1. Génesis

La obra de José Mármol (Santo Domingo, 1960) partirá de las complejas y particulares circunstancias presentes en el entorno de la República Dominicana de los tempranos años 80, así como del escenario que en aquella época se vivirá en el plano global en tanto que el descalabro de las hegemonías políticas imperantes lo sacudirá casi todo. Como nación en vía de desarrollo —elegante eufemismo asignado a los países dependientes— y gracias a su proximidad geográfica (e histórica) con Cuba y Estados Unidos, la mediaisla estuvo influenciada, por no decir decididamente guiada, por batallas ideológicas y culturales de las que ni artistas ni el conglomerado social pudieron escapar. 

Es tal el panorama que explicará el surgimiento y posterior desarrollo de la llamada Generación de los Ochenta de la poesía dominicana, conformada por un grupo de jóvenes escritores y artistas (Mármol el más destacado) quienes, poco comprendidos en aquel momento, optaron por apartarse del establishment literario que parecía abogar por una forma de escritura (nada ajena al resto de Latinoamérica) en la que el poema se reducía a poderosa arma ideológica. Una herramienta adoctrinadora, reflejo de un estado de cosas en el que el texto existía supeditado al logro de un fin ulterior (por supuesto, de naturaleza política), como ha indicado Médar Serrata (2005: 234). 

Desde la agonía de la dictadura trujillista hasta el inicio de esta generación o promoción de escritores, como también se les conoció, transcurrieron dos décadas en las que el triunfo de la Revolución cubana (1959), el ajusticiamiento del Tirano (1961), el derrocamiento del gobierno democráticamente electo de Juan Bosch (1963), la segunda intervención militar norteamericana a República Dominicana (1965), y “el periodo de los 12 años” de gobierno de Joaquín Balaguer, donde la represión política alcanzó niveles deleznables (1966-1978), crearon circunstancias hostiles al desarrollo de la cultura en general, y en particular marcaron profundamente las preocupaciones de escritores, músicos y artistas jóvenes de aquellos tiempos, al punto de incluso atentar sistemáticamente contra sus vidas. 

Entrada la década de 1980, los poetas bisoños procuran distanciarse de lo que algunos categorizarán como “tendencia reduccionista” de la poesía de los años precedentes (de la Posguerra), dominada por la estética del realismo socialista y las experiencias políticas traumáticas ya mencionadas. Así lo enuncia Mármol en una entrevista concedida al periodista Jhonattan Arredondo Grisales: “En ese pequeño libro [El ojo del arúspice, su primer poemario, 1984] propuse una ruptura sintáctica, un nuevo ritmo, una semántica inédita de los signos de puntuación, un léxico más diverso e interdisciplinar, en fin, una nueva órbita textual que rompió los diques de contención ideológica y la pobreza expresiva de la poesía dominicana de los años 60 y 70” (2019: s.p.).

Serrata explica por qué Mármol marca la conciencia estética y poética de los lustros de los años 80 (y por décadas a venir, a nuestro juicio): “[…] entendió que la lengua era la base, el fundamento mismo de lo que llamamos realidad ya que antecede a los demás sistemas humanos. ‘Sólo la lengua contiene al poema’, insistía el poeta. ‘Sólo en y por ella produce sentido la escritura y con ésta, todos los demás órdenes simbólicos’ […]” (2005: 235).

A fin de contextualizar aquellas afirmaciones, habrá que partir de un texto seminal, Poniente de los ídolos, que vio luz en 1982 y en cuyas páginas Mármol declaraba un rompimiento con el canon a través de originales y reveladoras ideas sostenedoras de lo que llegará a llamarse Poética del pensar. Citamos su párrafo final: “No ha habido buena poesía de nuestro tiempo; tenemos que construirla. La gran obra es el gran poema; el gran poema es el gran hecho de lengua. ¡Usad la navaja o el puñal, la razón no está nunca en la superficie!” (2007: 21).

Atrevimiento mayúsculo o traición ideológica para algunos, esta fresca visión del lenguaje, del entorno y el ser, no partía ni del dogma ni del deber. Tampoco rechazaba interpretaciones ideológicas particulares solo por ser políticas. En realidad, se trataba de un tardío, pero merecido rescate del asombro en las letras dominicanas; del abrazo a la sorpresa del conocimiento, de la bienvenida a la intuición y la duda a cuestas de la palabra para, en definitiva, hacer del poema hogar del pensamiento. 

Sedientos de la reinvención que el arrojo del cuestionamiento entrega, ansiosos por sacudir las metáforas y símbolos de sus mayores,el grupo de poetas de la Generación de los Ochenta conformó quizás sin proponérselo, una plataforma creativa portadora del imaginario que les facilitará hacer arte; lo que hacen los artistas, según afirmaba Cavafy. Así sucedió con Adrián Javier, Martha Rivera, León Félix Batista, Aurora Arias, Pastor de Moya, Sally Rodríguez, Plinio Chahín y Fernando Cabrera, entre otros. Jóvenes bardos que, igual a algunos intelectuales de su tiempo, de acuerdo con la apreciación de Soledad Álvarez (1991: 101), serán escépticos, desencantados y renuentes de toda uniformidad ideológica. Porque abandonarán la heroicidad militante a favor de la reivindicación de lo privado, como ha indicado Carlos X. Ardavín (2005: 27). 

Estos poetas expresan, y son expresión en sí mismos de una década abocada a la crisis del capital, al espacio social desagregado y al agotamiento del aparato estatal dominicano a manos del partido de turno, según entendió Miguel D. Mena, prologuista de Reunión de poesía. Poetas de la crisis (1985), citado una vez más por Ardavín. En sus textos y propuestas, anotó el crítico y editor, “Se asume la realidad con nihilismo, con existencialismo de diversas tonalidades […]. Se trasciende el anecdotismo, el concebir el poema como discurso pedagógico […] siente uno al leer estos poemas que se ha roto con la noción de insularidad […]” (2005: 23). Asomos de la posmodernidad, podría decirse; de aquella cuyos estamentos Perry Anderson habrá de definir como “la constelación de un orden dominante desclasado, una tecnología mediatizada y una política monocroma” (2000: 128). Época cuyos ciudadanos el propio Mármol caracterizaría años después bajo la mira de Hassan como incrédulos ante el relato humanístico; víctimas y victimarios de la dispersión del saber (2012: 47); de “[…] el no saber qué hacer ni qué desear más allá de lo superficial y lo perentorio” (2012: 41-42). De la fragmentación de los lenguajes y los símbolos, en suma.

