Uno de los momentos más significativos en la vida de todo gran poeta es su encuentro con los grandes poetas del pasado, ese proceso de misterioso reconocimiento, de elección y asimilación, que equivale a resolver una alternativa en los fundamentos. En esa decisión se juega en gran parte el sentido de la propia poesía, no porque sea el único factor que incida en esta, sino porque en esa elección se conjugan las predilecciones expresivas y vitales más profundas, conscientes o no, y se revelan al mismo tiempo la gama de inevitables influencias y la estructura misma del impulso creador, que saltará luego sobre esas influencias.
Prefiero pensar este encuentro como un hecho singular y único, con el fin de particularizarlo y ubicarlo en alguna de las etapas iniciales de la vida del poeta. Seguramente, habrá después otros encuentros y contactos fecundos, a lo largo y a lo ancho de su existencia, pero ninguno tendrá el valor de esa intensidad y la oportunidad de ese reconocimiento, tan cercano a los orígenes y por ello tan adentrado en la sustancia extremadamente sensible y disponible del nuevo creador. Sí, habrá otros encuentros, pero probablemente ocurrirá como algunos dicen que sucede con los amores: el primero tiene algo que queda como un sello, discreto o indiscreto, en quien lo ha experimentado. No sé tampoco si esto es completamente cierto, ya que hay vidas y amores tan potentes como para hacer saltar los precintos que parecen más seguros.
Sin embargo, allá en el fondo de las cosas, en lo profundo de cada hombre, en el hondón de cada poeta, sin duda misteriosamente, se fijan por lo menos la temperatura de algunas imágenes, la sutileza de algunas innovaciones o el temblor de algunas rupturas inaugurales, que permanecen para siempre.
Ese encuentro podrá ser total o parcialmente confesado por cada poeta, pronto o tarde en el transcurso de su obra, pero eso puede deberse a múltiples causas, desde una especie de pudor para hablar de los ascendientes hasta una especie de silencio casi ritual o —¿por qué no?— semisupersticioso, que preserva de algún modo la atmósfera interior de la visión o iluminación generatriz. Ese encuentro se revelará entonces en los meandros más oscuros o recatados de la obra y, más que por los profesores o los críticos, será reconocido por otros poetas que vengan a bucear hondo en el mundo del nuevo creador.
Hay, empero, ocasiones en que el encuentro se manifiesta abiertamente y es entonces quizás cuando se comprende mejor que todo gran poeta es una lectura de toda la poesía real, posible y tal vez imposible, pero especialmente una lectura de toda la poesía del pasado, una especie de revisión entrañable y fundamental, como contexto de su propia creación y como condición de su propia vida, porque es allí en esa especie de censo del abismo a través de la historia donde el poeta se juega verdaderamente la vida de su visión y su expresión. Y es allí donde se produce uno de esos inabarcables cataclismos del ser y del lenguaje del hombre: la conversión de cuanto fue dicho en cuanto será dicho. Y en cuanto será dicho inexplicablemente por primera vez, como sucede en el gran poeta.
Antes de centrar estas palabras en Neruda y su encuentro con Quevedo, quisiera señalar algunos de los rasgos que suele presentar una vinculación de esta índole. Así, por ejemplo, cabe destacar una doble y primordial articulación de sentimiento y pensamiento, entre el poeta del presente y el poeta del pasado, donde el fervor o la pasión del descubrimiento puede alcanzar una vibración de tal magnitud como para ilustrar drásticamente aquello que alguna vez señalara Unamuno: “Piensa el sentimiento. Siente el pensamiento”. No se trata de una confusión más o menos deslavada o grosera, sino de un grado más alto de la penetración y la complementación a que pueden llegar la emoción y la inteligencia, cuando caducan sus añadidos y sobreañadidos. O como lo he dicho en otra parte: ¿cómo no pensar a fondo lo que en verdad se ama? ¿Cómo no amar a fondo lo que en verdad se piensa? Es por fin la superación de las fáciles y arteras dicotomías, de los dispositivos mentales binarios y maniqueos, que ceden ante la unidad auténticamente vivencial, allí donde los poetas y la poesía se reconocen.
