En 1951, en San Juan (Puerto Rico), la destacada declamadora dominicana Maricusa Ornes, exiliada desde hacía algunos años en la antillana isla hermana que a tantos que huían de las garras del tirano dio abrigo, leía por primera vez ante un auditorio boricua el poema Hay un país en el mundo, publicado dos años antes.
En marzo de 1962, trece años después de su publicación en La Habana, este gran poema comenzó su andadura histórica en la sociedad dominicana con la impresión de 5,000 ejemplares –un hecho insólito para la época y para cualquier época– en la imprenta Panoramas, bajo la dirección de Gonzalo Domínguez hijo y Samuel Thomas hijo, a quienes corresponde el honor de haber realizado la primera edición de esta obra bajo el sello de Ediciones Fragua, obviamente una publicación del entonces poderoso grupo estudiantil uasdiano. (1) Algunos que estuvieron presentes me confirman que el acto donde Pedro Mir dio lectura por primera vez en el país a su poema se realizó, junto con la presentación de la obra, en el hoy Auditorio Enriquillo Sánchez, del Ministerio de Cultura.
El poema había sido publicado en La Habana, en los talleres de la Campaña Cubana, en 1949. La primera edición dominicana a que hacemos referencia incluía el libro Seis momentos de esperanza, que Mir había impreso en México dos años después de publicar en Cuba Hay un país en el mundo, o sea, en 1951.
Cuando estas publicaciones vieron la luz, Mir no era una figura conocida en los círculos literarios dominicanos y, al parecer, no lo era tampoco en medida estimable en los países donde se guareció cuando decidió partir de Santo Domingo para no ser víctima de la vesania trujillista. Él mismo afirmaría esta realidad en una entrevista que concedió al escritor Guillermo Piña-Contreras en 1974: “En el exilio yo viví un anonimato muy profundo. Incluso, mi obra de investigación en prosa fue rechazada continuamente por los editores”.
Pero sucede que Mir, que había logrado salir del país en 1947 alegando problemas de salud, había sido antes de publicar su primer libro quizá el poeta dominicano que ha recibido en toda nuestra historia literaria (no logramos encontrar otro casi similar) los mayores elogios, espaldarazos, ponderaciones, de las más distinguidas personalidades intelectuales de la época, logrando incluso, sin haber publicado libros, figurar en antologías literarias que fueron célebres en aquella estación de nuestra historia literaria.
I
El poeta se estrena en el escenario nacional el 19 de diciembre de 1937, cuando cuenta 24 años de edad. La historia es ya muy conocida. Conviene resaltar, sin embargo, cuatro elementos del estreno poético de Mir. Primero: la recriminación de Juan Bosch, el destinatario de los poemas que le lleva un condiscípulo de Mir, sin su autorización, a la página literaria del Listín Diario, que dirigía el escritor vegano, entonces de 28 años de edad. Segundo: la rápida respuesta de Mir, molesto por la recriminación y seguro de que poseía los talentos para atender el llamado de Bosch a dirigir “sus ojos a la tierra”. A los dos o tres días, Mir le envía a Bosch con el joven amigo que tuvo la osadía de lanzarlo al estrellato poético tres nuevos poemas, a ver si con ellos daba respuesta a la inquietud de Bosch que, a esa hora, tenía apenas cuatro años que había publicado su primer libro, Camino real, y apenas un año de haber dado a conocer su novela La mañosa. Tercero: el deslumbramiento de Bosch con los poemas de Mir, en contraposición a la impresión que le produjeron los que había recibido anteriormente. Y como resultado de ese deslumbramiento, la nota con la que Bosch acompaña la presentación en sociedad de los primeros poemas de Mir, nota que ha quedado en nuestros anales literarios como una auténtica joya documental. Este prenuncio del futuro poético de Mir ha sido cita obligada durante varios decenios, pero conviene siempre recordarlo en toda su amplitud:
“Aquí está Pedro Mir. Empieza ahora y ya se nota la música honda y atormentada de su verso. A mí, con toda sinceridad, me ha sorprendido. He pensado ¿será este muchacho el esperado poeta social dominicano?
”Empieza ahora […]. Desde luego, nadie sabe qué caminos recorrerá Pedro Mir. Puede torcerse y puede apagarse. De todo hay en la viña del Señor. Pero yo me complazco en entregarlo a la mirada fija del lector dominicano, a la de ese que espera el nacimiento de artistas verdaderos, adivina su gestación y la acelera sin decirlo.
