Y basta hacerlo así para que brote al instante la pregunta: ¿hasta qué punto puede considerarse “azar” que, una vez que la pintura reflejó con el impresionismo la vuelta a la naturaleza, penetrando en un paraíso deslumbrador caracterizado no sólo por la presencia divina de la luz y por la ausencia de las sombras, sino también por los esplendores de “jardín” que la singularizan y el sentimiento panteísta que la impregna, el afán creador de Cézanne en cuya persona se centró el fenómeno que, como advertimos, traducía la aspiración a ser como dioses propia del Romanticismo, escogiera como objeto principal de su apetencia de geometría, la manzana? ¿No se deriva de este afán geometrizante determinado por el deseo del cuadro de ser luz, el derrumbamiento total del mundo naturalista de la pintura? ¿No es este, en cierto modo, su “pecado original” y la causa de sus aparentes desdichas? ¿Y cómo desconocer, aunque para ello haya que dar un peligroso salto de muchos siglos, que según el mito de donde arranca el ser judeo-cristiano —“de inspiración divina”— el “pecado original”, el intento de ser como dioses, tomara también como objeto —peregrino objeto— el fruto de un árbol que los pueblos occidentales identificaron después con la manzana?

La “coincidencia” tiene mayor enjundia de lo que a primera vista parece porque abre puertas sobre una serie de hechos que se coordinan en “azar” organizado, desprendiendo así un sentido al que tal vez fuera imposible arribar por ningún otro conducto.

Parece evidente que la idea fija en que pictóricamente se convirtió para Cézanne la manzana, se debió a la forma esferoidal de dicho fruto que satisfacía mejor que ningún otro elemento de su mundo circundante su conocido propósito geométrico de “tratar la naturaleza por el cilindro, la esfera, el cono, todo ello puesto en perspectiva”. Pues bien ¿no es esta misma razón geométrica la que concibió la escena mítica del paraíso? Gira este apólogo en torno del fruto de un árbol cuya especie no determina la Biblia pero que es particularizado con una palabra que por designar en hebreo un árbol que produce frutos redondos, ha sido traducida a menudo el latín por lignum pomiferum (1). Por consiguiente, el objeto que ingerirán los padres míticos de la humanidad asociado a su deseo de ser dioses creadores, es un no especificado fruto redondo que más tarde se identificará con una manzana (2). Es decir, se les ofrece la imagen simbólica del Ser divino que, como los niños cuya vía natural de conocimiento es la boca a la que se llevan todos los objetos —denotando así la mente genérica infantil a que la escena bíblica corresponde, confirmada por la idea de desobediencia culpable que conforma el relato— tratarán de apropiarse ingestivamente, de conocer.

La mente griega, ya visiblemente desde los días de Jenófanes de Colofón en cuyas ideas este concepto estaba por lo menos implícito, atribuyó al Ser divino la forma esférica. Famosos son los versos del poema ontológico de Parménides:

Mas porque el límite del Ente es un confín perfecto, 
es el Ente del todo semejante a una esfera bellamente circular hacia todo lugar
desde el centro en alto equilibrio.

