De Residencia en la Tierra a España en el corazón
Preámbulo necesario
La vida suele tener, para algunos de nosotros, circunstancias curiosas y simbólicas. El 11 de septiembre de 1973, mientras Chile era asaltado, desde adentro, por los que debían defender el gobierno democrático y legítimamente constituido, yo sobrevolaba la selva amazónica, ignorando que en ese 11 de septiembre empezábamos a vivir en Chile ese 18 de julio de 1936, pero sin el asalto al Cuartel de la Montaña o la toma de los cuarteles en Barcelona, como en España. Chile recibía un feroz y paralizante golpe de karate que hubiera asombrado a Curzio Malaparte en su Técnica del Golpe de Estado. Empezábamos a tener, al mismo tiempo, a nuestro General Francisco Franco.
Volaba desde Sao Paulo hacia Caracas, dentro de mis labores en la dirección de Nueva Sociedad —revista sociopolítica y socioeconómica y cultural del socialismo democrático iberoamericano y español— y, mientras me acercaba a la capital venezolana, en Chile se empezaba a combatir desde las azoteas y desde las calles, desde las coletas y caminos.
Mis amigos del Movimiento Electoral del Pueblo —el maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa y Paz Galarraga— me mostraron, en Caracas, los cables de las agencias internacionales sobre Chile. En esa misma oficina del MEP, se organizaban trabajadores, estudiantes y representantes del pueblo venezolano para la primera concentración popular en solidaridad con Chile.
Mi estancia fue breve en Caracas, porque en Santo Domingo tenía programadas entrevistas y gestiones sobre Nueva Sociedad, y la Universidad Católica Madre y Maestra de Santiago de los Caballeros me esperaba para mi conferencia conmemorativa de los treinta años de la fundación del movimiento, la revista y ediciones de La Poesía Sorprendida, con el lema de “Poesía con el Hombre Universal”, consigna que, curiosamente, continuaba vigente.
En Santiago de los Caballeros, nos esperaban a mi compañero —el gran poeta y hoy Premio Nacional de Poesía Freddy Gatón Arce— y a mí el vicerrector de la UCMM —otro grande de la poesía del escenario antillano, Héctor Incháustegui Cabral y el historiador Frank Moya Pons.
La Universidad hervía de inquietudes. El mejor homenaje a La Poesía Sorprendida era convertir su recuento en expresión solidaria a la lucha por la libertad en Chile. Así lo hicimos. Y, luego, también, en Santo Domingo, en la Logia Cuna de América —que nos había sostenido en los difíciles años de La Poesía Sorprendida—, cuando la poesía era, además, un arma de independencia y resistencia, de dignidad interior dominicana, de libre amor dominicano.
Así, curiosamente, volvían nuestros actos a batallar y, esta vez, para expresar la indignación ante el asalto armado contra la República y la democracia de Chile. Por su parte, el poeta Freddy Gatón Arce dedicó el Suplemento Cultural de El Nacional de ¡Ahora! —que él dirigía— a la reproducción del texto de la conferencia y al poema recién escrito en tierra dominicana sobre los sucesos chilenos y leído en ambos actos: “¡Esperad un mañana! Y también las banderas chilenas parecían alzarse / desde el cuerpo del Presidente asesinado / y cuya muerte querían tapar con una manta. / Generales chilenos desleales: / ¡Esperad un mañana!”.
No traiciono la manera con la cual Pablo Neruda quisiera ser evocado a los diez años de su muerte física —pues sigue en pie en el mensaje de su obra lírica—. La vida no puede ser parcelada. Es un conjunto, una unidad, y todo cabe en ella como todo tiene albergue en el universo, y en el hombre es un ser político como es un ser lírico.
Pablo Neruda cerró sus ojos cuando en Santiago de Chile sonaban tiros mortales, y tuvo que ser velado en su casa con los vidrios rotos, los libros y objetos de su amor y sus viajes esparcidos por el suelo, y con el piso inundado porque, si la noche era oscura vena abierta, el día era una cañería desangrada como el país. La vida recoge y reúne lo disperso y lo que agoniza, lo que nace y se despierta, lo que muere y resucita, lo que resiste y se expande. Y así también está la poesía.
Somos una sola familia en el dolor y en la esperanza
Somos una sola familia en el dolor y en la esperanza. Yo no tendré con qué pagar nunca la solidaridad de mi patria dominicana hacia mi patria chilena en tan difíciles circunstancias. Y digo bien, patria dominicana, porque siempre he sentido a la República Dominicana hermana de mi patria del Sur, tanto en el dolor como en la esperanza.
Somos una sola familia en el valor y en la resistencia, en la libertad y en la solidaridad. No puedo dejar de recordar aquí a nuestro primer Premio Nobel de Literatura, a nuestra Gabriela Mistral. Cuando en 1916 la tierra dominicana fue invadida desde el extranjero y los patriotas dominicanos —con el maestro don Federico Henríquez y Carvajal, con don Francisco, con el humanista Pedro Henríquez Ureña y con otros dignísimos dominicanos— emprendieron la peregrinación americana contra la ocupación abusiva y arbitraria, nuestra Gabriela Mistral se puso del lado de los peregrinos dominicanos por la libertad y escribió uno de sus más conmovedores testimonios líricos en solidaridad con la causa dominicana.