En Anatomía de un poeta. Aproximaciones críticas a José Mármol (2005), Carlos Ardavín ha resaltado las complejidades del panorama en que surgió y se desempeñó la Generación de los Ochenta, destacando entre ellas limitaciones materiales, la desigual recepción del canon cultural y literario, en particular de escritores pertenecientes a la generación antecedente como Diógenes Céspedes y Tony Raful, así como la ausencia de paradigmas literarios o políticos que sirviesen de espejo (2005: 25). En el volumen de marras, Ardavín cita la caracterización de aquel momento histórico según la visión de Mármol expresada en una entrevista que a la sazón le realizara Néstor E. Rodríguez: 

[…] lo que hacemos es reflexionar sobre aquello que había acontecido (el Pluralismo) y, sobre todo, hacer que el lenguaje poético midiera su propia época, que era una época de cambio, una época de transformaciones en el sujeto de la Historia, que pasa de ser un sujeto social, corporativo, a la individualidad como punto de partida y punto de llegada del problema histórico. (1998: 38)

Sobre las vicisitudes del poema a manos de generaciones anteriores a la suya, Mármol ha sido enfático en establecer una clara diferenciación entre la creación de los escritores de la Generación del 48 y de La Poesía Sorprendida, quienes por temor a la represión política de la dictadura en que vivieron “[…] se vieron obligados a trabajar con un aspecto esencial del fenómeno poético, el de la simbolización […]” (Belliard 2005: 209; énfasis del original). Esto así contrario a muchos de los vates de la Posguerra, aunque no todos, quienes “[…] al fragor de la emergencia democrática, situaron el poema y la narración en la mera corteza de la realidad, cayendo así en el abismo de la representación” (Belliard 2005: 209). Particular y trascendental diferenciación esta en cuanto al análisis histórico de la poesía dominicana moderna se refiere, como veremos más adelante.

2. Textos primigenios

José Mármol había nacido frente al Caribe, mar que abraza el perímetro geográfico de la capital dominicana, aunque su niñez y adultez temprana acontecerán en La Vega, ciudad perteneciente a una región eminentemente agrícola poblada de ciudadanos provistos de una rica tradición y acervo culturales. Tal fue el caso de sus padres, quienes, a pesar de las limitaciones económicas, confiesa el autor, le estimularon a la lectura desde su niñez exponiéndolo a los clásicos y a obras de populares escritores hispanoamericanos de aquellas fechas. La naturaleza, los ríos y las imágenes pueblerinas impregnaron su imaginario el cual se alimentó además de una innata atracción por las artes visuales que llevó al poeta en ciernes a cursar estudios de pintura. Aunque no progresarán por razones ajenas a sus deseos y talento, el lienzo, como imagen del poema y lecho de la imaginación, jamás abandonará su ebullición creativa. 

Cuestionado sobre influencias literarias formadoras, Mármol ha indicado en repetidas ocasiones haberse nutrido de Darío, Neruda y Bécquer; de los escritores del Siglo de Oro español y de las Generaciones del 98 y el 27. Así, trasladado de nuevo a Santo Domingo esta vez con fines de preparación académica en la universidad estatal e incorporado en el Taller literario César Vallejo de aquella alta casa de estudios, profundiza también en los grandes latinoamericanos y demás maestros modernos como Borges, Vallejo, Juarroz, Lorca, Machado, Alberti, Rimbaud, Pound y Mallarmé. 

Entre los dominicanos, autores como Mir, del Cabral, Mieses Burgos, Fernández Spencer y Manuel Rueda se convertirán en fuente de motivación creativa en una etapa donde la poesía de José Mármol adquiría el molde que le acompañará por los siguientes lustros. Al momento de publicar su primer poemario, El ojo del arúspice (1984), escrito en realidad cuando contaba con solo veintiún años, apenas completaba estudios de Filosofía y Lingüística aplicada; décadas más tarde añadirá maestrías que culminarán en un doctorado en Filosofía de la Universidad del País Vasco.

Con el transcurrir del tiempo surgirán múltiples publicaciones reflejo de la evolución temática y estilística del prolijo autor, entre ellas cabe mencionar los poemarios Encuentro con las mismas otredades (1985), Encuentro con las mismas otredades II (1989), La invención del día (1989), con el cual obtuvo el Premio Nacional de Poesía 1987; Poema 24 al Ozama (1990), Deus ex machina y otros poemas (1994), Lengua de paraíso y otros poemas (1997), Criatura del aire (1999), Voz reunida (1999), Torrente sanguíneo (2007), El amor, ese quebranto (2012), Lenguaje del mar (2012), premio de poesía Casa de América, y el más reciente, Yo, la isla dividida (2019).

La prosa y el ensayo han sido también parte fundamental del esqueleto de la obra de Mármol desde sus jóvenes inicios; este hecho se hace evidente en las páginas de numerosas publicaciones entre las que destacan Ética del poeta (1997), Premisas para morir. Aforismos y fragmentos (1999), Las pestes del lenguaje y otros ensayos (2004), El placer de lo nimio (2004), Cansancio del trópico (2005), La poética del pensar y la Generación de los Ochenta (2007), Defensa de la poesía: defensa de la vida (2012), Estación de perplejos (Aforismos, sentencias y fragmentos) (2012) y Posmodernidad, identidad y poder digital (2019).

Dentro de tan variada trayectoria literaria, destellan dos trabajos pioneros del Mármol temprano que, de acuerdo con la crítica, marcarán tanto su posición dentro de la literatura del país como el camino que seguirán las ideas y propuestas de su propia producción y de la del resto de coetáneos. El primero de ellos es el emblemático ya discutido ensayo “Poniente de los ídolos” (1982), donde a juicio del poeta y ensayista Plinio Chahín, Mármol se convierte en el primer teórico de la Generación de los Ochenta al preconizar que estos autores venían a rasgar los cánones establecidos hasta el momento, entendiendo “la concepción del poema como objeto verbal autónomo” (2007: 9). Porque según Mármol, “el sujeto, el lenguaje y el poema son la historia” (2007: 11).

