialización. El sujeto consumidor deviene también en mercancía. Bajo la dictadura del medio digital los sujetos nos tornamos en mercancía con un solo valor, el de la atención.

Identidad cultural

De igual forma, y de acuerdo con cierta línea de pensamiento, la identidad cultural no existe porque es un equívoco que la identidad misma, siempre cambiante y fugaz, se reclame en términos de diferencia, singularidad o particularismo. Desde ese reclamo es imposible que tenga lugar el diá-logo entre culturas. Solo el diá-logo podría producir lo inteligible común. Y en ese “común de lo inteligible” es donde radica “lo común de lo humano” (Jullien, 2017, p.105). 

Ahora bien, cuando nos referimos a una formación cultural, a una forma de cultura, esta va a ser “significativa por lo que produce de écart, es decir, de brecha o intersticio,y también por lo que genera de singular y, en consecuencia, de inventivo” (p.106). Lo que hemos de entender como dimensión nueva del hombre y de la cultura es el producto del diá-logo intercultural, que habrá de generar un entre, un espacio capaz de acercar activa y creativamente, en tensión lúdica e inventiva, los recursos de los hombres y las culturas amenazados por las herencias inamovibles de la concepción evolutiva de la historia y por la uniformización capciosa de la globalización.  

En ese tenor, y para contrarrestar aspectos clave de la estrategia de vida actual, propia de un mundo interdependiente, aunque no caracterizado por lo dialógico, como son la “falsa universalidad –perezosa– de lo uniforme, y el fantasma correlativo –sectario– de la identidad” (p.107), hay que sobreponerse, mediante la exploración de écarts y entres creativos en un diá-logo posible entre hombres y culturas, para dar a luz ese “común intensivo”, que hará de la identidad y de la cultura agentes activos, cambiantes, ágiles y no entidades fijas, perezosas, inmutables o atrapadas en un pasado hereditario.

La convivencia entre culturas e identidades dentro de un mismo Estado nacional va a depender de la capacidad de diálogo, una característica crucial de la condición humana. Al igual que Jullien, Charles Taylor(1) sustenta, con razón, que es el diálogo el factor fundamental para definir nuestra identidad. La creación y conservación de la identidad va a exigir de nuestra condición dialogante a través de toda nuestra vida. Es el diálogo con los demás lo que va a permitirme, como individuo, “descubrir” (término con el que no concuerdo del todo, pues, parecería que la identidad me viene dada, que la heredo y no que la construyo), mi propia identidad, algo que no podría hacer de manera aislada.

La pretensión de fijar, más bien, aísla, reduce a un extremo, sustancializa, esencializa y embelesa en lo binario como dualidad de opuestos diferentes. Cuando, en realidad, la identidad y la cultura son, al mismo tiempo, singularidad y pluralidad; son la diversidad que proviene de un singular común, de un “fondo común” (Jullien, 2017, p.56), que puede ser el hombre, o bien, la naturaleza humana. Es imposible fijar la diversidad de las culturas en su identidad, cuando lo propio en ellas es ir abriendo écarts (o brechas) para su constante cambio y transformación. El fenómeno de la transformación, y no de la fijeza, “es un principio de lo cultural, y por eso no se pueden establecer características culturales o hablar de la identidad cultural de una cultura” (p.57). Al abrirse un écart, una brecha, una hendija se ponen de manifiesto los recursos de una cultura, siendo estos los que posibilitan lo disruptivo, creativo, innovador, abierto y, en consecuencia, la naturaleza viva, cambiante de las culturas. Aquello que hace posible un constante “des-identificarse” y “re-identificarse” (p.56) como tensión que genera la transformación continua de la cultura y de la identidad. 

Para Lledó (2022, pp.156-157), por su parte, derivadas de los prejuicios de la alteridad o singularismos, las llamadas identidades culturales se van formando en el tiempo, en el discurrir social, alterando las neuronas del sujeto con una serie de mensajes adulterados y repetidos hasta la saciedad. De aquí brota una supuesta identidad social, que no es más que otra forma de clausura identitaria que conjugadas provocan, “en todo espíritu libre, una acuciante y empalagosa claustrofobia”. Sujetas al discurso del poder y a la manipulación mediática digital, las identidades de este jaez terminan siendo un invento de alquiler, una cuestión de economía y poder, una mercancía de despacho, que se consume y, de hecho, podría llegar a indigestar. De aquí se concluye que la noción de identidad nacional está cada día más necesitada de revisión, de reflexión y de repensamiento, porque hay en ella un trasfondo de suplantación de los principios que crearon la comunidad y la solidaridad. 