”Aquí está Pedro Mir. Yo creo haber cumplido un deber de conciencia al presentarlo. Me hubiera dolido que este poeta nuevo, tan atormentado, quedara en la sombra”.
Quedaba poco tiempo para que aquella página literaria del Listín cerrara, ya que Bosch emprendería el camino del exilio pocos días después de producir este documento que introducía a Mir en el escenario de la literatura dominicana.
En cuarto y último lugar, debo anotar que Mir, que había nacido en un central azucarero del oriente dominicano, comenzaba a traslucir en los tres primeros poemas que Bosch le publica en el Listín no solo la impronta de un estilo que lo caracterizaría para siempre, sino los temas –o el tema, porque se trata de uno solo el que navega en toda su travesía poética– que, de alguna manera, transmitirían sus desvelos y que patentizaría con mayor fortaleza en su poema mayor.
Tráeme el sabor ardiente de la tierra
que se vierte en guarapo.
¡Sangre de espalda en tormento!
Tráeme el sudor valiente de la loma
que al pasar al trapiche,
después de torturarse pasa al dólar
o pasa a las metáforas del cuento.
Tráeme el trajín de la zafra
que se alivia de miserias.
Tráeme el rumor del molino,
tráeme la sangre caliente
del canto campesino…
(“A la carta que no ha de venir”)
Luego, en el soneto que titula con las medidas propias del género, “Catorce versos”, en una época donde los aedas debían escribir un soneto para ser considerados como tales. Escucho además en este soneto el sonido de la poesía de tema negro que nunca interpretó el poeta, pero de cuyo ritmo pudo haber extraído la sonoridad presente en su poesía:
De pronto rompe el silencio como un canto de vestigios,
el haz de luz de un suspiro hecho de sangre y de siglos,
se rompe el pecho y la herida se hace monumental,
salta por ella una indiana, desnuda y sin desconfianza,
y mientras amplia de triunfo pone en su vientre una danza,
tamborilea en la sombra el cuero de un atabal.
(“Catorce versos”)
Y, finalmente, el tercer poema, “Abulia”, donde se vislumbra el aturdido ambiente en que se desarrolla el poeta, sufriendo el tedio de una vida “desflorada de rutas”:
Mi vida va de viaje en un bostezo.
Desflorada de rutas
mi vida se ha olvidado del camino
Y se orienta en mi barro…
¡Cuántas volutas de pensamiento
salen de las cenizas de mi cigarro!
Mi carne se hace elástica de hastío
y se da en la amplitud de un desperezo.
Después de todo: yo soy mío.
Mi vida es un navío
que ha cabido en el charco de un bostezo.
(“Abulia”)
En estos tres poemas reposa la génesis de todo lo que la poesía de Mir sería después: la preocupación social, la instancia telúrica que expresa su acendrada identidad con la progenie de su tierra y los vaivenes de la historia en ese “suspiro hecho de sangre y de siglos”, y la queja humana de una naturaleza afectada por sentimentalismos personales que lo conducen hacia una apatía existencial. En algún lugar el poeta explica el estado de ánimo que lo dominaba en los años en que comienza a forjar su temperamento poético. Su madre había fallecido cuando era un niño “y me sentía siempre en una situación de inferioridad frente a todos los seres que me rodeaban, de cualquier naturaleza que fueran. Y ese desajuste que había en la realidad material de mi casa y en la realidad espiritual estimuló siempre mi actividad interior a muy temprana edad […] (creando) una fuerte tendencia hacia problemas abstractos y literarios y a un sentimentalismo muy acentuado”.
II
Pedro Mir recibirá otros encomios que fortalecerán su acarreo poético y que le servirán de estímulo sin dudas a su labor y proyección literaria. Se olvida con frecuencia que luego de aquella publicación en Listín Diario y el elogio de Bosch, llegó otra ponderación importante, cinco años después, la de Iván Alfonseca, incluida en su Antología biográfica, subtitulada La juventud de Santo Domingo en la poesía contemporánea y que recogía a los poetas que habían dado a conocer su producción entre 1924 y 1942. La obra reúne a 61 poetas y a Mir se le asigna el número 35 en esa amplia lista, presentándolo con sus poemas “Romance del llanto lejano”, “Abulia” (que era uno de los tres aparecidos en el Listín) y “Protesta del cariño y de la espera”. En la introducción de Pedro Mir, Iván Alfonseca escribe: “[…] poeta de refinado sentimiento artístico, de ágil y elevado pensamiento, y uno de los más destacados revolucionarios de la poesía nueva”.