En los párrafos de “Poniente de los ídolos” yacen, pues, telúricas afirmaciones de aquel precoz pensador quien, con la vista puesta en los escritores predecesores, anuncia el amanecer de una nueva literatura local. Una en la que su irrevocable propuesta quedará evidenciada: “La meta es penetrar el poema […] a partir de la época en que se lee. Colocar a la poesía contra su núcleo generador: el poema. Y al poema contra sí mismo: contra el mundo” (Mármol 2007: 15); “¡Hay que sepultar el temor a las rupturas epistemológicas que subyace en el artista!” (Mármol 2007: 21).

El segundo, es tal vez el más emblemático libro de José Mármol, El ojo del arúspice, reeditado en 2006, que sorprende no solo por su agudeza temática sino por la delicada construcción textual que le caracteriza, observaciones inusuales en un escritor de tanta juventud. Conviene detenerse brevemente en algunos de los rasgos de este poemario, augurio de la futura obra del poeta, e intentar elucidar sus innovaciones que no son más que la duda hecha pensar a través del cuestionamiento. Al hombro de preguntas, tales como “¿Hacia dónde van los hacia dóndes de mi jardín de furias y de penas?” (2016: 87; énfasis mío), es decir, ¿hacia dónde nos llevará ese río que indefectiblemente arrastra vida hacia la muerte? 

Como expresión vivencial y heracliteana del acontecer atribulado y el de su propio existir, ese poeta presagia. Sacerdote curioso, ve indicios mientras, en ejercicio de un frágil imaginario, se detiene en la nada “sin ver ni morir”. Desde allí, otea paisajes de la realidad cotidiana invitándonos a sacudir su aparente certeza; a crear formas del tiempo que en la dimensión del universo poético conformen estaciones del andar: “…de olvidar vienen los hombres porque de conocer se van como las bestias” (2016: 50).El existir estará entonces en la palabra, todas las cosas “están”en la palabra de Mármol: Dios, el mar, Nietzsche, el amor-cuerpo, la pasión de buscar para nada hallar, los sueños, Sísifo sucumbiendo bajo el peso de la piedra… y Cavafy, desnudo, mostrándonos sus muslos.

En El ojo del arúspice la muerte recurrente aparece transformada en “línea curva en torno al tiempo de espera” y sufre una sacudida donde el yo regresa con ella al origen desprovisto de su propia memoria (Mármol 2016: 22). En esta travesía la angustia existencial, como un trapecio, “se cuelga de las manecillas de las horas buscando trascendencia con la muerte” (Mármol 2016: 156). Mármol ejercita así la propia conciencia de sí mismo desnudándose ante la muerte. Muerte ignorada desde donde siempre provenimos, dice el autor, la que Huizinga lamenta como danza que arrebata a los hombres de toda edad y condición y que en la contemporaneidad es tabú (Serrano Segura 2015: s.p.). La muerte vedada de Ariès ocultada infructuosamente por el hombre moderno.

El ojo del arúspice es además un texto en el que la visión adquiere un protagonismo que trasciende la mera fisiología para convertirse en el lápiz que vomita rabia y hace filosofía; que desafía a Tánatos mientras “traza el camino de la muerte en cada cosa”. Que conversa la razón kantiana “haciendo con las manos la forma y el tiempo” (Mármol 2016: 157); que explora el origen del amor en un rostro iluminado por el vicio de una lámpara reflejada en otro rostro; y que forja una ontológica línea divisoria entre Dios y Hombre a través de “Dimas”, reparador de espejos, y “Genaro”, panadero sensato, entrañables personajes del mundo más íntimo del autor (Mármol 2016: 30). 

El ojo de Mármol le ha llevado a sus orígenes y en ellos la tríada madre-amante-entorno le abraza para así confesarse en el poema: “debo sacudirme del deber hacia el querer” (2016: 157). En esta bitácora el poeta también ha rescatado el sentido del cuerpo que cuestionaba Spinoza, el cuerpo que, a través de la visión, ha espiritualizado al Ser lanzándolo en búsqueda de su propio sentido, cuerpo que lleno de alma y hecho alm-a-mor “tus bajo las mías piernas amarillas”, inexorablemente será residuo en la eternidad del tiempo (2016: 41). 

3. El mar, a manos del poeta

Si bien es cierto que misticismo y mitología constituyeron piezas fundamentales para la comprensión del existir de los habitantes de la antigua Grecia, la naturaleza, y en particular el mar, fueron esenciales en la construcción social de sus poblaciones y del ethos de sus ciudadanos. Abrazados por los océanos, los helénicos hicieron de estos fuente de alimento y morada de los dioses en una cartografía dibujada entre el temor y la supervivencia. El mar, desde entonces sistema polisémico en Occidente, a veces metáfora, y, en otras, símbolo, representará el espejo de la contemplación del uno mismo y del otro, acto que no es más que la mirada de la vida y de la muerte. Será ancla del amor que retorna o que ha partido; fuente de miedo ante la inmensidad de lo desconocido; epopeya del viaje eterno hacia las Ítacas y las nuevas tierras; provocador del espíritu victorioso que renace tras la derrota de las tormentas. Así lo atestiguaron Odiseo, Prometeo, lestrigones, sirenas y lotófagos en las páginas narradas por Homero. 

Milenios después, la región del Caribe, delirio de lo local y escándalo del universo, según acota Rey Andújar (2011), continúa siendo aquello y otra cosa: hogar de estados coloniales y naciones “fallidas”; de islas de escape y escapados, espacio en el que habitantes antiguos y contemporáneos como Derek Walcott, corrieron con la rapidez sigilosa de pájaros pintados frente a un “mar que no ha aprendido a descansar” (2011: 4-5). Bestia domada o animal abatido, “en su hermosa paciencia”, el Caribe danza desde la prehistoria hasta la espuma jinete de sus vaivenes. Inmensamente azul como lo serenamente bello, a veces rabioso provoca tempestades cuyas olas confiesan secretos de piratas, esclavos y hombres blancos (Mármol 2012: 11). Ese mismo mar es el resguardo protector que Mármol desea, y a la vez, el legado del poema trascendental que su obra marítima parece ansiar regalarnos: “Que de mi tumba techo el mar Caribe sea / y mi epitafio un dejo del viento en sus arenas” (2012: 53). 

