Confieso que, pese a las fuertes tentaciones de las fiestas de carnestolendas que anuncian la Pascua conmemorativa de la Resurrección del Señor, nunca me he disfrazado. En principio porque doña Antonia, azuzada por las religiosas del barrio, creía que los que usaban máscaras que encarnaban al maligno se perderían irremediablemente en los círculos del infierno. Sospecho también que mi madre no se animaba a que usáramos disfraces porque antes, como ahora, los artilugios carnavalescos implicaban sacrificios para la endeble economía familiar. Ya adulto tampoco me disfrazo por simple inercia; sin embargo, estoy consciente de la irresistible fascinación y la euforia que disfrazarse propicia. Es un hecho irrebatible que a la gente le gusta disfrazarse, y no sólo por diversión.
Las fiestas de carnaval acaso son las más antiguas del mundo. Su celebración se remonta a rituales de las civilizaciones de Medio Oriente, asimiladas y diseminadas en occidente por los romanos. Antiguamente los sumerios se pintarrajeaban y usaban máscaras al danzar alrededor de hogueras para ahuyentar los malos espíritus e implorar a sus dioses por buenas cosechas. En Egipto se efectuaban ceremonias similares en honor al toro sagrado Apis, dios solar de la fertilidad. De igual manera, los antiguos griegos realizaban “Las Dionisiacas”, fiestas en honor al dios de la fertilidad, el vino, la embriaguez y el éxtasis creativo. En Roma, del 14 al 15 de febrero se celebraban “Las Lupercales”, nombre derivado de lupus o lobo, animal que representa al dios Fauno, y que amamantó a los gemelos Rómulo y Remo. Esta festividad iniciaba con una ceremonia formal en la cual se realizaba un recorrido lúdico caracterizado por gritos, cantos y bailes que llegaban a ser obscenos. También famosas fueron “Las Saturnales”, festividades en honor a Saturno, el dios de la agricultura y la cosecha, que se efectuaba entre el 17 y 25 de cada diciembre del calendario juliano, coincidiendo con el solsticio de invierno; con estas fiestas los romanos celebraban el fin del período más oscuro del año y el nacimiento del nuevo período de luz o del Sol Invictus.
Posteriormente, tanto las Lupercales como las Saturnales fueron cristianizadas: en el año 350, el papa Julio I, sustituyó las Saturnales por la fiesta de la Natividad; mientras en el año 494, el papa Gelasio I sustituyó las Lupercales por la fiesta de la Purificación o Procesión de las Candelas. De igual manera, con motivaciones que se remontan al siglo IV, el papa Gregorio III trasladó al día 1 de noviembre la conmemoración de los mártires perseguidos durante los primeros años del cristianismo, que se celebraba cada 13 de mayo, con el propósito de sustituir la celebración pagana de la noche de Samhain, en que los muertos se levantaban de sus tumbas para mezclarse con los vivos, mientras druidas se disfrazaban de almas en pena para engañar a la muerte y evitar así que ésta se los llevara.
Pero, las festividades de carnaval no sólo son las más antiguas, sino también la más difundidas en el mundo. En todas las culturas hay carnavales, o mejor, pretextos para que las personas asuman, por unas horas, la piel y mente de alguien que no son. Ya alejado de dogmas, cada carnaval propone ejes temáticos peculiares que convergen en la utilización de disfraces que propician el discreto fluir de los deseos interiores y la necesidad de encontrar aceptación en los demás que miran. Con fruición, en la actualidad, individualmente o en grupos, muchos se suman a esta divertida práctica de representación mimética que facilita el autodescubrimiento y la transgresión gustosa de los límites de la normalidad.
Lo cierto es que todo disfraz libera. La materialidad artificial propiciada por la tela, la piel y el maquillaje, propicia redefinir la relación del individuo con la realidad, en tanto permite auscultar las inquietudes que anidan en el subconsciente, desvelando, sobre los artilugios usados, esa parte restringida y temida de la propia personalidad. Cada disfraz remite una idea, una imagen que se distancia del yo conocido; propone otra identidad posible, oculta, pero innegablemente deseada. Sin dudas hay placer en disfrazarse, en fingir. Desde la mutación acaso se recupera el poder de los antiguos amuletos con los que la humanidad conjuraba lo desconocido.