Otro de los aspectos subrayables de este encuentro al que estoy tratando de aproximarme es el deslumbramiento o descubrimiento o hasta revelación de otro estadio de la poesía, con ciertos elementos o características o dimensiones peculiares, diferentes, pero que despiertan en el poeta moderno resonancias o proyecciones inesperadas, aunque quizás ya sospechadas. Se combina entonces la sorpresa de la forma y el reconocimiento de eso que llamamos demasiado cómodamente “originalidad”.
Es un mundo que se enfrenta con otro y se reconoce de algún modo en este, por lo menos en determinados planos de especial relieve. Y esta especie de epifanía tiene casi siempre el rasgo de un anticipo de la modernidad, es decir que aparece como un esbozo vivo y adelantado del mundo del nuevo poeta y también como un preanuncio de ruptura, de esa ruptura imprescindible con cánones anteriores. Y todo esto favorece a lo más decisivo y trascendente del encuentro: los trazos y caracteres del poeta del pasado contribuyen con rara vitalidad al hecho sustancial de que el poeta del presente integre su propia poética, es decir, su concepción, ahora más densa y más segura, de su poesía, de su vida, de su tarea insoslayable de hablar a los hombres y hablarse a sí mismo con un nuevo lenguaje.
Y antes todavía de pasar a Neruda y Quevedo, quisiera aclarar aún más lo dicho hasta ahora con un ejemplo que viene a confirmar los matices recién evocados: el encuentro capitular de Federico García Lorca con Góngora. Deseo rescatar tan solo algunos pensamientos de Federico sobre el poeta de las Soledades. Primero, una observación sobre un hecho que suele repetirse como singular indicador: todo gran poeta es motivo de escándalo, de controversia, de pugna. García Lorca alude a esto cuando dice: “Góngora ha sido maltratado con saña y defendido con ardor. Hoy su obra está palpitante como si estuviera recién hecha, y sigue el murmullo y la discusión, ya un poco vergonzosa, en torno de su gloria”.
¿No será acaso el difícil destino de todo gran poeta y de toda gran poesía remover lo asentado y lo convencional, para incorporar algo más de sustancia y realidad al mundo? ¿No será el destino de todo gran poeta provocar la protesta y el rasgar de las vestiduras de aquellos que detentan los privilegios y el poder, pagando a veces su osadía con su propia libertad y hasta con su vida?
En otro pasaje, Federico formula una pregunta esencial: “¿Qué causas pudo tener Góngora para hacer su revolución lírica?”. ¿Causas? Una nativa necesidad de belleza nueva lo lleva a un nuevo modelo del idioma. Era de Córdoba y sabía el latín como pocos. No hay que buscarlas en la historia, sino en su alma. Inventa por primera vez en el castellano un nuevo método para cazar y plasmar las metáforas, y piensa, sin decirlo, que la eternidad de un poema depende de la calidad y trabazón de sus imágenes. Después, ha escrito Marcel Proust: “Solo la metáfora puede dar una suerte de eternidad al estilo”.
Y, como lo señala Federico en otra parte, Góngora también sufrió profundamente el cansancio de lo viejo, de lo caduco, de lo estereotipado, y “llegó casi a odiar la poesía” —la cita es textual—, como para demostrar que toda auténtica revolución de la palabra humana comienza por una dolorosa e ímproba negación. Y, además, toda creación, toda expresión diferente gana su permanencia a través de los siglos gracias al destino de un alma que se proyecta imperiosa y trágicamente detrás de su visión, aunque esté rodeado de ciegos. Y es allí, en la estructura de esa visión, “en la calidad y trabazón de sus imágenes”, mucho más que en la historia o en la naturaleza, donde da “el gran salto sobre el otro mundo con que se funda”. Así lo dice Federico. Y agrega todavía, como para no dejar dudas sobre la autonomía y la gestación de realidad que se da en el poema, esta especie de aforismo magistral e inolvidable: “No hay nada más imprudente que leer el madrigal hecho a una rosa con una rosa viva en la mano. Sobra la rosa o el madrigal”. O dicho de otro modo: el poema no es un sometimiento, una servidumbre o un desahogo. El poema es otra presencia en el mundo, un ariete de realidad distinta que viene a sacudir la inercia, la soledad y la impotencia del hombre.