Hace diez años, los intelectuales y el pueblo dominicano devolvieron a Gabriela Mistral y a Pablo Neruda por la compañía de Neruda desde Canto General y Canción de gesta en la lucha contra la Era de Trujillo —la comprensión solidaria del pueblo chileno con el pueblo dominicano, solo ayer—. Siempre me seguirá emocionando que nuestro narrador dominicano continental, el maestro Juan Bosch; el poeta Pedro Mir, de “Hay un país en el mundo”; y Manuel del Cabral, Domingo Moreno Jimenes, Manuel Rueda, Freddy Gatón Arce, Aída Cartagena Portalatín, Máximo Avilés Blonda, Marcio Veloz Maggiolo, Virgilio Díaz Grullón, Bruno Rosario Candelier, Tony Raful, Andrés L. Mateo, Pedro Peix y otros encabezaran el movimiento solidario con la resistencia chilena y que se pusieran al frente, también, de los actos de homenaje al poeta de Canto general, Residencia en la Tierra y España en el corazón.
Siempre hemos sido una sola familia humana en el dolor y en la esperanza. Nuestro José Martí, desde la dominicana Montecristi, el 25 de marzo de 1895 escribió a su amigo dominicano don Federico Henríquez y Carvajal —a quien llamó hermano— la carta testamento político de su vida. Esa carta mantiene plena vigencia.
Es letra viva, ayer como ahora: “Escasos, como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos y sienten con entrañas de nación, o de humanidad”, “… La patria no será nunca triunfo, sino agonía y deber”, “Esto es aquello y va con aquello”, “Hagamos por sobre la mar, a sangre y a cariño, lo que por el fondo de la mar hace la cordillera de fuego andino”.
A mi gratitud por la solidaridad dominicana de hace diez años se une el honor de ahora que nos ha hecho a todos la Universidad Autónoma de Santo Domingo, a través de su ilustre rector, Dr. José Joaquín Bidó Medina, al invitarnos a hablar de la vida y la obra de este poeta símbolo en el Encuentro Internacional de Escritores Pablo Neruda. Van mis gracias, también, al poeta Mateo Morrison, secretario general del Encuentro.
Al intentar traer a Pablo Neruda en persona, que es traerlo a través de un vivo y personal recuerdo, sé que también traigo aquí a Chile, a la tierra planetaria y a España y, en suma, a la vida, ese río heracliteano que nos condiciona y determina.
El residente en la Tierra
Mi generación chilena, llamada “de 1938” —que, por las mismas razones, pudiera haber sido conocida como “de 1936”—, nació condicionada por la lucha contra el nazifascismo, por la lealtad a la República Española y por el combate en favor del Frente Popular Chileno —antecedente histórico de la Unidad Popular, de tres décadas más tarde—. Tres grandes poetas imantaban nuestra atención de jóvenes aprendices y artesanos de la poesía y de la vida: Pablo de Rokha, Vicente Huidobro y Pablo Neruda. (Gabriela Mistral era una lección aparte, irrepetible, y más allá de cualquier debate). De Rokha era un poeta demasiado sui géneris; Huidobro era el permanente combate entre las vanguardias; y Neruda era la imagen neoromántica del viajero por la geografía, por la poesía y por el amor.
Después de una breve fiebre vanguardista huidobriana y creacionista, di con lo que todo poeta que se inicia encuentra, al fin, en la primera formación, y que sigue siendo una emoción y un particular milagro: el encuentro de “su poeta”, que será su primer maestro. En mi caso, fue Pablo Neruda.
Cinco libros líricos pasaron a ser mis obras de cabecera y mi manera de sentir y amar la vida: Crepusculario (“Todo se va en la vida, amigos. / Se va o perece”); Veinte poemas de amor y una canción desesperada (“Me gustas cuando callas porque estás como ausente”); El hondero entusiasta (“Amiga, no te mueras. / Óyeme estas palabras que me salen ardiendo, / y que nadie diría si yo las dijera”); El habitante y su esperanza (“La noche titila en una punta de colores caídos, desiertos, y el alba saca llorando los ojos del agua”); y Tentativa del hombre infinito (“Corren humos difuntos polvaredas invisibles”). Habría que agregar los poemas en prosa poética en su libro Anillos, en colaboración con Tomás Lago. He aquí a Neruda: “Amarillo, fugitivo, el tiempo que degüella las hojas avanza hacia el otro lado de la tierra, casado, crujidor de hojarascas caídas”.
Vi por primera vez a Pablo Neruda, en persona, en una conferencia sobre poesía, en la familiar y recogida La Posada del Corregidor —vieja casona colonial—, en la parte central de Santiago de Chile. El poeta había regresado en julio de 1932, de sus años en Rangún (Birmania), en Colombo (Ceylán), en Batavia (Java), en Calcuta y en Singapur, con el fantasma del buque de carga, después de una larga travesía. En abril de 1933, la Editorial Nacimiento de Santiago de Chile —inspirada por don George Nascimento, amigo y editor del poeta— había publicado, en edición de lujo, en fino papel holandés en cien ejemplares y tamaño grande, la primera edición de Residencia en la Tierra (1925-1931).