La hiperculturalidad, de otro lado, es una innovadora forma de percibir y entender el fenómeno de la cultura en el telón de fondo de la globalización, del evolutivo poder simbólico del dinero y de las transformaciones espaciales, temporales, mentales y de la vida cotidiana que han tenido lugar con el advenimiento de las nuevas tecnologías y la digitalización. Su entrada en vigor en el pensamiento occidental, de la mano del destacado filósofo cultural Byung-Chul Han, reviste también de un nuevo sentido la idea de la identidad. Lo que fue auténtico, singular, único, homogéneo es ahora múltiple, plural, polisémico, multiforme y multicromático.  El texto es ahora hipertexto. La página es ahora pantalla. El yo es ahora una multiplicidad de espejos y de ventanas al ser, incluyendo el segundo yo y la segunda vida del ciberespacio. La cultura ya no se reduce a su propia evolución como multiculturalidad, transculturización o interculturalidad. 

La hiperculturalidad, que se nutre de la ciberculturalidad, elimina lo fáctico (fenómeno llamado “desfacticización”) y lo evidente de las culturas, deshace sus costuras históricas y sus hendiduras existenciales para, mediante un proceso de disolución y reconstitución, colocarnos en un escenario de yuxtaposición, simultaneidad y disyunción inclusiva de las culturas en la modernidad tardía. No se trata de provocar un sinsentido, sino más bien, de colocarnos a la altura o la hondura del nuevo sentido de nuestro mundo y de una nueva acepción de la libertad. No son ya los límites o códigos de sangre y suelo, sino los enlaces y las conexiones simultáneas e instantáneas los que van a organizar el hiperespacio de las culturas.

La caída del horizonte, en cuanto que pérdida de las perspectivas de pensamiento, identidad y vida, junto a la fragmentación, puntualización y pluralización del tiempo y el espacio son síntomas del presente. Este hecho contribuye a que los ejes y referentes que antes operaron como dadores de sentido, ahora desaparezcan. El tiempo actual, distinto al pasado, no está provisto de la facultad de dar sentido fijo o de prever un horizonte como destino. Es un tiempo que, más que de simple aceleración, padece de atolondramiento y dispersión, sin totalidad vinculante. Así es como el ser queda hoy disperso en un hiperespacio de posibilidades y acontecimientos que, en vez de gravitar, solo da tumbos, dejando como estela existencial un doloroso vacío identitario. 

La hiperculturalidad no es sinónimo de masa cultural uniforme, acumulada o aditiva sin más, única, monocromática; tampoco de grande o monumental cultura. Por el contrario, genera una profunda individualización. De ahí que, siguiendo las propias inclinaciones o preferencias, el individuo actual pueda armar, aun sea solo por breve tiempo, su identidad, tomando como base el fondo hipercultural de formas y prácticas de vida que conozca. Así se da la emergencia de identidades de tipo “patchwork”, es decir, amalgama, crisol, algo hecho de retazos; o bien identidades de colores y formas múltiples, que se corresponden con la posibilidad de que el homo eligens (hombre que elige) se transforme o conviva con el homo liber (hombre libre) y con el homo digitalis (hombre digital). La hiperculturalidad crea las bases para una nueva práctica de la libertad, que a su vez es activada por un sujeto que ha armado, para su propia individualización y precariamente, una identidad múltiple y volátil.

De esos procesos deriva, lo que, en otro ensayo Byung-Chul Han (2015, p.76) denomina un cansancio profundo que afloja la atadura de la identidad, donde esta se vuelve más imprecisa y permeable, además de que se diluye en su propio intento de determinación.

