Durante varias décadas, Ludovino Vidal se ocupó de mantener a punto los relojes que dieron la hora a más de una generación de banilejos. Con una lupa en el ojo izquierdo, el de mejor visión, frente a una mesa repleta de minúsculos engranajes, cajitas, surtidos de tornillos, pinzas, alicates, llaves para fondo, fuelles, martillos, cepillos, punzones, aceites; montaba, desmontaba, limpiaba, aceitaba, reparaba, todos los relojes del pueblo; de pulsera, salón, bolsillo, relojes cucú, de péndulo, despertadores.

Y también, el más importante de todos: el reloj de pared de la caserna de bomberos, que marcaba la hora del sirenazo de las siete de la mañana, para que todo el pueblo, desde la playa Los Almendros hasta La Montería, se levantara; el de las doce del medio día, para dejar oficialmente clausurado el pueblo, cerrar pulperías, ferreterías, farmacias, barberías, sastrerías, zapaterías, mercerías, tiendas de tejidos y todas las puertas y ventanas de las casas, para que no fuera a llegar algún velón a la hora del moro o un inoportuno a perturbar la sagrada siesta, que se extendía hasta las dos menos cuarto, cuando sonaba el otro sirenazo, para despertar a vivos y muertos, con los pliegues de la almohada dibujados en la cara y muriéndose por comerse un dulcito de leche con coco. Finalmente, el de las cinco de la tarde, para que nadie le hiciera caso, pero sí para recordarle a los banilejos el sentido del deber de Cabo Torres, jefe de la caserna, que ejercía su profesión con la misma devoción que el cura párroco ejercía la suya.

Ludovino se sentía en su pueblo como pez en el agua, tenía una familia, muchos amigos y un oficio que le permitía bien ganarse la vida ¿Qué más podía pedir?

Pero el día que su médico le dijo que, debido a una aterosclerosis provocada por la diabetes que padecía, había que emputarle la pierna izquierda, se quiso morir. Su primera reacción fue resistirse, pero consciente de que si no se sometía a esa operación moriría, aceptó.

 No obstante, puso a su médico una condición: mantener eso en secreto, como exigía el juramento hipocrático. No quería que sus vecinos, amigos y conocidos supieran que su cuerpo se estaba desintegrando como guanábana madura que cae de la mata. 

Semanas más tarde, tomando la precaución de que nadie le viera salir del pueblo, se marchó para Monte Cristi, donde tenía un hermano que trabajaba en el puerto de Manzanillo.

Años más tarde, a causa de la misma diabetes, quedó ciego, perdió el trabajo de sereno que su hermano le había conseguido en el puerto y no tuvo más remedio que regresar a Baní, donde tampoco tendría trabajo, pero sí la casa, familiares y amigos, que si no hubiera sido por la pena que le provocó a todos volverlo a ver con dos ojos de vidrio, inmóviles y sin expresión, como los pescados, y una pata de palo, que él juraba que los días húmedos le dolía tanto como la otra de carne y hueso, su regreso a casa hubiera dado lugar a una gran fiesta. 

Su vieja casona de tabla techada de cinc, situada próximo a la avenida que conduce a la playa Los Almendros, se llenó de gente apenada, compungida de ver al dinámico Ludovino vuelto un coroto que había dejado en el camino tan importantes pedazos de su cuerpo. Pero la pena y el lamento comenzaron a disiparse cuando su amigo Carmelo Barias le preguntó que cómo había perdido la vista y la pierna.

—Amigo Carmelo, puedo explicarte lo que me pasó con la pierna, pero la pérdida de la vista fue para mí una tragedia tan grande que prefiero no hablar de eso —dijo acongojado.

Suspiró, giró la cabeza para ambos lados, como buscando ver a quienes no podía visualizar, y prosiguió: 

—Tú conoces mi afición por la pesca y la cacería. Pues poco tiempo después de llegar a Monte Cristi, le cogí el bote prestado a mi hermano Francisco y me fui a pescar por los alrededores de El Morro. Partí bien equipado, con buena carnada, anzuelos de todos los calibres, buena línea y un fuerte bichero de acero, porque ya había oído decir a algunos pescadores que habían visto tiburones rondando no lejos de la costa. Fue un día de pesca excelente: a eso de las tres de la tarde ya la popa del bote estaba repleta de meros, chillos, picúas, bonitos, jureles y un reperpero de ariguas que fui tirando en la proa para regalarlas. 