Esto mismo predicará Platón que tan elevado concepto dedicaba a la geometría. Quiere ello decir que la famosísima manzana, “fruto bello a los ojos”, es pura y simplemente, dentro de nuestra cultura judeo-helénica, un trasunto geométrico de la divinidad que Adán y Eva ingieren, como buenos primitivos, cuando aspiran a incorporarse sus divinas virtudes. Teofagia mágica, semejante a la comunión actual que se efectúa mediante una hostia redonda que delata la vigencia del mismo deseo paradisiaco de ser como dioses (3). Por si subsistieran dudas acerca de la legitimidad de la correlación que acaba aquí de establecerse entre cosas tan aparentemente heterogéneas y dispares como son el mito primordial y la pintura de nuestros días, puede observarse confirmativamente que ambas se relacionan con la luz, que es Dios. Tan pronto como Adán y Eva manducan el “fruto bello a los ojos”, se les abren estos sobre el mundo del bien y del mal y pierden en cambio la vista de la divinidad creadora al ser expulsados del paraíso. Es decir, se les malogra el disfrute de la mente psíquico-poética —creadora—, según se deduce de la inmediata ocultación sintomática del aparato generador, y se vuelven siervos de la mente irracional, supeditada a la realidad corpórea, exclusivamente física, tal como lo significa el hecho de verse cubiertos con pieles de animales. Manera indirecta, natural a todo lenguaje poético, de afirmar negando, a fin de describir figurativamente una mísera situación de hecho y enunciar el impulso hacia la universalidad inherente a la condición histórica del hombre —juzgando “sabiamente daremos lo no venido por pasado”—; de anticipar el destino de la especie que es alcanzar un día la videncia natural de Dios, esto es, de percibir la realidad creadora, poética, de la que dicho apólogo es manifestación críptica, inteligible… hasta el día de su descifre —“seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (I Juan, III, 2)—. De otro modo: dicho mito paradisíaco traduce la voluntad consubstancial al ser humano de “ser el que es”, según la fórmula de Píndaro, de lo que Es en potencia pero que, al entrar en la composición de su naturaleza creadora el factor tiempo, aun no Es. Porque el afán de geo-metría (“medición de la tierra”), de ser esférico como una manzana, externado en el paraíso apologal, no sólo coincide con lo sub-stantivo del personaje que en él figura y cuyo nombre significa Tierra (para los hebreos el nombre es la substancia de la persona) sino que responde a la impaciencia infantil de llegar al disfrute de su perfección adulta. Ya que si la divinidad se concibe como una esfera, Adán, la tierra, aunque no se tuviera entonces conciencia de ello, es en realidad esférica también. De aquí que al ingerir el objeto esférico que designa a Dios, está Adán ingiriéndose a sí mismo, está practicando la autofagia propia de la unitaria y creadora realidad divina, es decir, está realizando parabólicamente esa misma autodigestión mutacional que verifica el gusano dentro del sarcófago redondeado del capullo que él mismo se ha fabricado para transfigurarse (4). De otro modo, está poniendo por obra, figurativamente, una de las más hondas aspiraciones de la sabiduría griega: está conociéndose a sí mismo. El relato paradisíaco del Génesis se nos define así, en todos sus sentidos y aspectos, como la más trascendental y divina de las comedias —de los “cantos de banquete”— el desenlace de cuyo nudo se paladea a la postre.

Hay que especificar muy particularmente que esa profunda relación estética entre la redondez, la manzana y la tierra, es tan consubstancial a la naturaleza del psiquismo humano, que en el desarrollo histórico de nuestra cultura no deja de salir a superficie en las oportunidades exactas. En la Edad Media, mientras que para la ciencia religiosa cristiana la tierra es un plano horizontal, tanto el famoso libro L’Image du monde como el Roman de Sidrach afirmarán que “es redonda como una manzana”. ¿Por qué? Por ser —platónicamente— “la forma más perfecta”. ¿No lo había sostenido así el entonces recién renacido Aristóteles? Puede, pues, sacarse la conclusión de que el siglo XIII, con los primeros albores del Re-nacimiento humanístico, cuando chispean las incipiencias del sistema económico llamado a extenderse con la navegación por la redondez del mundo, la tierra de Adán está a punto de volverse esférica en la conciencia del hombre, está deificándose, llegando a ser lo que es. La carabela española de Magallanes y Elcano no tardará ya mucho en verificar la previsión contenida en el primero de esos dos libros citados cuando sentenciaba: “La tierra es redonda… el hombre podría darle vuelta como una mosca alrededor de una manzana” (5). A lo que añade, apodícticamente, que en el siglo XVI los globos terráqueos se llamaban pomas (6). Nótese que el descubrimiento del Nuevo Mundo y la comprobación de la redondez por la circunnavegación serán realizados por emisarios del territorio donde se ubicaba el Finis-terre occidental, el fin de la idea plana de la tierra característica del medioevo, o sea el fin de Adán, anunciado por los textos del cristianismo, haciendo en cambio posible de la “tierra nueva”, del nuevo y esférico Adán, creado a imagen y semejanza de la esfera solar, pregonado así mismo por el Testamento del Hijo. Efectivamente, entonces es cuando se efectúa el Re-nacimiento asociado a la redondez universal de la tierra, y cuando el humanismo adquiere carta de naturaleza en el mundo. Nace el nuevo Adán a la universalidad terráquea, como aludiendo a aquella sagrada fórmula: “Quien no re-naciere no podrá ver el reino de Dios” (Juan III, 3). Afirmación expresada así mismo en modo negativo, cuya significación es, sin duda, que la humanidad re-naciente está llamada a ver el universal y esférico “reino de Dios” sobre la tierra adámica tal como se pide en la oración enseñada por Jesús a sus discípulos. ¿Podrán todos estos hechos tan bella, lógica y dinámicamente enjambrados ser fruto de una estúpida casualidad?