Aún me veo tarde a tarde en la sala chilena de la Biblioteca Nacional de Santiago, inclinado sobre ese enorme libro —que para nosotros tenía la emoción de un misal, con sus grandes letras de tinta verde y negra en la tapa y con sus versales y que nos sugería la selva planetaria—. Aún me veo copiando, letra a letra, como un silencioso monje medieval, cada poema de Residencia en la Tierra, saboreando cada línea, y luego pasando de la caligrafía a la máquina de escribir cada palabra mágica para nosotros: “Como cenizas, como mares poblándose, / en la sumergida lentitud, en lo informe”. Y cada verso, cada poema, era esperado con avidez por mis otros compañeros, como se aguarda un tesoro extraído del fondo del mar.
Antes de partir hacia el Oriente planetario, Neruda llevó desde su país natal la idea de la estructura, del continente de lo que un día sería el libro. Su mejor ensayo está en el poema inicial, “Significa sombras”, pero el Oriente le dio los temas, los contenidos, las significaciones, las anécdotas, las simbologías, la inventiva poética.
Esa tarde, en La Posada del Corregidor, Pablo Neruda estaba de pie en el fondo de la sala. Alto, algo ausente, un tanto enigmático y severo —en algún momento levemente sonriente con el vecino, después de algún fugaz comentario—, llevaba un abrigo oscuro y una bufanda blanca. En la vieja casona colonial santiaguina no había calefacción y Neruda tenía, para mí, algo de ídolo silencioso y remoto, y parecía escuchar como los viejos árboles de los lluviosos bosques del sur chileno, donde habían transcurrido sus primeras experiencias, los fuegos, capaces de alimentar el misterio y la magia de su poesía.
No conocí a Neruda, la primera vez, sino así: a la distancia. Escuchamos juntos aquella conferencia sobre poesía y no cruzamos una sola palabra. Yo era un poeta demasiado oscuro para dialogar con el autor de Residencia en la Tierra. Yo era un poeta demasiado tímido para intercambiar unas palabras con aquel del que sentía que era mi maestro.
Esperaba a Neruda la ciudad de Buenos Aires, con la casa de Pablo Rojas Paz. En esa casa, lo esperaban —también— Federico García Lorca, el reencuentro con España, y la alegría de una noble y lírica amistad.
Una poesía impura como un traje
El 5 de mayo de 1934, Neruda viajó hacia Barcelona, donde había sido nombrado cónsul de Chile. El 6 de diciembre de ese mismo año, Federico García Lorca lo presentaba en la conferencia y el recital poético de Neruda en la Universidad de Madrid. La revista Cruz y Raya publicó las versiones de Neruda sobre páginas de William Blake.
La Segunda República Española —inaugurada solo tres años antes— era un acontecimiento epocal para nuestro mundo de raíces indohispánicas. Neruda iba a vivir, aquellos años, en esa experiencia irrepetible.
El 3 de febrero de 1935, el poeta fue trasladado como cónsul general de Chile en Madrid. Al mes siguiente, apareció el “Homenaje a Pablo Neruda de los poetas españoles”, encabezado por Alberti y Aleixandre, Altolaguirre, Cernuda y Gerardo Diego, y que incluía a León Felipe, García Lorca, Jorge Guillén, Salinas, Miguel Fernández, Muñoz Rojas, los Panero, Rosales, Serrano Plaja y Luis Felipe Vivanco. Estaba sustentado en los Tres cantos materiales, y los poetas españoles testificaban, con razón, la fuerza creadora, el destino poético personalísimo y el aporte de Neruda a la poesía del idioma.
En su revista Caballo Verde para la Poesía, en 1935 Neruda había propuesto una poesía capaz de incluirlo todo, hasta la impureza, luego de haber hecho poética la materia. Residencia en la Tierra, con los Cantos materiales, había promovido en Chile ataques al poeta funcionario del servicio exterior. Los jóvenes vehementes nerudianos de entonces nos movilizamos para defender el nombre del maestro del barroco americano. Conseguí que una carta mía fuera comentada y apoyada por el que era entonces el más prestigioso y leído crítico literario dominical chileno: Alone (Hernán Díaz Arieta).
La emoción aún me dura.
El discípulo perfecto no busca satisfacciones para sí, sino el reconocimiento, por otros, de su maestro. Y esto me ocurría con la poesía de Neruda. Amado Alonso vendría, más tarde, a darnos los argumentos definitivos para la defensa de Residencia en la Tierra.
“Sus sombras puras se han unido en la pradera de color de cobre”
El 18 de julio de 1936, ocurrió el estremecimiento que nos marcaría un costado de nuestra generación, para siempre. Poco después era asesinado en Andalucía, en su Granada, el gran amigo de Neruda: Federico García Lorca. Neruda empieza a escribir, entonces, sus poemas que serán un día España en el corazón pero, por ser todavía cónsul de Chile en Madrid, y por predominar en el Ministerio de Relaciones de Chile la influencia evidente y práctica de la derecha chilena, enemiga del Frente Popular, Neruda no podía aparecer, con su nombre literario, para firmar esto que escribía.
