Primera voz. Hay una mujer que antes de los hechos irrevocables era un ser de naturaleza mitológica. Una deidad invisible, etérea. No existía, sencillamente, para mí. Un día, sin ningún aviso o premonición, cayó como una leve luna en mi inverosímil órbita existencial. El tiempo pasó y terminó convirtiéndola en una Venus atrapada en una edad incierta. Sin estragos, joven todavía, espigada, realmente muy preciosa, de mirada clara y graciosos hoyuelos en los pómulos. ¿El pelo? Qué importa el color del pelo o cómo lo lleva arreglado hoy. Ella, llena de ilusiones, y para amarrar sueños hizo las maletas y se marchó a Estados Unidos. Vive a su aire, acaso liberada, pero con tres estocadas en el alma, traicionada por los destrozos del destino. A Punta Cana viaja en diciembre. Viene sola, cada diciembre. Todos los diciembres. Desde hace diez años viaja a respirar la fragancia de este paradisíaco y soleado pedazo de la isla caribeña: y, claro, se reúne conmigo para sacarse el frío del cuerpo y soltar parte de su lastre emocional, fruto de las asfixiantes y ordinarias tribulaciones. Hablamos de manera apacible, sentados a una mesa, bajo un paraguas enorme y protector, desplegado en un rincón de la terraza a cielo abierto.  El hotel donde se queda tiene vista al mar; y ella y yo disfrutamos de ese paisaje tranquilo, con olor a libertad, mientras tomamos una taza de café.

Segunda voz. La vida mía, para decirlo de manera simple, se volvió un nudo. Ya mi esposo traspasó el umbral de la indiferencia afectiva. Tiene años que no me pone la mano. Y todavía hay más: Víctor Alfonso y yo dormimos en camas separadas. No te sorprendas. Así ocurre desde que nació nuestro hijo. Yo soy un mueble más en la casa. En un tiempo remoto, cuando no existía el reloj, igual pasaban las horas, inútilmente. El amor, entonces, no tenía nombre. Creo que mi esposo es un hombre con una mentalidad de ese tiempo. Las pocas veces que hicimos el amor contaba los besos; y en el fragor del último tramo solo escuchaba el jadeo acompasado. Nunca me dijo: te amo.

Primera voz. Vaya. Quién se lo imaginaría. No todo está perdido. Me alegra volver a verte. ¿Cuántos días te vas a quedar en el país?

Segunda voz. Tengo aquí tres semanas. Desayuno, almuerzo y ceno que es una maravilla, pero al tercer día ya es un fastidio el menú. No hay sorpresas. El encanto se evapora y todo se repite en la estación del buffet. Cuando cae la tarde tomo una taza de café y salgo un momento a soltar mis pensamientos mientras camino descalza por la playa. Esta noche regreso a Nueva York. Mi hijo Ronny me hizo una reservación en un exclusivo restaurante mexicano que está cerca del aeropuerto. Espera. Este café está rico. Vamos. Apura el tuyo. Te decía que tendré una exquisita cena a mi regreso. En el restaurante trabaja un mariachi auténtico; sí, oriundo del país,de ocho integrantes, que tocan y cantan vestidos de gala, a lo clásico, con trajes bordados en hilo de oro y sombreros de charro. El repertorio incluye “Cielito lindo”, “Volver, volver”, “Si nos dejan” y “Las mañanitas”, con su seña patriótica habitual y contagioso grito de júbilo: “¡Viva México!”¿Y qué hay de verdad en eso? ¿El rey David cantaba todas las mañanas? Olvídalo. Qué tontería. Será un momento emocionante, sí, aunque ya pasó la mañana. Celebraré al estilo mexicano mi cumpleaños. ¡Qué ilusión! Un mariachi completo tocará para mí, con vihuelas, guitarrones, trompetas y, naturalmente, la dulzura de los violines. Yo le pedí a Ronny que también canten “Por amor”. Además, esta noche, ante cualquier imprevisto tengo una botella de vino en mi habitación, que aún no he descorchado. Escucha. Hoy mi teléfono no para de sonar. Hay un alud de mensajes. Acércate. Mira esta foto de un ramo virtual de rosas rojas, que me envió mi hermana. Son divinas, ¿verdad? Y ya le dije, de broma, que cuando llegue a la casa las pondré con agua en un bello jarrón de cristal. ¡Oh, mira qué detalle tan emocionante! En este momento me llegó la foto de una tarjeta de cumpleaños de mi hijo. Dice que me la dejó sobre el tocador. Discúlpame. Con el paso de las horas puede que reciba algunos mensajes y llamadas de amigos y familiares. El lunes, en mi trabajo, me cantarán happy birthday, como el año pasado. ¿Te hablé de mi perrita Bella? Imagínate un peluche con vida. En la tienda de mascotas me entregaron su acta de nacimiento. ¿Y sabes? Tiene un pedigrí italiano. Si viajo por varios días, mi hijo la cuida. Y cuando yo llegue será todo un acontecimiento: abro la puerta y la sorprendo con una mirada amorosa; y Bella me recibe feliz, moviendo la colita; ladra, salta de alegría y corre loquita por la sala, emocionada de verme.