En la contemporaneidad, en vez de construir la propia identidad gradual y pacientemente, tal y como se construye una casa, a través de la lenta suma de techos, suelos, habitaciones y pasillos comunicantes, tenemos una serie de nuevos comienzos, una experimentación con formas ensambladas instantáneamente, pero también fácilmente desmanteladas, pintadas unas sobre otras; tenemos, en definitiva, una identidad palimpsesto (Bauman, 2014, p.36), término proveniente del griego palímpsëstos y del latín palimpsestus, cuyo significado es el de un manuscrito antiguo que conserva huellas de una escritura anterior borrada artificialmente. 

La identidad del sujeto o individuo posmoderno se correspondería, en su proceso de constante construcción, de permanente recomienzo en un escenario desordenado, volátil y estatalmente frágil, con el de la borradura artificial de una identidad individual anterior. Aquella identidad individual anterior estuvo articulada con el proyecto colectivo de establecimiento de un orden, de un Estado territorial calculable y racional. La identidad individual posmoderna, la identidad palimpsesto que resulta de la borradura artificial de la primera, está articulada con un escenario que conlleva rasgos de incertidumbre, irracionalidad, integrismos, intolerancia, racismo nacionalista, terrorismo y revolución tecnológica o insurrección digital, como prefiere llamarla Alessandro Baricco (2019, p.108), porque, en procura de plusvalía, los gigantes tecnológicos carecieron de un proyecto de humanidad, pero conocían instintivamente una línea de fuga del desastre. 

En definitiva, identidad palimpsesto es aquella, unas veces frágil y otras veces fuerte y radical diferenciación subjetiva o grupal, propia de estos tiempos en los que la memoria y el aprendizaje ceden su espacio al olvido y a la obsolescencia vertiginosa; en los que lo espiritual y lo material duran apenas lo que la relativización de la jerarquía de valores y la obsolescencia programada de la lógica del mercado consumista permiten; en los que vivir es como ir grabando un vídeo con cada vez más y nuevas imágenes, en donde cada instantánea se enseñorea como borradura de la imagen anterior y así interminablemente. 

Globalización

La búsqueda de identidad en el mundo globalizado, donde muchas cosas no se encuentran en el lugar que creíamos natural para ellas, genera en el individuo una alta sensación de ansiedad. Cuando hablamos de referentes sólidos que no tienen peso significativo en el establecimiento de relaciones duraderas o de identidades relativamente perdurables, lo que se arguye es que en el mundo actual la familia, el trabajo, la vecindad, la nación, la lealtad, el sentido de pertenencia, entre otros, han perdido su poder de atracción o de generación de confianza, lo que se traduce en sentimiento de soledad y abandono por parte del individuo. Y su única respuesta a esta presión ansiosa es la de confeccionarse o elegir identidades de quita y pon; es decir, identidades tomadas como piezas de un guardarropa, con vida útil muy breve y sin el peso del compromiso duradero o la lealtad innegociable a algún propósito.

La globalización ha creado las condiciones para que nuestra vida discurra en un mundo de experiencias sociales y culturales heterogéneas, incluso, contradictorias. Esos fundamentalismos identitarios son los generadores de procesos como la crispación identitaria que tiene lugar en el régimen, por ejemplo, del fundamentalismo islámico; la volatilidad identitaria, que es capaz de inducir a la cerrazón y al odio; los juegos de identidades que, por ejemplo, en un partido de fútbol o de béisbol, permiten a un fanático ser, aun sea por minutos, francés o alemán, dándose con ello una suerte de transferencia de identidad y el integrismo identitario causante, a su vez, de desviaciones que tienen en ascuas al mundo de hoy, en cuanto que una verdadera bomba de relojería. Kaufmann es categórico al explicar que el crecimiento de afirmaciones identitarias con tendencia al “fundamentalismo esencialista” (p.36) prefigura un porvenir explosivo para nuestras sociedades, tanto en Occidente como en Oriente.

La globalización y el apogeo del medio digital nos han evidenciado, a la luz de la problemática del fundamentalismo religioso y la expansión del terrorismo internacional, amén de la efervescencia de los radicalismos populistas de izquierdas y de derechas, la peligrosidad de los singularismos identitarios y su pretensión de uniformidad y unidimensionalidad de la identidad y de la cultura.