Fue en Diarios de viaje y crónicas de indias donde aparecieron las primeras narraciones marítimas en la lengua española cinco siglos atrás; sin embargo, los textos de Sófocles, Joseph Conrad o Charles Baudelaire ya habían homenajeado al mar antes y después. Hoy, abundan autores en la literatura moderna que hicieron de su imperecedera imagen instrumento creativo toda vez que depositaban en la página la historia humana del dolor y el júbilo reflejada en él. Las ansias y alegrías, las derrotas y triunfos, la promesa del arribo y el sufrimiento de lo vivido que el mar y el eterno retorno-partida de las olas simboliza. Pudiésemos comentar en estos párrafos la concepción del mar en la obra de importantes vates hispanoamericanos que a nuestro juicio facilitarían una lectura crítica de la obra del autor que nos ocupa. Será Pablo Neruda, sin embargo, el cómplice de este diálogo entre dos poetas quienes décadas aparte, hicieron de la imagen oceánica espacio fértil de sus voces. 

Para el chileno, el mar fue infinito compañero, fuente de aprendizaje y asombro ante los azares de la vida: “Necesito del mar porque me enseña”. En el poema “Alturas de Machu Pichu XI”, incluido en su obra cimera Canto general, Neruda conjuga con el Hombre la grandeza del océano en una suerte de diálogo aleccionador: “…porque el hombre es más ancho que el mar y que sus islas / y hay que caer en él como en un pozo, para salir del fondo / con un ramo de agua secreta y de verdades sumergidas” (1971: 37). Este texto y “El gran océano”,parte de Canto XIV, constituyen creaciones del hombre y para el hombre en las que mar es página y praxis histórica para el poeta. En el ensayo Pablo Neruda, poeta del mar (2017), Beatriz de Ancos Morales parte de Canto XIV para disecar sus claves como “sinfonía marítima” que magnifica y diviniza al mar sin descuidar lo terrenal representado en los puertos y sus hombres, en la desigualdad y el sufrimiento siempre presentes en la obra nerudiana (2017: 13). 

En el caso de Mármol, ese mar maestro y aleccionador es ente comunicante incluso en los afanes del corazón: “El mar, eso sí, el de tu mirada de ámbar en la tarde de ayer, / el de la voz que dijo, mi niña, / no te vayas a mover del horizonte, quieta, ahí no más” (2012: 13). Voz hablante, si se quiere, que traza sendas y destinos con sirenas de testigos: “Otra vez el mar, otra vez, / me asusta con su idioma de penas y de formas” (2012: 58); consumándolo en silencio sigiloso bajo la tempestad: “Aunque no puedan tus labios, esta noche, / pronunciar sus vocales, / el idioma de las olas del mar te cuenta historias” (2012: 26).

En los textos marítimos del dominicano se encontrarán resonancias con un fundamental planteamiento depositado por Neruda en poemas como “El reloj caído en el mar”: hablo aquí de la referencia al tiempo que nos define. A la marca de su paso como culpable de la fugacidad existencial y de su opuesto, la eterna soledad madre de nuestras angustias: “El reloj que en el campo se tendió sobre el musgo / y golpeó una cadera con su eléctrica forma / corre desvencijado y herido bajo el agua temible / que ondula palpitando de corrientes centrales” (1976: 141).De Ancos Morales sostiene que para Neruda aquel mar viene a significar también la muerte, escenario “contemplado como un lugar donde todo confluye, lugar de depósito y defunción. Elemento devorador, en este caso, del tiempo en su devenir” (2017: 11).

Reloj vs. mar en desasosiego permanente ha sido también lo observado por Mármol, quien asume su inmensidad como destino irrevocable del tiempo y receptáculo de todo lo que él arrastra consigo: “El mar, de muerte súbita, se aleja sin retorno. / Mare Nostrum. Basurero Nostrum. / Cementerio de todas las vidas y las muertes” (2019: 33).Estos versos del poema “El mar, naturaleza muerta” nos recuerdan la idea nerudiana del océano-refugio que guarda en sus profundidades toda la materia, concepto que el Nobel depositó en varios textos del épico Canto XIV (1950: 443).

En los versos de Mármol el mar es también continuidad de todo lo que vive, duda y respuesta ontológica: 

Morir, que será. / Si la pregunta cabe, montada entre tus fuelles, / la inquietud atenta de quien lo extraño ansía / y a los ojos se mira, sin ayuda de un espejo, / el corazón escucha, agradecida, muda, / sintiendo como un pez resbalado del asombro / el músculo que manda seguir a la existencia. / Pero, si, / ni afirmara, ni negara, ni dudara siquiera, / si ninguna pregunta se subiera / sobre un mar acezante dibujado por un niño. / Entonces, / vivir o morir, en andas o en volandas, / podrían ser dos pájaros amarrados a un vuelo / en procura incansable del verbo amanecer. (2012: 44)

Nacer muriendo, y morir para nacer, tal vez.

De Ancos Morales establece cómo Neruda “descubre” que, en el océano, en efecto, acontece una antagónica dialéctica de contrarios (permanencia/movimiento; vida/muerte) espejo de la innata perpetuidad otorgada por el movimiento (2017: 13). Así, el poeta la define como “la inmóvil soledad llena de vidas”, oposición donde lo estático se acompaña de dinamismo, tal como ilustran los siguientes versos: “La ola que desprendes / arco de identidad, pluma estrellada / cuando se despeñó fue sólo espuma, / y regresó a nacer sin consumirse” (2005: 411). En el poema “Naturaleza viva”, por su parte, Mármol hace referencia a aquella inagotable inmensidad del mar a la vez deseoso de interrumpir su ciclo interminable pero convencido de lo impensable de tal fatuidad: “Si se detuviera el mar, si se quedara quieto, / como se aleja en la tormenta la luz de los destinos. / Pero, no reposa, nunca descansa el mar” (2012: 62). 

