(fragmento de novela)

La sonrisa le ha salido a la Rita desde adentro.

-Hacía tiempo que no venías.

Sí, un buen tiempo. El Honorio no había podido escaparse de la mina para bajar a Tacna y luego tomar uno de los carros que parecían caerse a pedazos para llegar a la Casa de las muñecas.

-Qué importante eres en tu chamba, Honorio.

Nada de eso. A veces le tocaba tirar barreta el fin de semana, y a veces a su padre se lo tragaba el dolor y entonces tenía que quedarse por allá. Qué reponsable, Honorio, por eso la Rita se quedaba esperando el fin de semana.

-¿Tú, esperándome? Mentirosa.

En el fondo quería verlo, le gustaba verlo. Desde que aquella primera vez que Honorio le preguntó si era charapa, la Rita no se había olvidado de él. Siempre que regresaba se quedaban horas de horas en el cuarto. Ya las otras muchachas le tomaban del pelo, ¿qué le había visto a ése, Rita, si parecía medio muerto de hambre? Segurito que calzaba 45 y por eso ella se ponía como tonta cuando llegaba. Y la Rita las hacia callar: viejas chismosas. Luego se reía, no, no calzaba 45, pero estaba cerca.

La Rita tenía ganas de hacer un descanso, Honorio, y no atender a más clientes por un rato.

-¿Tampoco a mí? ¿Después de tanto tiempo?

¿Qué tal un caldo de pollo para calentar bien el cuerpo, Honorio? Sí, lo aceptaba. Ella se puso una bata, echó llave a su cuarto por fuera y se fueron al kiosko que estaba delante de los corredores.

-Es que en esos años la Casa de las muñecas era diferente -le había dicho el Felipe al Honorio, los dos bien emponchados porque el frío de Palca calaba-. Los cuartos estaban abiertos hasta medianoche, y después empezaba el saloncito hasta que despuntaba el sol. Ahí pasábamos la vida tu viejo y yo: chupando, bailando con las hembritas, culeando hasta que cerraban el burdel. Colorada a veces se me ponía la vaina de tanto polvo.

-¿Y nunca te gustó una hembrita más que las otras? -le había preguntado el Honorio.

-Yo no soy ratón de un solo hueco. Ni ahora que tengo mis años lo puedo ser. Pero el Demetrio en el fondo sí lo era. Yo no me lo imaginaba. A la franca, pero cuando llegó la ileña dejó de ser un pinga loca.

-¿Cómo se llamaba ella?

– Está caliente, ¿no? -dijo la Rita soplando sobre la cuchara.

Sí, calentísimo. Parecía un caldo recién salido del infierno. 

Estaban sentados en unos bancos de madera, cerca a una lámpara de kerosene que colgaba de una de las esquinas del kiosko. Había una radio a pilas encendida: se escuchaba un partido de fútbol. Después de servir los platos, la señora que atendía el kiosko se sentó en una silla de paja y se arropó con una frazada gris. Luego cerró los ojos como si estuviera durmiendo.

-¿Y qué le pasa a tu padre? -dijo la Rita-. ¿Por qué te tienes que quedar con él los fines de semana?

Él no podía caminar. El accidente que tuvo le había destrozado la columna. Al principio la compañía le pagó el hospital, médico, medicinas para el dolor, pero después le dijeron que eso no sería de por vida. Entonces el Honorio entró en la planilla y hacía la chamba que antes le encargaban al viejo. Mocoso todavía estaba cuando entró en la planilla.

-¿Y qué chamba es esa?

Entraba a la cueva del coyote. Ella lo miró sin entender. Sí, Rita, agarraba una mano de cartuchos de dinamita y se la llevaba a un pequeño túnel que hacían en el cerro a punta de pico y barreta.

-¿No te da miedo hacer ese trabajo?

La primera vez un poco. Después ya no. Uno se acostumbraba. Y la plata le alcanzaba a él y un poco para la comida de su padre, el Demetrio. Pero hasta ahí nomás. Sus medicinas costaban un billetón, así que trataban de calmar sus dolores con coca, pero igualito parecía que sentía.

-De verdad que eres responsable, Honorio -y tal vez por eso le gustaba que cayera por ahí, a verla a ella.

-Es mi viejo, ¿no?

-Muchos hijos ya se habrían olvidado y habrían arrancado su vida por su propia cuenta. Lejos, quizá haciendo una chamba menos peligrosa que la tuya. ¿Y no hay otra persona que te pueda ayudar con tu padre? Así no estarías siempre preocupado por él, así te quedarías una noche detrás de otra conmigo -y ella rió, levantó la cuchara, resopló.

-¿Otra persona?

-Mariela -le había dicho el Felipe-. Así se llamaba la ileña. No me acuerdo bien cuándo ha llegado a la Casa de las muñecas, pero estaba bien tiernita. Debe haber sido unos dos años antes del accidente de tu viejo.

-¿Por qué se templó de ella?

-Por lo tiernita, porque se movía bien.

-Hay más de una que se mueve bien, Felipe, y hay más de una que es tiernita.