“De regreso a tierra, tiro nuevamente la línea con buena carnada y siento que el bote se va a toda velocidad en la misma dirección de la línea. Por la fuerza y la rapidez del tirón, de inmediato supe que se trataba de un tiburón. Amigos míos, fue la batalla de Waterloo, durante el resto de la tarde y toda la noche estuve batallando con el jodido animal, soltándole línea y halando, halando y soltándole. Fue ya amaneciendo, en aguas haitianas, próximo a Cabo Haitiano, que logré cansarlo, y luego de no menos de tres horas de combate acercarlo al bote, engancharlo con el bichero y treparlo a la popa. Ahí fue que comenzó la gran pelea, con un cuchillo ‘ahoga vaca’ en mano me enfrasqué en una pelea cuerpo a cuerpo con la endemoniada bestia, hasta cortarle la cola de un solo tajo. Me quedé con ella en la mano. Detrás, vino el zarpazo del jodido animal que me arrancó la pata de una sola mordida. Partió con ella en la boca. Quedamos empate: él me llevó la pata, pero yo lo dejé sin culo. 

La estoy contando, amigos míos, gracias a unos pescadores que alcanzaron a ver un trapo blanco que puse en la proa y fueron a prestarme auxilio, de lo contrario, me hubiera desangrado en el bote y ya mis huesos estuvieran descubiertos”.

Cuando terminó de contar su hazaña, hubo gritos y aplausos, lo cargaron y saltaron durante más de media hora, hasta que se le desprendió la pata de palo y rebotó contra la cabeza de Josefa, su mujer. El golpe le dejó un tremendo chichón. Parecía una mujer de dos cabezas. Los vecinos corrieron a frotarle aceite de coco con sal.

La hazaña se propagó rápidamente por todo el barrio, luego por todo el pueblo, hasta recorrer todo el país. 

Esta hazaña le dio a Ludovino tal prestancia, que el cuerpo de hombres rana de la base naval de Las Calderas lo invitó a dar una conferencia sobre técnicas de combate cuerpo a cuerpo y, meses más tarde, la Sala Capitular del Ayuntamiento de Baní lo declaró hijo benemérito, por haber puesto en alto en aguas extranjeras el coraje y la gallardía de los banilejos, que hasta ese momento eran tan solo conocidos en el país como buenos pulperos, capaces de matarse con cualquiera por cinco cheles, pero jamás de enfrascarse en un combate cuerpo a cuerpo con un tiburón.  

Inhabilitado para el trabajo, por tan importantes limitaciones fisícas, la mata de limoncillos que había en el fondo del patio de su vieja casona pasó a ser el punto de encuentro con sus viejos amigos del Pueblo Abajo, a quienes contaba con lujo de detalles su combate con el tiburón y muchas otras inverosímiles hazañas. 

Parecía como si para él en algún momento se hubiera detenido el reloj de la vida para reiniciar la marcha en sentido inverso. Era como si ya no sirviera más para vivirla, sino para contarla, excepto la desgracia que le ocasionó la pérdida de la vista. De eso se resistía a hablar, pese al manifiesto interés de sus amigos por conocer lo ocurrido.

 Pero el día que su vecino y compadre Emilio Pimentel le comunicó que le habían diagnosticado cáncer en el hígado y no quería irse para el otro barrio sin saber la desgracia que le había ocasionado la pérdida de la vista, decidió contarle, pero con el compromiso de que fuera a solas y que debía llevarse ese secreto a la tumba.

Comenzó a contarle su historia de este modo:

“Compadre Emilio, usted bien sabe que he sido un hombre exitoso, pero, claro, tambien he tenido mis derrotas. Esta que le voy a contar ha sido la mayor de todas.

  Una vez se le ocurrió a mi hermano Francisco regalarle una cotorrita a Carmencita, la más pequeña de mis hijas. Se puso tan contenta, que seguido reunió a todas sus amiguitas del barrio en el fondo del patio para bautizarla como Dios manda. Le puso Cuquita.  Era un animalito tímido, cada vez que alguien le pasaba por el lado se volteaba y metía la cabeza entre una de sus alas. 

Para que se fuera soltando un poco, le pusimos un aro en una mata de mango que había en el patio. Los muchachos del barrio, que iban a marotearnos los mangos, comenzaron a enseñarla a decir algunas palabras obscenas, hasta que la bendita cotorra aprendió a decir mamagüebo

Desde entonces, se olvidó de las demás soeces y quedó como un disco rayado voceándole esa palabrota a todo el que se acercaba a ella. 

Para que las muchachas no tuvieran ese mal ejemplo en la casa, le dije un día a Josefa: vamos a sacar a esa perversa cotorra de aquí. 

Se opuso rotundamente. Para no disgustarla, decidí entonces ponerla de castigo. La amarré con dos pedazos de soga de pita de pared a pared, crucificada. Coincidencialmente, quedó justo frente a un crucifijo que teníamos en el salón, como si estuviera en penitencia por sus insolencias. 