Los muchos mares de José Mármol, en efecto, aparecen esparcidos en las páginas de Lenguaje del mar, importante obra que le mereció el XII Premio Casa de América de Poesía Americana 2012: el mar mirado y temido por unos ojos, el mar que es arrebol magenta mientras transcurre un amor con propietaria entre quejidos y vaivenes que asesinan el deseo; mar cuerpo y memoria para ser descubiertos en el horizonte que sobre él ha dibujado la voz de una niña-mujer, hirviente en la furia de un amante que se reconoce derrotado junto a Eros. Mar olor de mujer desnuda y olor del Atlántico, de caña y ron de juerga; olor de muelles y arrecifes que ocultan en sí endiablados amores. Mar que lleva a cuestas barcas con semblante y cuerpos náufragos perdidos en el delirio (2012: 25). Mar, otra vez, erguido “con su idioma de penas y de formas” (2012: 58). 

En este poemario el autor ha regresado a sus orígenes; al símbolo del hogar y sus enseres, a los ya idos y a la muerte; a las ráfagas políticas del escritor maduro que dialoga con una voz, leitmotiv de mujer-eco, quizás interlocutora. Esta atrevida fiesta nerudiana, ya había dicho antes, hace del mar hogar de la belleza y la ensoñación; de la furia, la injusticia y el poder; gran metáfora y frontera última de una insularidad hirviente e insatisfecha. En los versos contenidos en este viaje Mármol parece reconocer que no solo el pensar, como experiencia de búsqueda, ha de permear en el texto. Que de no recurrir a los sentidos y al asombro estético habría de negar el clímax expresivo del sujeto poético que, en esta obra, a nuestro modo de ver, roza las épicas del maestro chileno. 

El mar como pincel creativo, en el caso de Mármol es también un universo simultáneamente disfrazado de catarsis y refugio, como podría observarse en “Mar del sur”: “En tu agitado estriado mar del sur, mi religión, tus abluciones limpian frustraciones y miedos” (2007: 62). Para él ha sido metáfora de vida y muerte; símbolo del poder de la naturaleza manifiesto en tragedias en las que el hombre es víctima de las aguas, de sus propias aventuras, y sobre todo de las maldades ajenas.

En su más reciente poemario, Yo, la isla dividida, colocado por la geografía en el mismo trayecto del mar (Mir), atrapado entre isla y agua, Mármol solloza, y nostálgico e introspectivo se reconoce parte de un espacio donde “ella” está y no está. Lo enuncia en el poema homónimo introito de la obra: “Yo, como la isla, / rodeado de ti por todas partes, dividido… Yo, como la isla siempre, / rodeado de mi propio animal por todas partes” (2019: 11). Fracturado el existir en el contexto isleño irremediablemente debatido entre costas y tierra firme, el poeta se asume animal hijo de las aguas y el entorno. Entregado a la conciencia del mar génesis y de su carácter originario que lo presupone aislado frente al mundo, solo, detenido en el eterno transcurrir del tiempo, procura regresar a una relación simbólica con el imaginario caribeño bajo la luz del trópico con los densos flujos del mar en alegórico trasfondo, como ha dicho Plinio Chahín (2019).

En Neruda, la comunión con la naturaleza en búsqueda de su propio yo estuvo patente en los textos desde muy tempranas épocas, quizás reflejo de su sed de juventud o de la profundidad de sus disquisiciones sobre la verdad de la condición humana. El sujeto poético del Nobel, aunque un tanto más tarde también existió atrapado entre islas y grandes océanos; lo experimentó en persona durante labores diplomáticas y en las largas estancias en Capri, Isla Negra y Reunión. Vivir absorto ante las aguas del Pacífico originario, al parecer no le había sido suficiente. En su travesía vital y simbólica abrazó después el Báltico, el Atlántico, el Mediterráneo y el Índico para finalmente volverse océano sintiente y comunicante, como acontece en los versos finales de “La noche marina”, poema que cierra Canto XIV, según ha observado de Ancos Morales: “[…] estoy encadenado a tu garganta/ y a los labios que rompes en la arena” (2017: 28). Mármol, por su parte, parecería hacer lo propio en “Tempestad”: “Aunque no puedan tus labios, esta noche, / pronunciar sus vocales, / el idioma de las olas del mar te cuenta historias” (2012: 26);y también en “Cuentos de sirenas”: “…y el mar, que se solaza, gime apenas, / trae vocales sucias presagiando leyendas” (2012: 58).

Cabe anotar que el mar no será únicamente lugar estático donde solo retornar, espacio donde solo yacer; para Neruda será también el mundo por llevar a cuestas en los caminos citadinos y en las aventuras urbanas del existir. En el caso del dominicano bastaría observar los sugestivos títulos de los poemas incluidos en Lenguaje del mar para confirmar aquello: En los versos de “Casuchas”, “Cíclopes y lestrigones”, “Candado de Aristóteles”, “Rue Saint Honoré” etc. etc., nuestro autor trasciende simbologías marítimas para arribar a las acuciantes preocupaciones del pensador contemporáneo. 

Como podrá intuirse, a partir de los versos a continuación, Neruda, anota de Ancos Morales, “[…] presenta al lector una unidad total, una línea de lo general a lo particular, un itinerario de viaje de progresivo descubrimiento de los secretos marinos hasta la fusión en el mismo océano; una atracción irrefrenable por la eternidad” (2017: 23): “Pero entonces / entraré en la ciudad con tantos ojos / como los tuyos, y sostendré la vestidura / con que me visitaste, y que me toquen / hasta el agua total que no se mide: / pureza y destrucción contra toda la muerte” (2005: 411). Mas, ambos vates, como hemos pretendido mostrar, han arrancado el mar de sus raíces para entregarlo al mundo y a sus semejantes. 

El agua, principio (arché) de todas las cosas, fue para la filosofía centro originario de la materia y su renovación, espacio que, fugaz, como lo acontecido con el mar, se resistió al tiempo; quizás por ello Nietzsche amó el mar a pesar de sus peligros. Para el poeta, agua y mar serán siempre todo aquello: experiencia para Mármol, enseñanza para Neruda; sentir y vida para uno, meditación para ambos. Al fin y al cabo, ya lo había plasmado Paz para toda la eternidad: “…el agua es fuego y en su tránsito, / nosotros sólo somos llamaradas” (1975: 32).