En cualquier circunstancia, disfrazarse deviene en jugar. Por eso disfrazarse resulta tan natural a los niños, los cuales no necesitan excusas para dejar volar la imaginación y conjugar arbitrariamente realidad y fantasía. Como a ellos, los adultos tras un disfraz carnavalesco (regularmente más sofisticado que los anteojos de Clark Kent), apuestan a recuperar la creatividad original, dejando fluir el deseo infantil regularmente restringido de encarnar a quienes lo han impresionado positivamente; pero, en ocasiones, pinchados por demiurgos traviesos, también a representar críticamente a personajes negativos y situaciones funestas. Un simple disfraz, una piel adicional, convierte a la persona en anodina, en una arena más en el Sahara u otra abeja de la colmena, en una parte perdida de la tribu. Y es que en medio de una amorfa masa resulta seguro conciliar los alter egos amados y temidos. De alguna manera, el disfraz, por negación o afirmación, y pese a su frívola condición, suma matices a la identidad real de los individuos.
En todo caso, carnaval siempre implica subversión, asumir a plenitud la filosofía del carpe diem de disfrutar el momento con intensidad, dejando que la alegría y el olvido actúen como antídotos contra las preocupaciones; danzando, cantando y fingiendo, fluyendo intuitivamente al compás de los ritmos de la vida. Así, en tanto aquelarre de subjetividades exóticas, el carnaval convoca a tomar riesgos individuales sobre la base de la seguridad que otorga el fervor colectivo; contagia el deseo de romper cadenas, de probar lo prohibido, estimulando el natural flujo de adrenalina y dopamina, las hormonas del placer y la euforia; impulsa el disfrute del peligro sobre la base de que, a fin de cuentas, se trata de una simulación en la que toda la comunidad se encuentra inmersa.
En ese tenor, el carnaval, en tanto crisol de la imaginación pura, constituye una manifestación privilegiada de representación colectiva, un válido y divertido ejercicio de desarrollo de la conciencia ciudadana. Permite colocar en la picota, con provocativa irreverencia y sinceridad, aspectos de interés común, abordando críticamente, desde la otredad, prejuicios y conflictos. Este juego social incentiva el desarrollo de la empatía y la solidaridad, pues facilita intuir lo que piensan y sienten los demás. Su efecto catártico explica su popularidad global, la miríada de fiestas fabulosas en las que multitudes anodinas se solazan en un éxtasis sensorial que va más allá de la razón. Asombra cómo, en estas celebraciones cómplices, incluso se aborda sin moralina el espinoso tema de la muerte. Adultos, pero sobre todo jóvenes vigorosos, lejanos y ajenos a la muerte, románticamente la banalizan, se ríen de su terrible esencia y salen de fiesta con ella. La explicación a esta paradoja radica en que desde la concupiscencia resulta más fácil aceptar el hecho de que todos algún día moriremos.
Sin disfraces no hay carnaval, tampoco sin música bullanguera oriunda de incansables tambores y otros instrumentos sonoros afanados en integrar todas las histriónicas manifestaciones. Muchos géneros musicales espontáneamente se fusionan para hacer el llamado ancestral a la alegría: samba, vallenato, cumbia, danza de Congo, garabato, mapalé, son, salsa, merengue, bachata, gagá y, recientemente, reggaetón y dembow. Todos ritmos apabullantes en los cuales no hay espacio para silencios, toda vez que a un repique siguen otros y, sobre ellos, un canto autoritario, un rezo continuo, ensordecedor, que convoca persistentemente al olvido de los pesares y las angustias cotidianas. Entonces sólo el instante importa, un aquí y ahora que no admiten indiferencia, que demandan la euforia del yo multiplicado en un nosotros amable, que ensalzan el jolgorio de metales que chocan, del viento que fluye a través de pabellones y pitos, y de teclas que amplifican o asordinan armonías que amenazan con ser infinitas en su seducción de los sudorosos cuerpos orgullosos de sus debilidades y pecados.