Eso ocurrió en 1942, y al año siguiente, el gurú mayor de la crítica literaria de entonces, Pedro René Contín Aybar, publica su célebre Antología de la poesía dominicana y al incluir a Mir en la misma, señala: “Cuando aparecieron sus primeros versos en las páginas del Listín Diario captó la atención de los conocedores y sedujo el ánimo de muchos. Por un momento pareció que la lírica nacional toda, brotaría de su canto. La novedad de sus imágenes, la frescura de su verso, sus inquietudes, movían a la más franca admiración y predispusieron al encantamiento”. En esa antología de Contín, aparece nuevamente “Abulia” (que se convierte en su poema más antologado hasta ese momento, hoy prácticamente olvidado), además de “Alegría de la mañana blanca” y “Pour toi”.
Estoy de ti florecido
como los tiestos de rosas,
estoy en mí floreciendo
de tus cosas…
Menudo limo de amores
abona mis noches tuyas
y me florecen de sueños
como los cielos de luna…
Como tú mudo los pasos
y la distancia es más corta,
hablo en tu idioma de amor
y me comprenden las rosas…
Es que ya estoy florecido.
Es que ya estoy floreciendo
de tus cosas…
(“Pour toi”)
En 1953, Antonio Fernández Spencer publica en Madrid su antología Nueva poesía dominicana, con piezas de solo nueve poetas. Del grupo, Mir es el único del que se indica que no tiene libros publicados, aun cuando hacía cuatro años se había publicado Hay un país en el mundo. O esto no se sabía en Santo Domingo o Fernández Spencer decidió ocultarlo para evitar las represalias del régimen, del que Mir había escapado seis años antes. Los poemas de Mir hasta entonces se habían dado a conocer en el Listín, el diario La Opinión y en los Cuadernos Dominicanos de Cultura, además de la antología de Contín Aybar ya mencionada. En esta muestra de la poesía dominicana que presenta Fernández Spencer, Mir figura con diez poemas, en este orden: “Pour toi”, el infaltable “Abulia”, “Alegría de la mañana blanca”, “Material de mi aldea”, “Terruño”, “Evocación del ruido”, “Fábula del silencio y Galatea”, “Poema del llanto trigueño”, “La vida manda que pueble estos caminos” y “Plática del pozo”.
En la introducción, luego de recriminarle porque “escribe poco y publica menos”, Fernández Spencer elogia “el mundo tembloroso, tenue y lleno de imágenes felices de Pedro Mir”, agregando que en su “poesía vital y recatadamente hermosa, la luz del sol existe y brilla, los aires y los perfumes nos ofrecen su frescura y la salud de su pureza. Mir contempla la vida con ojos regocijantes […]”. Al señalar su “aprecio por la poesía de Mir”, porque en ella “encuentro humanidad abundante”, Spencer escribe lo siguiente: “El juego de los adjetivos es deslumbrante en sus versos, su sentido del ritmo es muy acusado; y el amor y las nubes, el agua y el viento, le estremecen y entusiasman. A pesar de cierta leve tristeza que invade la poesía de Mir, se presiente en ella un ansia fogosa de vida, un ejemplar deseo de permanecer en contacto con el fuego y lo amoroso de la naturaleza”.
El último gran elogio a Pedro Mir que aquí consigno proviene de la pluma del gran poeta Fabio Fiallo, quien el 31 de mayo de 1938 escribió de su puño y letra una frase que ha sido tan citada como aquella primera nota laudatoria de Juan Bosch: “Yo me echo hacia atrás para dejarle paso franco a este Pedro Mir que llega con su atrevido pendón de novedades en la mano y va hacia arriba con impulso irresistible de triunfador”.
Con las expresiones laudatorias de Bosch, Alfonseca, Contín, Fernández Spencer y Fiallo, la actividad poética de Mir se enfrentaba a un serio desafío. Sin publicar libros, Mir disfrutaba de encomios tan ilustres y tenía abiertas las puertas de la siempre difícil consagración literaria. Empero, no todas fueron flores. Algunas espinas florecían en medio del jardín elogioso que se le diseñaba. No eran, sin embargo, de una magnitud tal que oscureciese ese florido panorama apologético.