4. Pensar y lengua: Poiesis vs. conocimiento

Mucho, quizás en demasía, se ha escrito a través de las últimas décadas sobre la convivencia, o mejor aún, sobre el diálogo que en términos reales o en el plano de la consideración teórica viene aconteciendo entre la concepción filosófica, el poema, y el ejercicio poético propiamente dicho. Pionero en la modernidad en afirmar que poesía y pensamiento pertenecen al mismo orden, mas acontecen desplegados en dimensiones distintas a la razón, a la razón científica para ser más claros, Heidegger constituyó la referencia fundamental en el seno de dicha discusión. Su postura transformadora llegó incluso a no solo sugerir que creadores y filósofos se necesitarán del uno al otro, sino a sentenciar en una sola frase lo que para muchos teóricos constituirá el sostén de semejante interrelación: “El pensamiento es la poesía original que precede todo arte poético” (1962: 268).

En efecto, aquellas disquisiciones hicieron de este género caldo de cultivo del pensar como fuente creativa y como hecho depositado en el texto; Heidegger lo estableció partiendo de que en tanto “…la poesía que piensa es en verdad la topología del ser”, ella constituye por sobre todo la más alta expresión humana (1966: 29). Jean Bucher lo explicó a partir de dos propuestas esenciales que, en nuestro caso, facilitarán el abordaje a lo referente a lengua y pensamiento en la obra de Mármol. 

La primera establece que poesía y pensar están destinados al servicio del lenguaje en una simbiosis en la que se acepta el riesgo de encontrarnos con “[…] un pensamiento que no es útil para nada sino para enseñarnos su fidelidad consigo mismo y con su propio decir” (Bucher 2002: 113). El lenguaje, por supuesto, comprendido aquí no solo como entidad comunicante sino más que nada como último hecho humano que constituye y sostiene a ese ser, y pensamiento entendido como tótem ante el cual la filosofía debe rendirse. 

La segunda consideración de Bucher sostiene que “La tesis de la afinidad esencial del pensamiento y de la poesía no puede ponerse en duda a menos que se esté prisionero del prejuicio que concibe el pensar únicamente como un asunto de la ratio, de la razón calculadora, y mientras se tenga desconfianza de todo lo que no se someta a su jurisdicción” (2002: 113). En otras palabras, no habremos de desconfiar del nexo pensamiento-poesía mientras el primero se tome no como un instrumento de conocimiento, sino de entendimiento del poema original que precede toda poesía y del dictado de la verdad del ser que sentencia Bucher en referencia directa a la idea de Heidegger ya citada. 

El poema será, entonces, no la enunciación de verdades razonadas sobre la cosa o las cosas, sean estas de índole sentimental, mística, cotidiana o metafísica; no será tampoco estamento de hecho establecido alguno. Será, eso sí, torrente de significaciones. Cartografía de lo humano, construcción que en el mejor de los casos no responderá a verdad ninguna que no sea la impostergable obligación del poeta contraída con el lenguaje. Y con su consecuencia misma; es decir, con el texto creado. Ya lo había dicho Heidegger: a pesar de que poetizar y pensar pertenecen a un mismo orden, son modos de hacerse cargo de lo real bien diferentes. 

Vemos pues, cómo la relación entre razón (filosofía), pensar (conocimiento), y poesía (representación) pautada desde los textos primigenios del Platón de La República como antagonista por naturaleza en tanto que dichas disciplinas son intrínsicamente incompatibles, no podría estar más alejada de la verdad. Por el contrario, el mismo acto creativo que nace del lenguaje es hijo de la razón; constituye un fenómeno que no puede ser más que humano. Y el lenguaje, ante todo, es la esencia del ser (que preferiríamos aquí en mayúsculas), según consideraba Heidegger. 

El discurso poético así surgido no constituirá otra cosa que la representación de la realidad, imaginada, en parte, por supuesto, pero realidad, al fin y al cabo. Sirva entonces el obligado periplo de los párrafos anteriores como punto de reflexión para tener en cuenta en la lectura de la obra de Mármol que intentaremos proponer a continuación. 

5. La crítica

Eduardo Moga ha comentado sobre lo que considera como la “singular puntuación” revelada en los poemas de Mármol, en particular en aquellos incluidos en La invención del día. A través de sintagmas peculiarmente yuxtapuestos, de puntos que, “como hormigas implacables incendian la lógica, puntos que enarenan el pensamiento”, acontece en estos textos una estructura escritural en la que las formas parecen sustituir a la materia y al peso hueco del ser que vence la racionalidad inane de las cosas, sentencia Moga (2005: 76).

Lo mismo ocurre con las palabras luxadas, dice: ellas hacen del lenguaje animal trasgresor que se pasea por el mundo hasta culminar en un punto donde la idea “alcanza sus límites […] empujada por lo que niega”, para así desembocar al ser recurrente del autor (2005: 77). A la vida o a la muerte. En los poemas contenidos en el volumen mencionado, el pensamiento se hace sensorial, de acuerdo con el reconocido crítico español quien concluye que ellos “articulan silogismos […] en un continuum lingüístico donde todas las anomalías se resuelven, gozosamente, en creación” (2005: 78). En acto pensado para crear, podría decirse.

Por otra parte, aquel poetizar-pensar de Mármol, como argumenta Maricécili Mora Ramis, proviene no solo de su preparación académica en la disciplina de la Filosofía ni de su intención de ruptura de la generación precedente en búsqueda de una nueva concepción de la creación poética, como ya se ha aludido en las páginas iniciales de este texto, sino más bien de una preocupación de “[…] romper, sobre todo, consigo mismo, en un afán autocrítico y de renovación implacable…” (2005: 97). De vomitar en la página, de una vez por todas, la carga de ideas, preguntas y temores que atormentaban y atormentarán al poeta a través de su trayectoria creativa. Pasajero de una travesía de la cual nunca más le será posible alejarse; ni de su entorno, ni de sus sacudidas interiores. 