Podríamos agregar mucho más sobre este iluminador encuentro de García Lorca con Góngora, quizá porque todo encuentro de esta clase ofrece una gama prácticamente ilimitada de sabiduría poética y de apertura sobre el verdadero poder creador del hombre. Pero pasemos de una vez a la ejemplar visión que tuvo Neruda de Quevedo, a esa dimensión única donde el gran poeta que hoy recordamos encontró la figura arquetípica de otro gran poeta muerto, en cuyo centro palpitaba también el fundamento de la poética que ambos perseguían: el sentimiento del hombre, el mundo y el lenguaje como libertad.
Comencemos nuestro esbozo de ese gran encuentro con el título y epígrafe que escogió Neruda para uno de sus grandes poemas de 1934, incorporado luego a su Tercera residencia, como segunda de las cinco partes que comprende ese libro decisivo.
El título: Las furias y las penas. El epígrafe: “Hay en mi corazón furias y penas…”. La fuente: el famoso soneto noveno, de la serie de Sonetos amatorios, de Quevedo, cuyo texto es el siguiente:
A todas partes que me vuelvo veo
las amenazas de la llama ardiente,
y en cualquier lugar tengo presente
tormento esquivo y burlador deseo.
La vida es mi prisión, y no lo creo;
y al son del hierro, que perpetuamente
pesado arrastro, y humedezco ausente,
dentro de mí propio pruebo a ser Orfeo.
Hay en mi corazón furias y penas;
en él es el Amor fuego y tirano,
y yo padezco en mí la culpa mía.
¡Oh, dueño sin piedad, que tal ordenas,
pues del castigo de enemiga mano
no es precio ni rescate l’armonía!
El soneto amoroso de Quevedo enuncia con singular agudeza algunos de los contrastes fundamentales que denuncia su poesía: la prisión que es la vida, el amor como carcelero y tirano, la poesía como posible liberación y, en último término, el reconocimiento de que ni siquiera ella puede salvar de la ergástula amatoria. Sin embargo, creo que lo que más interesa es la secuencia de expresiones de alta sugerencia y de imágenes sin paralelo, como luego abundarán en Neruda, aunque varíen textura y materia. Por ejemplo: “A todas partes que me vuelvo veo / las amenazas de la llamada ardiente”. Sí, son las amenazas del amor, pero también el horizonte de fuego y ceniza que es la vida, y que le hace añadir este verso inolvidable: “La vida es mi prisión, y no lo creo. ¿Cómo creer que aquello que somos resulte una prisión?”.
Ante ello, el poeta “prueba a ser Orfeo”, prueba a ser canto, a liberarse en la poesía. Y declara lo siguiente: “Hay en mi corazón furias y penas…”. No solo angustia, sufrimiento, dolor, también indignación, protesta, reclamo, ante el amor fallido y el destino que así lo coerciona. Y la exclamación final contra la falta de piedad que preside las cosas, contra el castigo y, por qué no, el atropello, ante lo cual “no es precio ni rescate l’armonía”. Ni siquiera la armonía, ni siquiera la poesía puede liberar al hombre de esa prisión amorosa y general que es la vida. El poema de Neruda es también un excepcional poema de amor, donde se conjugan con un lenguaje fuertemente original y revelador las instancias de la relación amorosa, la pena de que todo se confunda y pase, la angustia de un final que nos somete. Desgraciadamente, su extensión me impide leerlo íntegramente.