Existe la tentación de afianzamiento peligroso de las identidades particulares, por cuanto el sentido de identidad puede llegar a ser fuente de empatía, orgullo o alegría, pero también, de fuerza y de demasiada confianza endógena. De hecho, el fomento de la violencia se apoya en la imposición de identidades particulares o singulares, que aspiran a ser única identidad, sobre todo, en personas crédulas con inclinación al dogmatismo, que pueden llegar luego a extremismos nacionalistas y fundamentalismos religiosos. En esa singularidad identitaria descansa lo que se llama la ilusión del destino que resulta, en tanto que ideología determinística, en radicalismo violento. Por esta razón existen las identidades plurales, en oposición a las singulares. Afirma Amartya Sen (2007, p.140) que: “Una comprensión apropiada del mundo de las identidades plurales requiere claridad de pensamiento respecto del reconocimiento de nuestros múltiples compromisos y filiaciones, aunque ello intente ser sofocado por la aplastante defensa de los enfoques que solo atienden a una u otra perspectiva. La descolonización de la mente exige un alejamiento firme de la tentación por las identidades y las prioridades únicas”. 

La dificultad de hacer de la identidad, en estos tiempos, algo nítido, algo fijo y fiable descansa en la inseguridad, en lo transitorio, precario y fluvial de nuestro proyecto de vida. Si bien construirse una identidad es una necesidad muy sentida y, además, una actividad que alientan elocuentemente los medios de comunicación culturales autorizados, poseer, en cambio, una identidad con una base sólida y capaz de resistir la corriente, tenerla para toda la vida, resulta ser un obstáculo y no una ventaja, para personas que, como en estos tiempos que vivimos, no tienen un control eficaz de las circunstancias de su itinerario vital y se complacen con ser ciudadanos del mundo. Pretender una identidad duradera sería una carga que constriñe el movimiento; sería una especie de lastre del que habría que deshacerse a fin de mantener la estrategia de vida a flote. De ahí la relación entre los problemas de identidad y la carga emocional de ansiedad y angustia existencial que experimentan los sujetos posmodernos, presionados por la economía de mercado, el consumismo y la autoexplotación digital.

Digitalización

Si bien es cierto que la comunicación digital permite la conectividad entre los individuos, no lo es menos el hecho de que esta no garantiza la comunicación. En el espacio virtual online se diluyen los vínculos humanos forjados por el espacio offline. El desafío del ámbito offline es el de lo agobiante de las tareas, mientras que el reto de la dimensión online es el de alcanzar la simplificación, la facilidad y flexibilización de todo cuanto podemos ordenar.

Algo acerca de lo cual debemos pensar seriamente, es que el mundo online ha impuesto una distancia ontológica entre los seres humanos, que contribuye, por un lado, a un deterioro de los vínculos, y por el otro, a convertir al individuo en un ser más centrado en su propia individualidad y, a resultas de ello, en un ser más solitario. Es un tipo de soledad paradójica, por cuanto se presume que la sociedad red provee comunidades virtuales y permite una conexión sin fronteras entre los miembros de esa comunidad, o bien, en la extensiva dimensión del ciberespacio. El vecindario offline, que nos permitía el cara a cara, la solidaridad con el otro y para el otro, ha muerto. En esta el vínculo entre las personas es duradero. En la red, en el ámbito online, el individuo, que en la sociedad moderna líquida tiene inoculado el virus del consumismo, aunque está orientado a la conectividad, en realidad, ve en la posibilidad de desconexión una especie de salvoconducto de seguridad. La desconexión es indolora, no implica emocionalidad. La separación entre individuos del mundo offline es dolorosa, angustiosa.

Como sustentamos líneas atrás, la identidad en la red es múltiple, es difusa y su constitución induce al escape de la identidad real, a la identidad asociada a la existencia concreta, a la que, pese a su fugacidad y mutabilidad, queda asociada a la experiencia de un cuerpo. Es una o más identidades atadas a la imagen de un avatar. Le Breton (2018, p.93) no titubea al afirmar que la “inversión psíquica en un avatar conduce a ocultar una vida personal insatisfactoria. El yo proyectado sobre el avatar tapona entonces una brecha del yo encarnado”. En la red el cuerpo queda disociado del yo y ese yo puede ser múltiple, esquivo, irresponsable. La red diluye la especificidad ontológica del ser y difracta el sentido de la identidad.