Cada día nos desvelaba la difícil lucha hacia el poder del Frente Popular chileno y lo que acontecía en España. Una tarde, mientras caminaba cerca de la Biblioteca Nacional de Santiago, al abrir el periódico vespertino Frente Popular, empecé a leer el poema: “¡No han muerto! Están en medio / de la pólvora, / de pie, como mechas ardiendo”. Era el canto a las madres que habían perdido a sus hijos en esa lucha tremenda, terrible, que era el frente de Madrid.
El periódico decía que no era posible, por entonces, dar el nombre del poeta chileno que había escrito ese poema en España, pero todos podíamos leer —en el tono, el estilo, la peculiar forma de los epítetos y el ritmo sonoro, grave, denso y luminoso interior— el nombre de Neruda.
El poeta fue retirado de su cargo consular y llamado al Ministerio. La identificación de Neruda con el Frente Popular español y con el Frente Popular chileno era evidente. La derecha chilena era implacable.
Neruda viajó a Valencia y, luego, a París. Con Nancy Cunard, editó la revista Los poetas del mundo defienden al Pueblo Español. En febrero de 1937, dio una conferencia en París sobre Federico García Lorca. Al mes siguiente, César Vallejo fundó el Grupo Hispanoamericano de España. El 2 de julio, está en París en el Congreso de las Naciones Americanas. El 10 de octubre de ese 1937, el poeta de Residencia en la Tierra regresa a Chile.
Si cinco años antes, a su regreso del Asia, el carguero Forafrick, después de cruzar el Estrecho de Magallanes lo había desembarcado en el puerto chileno de Puerto Mont, acceso a la zona sureña de su infancia, esta vez llegó al puerto de Valparaíso —nuestro San Francisco de California del Sur—, ese mismo Valparaíso que inspiraría a Neruda tantos poemas memorables y que está en Canto general y en diversos poemas de inspiración y evocación chilena.
“Expresión”
Con dos compañeros de mi generación, resolvimos fundar una revista de poesía y crítica, en Santiago de Chile. Todos los poetas, a esa edad de la primavera ardiente y comprometida, sueñan con ser capitanes de una revista así. Hacía falta una colaboración capaz de estremecer a los lectores y vender la revista. Solo disponíamos de nuestro fervor y de nuestro vehemente sueño. En lo demás, éramos insolventes.
Andrés Sabella Gálvez había lanzado desde un avión, en el Norte, sobre el puerto suyo natal de Antofagasta, unos ejemplares de su libro de estreno Rumbo indeciso, y era para nosotros la suprema vanguardia. Juan Negro —el otro cofundador— había editado un Mester de Juglaría y yo —el más tímido y modesto— recién publicaba Experiencia de sueño y destino, ese libro inicial falto de experiencia, sobrante de sueños y ayuno de destino.
La suprema actualidad literaria chilena de aquel momento era el anuncio de que Pablo Neruda editaría España en el Corazón, del que solo se conocía el poema aparecido sin el nombre de Neruda. Todas eran especulaciones y expectaciones. La casa editora —la prestigiosa Ercilla— no había adelantado ningún poema, ningún verso del libro tan esperado.
Mis compañeros me encomendaron entrevistarme con Neruda y pedirle lo que ninguna publicación literaria había conseguido en Chile: un inédito, de ese libro de Neruda.
La timidez mía ha sido, de pronto, la actividad de mi audacia.
Aquella mañana de sol, me dirigí al edificio de apartamentos frente al Parque Forestal, donde recién se habían instalado Neruda, Delia del Carril —“La Hormiguita”—, y donde estaba reunido el jurado que iba a dictaminar el nuevo premio al poema de las Fiestas de la Primavera, que en 1921 —unos quince años antes— había sido el inicio de la consagración de Neruda.
Repito: yo era el poeta más anónimo y desguarnecido, más inseguro e inexperimentado. Estaban allí los poetas a los que había leído con admiración. Le avisaron a Neruda que el joven poeta que le había hablado por teléfono lo aguardaba.
Dejó, por unos momentos, al jurado. Neruda vino, entonces, a la sala donde yo estaba. Me pidió que le explicara el proyecto de la revista. No le oculté ni nuestros objetivos ni nuestra indigencia económica, ni nuestro desvelo. Después de haberme escuchado con mucha atención, me pidió que lo esperara.
Reapareció, luego, con una carpeta o archivador lleno de papeles. Lo abrió y lo extendió delante de mí, sobre la mesa: “Son los originales de España en el Corazón. Lea los poemas con calma, y elija los que quiera para su revista”. Y se quedó a mi lado mientras yo iba revisándolos y leyéndolos. Parecía aprobar mi selección. Me habló sobre España, los poemas y el compromiso sociopolítico del creador literario. Su voz era lenta y cordial, amable y fraterna. Me dijo que el compromiso no podía ser externo, y me volvió a hablar de esa España (“Vosotros nunca visteis / antes sino la oliva, nunca sino las redes…”).