Pero voy a hacer un riesgoso intento: leer algunos de sus versos más plenos, allí donde un poco de Quevedo y la innovación del genio nerudiano dan lugar a giros de inusual potencia, buscando al mismo tiempo algunos de los núcleos básicos de un poema que no será olvidado y que involucra, entre muchas otras cosas (como Neruda lo señalará en una nota posterior), su vivencia de España, que se convirtió luego, como él lo dice, en una “cintura de ruinas”. Y podemos ver otra vez cómo se mezclan la vida y la historia, pero también cómo la poesía, el hombre, la creación y la libertad hacen y dejan algo, por encima de la vida y de la historia. Pero vayamos a algunos pasajes del magnífico texto nerudiano:
En el fondo del pecho estamos juntos,
en el cañaveral del pecho recorremos
un verano de tigres,
al acecho de un metro de piel fría,
al acecho de un ramo de inaccesible cutis,
con la boca olfateando sudor y venas verdes
nos encontramos en la húmeda sombra que deja
caer besos.
Tú, mi enemiga de tanto sueño roto de la
misma manera, que erizadas plantas de vidrio,
lo mismo que campanas deshechas de
manera amenazante, tanto como disparos
de hiedra negra en medio del perfume,
enemiga de grandes caderas que mi pelo han
tocado con un ronco rocío, con una lengua
de agua, no obstante el mudo frío de los
dientes y el odio de los ojos y la batalla
de agonizantes bestias que cuidan el olvido,
en algún sitio del verano estamos juntos
acechando con labio que la sed ha invadido.
El odio es un martillo que golpea tu traje
y tu frente escarlata,
y los días del corazón caen en tus orejas
como vagos búhos de sangre eliminada,
y los collares que gota se formaron
con lágrimas rodean tu garganta quemándote
la voz como hielo.
Es para que nunca, nunca
hables, es para que nunca, nunca
salga una golondrina del nido de la
lengua y para que las ortigas destruyan
tu garganta y un viento de buque
áspero te habite.
Recuerdo solo un día
que tal vez nunca me fue destinado,
era un día incesante,
sin orígenes, Jueves.
Yo era un hombre transportado al acaso
con una mujer hallada vagamente,
nos desnudamos
como para morir o nadar o envejecer
y nos metimos uno dentro del otro,
ella rodeándome como un agujero,
yo quebrantándola como quien
golpea una campana,
pues ella era el sonido que me hería
y la cúpula dura decidida a temblar.
Enemiga, enemiga
¿es posible que el amor haya caído al polvo
y no haya carne y huesos velozmente adorados
mientras el fuego se consume
y los caballos vestidos de rojo galopan
al infierno?
Es una sola hora larga como una vena,
y entre el ácido y la paciencia del
tiempo arrugado transcurrimos,
apartando las sílabas del miedo y la
ternura, interminablemente exterminados.
Es el sí y el no del amor, el sí y el no de la vida, pero con la vibración y angustia de una poesía enamorada de su palabra y del mundo. En una nota agregada al texto en marzo de 1939, Neruda declara lo siguiente: “El mundo ha cambiado y mi poesía ha cambiado”. Sin embargo, no ha cambiado su admiración por Quevedo. Así lo testimonian, por ejemplo, las nueve referencias que aparecen en sus Memorias: Confieso que he vivido. Creo que resulta particularmente significativo recorrer, aunque con obligada rapidez, esas nueve menciones de Quevedo.
En la primera, recuerda el placer y la abundancia con que leía en un suburbio de Colombo, donde vivió solitariamente durante un extremo período. Surgen entonces tres nombres a los cuales volvía con regularidad: Rimbaud, Quevedo y Proust. Entre dos creadores modernos de vanguardia, el gran español que siempre será vanguardia. La segunda mención aparece durante el pintoresco discurso conjunto que pronuncia con García Lorca en 1933, en Buenos Aires. “Un discurso al alimón”, entre dos, compartido, “como dos toreros toreando al mismo tiempo el mismo toro y con un único capote. Esta es una de las pruebas más peligrosas del arte taurino”, según el propio Neruda. En rigor, la cita se adjudica en el texto a García Lorca y viene a consecuencia del amplio elogio a Rubén Darío en que consiste el inusual discurso. El texto dice lo siguiente: “Desde el paisaje de Velázquez y la hoguera de Goya y desde la melancolía de Quevedo al culto color manzana de las payasas mallorquinas, Darío paseó la tierra de España como su propia tierra”. Otra vez, Quevedo vivo entre los grandes creadores (Velázquez, Goya, Darío), vivo como parte entrañable de España y de su expresión. Y vivo también en su melancolía, en su modo de ver y decir el mundo entre el amor, la transitoriedad y la muerte.