De repente, comenzó a vocear: INRI, INRI, INRI….; INRI, INRI, INRI….; INRI, INRI, INRI…. 

—Te vas a desgañitar ahí llamando a INRI, hija de puta, —le voceé de la cocina. 

A prima tarde, oigo a la bendita cotorra hablando latín. Con mucho aplomo, le preguntó a INRI: Iesvs Nazarenvs Rex Ivdaeorvm, quandoquidem habes pendebant?, (Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos, ¿desde cuándo te tienen colgado ahí?). 

INRI, absorto de escuchar a ese animalito expresarse claramente en el idioma litúrgico oficial de la Santa Iglesia, le respondió con suma serenidad y ternura: hija mía, hace ya 2019 años. 

—¡Dos mil diecinueve años! ¡Diablo tíguere!, ¿y qué mala palabra tan grande fue que tú echaste?

Josefa, que también acababa de escuchar a la cotorra hablando latín, salió corriendo para el aposento, muerta de los nervios y gritando: ¡Cuquita ha hecho un milagro, ha hecho un milagro…

—Ludovino, por el amor de Dios, suelta ese animalito, no ves que hasta puede hablar con el hijo de Dios. Si no la sueltas, irás de cabeza para el infierno, ¡suéltala, suéltala, te lo suplico…! 

—Está bien, la voy a soltar, pero por las palabrotas que dice, debería ahorcarla con la misma soga que está amarrada, aunque me frían en las calderas del infierno.”

Para terminar de aturdir al compadre Emilio, que no había tenido tiempo de salir de su asombro, remató Ludovino: 

“Pero aquí no termina la historia de la jodida cotorra, compadre Emilio. Esto fue solo el comienzo. 

Un día, para matar el aburrimiento, me fui a cazar para Loma de Cabrera. Desde muy temprano me interné dentro de un matojo que quedaba justo frente a un bebedero de pájaros. Allí llegaban por manadas. 

Ya al final de la tarde, había matado más de un centenar: palomas coronita, cenizas; ciguas palmeras, alitas blancas, amarillas, colas verdes; perdices caquito blanco; yaguasas; carpinteros. Una soguita de más de dos metros de largo que tenía para atar los pájaros estaba ya al tope. 

Cuando estoy listo para irme, alcanzo a ver una cotorra encima de una palma y cargo la escopeta con el último cartucho que me quedaba. Ya con el dedo en el gatillo, listo para disparar, veo que la jodida cotorra abre las alas y me grita: ¡Ludovino, no cometas ese crimen, ¿es que ya tú no te acuerdas de mí?, soy yo, Cuquita, la cotorrita que vivía en tu casa!

Compadre, no podía creer lo que acababa de ver y oír, me tembló el pulso de los nervios, pero me repuse rápidamente y me dije: ¡ajá!, con que tú eres Cuquita, tú vas a ver ahora, hija de puta. Apreté el gatillo y ¡Pam! 

Fue mi desgracia, con el disparo, la bendita escopeta, que ya estaba muy caliente, reventó en pedazos. Los fragmentos me destrozaron los ojos. No supe más de mí. Desperté dos días más tarde en el hospital. Nunca supe quién me recogió y me llevó allí. 

Ya para terminar con la historia de esta desgraciada cotorra, días después de esta tragedia, aún en convalecencia, estaba sentado debajo de la mata de mango, donde solía permanecer la condenada cuando vivía con nosotros, y me pasó zumbando por encima de la cabeza, voceándome: Ludovino, mamagüebo, por malo te quedaste ciego. 

Ese mismo día me dije: qué hago yo en este pueblo, ciego, con una pata menos y esta maldita cotorra burlándose de mí. Me voy para Baní, no a vivir, esto ya no debo llamarlo así. Me voy a contar la vida, de la única manera que vale la pena contarla: como a mí me de la gana de recordarla.

(Del libro Cuentos pueblerinos, edición independiente, 2020)

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Carlos Segura es periodista, sociólogo y diplomático. Ha sido director de organizaciones sin fines de lucro en Canadá, profesor-investigador de FLACSO-República Dominicana, asesor político de la embajada de Japón, en Santo Domingo, consultor de varios organismos internacionales y periodista. Se ha desempeñado como ministro consejero de la Delegación Permanente de la República Dominicana ante la UNESCO, en París y en la Misión Permanente de la República Dominicana ante la Oficina de las Naciones Unidas, en Ginebra, con el mismo cargo. He publicado varios trabajos sociológicos, Una vida en tiempos revueltos (autobiografía) y Cuentos pueblerinos.