Yo estaba realmente emocionado. Algunos de estos poemas habían sido escritos en el barco que traía a Neruda de regreso a Chile. En los originales que tenía en las manos, casi no había versos enmendados, casi no había palabras tachadas o reemplazadas. Parecía que todo había ido saliendo como una pieza elaborada, primero, en el interior; evidenciaba que Neruda trabajaba con tensa e intensa paciencia su poesía desde una interna y persistente masticación creadora.
La forma de adjetivar —“aire mayor”, “luna gastada”, “puño de avena endurecida”, “planeta seco y sangriento”, etc. — era “la marca” de Neruda en ese primer poema inspirado en la Guerra Civil. Casi no necesitaba firmarlo. También estaba allí.
Algunos versos de España en el corazón parecían arrastrar viejas corrientes culturales (“En las noches de España, por los viejos jardines”, hacía evocar a Manuel de Falla). Siempre estaba presente el recuerdo de Madrid (“Madrid sola y solemne, Julio te sorprendió con tu alegría”). También aparecía el cálido recuerdo de lo que había dejado atrás: su barrio, su casa, el paisaje lejano contemplado desde “La Casa de las Flores” o desde Argüelles, entonces (“Desde allí se veía el rostro seco de Castilla / como un océano de cuero”).
Aquella mañana en la que Neruda le abrió sus originales, sus manuscritos, su más reciente, querida y buscada obra, a ese poeta joven y desconocido que era yo, me ofreció —sin proponérselo— una lección de naturalidad, de sencillez, de generosidad, por encima de la fama y de las generaciones. Es ejemplo que nunca he olvidado y que he procurado, desde mi modestia, imitar.
“Un profundo latido de pies y manos llenaba las calles”
Volví a ver a Neruda con motivo de la lectura que hizo de algunos poemas de España en el corazón en un acto que tuvo como escenario el Salón de Honor de la Universidad de Chile, que se encontraba atestada de estudiantes y de escritores, y con los pasillos con gente de pie. La voz de Neruda sonaba allí solemne y nasal, ritual y lenta, insistente y como algo fatigada, pero ceremonial, eficaz y distinta. Al escucharlo con atención, uno podía percibir cómo de la voz del poeta había al fondo un cierto ruido de la lluvia de la zona sur chilena, de la ciudad austral de Temuco, donde Neruda había vivido la magia de su infancia, a partir del segundo año de su adolescencia con la presencia del magisterio cultural de Gabriela Mistral, y el asomo vehemente de la primera juventud.
En la Universidad de Chile Neruda leyó, por primera vez, su poema “Explico algunas cosas”, que sería uno de los más repetidos y antologados de España en el corazón, por la carga confesional y confidencial que mantiene, en su identificación con España desde la vida cotidiana. En el poema recuerda las mercaderías, la sal, el pan, el mercado del barrio de Argüelles —el barrio del poeta—. Y recuerda el aceite y los pescados, las patatas y los tomates que serían elementos, años más tarde, de sus Odas elementales.
Neruda es un poeta de lo esencial, de lo material, de lo zoológico, de lo orgánico, de lo terrestre y marino, de lo concreto y lo telúrico. “La Casa de Ias Flores”, cerca de la calle Princesa y de la estación Argüelles del Metropolitano, fue la del poeta: un palomar floral, en una casa de apartamentos como la proa de un barco de ladrillos. También en el poema se siente el movimiento de las calles.
El Teatro Municipal de Santiago había albergado la compañía de Margarita Xirgu, que nos dio todo el repertorio teatral de García Lorca. Eran Grecia y Andalucía que confluían: la raíz, el color, el suspiro y la sangre.
La verdadera vida está por encima de todo artificio. Se es natural y no se necesitan comedias. La obra literaria que se desprende de una vida de raíces vitales y sentimientos hondos y sinceros nos convence con su verdad. Mi respeto por Ernest Hemingway es porque no rehuyó nunca a vivir y se internó en la vida como en el mar, sin temor a la tormenta. Por eso nos convence.
En su primer libro —Crepusculario—, Neruda nos dijo que vivir será primero y que después será morir. Y primero vivió sin esquivar a la vida (sus riesgos, sus sacrificios y sus tormentas). No fue una vida fácil la suya: huérfano de madre a hora temprana, debió disimular, ante el padre ferroviario —especie de pionero del sur chileno—, que el adolescente escribía versos; estudiante, en Santiago, que supo en carne viva las escenas que pintó Quevedo en la vida del buscón; con un inmenso talento y una estrechez material que a otro hubiera convertido en un resentido y desdichado, Neruda amó la vida hasta su poema final, hasta el poema a Matilde, poema que se quedó bajo la almohada, cuando el poeta cerró los ojos para siempre. (“¡Fue tan bello vivir / cuando vivías! / El mundo es más azul y más terrestre / de noche, cuando duermo / enorme, adentro de tus breves manos”). Su compromiso final fue, así, con el amor.