La tercera mención la hace Neruda al elogiar en su libro a Ramón Gómez de la Serna, cuando afirma que “su genio tiene de la abigarrada grandeza de Quevedo y Picasso”. Siempre, las asociaciones que aluden a lo renovador y a la superior magnitud de quienes inauguran nuevos caminos del arte: Quevedo y Picasso, su abigarrada grandeza, su casi ilimitado poder de extender el mundo del lenguaje y de las formas.
Su cuarta cita surge mientras Neruda clama contra el asesinato de García Lorca: “¿Quién pudiera creer —nos dice— que hubiera sobre la tierra, y sobre su tierra, monstruos capaces de un crimen tan inexplicable?”. Y agrega estas líneas: “La Inquisición encarcela a Fray Luis de León; Quevedo padece en su calabozo; Colón camina con grillos en los pies”. Y aquí surge la imagen de Quevedo como símbolo en la permanente lucha del poder contra la poesía y la imaginación, que en último término descubren o gestan mundos que durarán mucho más que los tiranos y los poderosos. Las cárceles de Quevedo, su rebeldía esencial, su sufrimiento como medida y cuota de su genio.
La quinta cita aparece entre sus humorísticas consideraciones en torno a la sobreabundancia de libros y obras de arte en el mundo: “¡Cuánta obra de arte! —exclama—. Ya no caben en el mundo… Hay que colgarlas fuera de las habitaciones… Cuánto libro… Cuánto librito… Quién es capaz de leerlos… Si fueran comestibles… Si en una ola de gran apetito los hiciéramos ensalada, los picáramos, los aliñáramos… Ya no se puede más… Nos tienen hasta las coronillas… Se ahoga el mundo en la marea… Reverdy me decía: ‘Avisé al correo que no me los mandara. No podía abrirlos. No tenía sitio. Trepaban por los muros, temí una catástrofe, se desplomarían sobre mi cabeza’”.
Y agrega lo siguiente, en la misma página: “Porque de verdad, si esto sigue, los poetas publicarán solo para otros poetas… Cada uno sacará su plaquette y la meterá en el bolsillo del otro… Su poema… y lo dejará en el plato del otro… Quevedo lo dejó un día bajo la servilleta de un rey, eso sí valía la pena… O a pleno sol, la poesía en una plaza… O que los libros se desgasten, se despedacen en los dedos de la humana multitud…”. Quevedo viene a representar aquí la audacia del verdadero poeta, que lleva su palabra a todas partes, si es necesario hasta la mesa del que manda, porque sabe que la poesía puede más, porque cree, como Shelley, que “los poetas son los legisladores no reconocidos de la humanidad”.
La sexta referencia a Quevedo, en Confieso que he vivido, se da muy cerca de la anterior, cuando Neruda, hablando del idioma español, ataca al preciosismo: “El idioma español se hizo dorado después de Cervantes, adquirió una elegancia cortesana, perdió la fuerza salvaje que traía de Gonzalo de Berceo, del Arcipreste, perdió la pasión genital que aún ardía en Quevedo”. El poeta español surge así como un límite que conserva todavía la fuerza, la intensidad, la energía incontenible de los orígenes, la “pasión genital” que aún no ha sido castrada por las vueltas y revueltas de la literatura y sus dudosas adyacencias.
La séptima mención la encontramos en una lista de poetas predilectos. Neruda dice lo siguiente: “Tardé 30 años en reunir muchos libros. Mis anaqueles guardaban incunables y otros volúmenes que me conmovían; Quevedo, Cervantes, Góngora, en ediciones originales, así como Laforgue, Rimbaud, Lautréamont. Estas páginas me parecía que conservaban el tacto de los poetas amados. Tenía manuscritos de Rimbaud”. Quevedo emerge nuevamente aquí entre los poetas más amados, con sus ediciones originales, que parecían conservar aún la huella de sus manos. Es un testimonio especialmente cálido sobre alguien que ha penetrado muy adentro y que pervive en uno a través de todas las tormentas.