Primera voz. ¡Vaya, tu cumpleaños! ¡Grandioso! No pienses que lo olvidé. Aquí tienes mi modesto regalo. ¡Felicidades!

Segunda voz. ¡Oh, Dios! ¡Qué maravilla! Me agrada este collar hecho con preciosas piedras de ámbar. Un bonito detalle. Gracias.

Primera voz. Creo que es el regalo apropiado para ti. ¿Sabías que el ámbar purifica el alma y ayuda a eliminar la energía negativa del cuerpo?

Segunda voz. Osea, que tiene propiedades que van más allá de lo estético.No lo sabía… y gracias.

Primera voz. ¿Y por qué? Te lo mereces.

Segunda voz. Tú sabes. Me alegro de que no te olvidaras de mí. Vamos, quiero ver cómo me queda. Ayúdame. ¿Puedes ponérmelo?

Primera voz. Claro. Levanta un momento tu pelo. Así, bien. Ya está. Tu amado esposo, ¿qué dice? ¿Te tiene una sorpresa? Un regalo precioso, un anillo de diamantes, me imagino; o quizá compró en secreto la última novela en tapa dura de tu escritora favorita.

Segunda voz. ¿Amado esposo? Por favor. Este señor solo es un esposo de papel firmado. Él no se sorprende ni a sí mismo. Nunca me ilusiono. Por eso él no está incluido en mi agenda de festejos. Un amor genuino es el que sentimos mi hijo y yo; y con eso me basta.

Primera voz. Quiero entenderte. No sé por qué te aferras a esa vida tan absurda y apagada.

Segunda Voz. ¿Quieres entenderme? Y yo, ¿qué debo hacer? ¿Abandonar a mi esposo? ¿Tirarlo todo como si mi vida fuera un papel estrujado? ¿Que lo enfrente y le diga en su cara que es un maldito desconsiderado? ¿Acaso eso estás sugiriendo? ¿Y que él cierre los ojos y me borre de su vida? Si es así, olvídalo. No estoy preparada. 

Primera voz. Creo que te volviste adicta a él. Y no te condeno por eso. No te juzgo, tampoco. Puedes negarlo, pero eso no borra la verdad. De algo estoy seguro: esa manera de convivir no te hace totalmente infeliz. Calcula la cantidad de mujeres que hay en el mundo, como tú, atrapadas por adicciones anónimas de todo tipo y que viven bajo un techo seguro, muertas de miedo.

Segunda voz. Sí, lo admito: soy una mujer atrapada. Y si quieres puedes llamarle cobardía. En cambio, yo me considero sensata. Sí, sensata. Todas las noches me acostaba junto a él pensando que a la mañana siguiente ya no tendría que vivir mi vida como una pesadilla.

Primera voz. No estás viendo tu vida como es en realidad. Y eso no te conviene.

Segunda voz. ¿Qué mujer, en mi situación, puede sentarse a esperar la felicidad? Vamos, disfruta tu café.