Hay una continuidad y una correspondencia entre vida y obra en el caso de Neruda. Es lástima, para mí —y para otros— que en las memorias del poeta Confieso que he vivido (Barcelona, 1974) el año y medio que va desde el 10 de octubre de 1937 hasta marzo de 1939, tiempo en el que Neruda encabezó en Chile la lucha solidaria con la República Española, casi no aparezca en el recuento de su vida.
Una existencia como la suya —con tantas experiencias y tantos viajes— no cabe en esas quinientas páginas de la edición inicial de Confieso que he vivido. Por eso, ese año y medio tan intenso en aconteceres y vivencias fundamentales para nosotros solo tiene dos páginas —dos humildes páginas— en las memorias de Neruda, y solo aparecen una referencia de la fundación de Aurora de Chile —sin siquiera aludir a la importantísima batalla de la Alianza de Intelectuales de Chile para la Defensa de la Cultura, que contó a Neruda como su fundador y pionero— y una a la campaña solidaria con los intelectuales alemanes perseguidos por el nazismo. Y solo figura el nombre del viejo capitán de navío, Eladio Sobrino, socialista español que vendió a Neruda Isla Negra, donde el poeta escribiría, más tarde, páginas inolvidables en la poesía general del siglo XX, más allá de cualquier idioma.
Ese año y medio junto a la experiencia del gran poeta, y mi convivencia cotidiana, en una parte importante de ese período, y en mi condición de funcionario de la AICH y de secretario particular de Neruda, daría tema para un libro que nunca he escrito y que, posiblemente, nunca escribiré, porque necesitaría volver a Chile para reunir el material documental indispensable, que se encuentra disperso allá.
Ahora, en esta página penúltima, solo hay tiempo y espacio para relámpagos de brevísimos recuerdos, y acaso sean las fugaces iluminaciones repentinas del “satori” zen. Así las dejo, y es posible que esta caótica manera de recordar al poeta termine por armar, reunir, una imagen desde los fragmentos de un espejo, repartidos, dispersos, en el invisible tiempo del corazón.
Veo a Neruda, sentado junto al conductor de un camión. El poeta tiene un megáfono o embudo metálico antes de los recursos de la electrónica, y va anunciando, a toda voz, el homenaje que se rendirá en el Teatro Municipal de Santiago a la República Española.
El camión avanza por la Avenida de las Delicias, que en el otro siglo conmovió tanto a Rubén Darío. Los peatones se detienen para escuchar a Neruda. Alguno lo reconoce; otros no.
En el teatro donde han actuado las grandes compañías de ópera, de ballet, las orquestas sinfónicas y los solistas de fama internacional, hay ahora dos poetas, de pie, que visten ropas tropicales, claras, y leen unos textos en forma dialogal. Esas páginas unen la poesía con España, la vida con España, la solidaridad con España, las raíces y la sangre de la esperanza, con España. Son Pablo Neruda y su amigo el poeta argentino Raúl González Tuñón.
Se respira en el teatro, desbordado de presencia humana, una especie de misticismo civil y revolucionario. A una indicación del poeta, los jóvenes poetas —que un día serán llamados “Generación de 1938”— empezamos a cantar “Puente de los franceses”, “Quinto Regimiento” y las canciones que en el frente son cantadas, entre combate y combate. La emoción recorre el primer teatro, en majestad, de Chile. Neruda lo ha programado todo. La República Española gana recursos para su combate.
Esa tarde, estamos en casa de Marta Vergara —no lejos del Palacio Presidencial de La Moneda, inspiración del arquitecto y artista Toesca—. Estamos escritores, artistas y otros intelectuales de diversas generaciones. Neruda explica la idea de fundar la Alianza de Intelectuales de Chile para la Defensa de la Cultura, similar a la de Madrid. Intercambiamos ideas, opiniones, pareceres. El 7 de noviembre de 1937, de manera muy solemne queda fundada, y seis días después aparece la edición chilena de España en el corazón, que he visto casi tarde a tarde diagramar, nacer, mientras el artista Pedro Olmos realiza los montajes fotográficos, cuida las versales y aprueba la diagramación de cada página.
Veo a Neruda, a Humberto Díaz Casanueva, a Julio Barrenechea, a Juvencio Valle, a Gerardo Seguel, a Rosamel del Valle y a compañeros poetas de mi generación —Volodia Teitelboin, Nicanor Parra, Juan Arcos— en la Sociedad de Escritores de Chile (SECH).
Las sillas son criollas; el local es el de los maestros y profesores, y analizamos la persecución del nazismo a los creadores intelectuales. Estudiamos también los problemas de los derechos de autor, de las ediciones piratas, de la difusión de la cultura, de los estímulos a los creadores en artes y letras, y del compromiso social del intelectual.