La octava y penúltima cita la hace Neruda al pasar, mientras habla de un poeta moderno, Salvatore Quasimodo. Comenta la influencia de los grandes poetas italianos (Alighieri, Cavalcanti, Petrarca, Poliziano) sobre los poetas españoles como Garcilaso, Boscán o Góngora, y allí dice que “tiñeron con su dardo de sombra la melancolía de Quevedo…”. Y otra vez queda evocada como uno de los elementos inseparables del gran poeta español su melancolía, su tristeza, su pena. Es que la poesía, la gran poesía, funde en su plenitud el gozo y el sufrimiento, algo de eso que llamamos extrañamente felicidad y mucho de eso que llamamos quizá más extrañamente dolor. “La poesía no sabe de confort”, ha escrito un poeta contemporáneo (René Ménard).
La poesía respira siempre el aire costoso y a menudo terrible de los extremos de este proceso difícil que es ser hombre. Y la poesía exige al poeta vivir en la tensión constante de la vida abierta y jugada plenamente. Y llegamos a la novena y última alusión a Quevedo en las Memorias de Neruda. Está hablando de un tema urticante: los enemigos literarios. Evoca los conflictos, los rencores, la envidia que enturbia las relaciones entre los escritores y poetas en todas las épocas. Y allí recuerda algo lamentable: “La verdad es que en Quevedo, en Lope y en Góngora encontramos con frecuencia las heridas que mutuamente se causaron. Pese a su fabuloso esplendor intelectual, el Siglo de Oro fue una época desdichada, con el hambre rondando alrededor de los palacios”.
Así, en cierto modo, se completa la imagen de Quevedo, capaz también de herir, de burlarse, de insultar, de ser pequeño, de ceder a la fragilidad humana. Es que su grandeza no hubiera sido posible sin su pequeñez, porque el poeta es hombre, y el hombre no puede eludir siempre su miseria.
Hemos revelado la presencia de Quevedo a través de toda la vida de Neruda. Hemos hecho el principio de un encuentro que no pasa, de uno de esos encuentros fundamentales que anunciábamos al comienzo. Y hemos reservado para el final, como descollante desembocadura de este trayecto, el texto más importante que Neruda dedicara a Quevedo, el texto de donde surge con total nitidez el enunciado de este trabajo: “Neruda y su visión de Quevedo como una poética de la libertad”, poética de la libertad en el poeta español, que cruza los siglos y aporta su luminosa confluencia para integrar, junto con otros afluentes decisivos, la poética de la libertad del poeta chileno.
Ese texto fundamental es la conferencia pronunciada por Neruda en Buenos Aires, en el Colegio Libre de Estudios Superiores, el 12 de agosto de 1947. Su título, ya suficientemente explícito, es Viaje al corazón de Quevedo. Una introducción al núcleo mismo de lo que es Quevedo, a su nervio creador, a su perfil de arquetipo vivo, a su calidad de poeta generador de poetas. Y no es raro entonces que, luego de ahondar en la figura de Quevedo en su mundo, pase Neruda a la evocación de tres poetas recientes, en quienes la veta quevediana resurge con fuerza irresistible: Federico García Lorca, Antonio Machado y Miguel Hernández.
Creo que la mejor manera de concluir estas palabras consiste en leer algunos fragmentos esenciales de ese Viaje al corazón de Quevedo, que es, sin duda alguna, un viaje al corazón de la poesía y de la libertad. Y además —¿por qué no?—, un viaje estremecido al propio corazón de Neruda. Así habló Pablo Neruda en aquella tarde de Buenos Aires:
En el fondo del pozo de la historia, como un agua más sonora y brillante, brillan los ojos de los poetas muertos. Tierra, pueblo y poesía son una misma entidad encadenada por subterráneos misterios. Cuando la tierra florece, el pueblo respira la libertad, los poetas cantan y muestran el camino.