Primera voz. No te molestes. Pienso que debes hacer algo. Estoy hablando de tu vida. Una vida como ya te dije, absurda y apagada. ¿De qué te servirán un mariachi y cuatro estúpidas canciones? No te ilusiones. Será la misma vida que vas a encontrar cuando regreses a esa casa. Abrirás la puerta. Bella volará a tu encuentro, pero cuando baje la marea emocional, volverás a sentirte con el alma de un mueble.

Segunda voz. No entiendes nada. Este viaje y tú hacen la diferencia. Considérate una luz, un faro existencial para una mujer que tiene el alma llena de polvo y tinieblas. En cuanto a mi vida absurda y apagada, ¿piensas que estoy agradecida, feliz, con este destino negro, con tantas señales contradictorias? ¿Qué alternativa tengo? No puedo devolver el tiempo y deshacer el camino recorrido. De haber sabido con certeza lo que me esperaba nunca habría tomado ese fatídico vuelo hacia Nueva York, donde nos conocimos. Era mi cuarto o quinto viaje. ¿Qué ocurrió? ¿Qué mano poderosa giró el curso de los hechos para que nuestros asientos quedaran uno junto al otro? Por suerte yo tenía vista hacia la ventanilla. Era un alivio, el escape perfecto para eludirlo con la intención de clavar mi vista en las errabundas y sublimes alamedas de humo, pero al final no resultó. Creo que ya te lo había contado, ¿o no? En fin. El avión inicia el carreteo por la pista, despegó; y tan pronto remontó altura él encontró un tema apropiado para apartarme de mi azoro con las nubes y hablar conmigo. Yo, renuente y sin deseo, respondía con monosílabos. O frases cortas. No deseaba entrar en una desafortunada conversación de viaje con un desconocido. A su hora, cuando el avión aterrizó en Nueva York, ya sabía cómo se llamaba; y yo también me presenté. No logro zafarme de él. Pasamos a recoger las maletas. Hicimos Migración juntos. Salimos del aeropuerto. En el momento de creerme libre, a ley de una despedida impersonal y breve, él dijo: Diana, tengo mi auto en el estacionamiento; y se ofreció llevarme a mi lugar de destino. Ese acto de cortesía me deslumbró y acepté. No tuve valor para negarme. Habló durante todo el trayecto. En el auto puso música muy agradable; y yo me entretuve mirando el paisaje neoyorquino: edificios altos, impresionantes, mucha gente, una multitud dispersa, anónima, en la calle, caminando de prisa hacia un destino incierto. Una hora después llegamos a la casa. Y dije: aquí vivo con mi tía Encarnación. Estacionó el vehículo. Me mira y lo miro. Nos desmontamos despacio. Cuando me entregó las maletas examinó con atención el lugar. Hizo una fotografía mental del entorno. Abordó el vehículo y, sin bajar el cristal de la ventanilla, dijo adiós con la mano. Y yo, imitando su ademán, levanto la mano y, sin mucha emoción, respondo su adiós. El frío me apresura. Busco en la cartera las llaves, abro la puerta y entro a la casa. Nunca me imaginé su osadía. Así que sin aviso previo regresó a saludar y beber café todos los días de la semana. A final de mes ya había caído como una mosca en su red y llegamos a los avatares de una pareja con ilusiones. Ilusiones y sutilezas que eran solo eso, cuando nos casamos. Al menos, de mi parte.

Primera voz. Mala cosa. ¿Y qué ocurrió? ¿Un día despertaste en otra cama y ya tu vida estaba hecha un nudo?