“En el horizonte de lo virtual y lo numérico desaparece, junto con la constelación de lo real, la constelación del signo”, afirma Baudrillard (2008, p.61). Hay, pues, una borradura de la distancia, desregulación vertiginosa y una dialéctica irónica del simulacro, que no solo afecta lo económico, lo político, el mercado, sino, además, una transfiguración del pensamiento y una fetichización, como en la mercancía, de la identidad.

Las identidades digitales derivan de la alteración íntima del sujeto digital, por cuanto implican múltiples y nuevos nacimientos de identidades virtuales; es decir, identidades que no exigen o necesitan de una adopción real (como persona concreta) o propia del espacio de vida offline y sus restricciones de orden social e individual. El internauta o sujeto digital interactúa en su mundo online bajo la sensación o creencia de que se ha desprendido completamente del mundo offline

El otro yo virtual es una entidad compleja.  El sujeto cibernético es tal en cuanto que el objeto digital lo absorbe. El sujeto cibernético construye su identidad, sinuosa, a veces anónima y fugaz, sobre la base de un tejido de informaciones intangibles. La mediación digital, conforme distancia al sujeto cibernético y a su sí mismo del otro como alter ego, borra la separación entre el sujeto que articula la acción comunicativa digital y el receptor o interlocutor de esta. El emisor es al mismo tiempo receptor. No hay alteridad. En la comunicación digital tiene lugar una totalización de lo imaginario. Se produce un despojo, una evitación del carácter táctil y corporal propio de la comunicación análoga, interpersonal. “El medio digital hace que desaparezca el enfrente real. Lo registra como resistencia. Así, pues, la comunicación digital carece de cuerpo y rostro. Lo digital somete a una reconstrucción radical la tríada lacaniana de lo real, lo imaginario y lo simbólico. Desmonta lo real y totaliza lo imaginario” (Han, 2014, p.42). 

En la comunicación digital se da una atrofia de la oposición sujeto-objeto. No existe ya la mirada nietzscheana de la subjetividad hacia lo real. Ahora tiene lugar la observación. La atrofia que, por mor de la virtualidad, lo digital produce en el sujeto cibernético conduce a una mutilación del pensamiento, que se esclaviza ante lo aditivo numeral y el poder omnímodo de la información. “Lo que no es ninguna información, no es” (p. 69). 

Y en lo que particularmente atiene al problema de la identidad, desmarcándose del homo electronicus de MacLuhan, definido por el hecho de que le ha sido extinguida su identidad privada, absorbida por la masa hasta convertirlo en nadie, Han consolida su noción del homo digitalis, el cual mantiene su identidad privada en medio del enjambre, con lo que supera la condición de nadie. Este homo digitalis, ciertamente, se manifiesta de manera anónima, lo que lo hace rayano del irrespeto y la distancia, pero por lo regular, tiene un perfil y trabaja permanentemente para optimizarlo. “En lugar de ser nadie, es un alguien penetrante, que se expone y solicita la atención. En cambio, el nadie de los medios de masas no exige para sí ninguna atención” (Han, 2014, p. 28). Un conjunto de homo digitalis constituye, pues, lo que hemos de entender por habitantes digitales de la red. 

Vivimos un desconcertante proceso de eterización o evaporación del origen telúrico del ser humano y su estrecho vínculo con la naturaleza, que ahora sucumbe ante lo desechable, descartable, volátil, artificial. El selfie, suerte de autorretrato digital, es un fenómeno que reúne elementos propios de la desintegración del yo de la era presente.

El individuo contemporáneo se sumerge en la tarea de hacerse un selfie porque, habiendo alquilado o relegado su intimidad y privacidad al nuevo rey Momo, el Big Data, necesita ser visto, ser admirado, y si estas necesidades se profundizan hasta la selfitis o deseo compulsivo de publicarse a sí mismo en redes, según la Asociación Americana de Psiquiatría, entonces, estamos ante un síndrome narcisista y pornográfico, esto último, no por desnudo, sino, por sobre expuesto o hipervisible.