Cuando la tiranía oscurece la tierra y castiga las espaldas del pueblo, antes que nada se busca la voz más alta, y cae la cabeza de un poeta al fondo del pozo de la historia. La tiranía corta la cabeza que canta, pero la voz en el fondo del pozo vuelve a los manantiales secretos de la tierra y desde la oscuridad sube por la boca del pueblo.
Voy a hablaros de un poeta y de su prolongación en otros, voy a hablaros de un hombre y sus preguntas, de sus martirios y su lucha, y veréis cómo aparecen en el tiempo, otros dolores, otras luchas, otra poesía y otras afirmaciones. Los hombres de quienes hablaré pasaron la vida clamando a la tierra, bajando la mirada a las profundidades del hombre y de la vida, buscando desesperadamente un cielo más posible, quemándose los ojos en la contemplación humana, en la desesperación celestial.
Este es un viaje al fondo escondido que mañana se levantará viviente. Este es un viaje al polvo. Al polvo enamorado que mañana volverá a vivir. Y os traigo conmigo en este viaje a un hombre turbulento y temible como Don Francisco de Quevedo y Villegas, a quien considero como el más grande de los poetas espirituales de todos los tiempos.
Nada dejó de ver en su siglo Don Francisco de Quevedo. Nunca dejó de ver ni de noche ni de día, ni en invierno ni en verano, y no cegó sus ojos de taladro frío el poderoso, ni le engañaron el mercenario ni el charlatán de oficio.
Martí nos ha dejado dicho de Quevedo: “Ahondó tanto en lo que venía, que los que hoy vivimos con su lengua hablamos”.
La innovación formal es más grande en un Góngora, la gracia es más infinita en un Juan de la Cruz, la dulzura es agua y fruta en Garcilaso. Y continuando, la amargura es más grande en Baudelaire, la evidencia es más sobrenatural en Rimbaud, pero más que en ellos todos, en Quevedo la grandeza es más grande.
Hablo de una grandeza humana, no de la grandeza del sortilegio, ni de la magia, ni del mal, ni de la palabra: hablo de una poesía que, nutrida de todas las substancias del ser, se levanta como árbol grandioso que la tempestad del tiempo no doblega y que por el contrario lo hace esparcir alrededor el tesoro de sus semillas insurgentes.
Quevedo fue para mí la roca tumultuosamente cortada, la superficie sobresaliente y cortante sobre un fondo de color de arena, sobre un paisaje histórico que recién me comenzaba a nutrir. Los mismos oscuros dolores que quise vanamente formular, y que tal vez se hicieron en mí extensión y geografía, confusión de origen, palpitación vital para nacer, los encontré detrás de España, plateada por los siglos, en la intimidad de la estructura de Quevedo. Fue entonces mi padre mayor y mi visitador de España. Vi a través de su espectro la grave osamenta, la muerte física, tan arraigada a España. Este gran contemplador de osarios me mostraba lo sepulcral, abriéndose paso entre la materia muerta, con un desprecio imperecedero por lo falso, hasta en la muerte. Le estorbaba el aparato de lo mortal; iba en la muerte derecho a nuestra consumación a lo que llamó con palabras únicas “la agricultura de la muerte”.
Para Quevedo, la metafísica es inmensamente física, lo más material de su enseñanza. Hay una sola enfermedad que mata, y esa es la vida. Hay un solo paso, y es el camino hacia la muerte. Hay una manera sola de gasto y de mortaja, es el paso arrastrador del tiempo que nos conduce. ¿Nos conduce adónde?
Si al nacer empezamos a morir, si cada día nos acerca a un límite determinado, si la vida misma es una etapa patética de la muerte, si el mismo minuto de brotar avanza hacia el desgaste del cual la hora final es sólo la culminación de ese transcurrir. ¿No integramos la muerte en nuestra cotidiana existencia, no somos parte perpetua de la muerte, no somos lo más audaz, lo que ya salió de la muerte? ¿No es lo más mortal lo más viviente, por su mismo misterio?