Segunda voz. Vaya. No me digas que eres clarividente y tienes poderes psíquicos. Efectivamente, allí estaba el nudo. Increíble, fuerte, agresivo, de esos que te atrapan sin un manual para deshacerlo. Además, vivía con dolores de cabeza, insoportables, opresivos. En principio despertaba con un pedazo de primavera en la boca. Él era encantador, con algunas canas en el pelo negro y abundante. No quiero ser injusta. En honor a la verdad, me gustaba su sonrisa y el perfume que usaba habitualmente. La fragancia era exquisita. Los hombres se convierten en un seductor imán humano si van al gimnasio y tienen un cuerpo firme y ojos verdes. El recuerdo es de ese tiempo bueno y con abrazos que tuvimos, antes de las jaquecas. Nunca pensé que sería un peligro. Nuestra casa es hermosa, con jardín y mariposas visitantes. Yo cargué con la decoración, la llené de mil detalles: los cuadros de pintores famosos en la pared, un derroche de plantas ornamentales, delimito cada espacio a mi manera, cada rincón lo hice especial. Un día me preocupó tanto silencio en la casa y llevé a Bella, pequeña y tierna; y luego vino la desgracia, como un diluvio. Los malestares y las cefaleas me agarraron con el primer llanto de mi hijo. Agradezco tu compañía, Julián; hablar contigo mientras compartimos esta sabrosa taza de café, no te imaginas… tiene el efecto de una aspirina revitalizadora para mi alma.

Primera voz. Diana, ¿volverás de nuevo en diciembre? ¿Te espero?

Segunda voz. Sí, claro. Ya te lo dije: tus palabras me ayudan. Esperarme. Confía en mí. Volveré.

Primera voz. Y, con el último sorbo de café, también me dijo algo que una vez, tú y yo, conversamos.

Segunda voz. Yo te amaba; y estoy arrepentida de haberme tragado, con mi silencio, la intensidad de esa pasión. ¿Nunca te diste cuenta? Tú me ayudas a seguir. A olvidar. ¡Bésame! Eso te hubiera pedido en contra de la lógica. Yo tenía que ser feliz contigo. Muy feliz hubiéramos sido. Sí, soñaba con tus besos. Alucinaba. Necesitaba decírtelo, pero ¿de qué sirve ahora? Vivo con apego a mi condición. La amargura de una primera vez, arrinconada por la costumbre, ya es suficiente. No puedo aventurarme y caer en un desliz. Discúlpame. Ya se hizo tarde y no quiero dañar nuestra amistad.