Contín Aybar, por ejemplo, le reprocha su “brusco viraje” que “sumió su poesía en los problemas sociales”. No le agrada obviamente que en el diario La Opinión lo calificaran del primer poeta socialista dominicano. “Los que amábamos su lirismo delicioso temimos por su poesía”, decía Contín, quien deplora “aquella actitud mental suya, tan snob”, a causa de los poemas que preconizan el dolor social y la injusticia. Contín lo realzará al final cuando Mir –en esa lucha desigual en los motivos y los alcances de su poesía– regresa al poema amoroso, de imágenes deleitosas, de “versos henchidos / como una vela blanca”. Cuando abandona el tema social, que es en definitiva el que encumbrará su trayectoria y su nombre, entonces Contín dirá que Mir “ha vuelto a brillar con la misma intensidad lírica de sus comienzos”.
Fernández Spencer refutará a Contín Aybar, de forma sutil, diez años después. Así de lentas andaban las cosas entonces, aunque suponemos que el tema siguió girando en los corros de la intelectualidad nacional de la época. Fernández Spencer afirmará que el socialismo de Mir “es más sentimental que combativo”. A un Contín que afirma no celebrar su “Poema del llanto trigueño” (“Es la calle El Conde asomada a la tragedia, / aquí los ensueños blancos, / allá las verdades negras, / ¡y dondequiera un sudor rojo de sangre en mi tierra”), Spencer ripostará diciendo que a Mir “le preocupa la marcha de los hombres, sus caminos de sudor y trabajo; en las vitrinas de las calles del comercio ciudadano ve las camisas que tantas jornadas de trabajo y tantas lágrimas han costado; entonces, su conciencia de culpa se revuelve y un deseo de justicia le caldea los versos”.
El poeta afincado en Madrid adicionará un juicio contundente que enfrenta a quienes, en el miedo y la abyección que la dictadura provoca, desean desligarse de esa poesía social, de ribetes claramente políticos de Mir. Dice Fernández Spencer en su defensa: “Creo sincera la actitud del poeta y pienso que la poesía de tendencia social no se va, cuando se es un buen poeta, sin una verdadera vocación. Los problemas políticos en la poesía de Mir están inyectados de un bello lirismo; el poeta no lanza panfletos, cartelones ni discursos combativos: canta simplemente, y de su canto brota todo el anhelo de justicia que su alma contiene”.
Al llegar a este punto, deseo fijar dos apreciaciones. Una: no es cierto que Mir enmudeció durante diez años, luego de publicar sus tres primeros poemas en 1937 y hasta su partida del país en 1947. Está claro que publicó en La Opinión y que dio a conocer otros poemas suyos en Cuadernos Dominicanos de Cultura, la revista del establisment político de la época, que dirigían en plan colectivo Tomás Hernández Franco, Héctor Incháustegui Cabral, Rafael Díaz Niese, Emilio Rodríguez Demorizi y Pedro René Contín Aybar. En el número 22 de esa revista, de junio de 1945, Mir publicó los poemas “Material de mi aldea” y “Terruño”. En el número 24, de agosto de ese mismo año, bajo el título Cuatro jóvenes poetas dominicanos (los otros tres serían Rubén Suro, Mariano Lebrón Saviñón y Alfonso Moreno, quien en los años de la democracia sería uno de los fundadores, líder y candidato presidencial del Partido Revolucionario Social Cristiano), Mir publica los poemas “Las fuentes” y “Presencia del olvido”. Finalmente, Mir aparecerá en el número 33/34 de mayo-junio de 1946 de la referida revista, con su “Fábula del silencio”. Al año siguiente, partiría al exilio y dos años después, sueltas ya las amarras que ataban su numen creador y sensible, produce en la capital cubana su primer libro y su obra fundamental, Hay un país en el mundo.
Dos: Mir tenía aversión por la poesía dominicana que vamos a denominar clásica. No apreciaba la labor poética de José Joaquín Pérez, Salomé Ureña de Henríquez y Gastón Fernando Deligne. Estos tres bardos memorables no constituían un modelo para el poeta petromacorisano, sino todo lo contrario, según lo explicó en la entrevista que le hizo Guillermo Piña-Contreras. “Tal vez como resultado de las lecturas que yo hacía en esa época, los objetivos de mi actividad literaria consistían en tomarlos a ellos como modelos de lo que no debía hacerse en literatura. Hasta donde yo tengo conciencia literaria tuve siempre una actitud hostil hacia sus concepciones y hacia su estilo y por eso el modernismo era el camino que yo contemplaba con mayor interés”. Esto dijo Mir. Su mirada y su atención estaban colocadas entonces sobre las obras de Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Salvador Díaz Mirón y Julio Herrera Reissig. Años más tarde encontraría sus dos cauces esenciales: Pablo Neruda y Federico García Lorca. Entre los dominicanos, su interés mayor fue por Virgilio Díaz Ordóñez y, claro, por Federico Bermúdez, seguramente por la preocupación social.