La cultura digital instaura una modalidad de ejercicio del poder que implica la tiranía del individuo sobre sí mismo, cuando presume de ser un sujeto en libertad. La noción psicológica del burnout (quemado) es expresión de este nuevo modo de control, ya no corporalmente ortopédico, sino de la psiquis, la voluntad o deseo de las personas, que se corresponde con la depresión y el narcisismo como patologías de la sociedad de consumo y rendimiento. El síndrome consumista fermenta en una cultura y una sociedad en que predomina la reificación de lo vertiginoso, lo volátil, con caducidad programada y desechable, con debilidad de vínculos humanos. 

Vemos en la sociedad contemporánea mecanismos de control más eficaces, que hacen coincidir comunicación, especialmente digital, y voluntad de control, creando con ello el ámbito del panóptico digital, donde el “Smartphone sustituye a la cámara de tortura. El Big Brother tiene un aspecto amable. La eficiencia de su vigilancia reside en su amabilidad” (p.61, cursivas de la fuente).

Para nadie es un secreto, sin importar sus niveles de formación o información, la dualidad compleja que representan los beneficios y los perjuicios del apogeo del medio digital en la sociedad hipermoderna que, con pandemia incluida, nos ha tocado vivir. En lo digital, no todo es malo, por tanto, no hay que demonizar el fenómeno. Tampoco todo es bueno, especialmente cuando se trata del uso lúdico de las pantallas en niños y jóvenes, por lo que la catequesis o el proselitismo digitales no son aconsejables.

El doctor en neurociencias cognitivas Michel Desmurget (2020) procura desmitificar la influencia favorable al desarrollo psicomotor del uso lúdico excesivo de las pantallas y denunciar el falso evangelio de la industria tecnológica, así como la difusión acrítica de la prensa de información capciosa o ambigua para promover mitos urbanos sobre nuevas generaciones (Y, Z, nativos digitales, migrantes o inmigrantes digitales, etc.), entre otras argucias que han hecho de la digitalización una suerte de tótem de la modernización y la globalización.


Existe una influencia negativa de las pantallas y los dispositivos digitales, sobre todo en su uso lúdico, en el comportamiento y desarrollo escolar de los niños, adolescentes y jóvenes que afecta los cuatro pilares básicos de su identidad, a saber, el aspecto cognitivo, el aspecto emocional, el componente social y finalmente, la salud. 

Desmurget subraya que lo digital refiere una “materia heterogénea, de la que no cabe hablar como un todo sincrético” (p.187). Afirma categóricamente que, en los niños de 2 a 8 años, el uso lúdico de pantallas, 2 horas y 45 minutos por día en un año equivale a varios cursos académicos completos, que es el mismo tiempo requerido para llegar a ser un buen violinista. Entre 0 y 2 años, el consumo promedio es de 50 minutos diarios frente a pantallas, que se traducen luego en obstáculos para el desarrollo del lenguaje, hábitos sociales, coordinación motora, gestión de emociones y facultades matemáticas, entre otras. Además, se ha demostrado científicamente que la mayoría de las aplicaciones para bebés y niños de edad preescolar se caracterizan por un bajo nivel educativo. Sin embargo, siendo aun lo peor, moldean tempranamente hábitos de consumo y uso abusivo posteriores. Seamos cautos frente a la amenaza de las ciberadicciones y las ofertas irresponsable del supuesto paraíso online.

Conclusión

Representa un trauma para el sujeto actual la tarea de intentar en vano la construcción de su identidad, con todo y que esta nueva sociedad le libere de rémoras y trabas del pasado y le ofrezca, paradójicamente, más opciones y libertades para la construcción o elección de su identidad. 

Desde esta perspectiva, “el problema ya no es el de cómo descubrir, inventar, construir, articular (incluso comprar) una identidad, sino el de cómo impedir que esta sea demasiado ceñida, y que se adhiera demasiado rápidamente al cuerpo. La identidad duradera y bien amarrada ya no constituye un activo; cada vez más y de un modo cada vez más evidente, se convierte en un pasivo” (Bauman, 2014, p.114). De ahí ese concepto pivote de Bauman que reza: “El eje central de la estrategia vital posmoderna no es hacer que la identidad perdure, sino evitar que se fije”. Lo fundamental en estos tiempos es, consecuentemente, la movilidad y no la fijeza. 