Al repasar las temáticas evidenciadas en la obra del dominicano, una y otra vez encontraremos todo aquello que ocupa su naturaleza de sujeto sensible y preocupado; las vicisitudes del poeta que, liberado de sus demonios, como confesó en una ocasión, cabalga sobre la página abrazado de la imaginación y el corazón. Lo hace, según Mora Ramis, cargado de “nostalgias, lamentos, suspiros, desafíos, y quejidos […]”; como narrador solitario en un viaje “[…] que nos devela infiernos neurálgicos, glorias colindantes a la locura. El ser bifurcando fronteras […] Demonios azuzados, otredades perdidas y ahora recuperadas” (2005: 98). Revelaciones, pues, que no retratan otra cosa que no sea la convicción del que escribe para buscar y encontrar; del poeta que desea ser reflejo del asombro y prisionero de dos cosas, y de dos cosas nada más: la pasión y el deseo. Eso que para Mármol representa lo mismo que el espejo del pensar y de las ansias, inevitables paradigmas del sujeto cuestionador. 

Cabe destacar que, en adición a la poesía y el ensayo, Mármol ha explorado con éxito el aforismo, esa forma de literatura paremiológica que hoy luce renacer gracias no solo a la inmediatez y rapidez del existir posmoderno, sino quizás a la imposición tecnológica que reduce la comunicación a un número limitado de caracteres mientras se pretende mantener el sentido de lo comunicado. Hablo aquí de Twitter, por supuesto. Curiosamente, el aforismo se origina en la Grecia antigua a manos de conocedores de la Medicina como Hipócrates; pensamientos estrangulados, como los consideraba Cioran, conservan una relación de naturaleza histórico-cultural con su versión más difundida y carente de autor —el refrán, proverbio o adagio—, con el eco de voces otrora reconocidas —el apotegma—, y con el epigrama, creación de naturaleza burlesca. 

“Aforista irreverente”, como le tilda Plinio Chahín, Mármol utiliza brillantemente los recursos que este género ofrece; la brevedad concisa, el animismo o el extrañamiento, y a través de ellos “[…] habla desde lo más urgente, maravilloso y cotidiano” dedicando particular atención al cuestionamiento del lenguaje, a los valores y sistemas de pensamiento judeocristianos, a la dualidad intuición-duda (2005: 142). Son ellos la práctica de una perplejidad en las que “[…] el autor escribe para salir del desasosiego y llegar a ideas, frases e imágenes que solo le pertenecen parcialmente. O como él mismo dice, para existir por un capricho bajo la planicie arrasada de un tal vez”, sentencia Chahín (2005: 143; énfasis mío).

Pensamiento e intuición, por supuesto, como misterios que transitan en el universo del tiempo: “Porque es el sablazo de la inteligencia oblicua, un aforismo burla, pero, no reemplaza la complejidad de un pensamiento” (2012: 9); como espacios de la razón que desafía: “La intuición es el punto de apoyo de la razón. Su profunda diferencia las concilia” (2012: 18), o la que inquieta, da la bienvenida al cuestionamiento: “He incitado a la razón hasta volverme loco. La cordura es metáfora del desasosiego” (2012: 98).

Los aforismos de Mármol, contenidos inicialmente en Premisas para morir (1999) y posteriormente en Estación de perplejos (2012), ilustran lo que Chahín afirma ha sido la tarea del autor: “[…] el desmenuzamiento y análisis del pensamiento que lleva implícito el amor, el dolor, el miedo, la soledad, la alegría, el suicidio, la muerte, lo sagrado y lo profano […]” (2005: 143). Una bitácora del sentimiento podría afirmarse, en la cual reina el amor como padecimiento: “El amor es la perseverancia en el desgaste. Degenera, con los años, en apenas un mérito, sin dejo alguno de pasión, sin la fuerza del deseo” (2012: 17).

Mármol logra todo aquello en la brevedad y a la vez, en la infinitud del aforismo, angustias de por medio; lo hace “[…] a través de unos fragmentos de deconstrucción, cuyo resultado último es dejar al descubierto la hipocresía y la plenitud del vacío”, según Chahín (2005: 143). El poeta, en suma, empoderado por la palabra, hace del acto escritural revelado en sus aforismos huella indeleble de la idea como estela del existir; en tránsito hacia la realidad e irrealidad del texto, reinventa las armas del lenguaje: “Cada sílaba germina como angustia. Cada frase es el despojo final. Escribir es la aventura de morir en el acto, para, inútilmente, renacer después” (2012: 10).

Una revisión de los comentarios que sobre el más reciente ensayo de Mármol (Posmodernidad, identidad y poder digital, 2019) han sido publicados por coetáneos, escritores, y críticos dentro y fuera de su país, revelaría con facilidad cómo las preocupaciones del poeta han trasmutado durante su trayectoria creativa en unas, no nuevas, sino de índole más compleja; a apremios, angustias y dudas de decidida naturaleza panglobal. Porque meditar sobre el Ser, virtual o real, habitante de la líquida contemporaneidad de Bauman —referencia del autor—, nos traslada a las preguntas primigenias que llenaron muchas páginas de El ojo del arúspice en las cuales Mármol pretendía, como Nietzsche, crear destruyendo mientras “[…] ese hombre con su ojo de mano toca la magia de ir y / de no ir”.

Sobre la obra mencionada Antonio Ramos dice los siguiente: “José Mármol blande, texto tras texto, una antorcha de anticuario, en la que arden palabras embadurnadas de feraces ungüentos, danzantes entre los riscos de la llama, palabras que sin embargo conservan en el sacrificio su orgullo, tales como humanismo, razón, razonable, razonar, esperanza social. Confiando aún en ellas, Mármol incluso se atreve a pronosticar futuras humanidades digitales” (2019: s.p.). He aquí media docena de vocablos con los que el poeta construye, párrafo por párrafo, los ochenta y cuatro textos en los que dibuja el mapa de la vapuleada posmodernidad que nos ha venido a definir.

“Desde la naturalización del hombre, el vaciamiento de las vocaciones antropocéntricas, el declive de la democracia, o las transformadoras mascaradas del capitalismo, hasta la imperiosidad de la ecología, el deber de la educación como paideia, o incluso la vindicación del paso del mito al raciocinio en la cultura occidental […]” (2019), continúa Ramos. Mármol insiste en abrazar aquel arúspice que casi cuatro décadas atrás había surgido de su desosegada pluma y que hoy, con la paz que regalan los peldaños del camino, otea, ya no el futuro, porque este se encuentra aquí, presente entre nosotros, sino las pautas que a su modo de ver nos regalarán nuevas y necesarias estrategias para la supervivencia. 