Esto explica, tal vez, las dos vertientes fundamentales de su poética: la amorosa, que ha de venir de la influencia dariana, y la social, que se perfila por la visión de injusticia que observa en las plantaciones de “azúcar y de alcohol” y luego por el huracán Neruda que irrumpirá en sus versos con la fuerza de vientos que anunciaban estertores, surcaban rutas de justicia y advertían la llegada de la cosecha de la esperanza.
III
Pedro Mir terminó siendo, luego de los augurios y las estelas y las saudades del exilio, un escritor completo. La literatura lo integró para siempre en sus cauces vertiginosos y abrasantes. Había afirmado que nunca pretendió hacerse poeta ni literato. “Escribía mis poesías, como aprendí a tocar piano, como dibujaba y hacía otras actividades de orden artístico, para satisfacer una necesidad de mi vida, un reclamo interior […]. Sin que tuviera la menor conciencia de que estaba dando los pasos hacia una cosa que iba a determinar mi vida futura, que iba a ocupar un gran lugar en mí […] en ningún momento (tuve) un propósito claro en mi mente de hacerme literato o poeta. Esto nunca lo pensé. Ni siquiera cuando ya mi obra había alcanzado cierto reconocimiento”.
He contabilizado veintidós libros publicados por Pedro Mir, de los cuales solo ocho son poemarios, todos muy breves. Sus libros de poesía son: Hay un país en el mundo (La Habana, 1949); Seis momentos de esperanza (México, 1951); Contracanto a Walt Whitman (Guatemala, 1952); Poemas de buen amor y a veces de fantasía (Santo Domingo, 1969); Amén de mariposas (Santo Domingo, 1969); Primeros versos (1973) y Huracán Neruda (Santo Domingo, 1975). Se suele incluir Viaje a la muchedumbre, que es solo una antología de una parte de los textos ya citados, realizada por el poeta y editor mexicano Jaime Labastida y su editora Siglo Veintiuno, en 1972, aunque ciertamente esta edición incluye varios poemas que no están registrados en los libros anteriores. El octavo poemario de Mir, y seguramente el menos conocido y divulgado, no apareció en libro independiente sino como parte de una antología publicada en España. Se titula A Julia, sin lágrimas, y está fechado en Santo Domingo en 1998, dos años antes de la muerte de Mir, lo que indica que se trató formalmente de su último libro. Es un largo poema dedicado a la poeta puertorriqueña Julia de Burgos. (2)
Todos los demás libros de Mir, o sea, la mayor parte, son relatos, novelas, ensayos historiográficos, sobre historia del arte, semiótica y estética, crítica de arte y cuentos infantiles, incluyendo en ellos la recopilación de sus artículos periodísticos, de 1945 a 1980, que compiló Francisco Rodríguez de León en el mismo año de la muerte del poeta. Empero, en todos permanece el hálito poético que no se separó nunca de su espíritu y de su saber.
Hace veinte años escribí que la lectura que hacen los dominicanos de Pedro Mir es, fundamentalmente, la poética. Y quizá, decía entonces, sea suficiente. Pero no creía, como creo hoy, que es necesario conocer otra de las vertientes relevantes del poeta, en este caso la del ensayista de la estética y sus signos, una extensión de su apreciada cátedra universitaria, de la cual no podemos dar testimonio puesto que nunca pudimos disfrutar tan caro privilegio, pero que suponemos plena de conocimientos múltiples sobre el arte y su ámbito de creación, matizada por el lenguaje dulce y sonoro de su poética cálida. Porque Mir siempre escribió toda su obra en trance poético.
Mir ha estructurado un ensayo en el que su prosa limpia, dueña de su eficacia, clamorosa en sus objetivos, se sostiene sobre las columnas fortalecidas de sus conocimientos –y lo más importante de su experiencia– en la indócil materia de la palabra. El suyo es un ensayo que se entrega “a la devoción de la luz”, como él mismo afirmó. Un ensayo que es “una especie de ceremonia solar” como lo señaló en El lapicida de los ojos morados, publicado en 1993. La palabra es su plan y finalidad. Una palabra que se va a contraponer, desde los juicios personales del autor, sobre la materia de su discurso, la Estética, a los postulados estructuralistas de aquel conjunto de varones fieros –“prominente conjunto de progenitores (que) hizo posible la gestación de una ruidosa carrera intelectual que, gracias a Levi-Strauss, dio en ser llamada ‘lingüística estructural’”, que formaron Levi-Strauss, Jacobson, Courtenay, Saussure y algunos más.