Tercera voz. ¿Qué dices? No deberías preguntar eso. Claro. Tengo buena memoria. Y recuerdo perfectamente que una vez me dijiste: cuando se podía, no quisimos, ahora que queremos, no se puede. Es una enseñanza valiosa, pero a la vez una dura y amarga lección de vida. Duele aprender que no se puede dejar nada para después. Después el café se enfría y hasta el aroma pierde su magia. Tú, más que nadie, lo sabes. Siempre la oportunidad estuvo. También recuerdo la última bebida que compartimos en un bar de ocasión. Allí nos citamos. No estaba advertida. El silencio y tu actitud esquiva me tiraron la verdad en la cara. El camarero trajo la carta de bebidas. Esperó y se marchó de inmediato. Tú ordenaste un trago de vodka con hielo y jugo de naranja y yo un mojito. El camarero volvió con las bebidas, las dejó en la mesa y se marchó de nuevo. Ese momento me sirvió para pensar y darme cuenta de que no sería tan fácil olvidarte. Hablé yo, armándome del valor suficiente: si puedes escapar de mis recuerdos, adelante. En tu caso reconozco que el olvido es una necesidad. Deja que el tiempo se haga cargo. Solo te pido que lo hagas con valentía y respeto, muy despacio. Sin engaños. Mira qué coincidencia: hoy estamos de nuevo en un bar. En cierta forma, un territorio de nadie. A menudo suelo venir aquí. Sola. Vengo a escuchar música mientras veo el hielo derritiéndose en un trago que demoro en beber. Mira, llegó el camarero y me saluda porque ya me conoce. Vamos, ordena tu trago. Yo solo deseo un vaso con hielo y agua. Ahora, escucha qué ocurrió cuando cerraste la cuenta del consumo y te marchaste en silencio, dándome la espalda. Dejaste una propina muy generosa. ¿Eso si lo recuerdas? En ese momento me invadió el deseo de pasar una última noche juntos. Una hora, dos horas, metidos en la cama… ese deseo se esfumó; y lloré. Lloré mucho esa tarde. Estaba muy abrumada. Me arropó el dolor de la impotencia. Ahogada en mi desgracia, viví mucho tiempo con el corazón vacío, respirando horas y días sin sentido. Lloré lágrimas rojas, pero me quedó claro que el silencio destruye de manera firme y devastadora. Y que hay que abrir el alma y decir las cosas en el momento oportuno, sin pérdida de tiempo. Cuando se siente la inequívoca llamarada del amor hay que ser agresivo, persistente, audaz. No quería ser solo tu amiga. A ti te faltó valor. A mí me sobró miedo. Sí. ¡Qué dolor tan agudo y punzante! ¡Y cuánto miedo! Un miedo profundo, intenso, palpitante, que tenía voluntad propia y actuaba por su cuenta, que me llenaba todo el cuerpo de sudor frío. Espera. Llegó el camarero con las bebidas. El agua es para mí, gracias. Ahora te pregunto: ¿tú conoces el miedo; Sí, el miedo. Hablo de un miedo que se convirtió en una tortura. Intentaba sacármelo de la cabeza y era inútil. Remitía y me acorralaba con más fuerza. Era más que una persecución incontrolable. Vivía en mí. En cada pálpito de mi corazón. Tenía miedo de la intensidad de mi miedo. Esa palabra convirtió mi vida en un infierno y marcó nuestro destino. Y, claro, lo intenté. Me esforzaba una y otra vez, pero siempre que lo hacía no lograba darle un giro a ese miedo y convertirlo en una voluntad fuerte, porque sin que pudiera evitarlo se transformó en un poderoso desasosiego que de manera implacable atravesó mi alma y redujo a escombros mi esencia personal. Discúlpame. Bebe mientras me repongo. ¿Quieres fumar? Adelante. Yo tomaré un trago de agua… y, mientras fumas escucha esta canción, “My way”, la canta Frank Sinatra. Tiene una melodía exquisita. Sí, escúchala; y piensa en cada palabra de nuestra conversación. Por nada del mundo vayas a llenarte de amargura o algún tipo de resentimiento. Te estoy hablando con el alma. No hay nada más revitalizador que un trago de agua. Ya estoy mejor, ahora. Vuelvo a los hechos de aquel tiempo. En esa condición, atribulada, volátil, ¿pensé en una situación extrema? No. Soy una mujer pacífica. Y si en algún momento pasó por mi mente algo infame, el miedo de la indecisión era abrasador y me doblegaba. El miedo hacía que me sintiera culpable. Entré en un estado de agitación constante. La batalla emocional era tan intensa y agotadora que me obnubilaba los sentidos y no me dejaba ver con claridad los caminos de mi futuro inmediato. Sin ilusión, sin esperanza, con los sueños destrozados, yo solo respiraba. La condición mía era deplorable: respiraba como una mujer sin realidad, deshabitada, ausente. Necesitaba equilibrar mi vida de nuevo, pero no sabía cómo manejar esa situación tan dolorosa y deprimente. El miedo era tenaz, abrasante. No daba tregua. Qué difícil se me hacía respirar. Tenía que verte y hablar. No tengo la intención de abrumarte con mis penas emocionales. Ante el espejo era una sombra incierta, difusa, viviendo días irregulares, en un ámbito de horas y minutos invisibles. Terminé con la mirada en otro mundo, convertida en una ruina humana. Un día, el miedo, que ya era un hábito, una costumbre durante aquellos días marcados creció dentro de mí como una coraza invisible. Caí en un estado agónico y me impidió dejarlo todo: mi marido, mi casa, mi pasado. Y hoy, te lo confieso: no me veía tomándote de la mano, resuelta, finalmente, entregada… escapándonos; sí, con la idea de ser felices y hacer juntos una vida nueva. Eso es todo. Estoy agotada. No puedo más. Espero que lo entiendas. Disfruta tu trago. Adiós.

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Rafael García Romero. Novelista, cuentista, ensayista y periodista dominicano. Tiene 18 libros publicados. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle en 2016.