Hemos tenido una de las tantas reuniones de la AICH, donde Neruda y Delia del Carril nunca faltan. Neruda nos da ejemplo de puntualidad, organización y asiduidad. Nos hemos reunido, como otros mediodías, como otras tardes, en el restaurante de los bajos donde, de pie, conversamos. Están, como otras veces, Pablo, Delia, Humberto, Rosamel, Juvencio, Blanquita, Juan, Volodia, Nicanor, Gerardo, Ricardo, Lorenzo. Están, además, el musicólogo y compositor Acario Cotapos, el crítico Roberto Aldunate, Amparo Moon —tan inspiradora—. Estamos los del 38 y los que llama Neruda “los poetas niños”: Jorge Cáceres y Luis Oyarzún. Están Ángel Cruchaga Santa María y Albertina Azócar, su mujer —que inspiró la mitad de los Veinte poemas de amor—. Está Rubén Azócar. Está Delia Domínguez. Está el momento intenso de nuestra literatura del Cono Sur, y a los jóvenes se nos trata con la familiaridad fraterna de los mayores, de los grandes. Es una reunión de generaciones en una sola fraternidad: España. Neruda está contento. Es un poeta de la amistad, la cordialidad, la fraternidad, la conversación, la sonrisa, la sinceridad, el vino.
Cada mañana, llego a la casa que Neruda y Delia ocupan en el barrio de Macul. Es una casaquinta, con grandes habitaciones a la calle, una enorme sala biblioteca colmada de libros, revistas y cuadros; más allá, hay parrones, jardines que crecen un tanto desordenados y selváticos, un pabellón con más libros y papeles, y una máquina de escribir donde trabajo como secretario del poeta y director de la AICH.
Llegan libros de América, de España, de Francia. Rafael Alberti le ha enviado su enorme edición de obras completas. En la carta destinada a la dedicatoria breve, Alberti ha escrito un largo texto donde le dice a Pablo que espera ser llamado para servir en la marina de guerra republicana. Louis Aragón le habla, en otra carta, de la edición francesa de España en el corazón.
Son imágenes que giran sin cesar. Escucho a Neruda hablar con Maruja Mallo, la pintora, y con el dramaturgo Jacinto Grau. Siempre el tema es España. Ha salido un nuevo número de Aurora de Chile y Neruda lo revisa, lo comenta y da instrucciones. Neruda, enfermo, arropado con una manta andina, conversa con Luis Alberto Sánchez. Delia me dice de los recuerdos del poeta en Birmania y Ceylán. Neruda me pide contestar a una joven que padece tuberculosis y es devota de los Veinte poemas. Le dedica un libro.
Paseamos bajo los parrones de la casaquinta. El poeta me va leyendo a Fray Luis de León. Neruda me habla de Luis Rosales. Ahora almorzamos con Delia y los amigos de Neruda de los años difíciles. Ahora, este 1.° de mayo de 1938, en la inmensa concentración en el Parque Cousiño, Neruda lee a los trabajadores un poema de estructura difícil de España en el corazón, pero ellos lo entienden como el agua y el pan. Están conmovidos. Pasan días, y llegan nuevas luchas. Nos enfrentamos a tormentas políticas, sociales. Corremos en las calles centrales perseguidos por los primeros gases lacrimógenos que ensaya la policía chilena. Hay concentraciones relámpago, un fallido golpe de Estado neonazi. Hay jornadas incansables. Triunfa el Frente Popular. Es el delirio. El radical don Pedro Aguirre Cerda es el nuevo presidente de Chile. Un terrible terremoto social y geológico: Chile y Chillán. Neruda está también en el socorro de los damnificados. Neruda y Marinella, en la AICH. La República Española cae finalmente, víctima de las cobardías de las democracias occidentales que la dejan sola entre el preámbulo del aquelarre mundial.
Para todos nosotros, la caída de la República Española es una catástrofe, más que un terremoto. Hay nuevos planes. Empezamos a despedirnos. En la Universidad de Chile, los poetas de mi generación debatimos temas como surrealismo, psicoanálisis y marxismo, y empezamos a hablar de un marxismo con rostro humano mientras se enfrentan tesis de la Tercera y de la Cuarta Internacional.
Hay viajes. Neruda ha de partir a Buenos Aires, Montevideo y, luego, a París, a reunir héroes heridos, salvar a los que se pueda, y traerlos a Chile. Recibo una misión cultural a Cuba y a México en un Ministerio de Relaciones adverso al Frente Popular. Será el infierno. Empezamos a despedirnos con ese vaso de buen vino del Arcipreste.
En abril de 1942, nos volvimos a reunir con Neruda y Delia en La Habana, en el Consulado de Chile, donde trabajaba con el Dr. Oscar Cifuentes Solar, fundador del Partido Socialista y especie de hermano mayor del Dr. Salvador Allende. Está la segunda gran guerra mundial. Los enfrentamientos ideológicos dentro de la izquierda.
En el Consulado de Chile, almorzamos Neruda, Delia, el Dr. Cifuentes Solar, Carlos Bono, Lola Reyes, Elsa y yo. Hablamos de muchas cosas: de Un canto para Bolívar, de Neruda. Recuerda que debe al cónsul cubano —a quien ha visto esa mañana— sus consejos primeros para la vida en Oriente; opina que su “Farawell y los sollozos” es un poema que ya no tiene importancia; habla, en detalles, de los escenarios de Residencia en la Tierra. Va a la playa de Varadero. Hablamos del sabio don Carlos de la Torre. El poeta se hace malacólogo y empieza su colección de caracoles. Habla de Quevedo y habla de América. No nos volveremos a ver. Intento mediar en la polémica entre Neruda y los surrealistas de “Mandrágora”; entre Neruda y Vicente Huidobro; entre Neruda y Juan Ramón Jiménez. Más tarde, frente a la Revolución cubana, nosotros abogaremos por el no alineamiento. Neruda sostendrá una tesis contraria. Siempre la vida es conflictiva y siempre es difícil. Muchas veces es injusta y heridora: pero, en mi caso, nunca los enojosos desacuerdos en las circunstancias apagaron o atenuaron mi permanente lectura provechosa de Neruda poeta. Y lo sigo y continuaré leyendo así.