Hoy debo insistir en que la obra de una personalidad tan relevante de nuestras letras, como es Pedro Mir, debe ser conocida desde todos sus ángulos para poder medir con precisión la regia y elevada estatura del poeta, del ensayista, del narrador, del investigador histórico, del crítico de arte, del cronista, del catedrático universitario.
IV
Mir fue siempre un obsesionado de las formas y un potente inquisidor de los alcances y objetivos de la creación literaria. Sabemos del poeta social, pero igualmente debemos establecernos en los caminos de su poesía amorosa. Esta última se encumbró entre el paisaje del amor con la sed y el apetito del que busca consumar la pasión en las concretas experiencias vitales. El propio poeta aspiraba a que se conociese mejor esta poesía: “[…] intenté escribir una poesía amorosa en la cual estuvieran presentes los sentimientos que tiene un ser enamorado, pero estuviera presente también la carne de los enamorados, la cama en la cual se materializan estos delicados sentimientos”. Por eso, Mir publicó los Poemas de buen amor y a veces de fantasía, con el objeto de “completar el contenido de toda mi obra”, según declaró. “[…] el amor que yo canto en esos poemas, debería ponerse al lado, completando, de la poesía social que había escrito, porque aquella pretendía ser una poesía realista dirigida al corazón real de los problemas, a su materialidad. Y, también, el amor debería ser expresado en los mismos términos.» Y ahí está, erguida, esa poesía amorosa de Mir, en el “Soneto de la niña joven” (“ardiendo y sola / la noche la arrastró por la amapola / con un hombre enredado entre los pies”), en el “Soneto de la niña grávida” (“Solíamos gritar en un estrecho / pasadizo de eternidad y recibía / pulcra mi sangre, en su categoría / de mujer derribada sobre un lecho”), en el “Soneto de la niña agradecida” (“Hubo una tibia paz en su cadera… –Niña, ¿dónde tú vas? / –Adonde quiera / que tu sombra me sirva de almohada”). Y así, en cada uno de sus poemas de amor donde cruje el ardor y se complace la pasión en el calado del placer, en la hondura del sentimiento arrebatado:
Ella quizás dormía y mientras tanto
velaba entre sus muslos delicados
la sombra de un murciélago robusto.
(“La noche”)
Te ofrezco para empezar
un bouquet de palabras
como lámina y lumbre y borbollar de la fuente
después te doy el calor de mis manos
para el escalofrío de tu vientre.
(“Invitación”)
Rosa vengativa, rosa
de cuello espinado, agudo.
Perfil de luna llorada.
Colina de brusco busto.
Paloma serena, cruel.
Por ti ya conozco el último
placer de saberlo todo:
el placer de sufrir
igual que el de hacer sufrir.
Por ti ya conozco el último
temblor de mi cuerpo atrevido
y el placer de morder
y el placer de morir.
Por ti ya conozco el último
significado del odio.
Odio puro.
Por ti ya conozco el odio.
Te saludo.
(“Saludo al amor”)
V
Y desde el amor y desde el temblor que la tierra provoca en las entrañas y en los anhelos y en los ojos desorbitados por el ideal, Pedro Mir se internó para siempre en los caminos del hombre que establece sus miras en las luchas por la libertad. Los poetas nacionales de todas las latitudes han sido cantores de epopeyas, de la epopeya violenta del arcabuz y el llanto, de la epopeya triste del martirio y el cadalso, de la epopeya luminosa del grito y la victoria.
Pedro Mir cantó las amarguras y los temblores de una tierra adolorida, surcada de odios y lamentos, crecida en las llagas del terror y la codicia. Hizo epopeya del dolor y la esperanza en el momento justo y fue el cronista de su tiempo y el escriba de sus latidos. Cuando llegó la hora fue cuando pudo llegar su canto a una llanura agreste y despoblada, que muy pronto se ungió de sus luces y las esparció en todos los confines de una tierra muda que se llenó del ritmo, la dulzura, los requiebros y sensaciones de sus versos.
Domingo Moreno Jimenes –lo he dicho tantas veces– es nuestro poeta mayor, por sus engarces únicos y primeros con nuestro color local. Manuel del Cabral es quizá nuestro poeta más universal, por el sentido global de su poesía, entroncada también con nuestras querencias íntimas. Pedro Mir fue elevado con toda justicia a la digna posición de Poeta Nacional, porque nadie como él retrató nuestras angustias y esperanzas en el tiempo más virulento y ácido de nuestra historia, y nunca, antes ni después, nadie fue más cantado y recordado en su canto como hizo el pueblo llevando su poesía como un lábaro de sol y viento en el lomo vibrante y cálido de la patria.