Como los demás carnavales del mundo, el dominicano es multívoco y deliciosamente irreverente, toda vez que todas las comunidades están prestas a abrir sus baúles emocionales, sus cajas de Pandora atiborradas de inhibiciones e insatisfacciones. Apasiona ver cómo en febrero, el mes de la independencia nacional, la geografía insular se llena de disfraces y maquillajes oportunistas: lechones o diablos cojuelos (demonios juguetones de piernas lastimadas arrojados a la tierra por un Satanás cansado de travesuras), nostálgicos taínos irredentos con plumas, arcos y flechas inspiradas más que en nuestra historia, por los wéstern consumidos en matiné; los tiznados y “platanuses” que visibilizan las raíces africana y su pesarosa esclavitud primigenia; los “roba la gallina” con su crónica de fechorías campesinas y el ruidoso reclamo popular de castigo; los Califé con su característico sombrero de copa, su frac y su decimero de críticas jocosas a lo Juan Antonio Alix; la muerte en jeep con su máscara de calavera, su traje negro con huesos pintados y sus guantes blancos; así como una infinidad de atuendos de fantasías hechos con recortes de tela, plásticos y materiales de desecho reciclados con gran sentido de humor, con el interés de burlarse de las continuas desgracias.
Para nuestro carnaval también la música constituye el principal ingrediente. Aunque algunos folcloristas afirman que todos los ritmos carnavalescos criollos deben cimentarse en compases compuestos que simulen el paso errático de los diablillos que cojean y el sonar irregular de sus cencerros y cascabeles, los cierto es que, quizás asumiendo las premisas de libertad absoluta de todo carnaval, nuestros músicos han apostado a fusionar todos los géneros a mano en procura de composiciones preñadas de subversiva alegría, que armonicen con los latidos del corazón, verbigracia los merengues y fusiones: “Baila en la calle”, originalmente interpretada por Luis Días y Sonia Silvestre, y luego por Fernando Villalona; “A bailar gagá”, de Marcos Caminero, “Pipí en carnaval” de José Roldán Mármol, “Carnaval para gozar”, interpretada por José Duluc y Maridalia Hernández; “El Carnaval”, de Kinito Méndez y “Cómprate tu careta”, de Johnny Ventura.
Todos los carnavales, desde sus peculiaridades sincréticas, cada año ofrecen a los ciudadanos la oportunidad de asumir irresponsablemente el presente, vistiendo variopintos disfraces, de mirar sin angustias hacia un mañana siempre incierto. Con gracejo reafirman el narcisista derecho de todos a renacer en la risa. Lo mejor de todo es que una vez convertidas en memoria, las transgresiones carnavalescas apenas lucen pecaminosas; al contrario, quedan como entrañables experiencias que incluso la prudencia incita a repetir.
Finalizo estas festivas reflexiones con una singular crónica poética del carnaval que me es más caro, el de Santiago de los Caballeros. Esta celebración, surgida en 1867, un año después de concluida la guerra de la Restauración de la República, acaso sea la más eclética al conciliar una infinita diversidad de comparsas y personajes pintorescos vestidos con disfraces muy elaborados y vistosos (como los Lechones “o diablos cojuelos”, Roba la Gallina”, Nicolás Den Den y otros), la mayoría con trajes simples concebidos a fuerza de pura creatividad a partir de elementos reciclados de la cotidianidad. Con gusto incluyo íntegramente un poema escrito por don Tomás Morel titulado “El carnaval de Santiago”, que recoge con entusiasmo y fidelidad los detalles folclóricos de esta entrañable tradición:
Fue en casa de la Madama
con su balcón colonial,
donde en Santiago empezó
a jugarse el carnaval…
Mira al Roba La Gallina.
Suena el foete del Lechón.
Y en el fandango Titina
se está arreglando el sipón…
Baila Nicolás Den Den.
Piro toca su bolero.
Y el pobre va con el rico
sin envidiar su dinero.
Los Indios. Baile de Cinta.
La Reina pasa en carroza.
Y la negrita del barrio
vestido se ha de una rosa.
¡Carretas! ¡coches! ¡fotinga!
Esta no la pierdo yo.
De la Joya a los Pepines,
¡ya el pueblo se alborotó!
Reluce el blanco de España
junto al azul de bolita.
¡Y lleva tizne de paila
la cara de la blanquita!
Espejuelos de naranja,
la levita de henequén…
Y va trotando en la calle
el gran Nicolás Den Den…
Suena el foete del Lechón…
Arlequín busca a Pierrot.