Más aún. ¿Será también casualidad que en la mente del físico por excelencia, Newton, el famoso analizador de la luz, la teoría que ha hecho pasar su nombre a la posteridad brotara al inesperado conjuro de una manzana? Porque ¿qué detector más perfectamente apropiado para suscitar la teoría de la gravitación universal que aquel objeto que dentro del subconsciente de nuestra cultura simboliza a la tierra? ¿Será casualidad —“medida de nuestra ignorancia”— o será que estamos en presencia de un aspecto admirable del juego poético de las armonías? Porque ¿no es acaso divina, esféricamente hermoso el hecho de que la manzana, el “fruto bello a los ojos” cumpla el oficio que le confiere su forma geo-métrica? ¿Y no es perfecto que exprese a la par el sentido subyacente de la realidad creadora, dando a entender que la mente física, lejos de ser autónoma, se atiene al ritmo de un orden más organizado cuya aparición en la conciencia humana data por lo menos de los días en que fue concebido el Génesis, es decir, evidenciando que el orden poético pauta el andar histórico de la ciencia que se pliega al desenvolvimiento general previsto desde los orígenes? ¿Y no será también que la tierra, el hombre adámico, se está volviendo más y más redondo, ya no sólo material sino espiritualmente, que se está anunciando su divina esfericidad, su universalidad, al modo como en los libros arriba mencionados se anunciaba la redondez planetaria que tardó dos siglos y medio en hacerse palpable? ¿Sorprenderá en esta ordenación de cosas que poco después de la caída de la célebre manzana, el pensamiento europeo proclamara la “vuelta a la naturaleza” supuestamente perdida, derogara el “pecado original” con que la mente milenaria, dando pruebas de su infantilismo, justificó la falta de aquella divina razón que gravaba dolorosamente sus apetencias intuitivas, y comenzara a correr y a engreirse el “siglo de las luces”? Adviértase a este propósito sin entrar en más averiguaciones —sumamente bellas, por otra parte— cómo en la época crítica del Romanticismo cuyo tema esencial, a causa de su sentimiento panteísta, es la divinización del hombre, actualizó el mito significativo de Guillermo Tell, suizo como Juan Jacobo, que en hazaña de libertad extirpó la manzana de la cabeza —de la mente— del Hijo. Y como postrer detalle recuérdese que en el mismo orden de materialidades inclusas en esfera de mayor amplitud —por ser ésta la figura más bella, universal y dinámica— Charles Fourier, el genial precursor de Marx y Engels en el campo económico, encontraba gran significación al hecho de que su teoría se le hubiera revelado de modo similar a como se le reveló a Newton la suya, viendo en un restaurant comer una manzana a un precio por demás subido. No puede negarse que la redondez del sistema económico inaugurado en el siglo XIII —en forma de manzana de oro, y con todas sus significaciones— se cierra así bellamente.

No nos detendremos a escuchar aquí la música de las esferas que emiten estos fenómenos cuando son auscultados por la mente imaginativa. Lo importante ahora es subrayar la equivalencia que existe entre el more geometrico seguido por Cézanne al tratar la naturaleza física por medio de la esfera, y el more geometrico seguido por la mente universal al tratar a la naturaleza humana mediante la misma figura. ¿No sabíamos desde hace siglos que “Dios geometriza en el universo”? En ambos casos la esfera tiene forma de “fruto bello a los ojos”, de manzana dispuesta amablemente a sonrojarse. 

No es posible, sin embargo, abandonar el tema sin recalcar la conexión estrecha que guarda el fenómeno recién descrito con el órgano de la visión, el ojo, que según Goethe “se adapta gracias a la luz para la luz”. Ya está esa conexión indicada, según se advirtió, en el criptograma del paraíso. Pero hay más. Repárese en que si la divinidad ha sido representada por medio de ojo inscrito en el triángulo, el único elemento del cuerpo humano que responde a una figura geo-métrica perfecta es el iris. Así por la redondez del ojo se establece la identidad entre el sujeto y el objeto universales, entre lo que ve y lo que es visto.  Párese ahora mientes, a fin de remachar hermosamente el clavo, en que para el genio de la lengua inglesa, para el Adán que dio británicamente nombre a las cosas, esa niña del ojo mereció el nombre de apple, manzana, lo que permitirá leer en la traducción inglesa de la profecía de Zacarías (II, 8) refiriéndose a la descendencia de aquel Israel cuyo nombre significaba —subjetivamente— para todos los santos padres “el que ve a Dios” y en quien se personifica el destino histórico del pueblo elegido, que, llamado a hacer ver mental, paradisíacamente, el espíritu creador a todas las criaturas, desempeña oficio de iris para la humanidad (7): “Quien os toca, toca la manzana de sus ojos”. (Así Hitler, pintor de mala muerte, a quien Júpiter se propuso perder…). 