Por eso, en tanta región incierta, Quevedo me dio a mí una enseñanza clara y biológica. No es el transcurriremos en vano, no es el Eclesiastés ni el Kempis, adornos de la necrología, sino la llave adelantada de las vidas. Si ya hemos muerto, si venimos de la profunda crisis, perderemos el temor a la muerte. Si el paso más grande de la muerte es el nacer, el paso menor de la vida es el morir.
Por eso la vida se acrecienta en la doctrina quevediana, como yo lo he experimentado, porque Quevedo ha sido para mí no una lectura sino una experiencia viva, con la rumorosa materia de la vida.
La borrascosa vida de Quevedo, ¿no es un ejemplo de comprensión de la vida y sus deberes de lucha? No hay acontecimiento de su época que no lleve algo de su fuego activo. Lo conocen todas las Embajadas y él conoce todas las miserias. Lo conocen todas las prisiones, y él conoce todo el esplendor. No hay nada que escape a su herejía en movimiento: ni los descubrimientos geográficos, ni la búsqueda de la verdad. Pero donde ataca con lanza y con linterna es en la gran altura. Quevedo es el enemigo viviente del linaje gubernamental. Quevedo es el más popular de todos los escritores de España.
(Evocación de Federico García Lorca, Antonio Machado y Miguel Hernández)
Están todos en el mismo sitio, porque a través de la tierra han caído a lo más hondo, al precipicio interno de donde sale la fertilidad, a la honda sima donde rodó toda la sangre.
Quevedo es allí el inmenso búho, el que sabe las últimas noticias del desastre, el que oye las profundas campanas peninsulares, el que tocó a través de las raíces los corazones más minerales, los corazones endurecidos por el padecimiento.
Siempre fue Quevedo el sabio subterráneo, el explorador de tanto laberinto que se impregnó de luz hasta darla para siempre en las tinieblas. Junto a él, el padre profundo, Machado y Federico son como hijos esenciales todavía revestidos de silencio. Miguel recién ha llegado a la hondura desde sus combates.
Están despiertos para que la palabra no muera…
Así, pues, materia, sustancia material de España, de la eternidad de España, es Francisco de Quevedo. Quiero que veáis, con el respeto que yo siento hacia su angustia sombra, el duelo inacabable, su combate de amor y de pasión con la vida y su resistencia hacia la seducción de la muerte. A veces la pasión lo hunde en la tierra, lo hace más poderoso que la misma muerte, y a veces la muerte de todas las cosas invade su loco territorio de pasiones carnales. Solo un poeta tan carnal pudo llegar a tal visión espectral del fin de la vida. No hay en la historia de nuestro idioma un debate lírico de tanta exasperada magnitud entre la tierra y el cielo.
Si hija de mi amor mi muerte fuese,
¡qué parto tan dichoso que sería
el de mi amor contra la vida mía!
¡Qué gloria que el morir de amor naciese!
Llevaría yo el alma, a donde fuese,
el fuego en que me abraso; y guardaría
su llama fiel con la ceniza fría
en el mismo sepulcro en que durmiese.
Desotra parte de la muerte dura
vivirá en mi sombra mis cuidados.
“Desotra parte de la muerte”.
Pero ¿es posible? ¿Quién puede de verdad intentar esta terrible empresa? ¿A quién puede la muerte conceder después de la partida toda la potencia del amor? Solo a Quevedo, y este soneto que os voy a leer es la única flecha, el único taladro que hasta hoy ha honrado la muerte, tirando una espiral de fuego a las tinieblas.
Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra, que me llevare el blanco día;
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera,
mas no de otra parte en la ribera
dexará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un Dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dexará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.
Quevedo y Neruda, Neruda y Quevedo. Un encuentro en la poesía mayor a través de los siglos. Una derrota del tiempo. Un encuentro que se funda en una poética común: una poética de la libertad. Dicho de otro modo: una poesía y una libertad que no solo tratan de vencer a la vida, sino también a la muerte.
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Roberto Juarroz (Argentina, 1925-1995) fue un poeta, bibliotecario, crítico y ensayista. Su obra se agrupa en una serie de volúmenes numerados del uno al catorce, bajo el título general de Poesía vertical; el primero de ellos data del año 1958 y el último, aparecido póstumamente, del año 1997