I. De un antiguo combate, las palabras.

Habría que hallar el centro del laberinto,

seguir la senda de los amantes extraviados,

el extraño poder aprendido en milenios

de combate entre las estrellas y las palabras:

Ignoro de qué cielo he traído las alas de cristal

que ahora se rompen.

Ya no conozco ni siquiera mi propio corazón:

De guerrear con el impulso de las constelaciones regreso.

Depongo aquí mis huesos,

a la espera del milagro que los convierta

en montura de guerra;

Si mis manos fueran espadas

derribaría hoy todos los soles,

y cantaría,

con luz de vidrio,

para la sombra eterna.

II. En la gruta de tu boca.

Queda la vibración inaudible

de una campana

como única respuesta a mis plegarias.

Como quien nunca ha salido de su cuarto

sueño que conozco todas las cosas.

En la gruta de tu boca,

al fin, el dios se ha hecho audible;

de la torre de tu dominio entreabierto,

manan cítaras como agua lustral,

y creo alcanzar un conocimiento venenoso

capaz de ahuyentar hasta la alegría

que te donaba sus almenas.

Aquí está la luz.

Ninguna lluvia puede herirla,

en tus manos que traen para mí

el reino, la acogida,

un nombre nuevo inscrito entre sus líneas.

III. Endecha para tórtolas.

Amanecer entre rumores de tórtolas,

nada semejante a tu adiós de agua, plena de odio.

Juegas al escondite con el dolor, endechadora,

como si fueras mi niñez oculta.

Hablas por la boca imaginada

de cada culpa deshonesta.

Tu idioma se esconde en la versión

apresurada de las tórtolas,

porque nunca nombró ningún rostro tu boca,

la siempre insurgente,

la agobiada de maternidad y de ternura.

Esa luz desarraigo de ti,

para los estertores del rencor.

Ver con tus ojos la ciudad

no me permite juzgar tu voz como irremediable,

este rosal sembrado en mi jardín

por la ceniza.

Bullen las tórtolas conspirando con la luz,

pero no abro los ojos.

Sucede el alba en mi saliva

cuando destejo en deseo tu recuerdo,

único misterio digno del Verbo.

V. Cajita de azafrán.

Señora de ningún lugar y de todos

¿Recuerdas el atardecer, cuando regresaba de recorrer

Por tres veces, la plenitud en los ojos del águila?

Entonces salías de la cajita de azafrán,

Transformada en muñeca rusa.

Llevabas los ojos pintados para el abandono

y bella era tu danza, como de marfil llameante.

No probé de tu vino. Alerta,

quería ver cuando de tu boca manara

el desierto, donde liberado de nuevo,

descansara de la poesía de tus labios.

VII. El árbol de las manos.

Ha reconstruido sus manos

frecuentando la amistad de los árboles.

Todo lo acariciado, lo que supuso poseía,

lo ha donado al sigilo de las cortezas centenarias.

Los objetos no son más detritus ni huellas,

ha nacido el tacto sin el lastre de la piel.

Nada había sido tocado.

Las palabras comienzan su decir

como en las mitologías olvidadas,

en eso que de sol permanece

bajo las máscaras del ojo.

Los verbos perdidos, extinguidos

en los laberintos de los nombres,

se echan a andar fuera de su tumba.

Cada desposesión es una forma de labranza.

Polvo al polvo.

X. De un frágil sol en el cristal.

Para que el sol brille,

como un poema o su intento,

en el fuego de un pequeño brasero,

deja los vestigios de mal sueño

que permanecen adheridos a tu más cotidiano sudor:

Que el sol, ese manuscrito

embriagado de tachones

desnude los ojos que alguna vez

perdieron su luz,

por seguir las palabras del instante.

Recupera la tibia mansedumbre de los sentidos,

imperfectos, como el turbio amanecer

en que combate tu espejismo,

para que las palabras brillen como soles.

Renunciar a las visiones del tacto y del oído,

fundirlos a medias

en el mínimo acto de amor

de abrir la ventana

y respirar.

XIII. Bajo el signo de Alberti.

Cerrado por demolición el teatro de la tristeza

aún los harapos del telón

ponían cepos a la brisa.

Estaba a medio arder el fuego de la locura,

ya lo blanco esperaba su instante

asediado por rostros,

por la mirada de la culpa entre los pétalos del día.

Había bebido de todos los fracasos.

En el origen estaba la muerte

y la muerte era la llamada del padre.

La blasfemia habitaba en la rutina

sin sentido de la espera,

y la blasfemia era la tristeza de la madre.

A cada día lo abrigaba la esperanza de no haber nacido,

de ser la pesadilla de un reptil efímero y ciego.

Así comenzaba el barquero su bienvenida

en la navegación a tientas, sin monedas en los ojos para el viaje.

Pero para el nacimiento y el fuego llegaste,

para lo blanco, para que la palabra inaugure su luz,

todo lo dicho, albergue de cadáveres sin nombre,

porque habías al fin aparecido.

XIV. Poema para abolir la infancia.

Cada día enviudaba de no sabía qué,

vestía luto por ese sueño que recién acaba.

De la radio manaban las lecciones del amor,

de las conversaciones de los niños sabios.

La casa siempre estaba muerta,

el adulterio era la sal para la mesa

donde la pubertad comía sola.

Afuera todo tenía finales felices

y yo me odiaba.

Peter Pan fantaseaba

con una eterna ruina sin campanas.

Y fue tu voz mostrando los signos de la luz,

acababan los responsos por lo dejado en el desierto,

era la zarza con mi nombre lo que ardía entre tus rizos,

mis labios descubrieron la risa,

y nací.

XX. Poema solísimo.

Pienso en su camino, solísima.

Y algo en la ceniza de mis manos

clama por sus manos de ceniza;

Pienso en mí, bajo su arena, solísima;

llega y no hay atención, ni primera ni última,

las lágrimas del sol bajan por el velo de sus piernas

y algo llora en las mías,

como en un eclipse de luna, invisible.

Pienso en su doble, solísima,

irremediable en su regreso fluctuante,

pienso en mí, dentro de mí, solísimo,

su verdad adentro,

y todo en los cielos de agua y vidrio

aturde en nube hacia mis pesadillas,

hilándolas en persecución dorada,

ni ritmo ni silencio, solísima en lluvia,

Tristísimo.

XXV. Imprecación

Maldecimos; imaginamos una carta 

En la que los lentos rencores de la razón 

Suplantan la nostalgia del verbo que invocamos:

La historia es una serie de signos ortográficos,

Cómplice de las comillas que nada nos dijeron.

Maldito el fruto de tu vientre poesía, 

Que un espejo nefando habite los ojos del vidente, 

Que ella y yo, crisálidas seamos en los designios 

Del limonero.

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Daniel Jiménez Bejarano. Colombia. Diplomado en acompañamiento filosófico y Magíster en Filosofía. Poeta, traductor y ensayista. Ha publicado doce libros entre poesía y ensayo. Tradujo al poeta congolés y ministro del medio ambiente de su país Henri Djombo.