Pedro Mir sublevó a nuestra literatura. Hizo dejar atrás la poesía que escondió o enmascaró los dilemas del terruño corrompido, silente y abrumado de sollozos; hizo dejar atrás las proclamas de amor inaudito por una patria que siempre estuvo sola y abandonada en sus quebrantos; hizo dejar atrás otro grito que no fuera el de la queja honda y el de la esperanza cierta. Hay un país en el mundo es quizá el único poema con que los ciudadanos dominicanos de todas las clases y oficios pudieron conocer la poesía en toda su belleza y trascendencia, sin leer más que ese solo poema. Todo lo que siguió después en Mir fueron poemas confirmadores del tiempo y de la audacia del poema, del compromiso y de la lealtad al poema y sus móviles. El poeta ha sido y será siempre un rebelde, y en ese terreno la epopeya es la proclamación firme de una realidad social y política que, solo entre nosotros, Pedro Mir supo construir y sublevar. “El poeta estará descontento –ha dicho Chesterton– incluso en las calles del cielo. El poeta es siempre un sublevado”.
Pedro Mir ha sido el único poeta dominicano que la patria toda cantó en las aulas, en las oficinas, en las reuniones obreras, en los convites campesinos, en los talleres, en las ensenadas y en los montes, en la urbe y en el campo. La patria entera aprobó el amor para quebrar “su inocencia solitaria”. Y “en medio de esta tierra recrecida”, los dominicanos rescataron su historia de signos ominosos para crear con ella sus nuevos haberes y su nueva canción. Doce años después de estrenarse como poeta, Pedro Mir escribió su canción desde su “pronóstico de estrellas” en el “borde bravío” de su exilio habanero. Le venía brotando esa canción desde su vieja preocupación social y la alumbró seguramente en tardes y noches donde su “pequeña República en relieve” se le aparecía sórdida y mancillada, se le ofrecía somnolienta y triste ante una ausencia que sabía –o no sabía– larga y quejumbrosa.
De nuevo, doce años después de salir a la luz el poema, los surcos se abrieron y los héroes llevaron hasta el patíbulo la cabeza del infame. Y el poema creció y recreció, se hizo grito de espanto y recuerdo, ennobleció la lucha y forjó la canción que convocaba a la esperanza para dejar de lado la “amargura necesaria” de 31 años de oprobio e indignidad. Y entonces, el pueblo, porque no fue otro más que el pueblo, aprendió a reconocerse en el poema, descifró sus signos y pregonó su profecía por todos los rincones de la patria. Yo aseguro que la escuché de labios de obreros simples, de amas de casa risueñas, de estudiantes aguerridos, de profesionales erguidos, de periodistas, políticos, escritores, artistas, hombres y mujeres de toda estampa, que decidieron por voluntad propia responder el desafío que reclamaba el poeta de hombres que faltaban para hacer la canción. La canción de los campesinos sin tierra, “la canción deliciosa de los ingenios de azúcar y de alcohol”, junto a la canción del día luminoso, de los tórridos paisajes y del país fragante “colocado en el mismo trayecto de la guerra”.
VI
A ciento once años de su nacimiento, a setenta y cinco de la aparición de Hay un país en el mundo, sesenta y dos años después de que en la patria dominicana esta canción comenzara a germinar entre pastos montoneros y bromelias y lirios y framboyanes y buganvillas, entre disparos y cuchillos, entre asonadas y alambradas, el país ha cambiado de faz y tono y el ritmo de la canción gris en medio de una patria “agreste y despoblada” se ha desdibujado para crecer lozano entre otros avatares, en tránsito de esperanza hacia nuevas aventuras y roncas proclamas. Pero el poema –y el poeta– permanecen incólumes, iluminados, eternizando la plegaria desde los confines de otra tierra que sigue solicitando un milagro del estero, que sigue pidiendo paz para enrumbar sus sueños, que sigue reclamando un “enjambre de besos” para que encaminemos el carril de nuestras esperanzas hacia nuevos estadios de progreso y libertad.