La muerte de Neruda, en las trágicas circunstancias chilenas, me conmovió y continúa conmoviendo profundamente. En el trágico resplandor de esa muerte, escribí un poema: “En el entierro de Pablo Neruda”, con el que deseo finalizar estos brevísimos recuerdos. Este poema fue publicado —por primera vez— en Santo Domingo, y vuelto a reproducir en la capital dominicana y fue recogido en mi folleto lírico Chile, septiembre 1973, editado en San José, Costa Rica, a los sesenta días del Golpe de Estado ocurrido en mi país natal. Con esta nota: “Esta primera edición de Chile, septiembre 1973, se publica en noviembre de 1973, en este formato, tamaño, papel y características, para facilitar su difusión y reproducción. Habrá un mañana. En el primer poema escrito sobre los sangrientos sucesos (que en Chile parecen hermanos de una revivida tragedia griega), digo a unos y a otros: ‘Esperad un mañana’. Habrá también un mañana para Chile, para nuestra América y el mundo. Un mañana para el socialismo humano, con democracia y libertad”.
Y este es el poema
“En el entierro de Pablo Neruda”:
Has muerto no del mal diagnosticado por los laboratorios y
los médicos como César Vallejo murió del mal de España.
Te has muerto tú del mal chileno.
Con Chile desangrándose por su abierto costado.
Con una metralleta escarbando en el túnel de su terrible herida.
con Chile con un hueco en medio de la frente,
desde donde puede mirarse su azul decapitado.
Te has muerto con el Palacio de los Presidentes
reducido a incendiados muros deshabitados, como cariada
muela
huérfana.
Con el Presidente de los chilenos asesinado
y con los generales desleales ordenando
ultrajar hasta los huesos finales de Chile,
con el pueblo chileno prisionero.
Te has ido en el más trágico momento
y parece, finalmente, que esa tragedia
—que es la peor catástrofe telúrico-social de nuestra historia—
es la que te ha matado.
Han asaltado tu casa y ahí han tenido que velarte
los que aún no habían sido detenidos no habían sido asesinados.
Por los cristales rotos entraba también la noche con estrellas.
El ruido de los pasos de los verdugos armados
y las detonaciones nocturnales entre el ay del último fusilado.
El General Leigh ha ordenado nuevos asesinatos simultáneos
y rehabilitar las islas del Sur para nuevos campos concentracionarios.
El General Brady ha pedido una palangana para emular la escena
de Pilatos,
pero en Chile no hay, ahora, una palangana que no está perforada,
porque hasta el cielo de Chile se encuentra hoy agujereado.
El Coronel Ewin ha organizado una quema general de libros
(para ser fiel a su grado)
y las hogueras han ardido como los ojos finales del día.
La palabra ha sido reducida a ceniza
y sobre los símbolos de la palabra han esparcido excrementos.
El General Leigh ha ordenado registrar hasta la última hoja
del álamo chileno
en busca de “agitadores”.
El General Brady ha pedido una teja —a falta de palanganа—,
pero ya no hay tejas sanas en Chile y tampoco hacen falta.
El Coronel Ewin ha decretado el encarcelamiento de las palabras.
Y en medio de la noche de fieras en que convirtieron al día,
en medio del huracán de las miradas de acero de las armas
de fuego, unos hombres y unas mujeres han salido de las madrigueras
del día
—ya convertido en noche—
para acompañarte hasta el cementerio.
Pero te han acompañado, también,
los ojos heridos del final del invierno chileno
y las primeras miradas de las primeras hojas de la primavera
ensangrentada.
Los claveles rojos han sido los ojos de la tragedia que vivimos todos
—y que también te ha acompañado—
y así se han quedado despiertos sobre el día y la noche,
mientras aún no cesa la metralla.
No sé, ahora, qué tierra habrá para tu sueño, la tierra se hace sílaba,
el mar se hace palabra,
Isla Negra te espera para que reposes un día con las madrugadas que
tú inventariaste,
y con las noches cuyas estrellas vigilaban
la azul relojería de todas las esferas.
¿Quién ha muerto? ¿Y en dónde está la muerte, ahora,
si el pueblo que combate la está contradiciendo?
Tus poemas de amor deben hablar ahora a la noche en silencio.
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Alberto Baeza Flores (1914-1998) poeta, escritor y periodista chileno. Vivió en distintos países, como Costa Rica, Cuba y República Dominicana, donde participó activamente como parte de La Poesía Sorprendida, y le fue otorgado un Doctorado Honoris Causa por la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, en 1984.