La fragilidad y aparente prescindibilidad de las identidades individuales y los lazos interhumanos suele presentársenos, en la cultura contemporánea, como un rasgo de la libertad individual. Es importante entender que esa libertad ni reconoce ni garantiza ni permite la determinación o la capacidad de que el individuo se aferre a la identidad ya construida; es decir, al conjunto de acciones que presuponen e implican, necesariamente, la preservación de la red social, propia del medio digital, en la que esa identidad pueda basarse y reproducirse. En tal virtud, la tarea, el desafío de construir la identidad es, para el sujeto presentista, que es el mismo sujeto consumista, digital o cibersujeto, una actividad vital, una labor que no conoce final, sino hasta el último suspiro.

Hay, pues, un erotismo libremente flotante, que se ajusta muy bien a las estructuras flexibles de la posmodernidad. El sexo se practica, en sus ribetes eróticos, sin las ataduras de la reproducción de la especie. También la cuestión del género se ha flexibilizado en el espacio de la sexualidad. En materia de género, la identidad, como ocurre con otros aspectos de la vida posmoderna, tampoco es algo dado. Tiene que ser algo que se escoge y que puede ser desechado si se considera insatisfactorio o no lo bastante satisfactorio. Se trata, en consecuencia, de un algo abierto al cambio, incompleto, cargado de incertidumbre y ansiedad. 

El exceso de producción de bienes efímeros y el consumismo excesivo, para desechar tan pronto sea posible, no solo de esos bienes y servicios, sino también de las identidades que ensamblamos y que nos colgamos como parapetos de circulación autorizada, de las que estamos revestidos, conforman un paisaje social desolador o incierto, cuando menos laberíntico, en el cual, el mayor valor de sobrevivencia lo tendrá el individuo, el grupo élite o la clase social y económica que conozca los mecanismos y claves para caminar en el laberinto mismo. En este contexto, la velocidad, antes que la duración, será el recurso vital más importante. De ahí que se confundan los individuos, en tanto que consumidores, con los bienes u objetos de consumo. Los objetos producidos se reemplazan a sí mismos con una velocidad vertiginosa. Del mismo modo, el deseo del sujeto consumidor se mueve hacia el objeto deseado con una velocidad inconsciente. Esto hace que el individuo haga del autoescrutinio, la autocensura y la autocrítica, parte de su estructura identitaria múltiple y ensamblable. Prevalece una profunda insatisfacción, un permanente descontento del yo consigo mismo. 

Vicente Verdú (2009) va a caracterizar lo que llama capitalismo funeral, o el preludio de la Tercera Guerra Mundial, es decir, el capitalismo actual, el de las crisis, como un capitalismo ficcional, el cual, surgido de su propia sepultura, se metamorfosea en naturaleza global. En todo caso, lo que se refunda del capitalismo como sistema es, antes que su propia realidad, su mera imagen. 

Afirma que: “De haberse sostenido en sus pilares fundacionales, el capitalismo habría derivado en un sistema mostrenco y si ha pervivido y traspasado la totalidad del planeta ha sido gracias a convertirse en un elixir muy volátil, un veneno atmosférico inseparable de la política, la religión, el crimen, la pornografía, la diversión y el arte. Todo es, para bien o para mal, humanamente capitalismo. Una totalidad transparente donde habitan los sueños, los niños, la música y el cáncer” (p.148).

¿Acaso no es la eficiencia del anónimo que sostiene al capitalismo lo mismo que, en la lucha por las identidades sostiene, en forma efímera y precaria, las identidades múltiples del individuo posmoderno producto del capitalismo democrático neoliberal? ¿No será la cuestión de la construcción identitaria una suerte de elíxir volátil o un veneno atmosférico que, inseparable del consumismo, permea la política, las religiones, las ciberadicciones, el arte y la distorsión pornográfica del deseo y el cuerpo? En la permanente tarea con que se trata de producir sentido para alcanzar las identidades con las que operar en la vida cotidiana, al parecer, no hay más remedio que asumir, con caducidad programada, identidades palimpsésticas o de guardarropas o de mero carnaval. Identidades, después de todo, de quita y pon, sin arraigo ni compromiso, a no ser transitorio, con el sujeto mismo ni con la comunidad.