Afirmo que el país posterior a la era de Trujillo no fue fundado en las calles, como tampoco en las plazas, en los discursos y en las proclamas. Ese país fue fundado por un poema, por un poema que nos descubrió desnudos en la orfandad de los sueños, que nos vinculó con la necesaria esperanza, que nos enseñó que estábamos colocados “en el mismo trayecto del sol”. Todo lo demás vino después, pero primero fue el poema de Mir y sus secuelas. Poema fundacional que creó la estela y el recuerdo, que creó el sueño, la esperanza y la abierta posibilidad de redención. “[…] y un pueblo entero se descubrió en tu lengua / y se lanzó de lleno a construir su casa”, como describe Mir a Whitman en su contracanto al hijo de Manhattan.
Hay coincidencias felices. Hay un país en el mundo nació en La Habana, cuando Mir tenía 36 años de edad. Cuba fue el país natal de su padre. La primera lectura del poema la hizo Maricusa Ornes en Puerto Rico, cuando Mir ya tenía 38 años. Borinquen fue la cuna de su madre. El hijo de padre cubano y madre puertorriqueña, nacido en San Pedro de Macorís, regresaría en 1962 a su patria, que había abandonado quince años antes. Había recorrido ya 49 años de existencia. Y aquí entonces, hasta su muerte el 7 de noviembre del 2000, comenzó a caminar su historia y su leyenda aquel “producto primitivo de una ingenua / criatura borinqueña / y un obrero cubano, / nacido justamente, y pobremente, / en suelo quisqueyano. / Recorrido de voces, / lleno de pupilas / que a través de las islas se dilatan […]”.
Esta es la historia que conmemoramos en este 2024, la vida y la trayectoria que hoy celebramos. La historia, la vida y la trayectoria de Pedro Mir, el poeta que sembró entre nosotros la esperanza. Y como lo sentenció en “Contracanto a Walt Whitman”: “La esperanza es un nido / y una semilla en el suelo”. (3)
Bibliografía
Alfonseca, Iván: Antología biográfica, Buenos Aires: Editorial Claridad, 1942.
Contín Aybar, Pedro René: Antología poética dominicana, Santo Domingo: Colección Pensamiento Dominicano, 1943.
— Poesía dominicana, Santo Domingo: Colección Pensamiento Dominicano, 1969.
Fernández Spencer, Antonio: Nueva poesía dominicana, 2.ª edición, Publicaciones América, 1983.
Gutiérrez, Franklin: Diccionario de la literatura dominicana. Bibibliográfico y terminológico, 2.ª edición revisada y aumentada, Ediciones de Cultura, 2010.
Incháustegui, Arístides y Delgado Malagón, Blanca (compiladores): Cuadernos Dominicanos de Cultura, vol. 3, Banco de Reservas, 1997.
— Cuadernos Dominicanos de Cultura, vol. 4, Banco de Reservas, 1997.
Mir, Pedro: Hay un país en el mundo y 6 momentos de esperanza, Santo Domingo: Ediciones Fragua, 1962.
— Hay un país en el mundo. Poema gris en varias ocasiones, 10.ª edición, Comisión Permanente de la Feria del Libro, Editora Amigo del Hogar, 1999, con prólogo de José Rafael Lantigua.
— Primeros versos, Editora Taller, 1993.
— El huracán Neruda, Editora Taller, 1975.
— Poemas de buen amor y a veces de fantasía, Editora Taller, 1998.
— Viaje a la muchedumbre, México: Siglo XXI Editores, 1972.
— Un asombro de ríos verticales. Poesía reunida, Ediciones Ferilibro, 2012.
— Ayer menos cuarto y otras crónicas (1945-1980), compilador: Francisco Rodríguez de León, Biblioteca Nacional, 2000.
— Poemas, 1.ª edición, Madrid: Ediciones de La Discreta, abril de 1999.
Piña Contreras, Guillermo: Doce en la literatura dominicana, Colección Estudios, Universidad Católica Madre y Maestra, 1982.
Notas
1. Debemos dar constancia de que el editor formal, aunque no se consigne, fue José Israel Cuello, a quien debe el país dominicano el conocimiento de este poema y de la mayoría de las obras de Mir.
2. Poemas, Madrid, Ediciones de La Discreta, 1999. El poema abarca de la página 147 a la página 161. Existe una segunda edición de la misma casa editorial, de abril del 2009.
3. Este escrito ha sido actualizado en lo relativo a fechas y efemérides [N. del E.]
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José Rafael Lantigua es ensayista, poeta y periodista. Tiene 29 libros publicados. Miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua. Fue Ministro de Cultura de la República Dominicana, de 2004 a 2012.