Pero entre los rasgos estéticos del cosmos y su interpretación por el alma de nuestra cultura, queda aún por tocar el acorde decisivo. Porque la redondez del ojo a la que se asocia la redondez del fruto paradisíaco en que tomó forma cognoscible la ancestral ansia de universalidad, recibe en las lenguas europeas el nombre de iris cuya sola mención nos pone en presencia del arco de la alianza entre Dios y el hombre, segunda forma bíblica, esta vez en la persona de Noé, del deseo humano de divinizarse. Ahora bien, este arco no se contenta con ser producto de la refracción de la luz, sino que al mismo tiempo trasunta espectralmente la redondez de la tierra. Su relación simbólica con el arte de la pintura no puede ser más patente: si su nombre iris loremite al ojo, su despliegue cromático lo convierte en la esquematización de la paleta con que se ha pintado el universo. Algo supieron al respecto los pintores impresionistas. Por último, la imagen de jardín florido y regado que presta el arco celeste a su propio espectro de la redondez terráquea, se encuentra en la más íntima relación, sub especie aeternitatis, con el paraíso añorado y, por tanto, prometido, el cual se asocia geométricamente a la universalidad del hombre y del mundo ante cuyo portal de acceso, al nombrar el arco celeste, nos encontramos, sirviéndonos de Beatrice —vestida por el Dante de verde, rojo y blanco— la pintura.

¿Estamos o no en el reino de la imaginación creadora, comprendidos o no en la esfera constituida por el fruto terráqueo del árbol de la vida? ¿Nos hallamos o no en presencia del lenguaje esencial que se expresa por medio de las estructuras físicas y psíquicas, del logos? ¿Nos vemos o no inclusos en la mente divina, donde la luz reina universalmente sobre espacios y tiempos, quienes por ser ciegos cantábamos al Paraíso Perdido en Vísperas de empezar a encontrarlo:

Salve, sagrada luz, primer vástago del cielo
o del Eterno coeterno rayo.
¿Puedo, inocente, referirme a ti? Si Dios es luz
Y nunca sino en una luz inaccesible
moró desde la eternidad, moró en ti, pues,
vívido efluvio de increada esencia.
¿O te oirás mejor llamar etéreo arroyo puro
de impronunciable fuente? Antes que el sol,  
aun antes que los cielos eras... (8)

(México, mayo de 1948, inédito hasta ser publicado en libro por Libros de la Resistencia como Luz iluminada. Picasso · Gris · Miró, edición de Benito del Pliego, Madrid, 2019)

NOTAS

(1) Tomás de Maluenda, De paradiso, cap. 68. Citado por Antonio de León Pinelo, El paraíso en el Nuevo Mundo. Lima: [Imprenta Torres Aguirre], 1941, v. II, pág. 208.

(2) Parece probable que esta identificación del árbol del bien y del mal, causante de la malaventura humana, se deba en parte, a que manzano y mal se designaban en latín con un mismo vocablo, malum -i.

(3) Recuerdo haber leído hace muchos años sin que me sea posible precisar dónde, que una de las manifestaciones místicas que suele experimentar el católico capaz de alcanzar ciertos grados espirituales es el sabor de manzana que la hostia consagrada desprende en su boca. ¿Se quiere algo más significativo?

(4) Es esto tan poco arbitrario que la comunión actual, procedente de la Edad Media, se verifica sintomáticamente, por medio de un cuerpo redondo, la hostia, mas no esférico sino circular, plano, como era la idea que de la tierra se tenía entonces. Si la idea física acerca de nuestro planeta cambió después, no ha ocurrido todavía lo mismo con el concepto psíquico del hombre que, para el cristianismo sigue siendo el mismo medioevo, carente de la dimensión espacial, divina. Es decir, en la mente de Adán la conciencia de ser no ha pasado aún de lo que podría llamarse geo-metría plana.

(5) CH. V. Langlois, La connaissance de la nature et du monde au Moyen Age. París: Hachette, 1911. pág. 78.

(6) Roberto Levíllier, América, la bien llamada. Buenos Aires: Kraft, 1948. Vol. I, Prólogo.

(7) “Un pueblo ha salido de Egipto y cubre el ojo de la tierra”. Núm. XXII, 5.

(8) John Milton, Paraíso Perdido. Comienzo del Canto III.

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Juan Larrea (1895-1980) Poeta y ensayista español, considerado parte de la Generación del 27. Su obra poética, escrita mayoritariamente en francés, se inscribe dentro de la corriente surrealista. Fue parte del creacionismo de Vicente Huidobro, y en París fundó junto con César Vallejo la revista Favorables París Poema.