-Ahí tienes razón, chiquillo.

-Entonces, ¿por qué se enamoró de esa ileña?

-Una vez el Demetrio me dijo que a él no lo arrechaban las blanconas. Así me dijo, que le entraban más ganas por las zambas y las cholas, pero no tanto por las blancas. Dice que a las chilenas ni las miraba. Pero la Mariela era diferente. Porque era blanconcita la mocosa, pero diferente. Así me dijo en medio de varias chelas. Decía que la ileña tenía la misma manera de mirar de su primera mujer, de la Rosa, de tu madre. Eran unos ojos como que hablaban.

-¿Unos ojos como que hablaban…?

-Sí, Honorio, eso. Ya sé que a tu madre nunca la conociste. Pero parece que la mirada de la ileña le traía esos recuerdos.

-¿Y alguna vez le has preguntado si todavía piensa en la Mariela?

-Estás tú bien huevón. ¿Quieres que el hombre sufra más de lo que está sufriendo?

-Cuando bajas a Tacna, ¿tu padre se queda solo? -le preguntó la Rita.

Trataba de que alguien de por allá lo cuidara. A veces se lo pedía al Felipe porque ellos eran amigos desde hacía mucho tiempo, casi desde que abrieron la mina, y comían juntos y hablaban del pasado. Pero no le gustaba dejarlo solo, y cuando no encontraba a nadie que lo cuidara el fin de semana, el Honorio se terminaba quedando en Palca. Es que a las justas su padre se podía arrastrar ayudándose con sus manos, y permanecía allí, apoyado a una roca, mirando la nieve en los picos de las montañas.

-¿Y ese Felipe es de Palca?

-Nadie es de Palca, Rita. Allí la gente que llega viene escapando de otro lugar. El Felipe mismo. Él nunca me lo ha hablado, pero cuentan que en otro pueblo de la sierra mató a alguien.

-¿De verdad?

-Así dicen. Yo nunca se lo he escuchado a él. Tampoco se lo voy a preguntar.

-¿Y tu padre? -preguntó la Rita con un poco de temor.

-Él no ha matado nadie. Pero se sabe menos de él que del Felipe. Ni yo que soy su hijo sé por qué dejó la chamba que tenía en una mina de conchuela para ir a Palca.

-No quise decir que tu viejo haya matado alguien.

-Pero todo es posible -y el Honorio resopló, bebió una cucharada-.

-¿Y tú no estás escapando?

El Honorio sonrió, miró a la Rita mientras la cuchara quedaba suspendida en el aire por un instante.

-Yo llegué a Palca cuando era un chivolo. Mi padre me llevó hasta allá.

-¿Y a veces no te da ganas de salir de esa mina? ¿Nunca te ha dado ganas de eso, Honorio?

Él volvió a hacer un gesto que parecía una sonrisa. Escapar sí, escapar, pero cómo hacerlo si su padre no podía vivir sin él. Irse, no volver a entrar a la cueva del coyote, y quién podría encargarse de su viejo.

-Está bueno este caldo ¿no? -dijo, un tanto pensativo.

-¿Por qué tendría que ser huevón? -le había dicho el Honorio al Felipe- ¿Nunca le has preguntado en todos estos años si le gustaría ver a la Mariela de nuevo?

-No te he dicho que él estaba templado de la mocosa. Dos veces he estado así, Felipe, me dijo. Dos veces. Si el hombre pensaba sacarla de la Casa de las muñecas y hacerla su mujer legal. Palabra, Honorio. El Demetrio me lo contó a mí y se lo prometió a ella.

-¿Y sabes qué le dijo la ileña?

-Lo aceptó, ni huevona, porque no quería quedarse de puta toda su vida. Todo se jodió con el accidente. Desde esa vez el Demetrio no la ha visto, y ella se debe haber quedado preguntando qué pasó con él, y lo más seguro es que haya seguido puteando nomás.

-Y si la buscamos, Felipe.

-¿A la ileña? ¿Para qué?

-Quizás el viejo se pondría contento de verla. Ya nada lo pone contento y de repente ella podría hacerlo.

-Sí, de repente la ileñita podría hacerlo – y el Felipe se había quedado pensando-. Sí, de repente tienes razón, Honorio.

-¿Y tú, Rita? -le preguntó el Honorio-. ¿Cuánto tiempo tienes por aquí?

-No sé. Un buen rato -ella terminó el caldo, encendió un cigarro-. Ya perdí la cuenta de los años.

-¿No conociste a una ileña?

-¿Una ileñía? -dio una pitada, se quedó pensando.

-Se llamaba Mariela.

-¿Y por qué me preguntas eso?

El Honorio la miró a los ojos, y en ellos quiso mirarse a sí mismo.

-¿La conociste entonces? ¿Sabes por dónde puede estar? 

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José A. Castro Urioste. Dramaturgo y narrador peruano nacido en Montevideo. Entre sus obras figuran Ceviche en Pittsburg, Hechizo e Y tú qué has hecho.