“El perímetro”, “el perímetro”
gritó ante el horror.
Sin quemaduras visibles
avanza en esa selva y oye gritos,
desgarraduras que no puede rastrear.
Todo tan nítido colocado en su sitio.
El parque, ya descongelándose,
la luz del sol abierta a aquella pólvora
el camino con cámaras para trazar las infracciones,
la desesperanza de los perros.
Olfatea los rincones,
se dispersa sobre las avenidas.
Ese ojo de amor que supura.
La peluza que voltea el aire.
Huele a pólvora, a napalm y a sangre
a tiempo verde vislumbrado a pesar
de la historia contenida en el aire de acero.
En la niebla se amortigua el chirrido de las máquinas
Y aquella hambre que se acurrucaba entre los pies,
muy fríos, debajo de las sábanas.
El perímetro, el perímetro.
Cacareo
El espíritu de aquello
Que matamos
Nos acompaña siempre.
Ricardo Rojas Ayrala
I.
Existe en la memoria
una profunda expiración de animal, sin jadeo,
como si súbito, un giro de muñeca imaginara
una flauta. El aleteo entre fúnebre y naranja
se agita en su último esplendor
tnfundiéndole a la promesa oxígeno.
Los ojos ya no miran
tan solo sienten la suavidad del aleteo
en sus brazos, una caricia lenta,
un sobresalto exacto, el escalofrío
anunciando un sonido que será eco
para siempre.
El sonido sobrevive aquel momento
aquella escena desde el rito profundo
acogiendo la intimidad de la promesa:
sílabas de sangre nunca presentidas
repletas de candor e inciertas
yéndose por la garganta del animal.
II
Pude haber sido ese animal
que cacareaba lento
como si todo aguardara
después de dar vueltas en el aire.
Recogí mi sangre al caer sobre la piedra
Allí esparcida sigue recorriendo
el cauce de la memoria de su linfa
tiñendo ahora la piedra coagulada.
Las plumas semejaban un nido
de gracia donde se albergaban las eras:
el hogar del calor esforzándose
en mantenerse a partir de unas plumas
cuyo cáñamo vacío ya horadaba el aire.
El cacareo está allí, en el oído
del caracol y se arremolina como la marea
cuando vuelve y regresa mientras va.
III
Reunido el rito del fragor
con que se violenta un ritmo
el silencio de aquella tarde persigue
el rastro de sangre fresca
coagulada sobre piedra.
No se sabe cuánto valga ese hilo
por el que corría la vida, aquella
incertidumbre por la que murió,
aquella promesa que se arrimaba al eco
como cualquiera cabra degollada.
Mientras se hacían las invocaciones
la recia voluntad no derramaba lágrimas
que estropearan el cumplimiento del deseo.
pero sí el cacareo interrumpido penetró su oído
balando sin yerba fresca que lo sostuviera.
Y allí perdura.
La anunciación
El arco no es más que una fuerza sostenida por dos debilidades.
—Leonardo da Vinci
En esa mano enhiesta
figura la pieza botánica de un lirio
que se interpone entre sus miradas.
Esa otra mano ya no es mía.
Tampoco los pinos demasiado verdes y simétricos
que conducen la vista hacia los botes.
La carnada se arroja con la cuerda o la línea.
Siempre hay un pescador que recoge su malla
cuando atardece. Una vez pescó alas,
otras, materia para el escabeche o el sancocho.
Vio los cardúmenes
creyó en las rachas que lo remontarían
hacia otra parte
y gareteó en las aguas quietas de los remansos.
Confía en los paisajes de la tradición
en la cosa mentale
en la efímera música. Todo con
fluye en la debilidad de los arcos.
Los pinos no se cimbrean en ese espacio sin viento
y la mano que no es mía sujeta con terror
un lirio transparente que no quiere ofrecer.
Acaso la inclinación vertical de esa mano
lo diga todo. Sujeta sin sujeto.
El campo rociado en verde oscuro con diminutas flores,
ya no concibo si fue mío en el tapiz
o en ese plano que sostiene los pliegues
que estudié y no conozco.
No bastaría mirar para advertir
en qué consiste su atracción o su distancia.
Quizá lo más artístico sea esperar
para apreciar el todo, su misterio.
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Áurea María Sotomayor (San Juan de Puerto Rico, 1951). Escritora y profesora universitaria en la Universidad de Pittsburgh. Co-fundadora de las revistas culturales Posdata, Nómada y Hotel Abismo. “Espacio teselado” es su más reciente libro.