Al verlos dice un guasón
¡en esta no caigo yo!
Es cosa del otro mundo
el rebú que aquí se armó.
Pululo con su tambora
a Fefa se levantó…
Martí pasó por Santiago
en tiempo de carnaval…
Y ante una máscara alegre
Martí se puso a soñar…
Los ojos de esa morena
los miro con gran fervor,
como a Martí aquella noche
me quema su resplandor…
Baila Nicolás Den Den,
suena el foete del Lechón…
Piro toca su guitarra
y el pueblo se mete en ron.
II
El fandango representa
toda la escala social
de mi pueblo.
¡Mira a Fefa… Mira a Chago.
Mira a Pancho, mira a Luis!
A la negrita Inocencia
detrás de Chencho y de Pedro…
Junto al zonzo de mi calle
va Manuelico el Platero
y el manganzón de la esquina
con Felipe el Carbonero…
Y va don Chepe Liriano
disfrazado de abogado,
con guardias, con policías
y un alguacil a su lado…
Mira a Fefa con Rafelo.
Mira a Fellito y a Nelo,
al usurero,
al bombero,
al leguleyo,
al señor…
A la dama encopetada,
con la que vende su amor…
Va un matrimonio de barrio.
Un desalojo también…
Y el que no va de relevo,
lleva saco de henequén…
Va caminando aquí el pueblo
y son todos los que están,
desde los nietos de Marco
al hijo del sacristán…
Suena el foete del Lechón.
Brinca el Roba la Gallina.
Y le están haciendo un ron
a una comparsa en la esquina…
III
¡Mira muchacho, mira!
Por allí viene Javier
como un santurrón
vestido de cura,
portando un velón…
Y cuando una moza
pasa por su lado
le dice al oído:
¡estoy disfrazado!
Si le da un pellizco
a la muy bonita,
¡le pide perdón
a la virgencita!
Y el muy alcahuete
provoca la risa,
hasta cuando lee
su libro de misa…
Javier el hereje,
¡Javier el guasón!
Bajo la sotana
se te ve el calzón…
IV
Corren los niños delante
del foete que está sonando
y el pueblo corre gritando:
––¡Lechón barigüelo!
¡Lechón barigüelo!
¡La puta de tu agüelo!
Lechón de maná…
Tres cotillas y dos quijáaa…
¡Lechónnnnnn!
¡Lechón cuajao
amarillo y colorao.
¡Lechón! ¡Lechón!
¡pata e cajón! ¡pata e cajón!
Y se aglomera la gente.
Suda el pueblo de calor…
Y el coro grita
con malicioso candor:
¡Nicolás Den Den
manque te vistan de Oso
los zapatos se te ven!
Salta y corre, brinca y grita
repartiendo golosina
a aquel grupo que la llama
¡El Roba la Gallina!
¡El Roba la Gallina!
¡Palo con ella!
¡Palo con ella!
¡Ti Ti Ma na tí!
Cunde, cunde, cundillé…
¡El Roba la Gallina!
¡El Roba la Gallina!
¡Palo con ella! ¡Palo con ella!
Se aleja por esas calles
gritando, saltando, histérica
bajo la sombrilla rota.
¡Qué alegría más de pueblo,
la que fluye de su boca!
Qué linda va en su carroza
la Reina del carnaval.
El pueblo la aclama y goza
viendo su Reina pasar…
Y todos se entregan
con gran alegría
a seguir la farsa
propia de estos días.
V
Cae la tarde. Muere el sol.
El Lechón va cabizbajo
la careta en una mano
junto con la vejiga.
El foete sobre los hombros…
Va a su casa de La Joya,
de Los Pepines, del Maco…
Tal vez se va a Pueblo Nuevo
para quitarse estos trapos…
Se están prendiendo las luces.
Se apagan todas las voces
y en la penumbra se escurren
las comparsas, los fandangos,
los muñecos de aserrín…
¡Que esta noche, en madrugada,
comienza ya la cuaresma,
que al carnaval pone fin!
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Fernando Cabrera es graduado en Doctorado (PHD) en Estudios de Español: Lingüística y Literatura. Maestría en Administración de Empresa e Ingeniería de Sistemas y Computación.
Imagen de portada: Roberto Fernández de Castro, cardiólogo y fotógrafo dominicano.