Pensando en el futuro, tal cual reza la dedicatoria del autor a sus nietos en el introito de Posmodernidad, identidad y poder digital, Mármol nos encomia en esta obra a continuar con empeño la batalla a favor del humanismo que, a su juicio, permanece hoy amenazado por el egocentrismo, la ceguera consumista, la injusticia y la agonía de la ética. De tal forma, apuesta a favor de ese principio fundamental sostén de las sociedades a las que todos pertenecemos. Nos recuerda que la victoria de la instantaneidad, la degradación de la figura corporal como objeto y propósito financiero, y el vapuleo al que la posmodernidad ha sometido el conocimiento, son la faz identitaria de la contemporaneidad que nos ha tocado vivir, y, por ende, deberán ser el blanco de toda iniciativa que pretenda retornar aquella humanidad al homo sapiens del siglo XXI. 

Una nota final. Antonio Ramos nos recuerda que los textos que conforman el más reciente trabajo del autor que nos ocupa, constituyen una recopilación de las columnas en prensa que bajo la genérica admonición Carpe diem, publicase entre 2014 y 2018. Dicho título, comenta, podría parecer paradójicamente ligero o, peor aún, derrotista; “expresión coloquial de un aferramiento despreocupado, cueste lo que cueste, al placer efímero”. Mas, dice Ramos, “[…] el autor vuela más alto, y la exhortación horaciana, divisa del epicureísmo, debe ser entendida justamente como un homenaje a esa escuela, proclive a un culto a la vida práctica y al conocimiento como medio para ser feliz y alcanzar, al mismo tiempo, el ideal de la sabiduría” (2019). Es decir, la aspiración que siempre motivó al poeta Mármol a lanzarse al ruedo de las ideas, al ímpetu del cuestionamiento y a la pasión del sentimiento que busca el sentido y propósito del existir. 

6. Colofón

En estos párrafos hemos pretendido abarcar la obra de José Mármol teniendo en consideración la rica y compleja hechura de su propuesta literaria; la tarea ha resultado en un fajo de anotaciones que confiamos constituyan al menos un modesto punto de partida para un estudio más abarcador. Tal propuesta pudiese partir, a título de ejemplo, del análisis del poeta dominicano como representante de su generación en el contexto de la literatura hispanohablante del resto del Caribe y Centroamérica contemporáneos. 

Cabe resaltar que en este prolijo escritor sobresalen importantes rasgos lingüísticos y creativos merecedores de su actual posicionamiento dentro de las letras dominicanas, y en cierta medida también de círculos de España, país donde se han publicado al menos cuatro títulos suyos. Debe destacarse además la original perspectiva temática evidente en el robusto “corpus” literario de Mármol; su ya madura madeja creativa evidenciada en la particular artesanía con que emplea y reinventa la palabra, así como su visión misma de pensador consumado que pregunta ¿Para qué escribir? ¿Por qué hacerlo? Y sobre todo ¿Cómo escribir?

En referencia a tales interrogantes ha sido enfático y diáfano al afirmar que, ante todo, el ejercicio del escritor parte, como toda expresión artística, de la que él considera la más absoluta y radical voluntad de libertad individual; en este fenómeno creativo que constituye la literatura para el poeta, “[…] en vez de reflejar, la palabra, en tanto que entidad simbólica, es un recurso que me permite recrear, reinventar, trascender, desvelar o transgredir la realidad que me rodea” (Mármol 2012: 65). Obsérvese cómo en estas aseveraciones la realidad no ha sido negada ni tampoco develada; ha sido más bien el esencial instrumento del acto creativo a manos del lenguaje que facilitará el autodescubrimiento del poeta que a partir de ese momento estará presto a explorar todo lo demás. 

Por qué escribir para Mármol constituye una forma de existir en la que pensamiento y palabra son ejes sostenedores; escribir es en este contexto un resistir y rechazar empoderado por ambas cosas en acto último de ejercicio intelectual donde la ética del escritor no sea el carácter moral o de propósito que para muchos ella significa, sino más bien una voluntad de búsqueda que prefigure lo que el autor considera conforma la compleja estructura humana: la búsqueda del “homo aesteticus” síntesis de pasión, razón y creación. 

Sobre el cómo escribir, podría decirse que para el poeta ello ha representado simultáneamente preocupación estética y filosófica, así como modus vivendi; sentir el pensamiento y pensar el pensamiento, pues. Después de todo, ya había confesado que hace mucho tiempo decidió, justamente frente al mar Caribe, vivir permanentemente en “estado poético”. Sin descuido alguno, yo advertiría que lo ha hecho a manos del asombro y la preocupación ante lo acontecido en estos tiempos que nos han tocado vivir. Así lo expresa en los párrafos a continuación:

Las promesas incumplidas de la modernidad, empezando por la presunción de dominio de un pensamiento racional e ilustrado y por la emancipación y el trabajo como principio de libertad, orden y progreso, además del bienestar común sustentado por un estado providencial y la igualdad de derechos y credos contrastan severamente con una sociedad moderna tardía o actual, o un escenario moderno líquido que se caracteriza por la dictadura de la mano invisible del mercado y la tendencia al desorden de que se nutre la globalización; por el divorcio entre el poder, que es global y la política, que es local, como también como el predominio de la emocionalidad sobre la racionalidad, del dogmatismo integrista, singularista y violento por sobre la diversidad, la tolerancia y la convivencia y por la angustia y la depresión como patologías sociales propias de un individuo que ha tenido que construirse a sí mismo y construir o elegir sus identidades en medio de una aplastante incertidumbre, ambivalencia, pobreza, migración e inseguridad, cuando se le había prometido certidumbre, propiedad de la tierra, seguridad y libertad. (Mármol 2019: 9-10)

(Publicado originalmente en Escribir otra isla. La República Dominicana en su literatura. Editores: Fernanda Bustamante, Eva Guerrero y Néstor E. Rodríguez, Almenara, Leiden, 2021) 

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Jochy Herrera es ensayista y cardiólogo; autor de Pentimentos. Apuntes sobre arte y literatura (Ediciones Cielonaranja 2021).