Vivimos en tiempos de inestabilidad, de vínculos interhumanos escurridizos; vivimos bajo estado de sospecha, de deslealtades, de identidades vacías y difusas, de ambigüedades, del predominio de lo veloz y transitorio, de lo light y del fitness, de lo inmediato y descartable, tiempos de una insufrible anorexia existencial. El mercado y el consumismo del estilo de vida fluido nos han cambiado las raíces por señales de humo. 

¿Son esos, acaso, los ribetes con los que hemos de construir, nuestro futuro y el de la humanidad? Diría, y no precisamente como respuesta apodíctica, que es en la tarea de pensar, en lo que el pensamiento mismo nos pone por delante, “en lo por pensar”, diría Heidegger, donde la humanidad podría encontrar sendas para un mejor futuro, así como la forma, aun sea precaria y temporal, de evitar su propia autodestrucción. 

Muchas gracias.

Conferencia dictada en el marco de la Cátedra de Literatura Caribeña René del Risco, en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, Recinto Santo Tomás de Aquino (PUCMM, RSTA), el día 4 de septiembre de 2023.

NOTA

  1. Ver Taylor, Ch., “The Politics of Recognition”, en A. Gutman (comp.), Multiculturalism: Examining the Politics of Recognition, Princeton, Princeton University Press, 1994, pp.25-74. (Citado por Baumann, G., El enigma multicultural. Un replanteamiento de las identidades nacionales, étnicas y religiosas, Barcelona, Paidós, p.135)

BIBLIOGRAFÍA

Bauman, Z. (2014). La posmodernidad y sus descontentos, Madrid, Akal.

—– y Benedetto Vecchi. Identidad (2005), Buenos Aires, Losada.

—– Vida de consumo (2011), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

—– La cultura en el mundo de la modernidad líquida (2013), Madrid, Fondo de Cultura Económica.

—– La posmodernidad y sus descontentos 2014, Madrid, Akal. 

Baumann, G. (2010). El enigma multicultural. Un replanteamiento de las identidades nacionales, étnicas y religiosas, Barcelona, Paidós.

Baricco, A. (2019). The game, Barcelona, Anagrama.

Baudrillard, J. (1997). La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos, Barcelona, Anagrama.

—— Pantalla total (2000), Barcelona, Anagrama.

—— La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras (2014), Madrid, Siglo XXI.

Desmurget, M. (2020). La fábrica de cretinos digitales. Los peligros de las pantallas para nuestros hijos, Barcelona, Península.

Finkielkraut, A. (2014). La identidad desdichada, Madrid, Alianza Editorial.

Fukuyama, F. (2019). Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento, Barcelona, Deusto.

Han, B-Ch. (2014). En el enjambre, Barcelona, Herder.

—– Hiperculturalidad. Cultura y globalización (2018), Barcelona, Herder.

—– La sociedad del cansancio (2015), Barcelona, Herder.

Harari, Y. N. (2017). Sapiens. De animals a dioses, Barcelona, Debate.

Huntington, S. (2001). El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Barcelona, Paidós.

Jullien, F. (2017). La identidad cultural no existe, Barcelona, Taurus

Kaufmann, J-C., (2015).  Identidades. Una bomba de relojería, Barcelona, Ariel.

Le Breton, D. (2018). Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea, Madrid, Siruela.

Lledó, E. (2022). Identidad y amistad. Palabras para un mundo posible, Barcelona, Taurus.

Merejo. A. (2015). La era del cibermundo, Santo Domingo, Editora Nacional, Ministerio de Cultura.

Sen, A. (2007). Identidad y violencia. La ilusión del destino, Madrid, Katz.

Verdú, V. (2009). El capitalismo funeral. La crisis o la Tercera Guerra Mundial, Barcelona, Anagrama.

_____

José Mármol es Premio Nacional de Literatura 2013. Autor de Yo, la isla dividida (Visor, 2019).