De un breve tiempo a la postrimería del siglo pasado y hasta el alba del presente, el cultivo de la ficción literaria corta ha alcanzado un repunte sin precedentes en nuestra tradición narrativa y en gran parte de Hispanoamérica. Para el mexicano Lauro Zavala, el gran teórico y antólogo de la minificción, la razón hay que buscarla en la aparición y auge de las nuevas tecnologías (las computadoras, las tablets, el chateo, las redes sociales, los teléfonos inteligentes, etc.); también en la moda de la brevedad, impuesta por el horror al reposo y a la duración, a lo que he llamado “el boom de la brevedad”. La vida moderna está, pues, impulsada por la prisa y la rapidez, la inmediatez y la premura, que hacen obsolescentes las cosas y los objetos.  

Como nada hay nuevo bajo el sol –tal y como lo aprendimos del sabio Salomón, en la tradición bíblica–, la minificción –o microrrelato (como suelen decirle los españoles)–, pese a que su generalización es relativamente reciente, se remonta a textos antiguos de origen milenario, que están insertos –o enclavados– en las raíces de la cultura china, japonesa e india, y aun en los presocráticos griegos. En nuestra tradición literaria hispanoamericana habría que remontarse al mexicano Julio Torri, quien en su libro Ensayos y poemas, de 1917, perfila el devenir de esta expresión verbal o subgénero narrativo. En la tradición narrativa dominicana, especialmente, en la ficción breve o microrrelato (en formato de libro), su génesis habría que buscarla en Manuel del Cabral y Marcio Veloz Maggiolo, en Cuentos cortos con pantalones largos (1981), y en Cuentos, recuentos y casi cuentos (1986), respectivamente.  

En lo que a mí respecta, creo recordar que durante mi gestión como director General del Libro y la Lectura y luego de Gestión Literaria en el Ministerio de Cultura, me correspondió crear las tres primeras versiones del certamen (el primero dedicado a la Ciudad de Ozama, en el año 2010, en que la ciudad de Santo Domingo fue declarada Capital Americana de la Cultura; el segundo dedicado a Manuel del Cabral y el tercero a Marcio Veloz Maggiolo, por ser los primeros autores de libros de microrrelatos), y justamente la última edición de este certamen, en 2015, Leo Silverio, el autor que me corresponde hoy presentar, fue el ganador único, con su libro Microrrelatos de lo absurdo.

Para todos fue una sorpresa pues a Leo Silverio lo conocíamos como cineasta, profesor de cine y guionista. Para nuestra satisfacción, Silverio, desde esa experiencia triunfal, no ha dejado de escribir y publicar libros de microrrelatos, cada vez con mayores aciertos narrativos, hallazgos expresivos, registros simbólicos y nuevos temas argumentativos. Luego de obtener dicho premio, ha publicado Sabores del bosque; No tan sacro, de la muerte y otros temas; La fiesta de los santos, y ahora nos sorprende nuevamente con Aberrado placer –el texto que tenemos el placer de presentar y poner al ojo crítico de los lectores, desde esta noche.  Se trata de un libro articulado y estructurado por una serie de microhistorias que bordean lo siniestro, lo sórdido y lo cruel. Algunas median entre los límites de la estética de la crueldad y la psicología del horror, en los que las tramas tienen como telón de fondo desenlaces escalofriantes, que alcanzan la definición del asco o el espanto, el suspenso y la pesadilla. No pocas intrigas de las que conforman la materia prima que dan origen a sus tramas narrativas provocan sensaciones de rechazo y de malestar. Leo Silverio nos ofrece aquí un manojo de historias en las que se confunden –adrede o no–, las leyes de la verosimilitud con su personalidad autoral. En las mismas se yuxtaponen lo real y lo ficticio, la invención y la experiencia, lo vivido y lo fabulado, como debe hacer todo buen narrador, que inventa o reinventa artificios narrativos. En efecto, su yo personal se distancia del yo literario, de modo que sus historias no tienen la tinta de lo autobiográfico, sino que se alejan, en tanto que su yo biográfico pasa a camuflarse, disiparse –o diluirse– en los laberintos de la ficción, y, en ocasiones, se vuelve un yo de segundo grado, como un narrador testigo y no participante.       

Escribir relatos cortos –o microrrelatos– puede convertirse en una artesanía, en un oficio de carpintería literaria, y puede ser el factor sorpresa o el golpe de dados, el azar que funde –o instaure– una obra maestra del primer intento. Pero un autor de microrrelatos ejerce el oficio continuo de hilvanar tramas diversas y diferentes en cada libro y cada una de ellas, representa, sin dudas, un acto de proeza creativa. Y Leo Silverio lo ha logrado con la publicación de cuatro libros de microrrelatos, donde el azar ya no juega a la eficacia, ni al don de la perfección. Podría decirse que estamos ante un microrrelatista de oficio, que ha revelado constancia, persistencia, pasión y desafío personal en cada libro. Aberrado placer, conforma,en efecto, una galería de personajes siniestros, de contextos temporales, hechos cotidianos y atmósferas, en las que convergen el humor negro, lo gótico, la ironía y el desenfado. En algunas de estas minificciones, Silverio bordea la trama policiaca, el suspense hitchcockiano, o el cuento de terror, acaso por su experiencia de cinéfilo, que nos recuerda a Arturo Rodríguez Fernández y a Armando Almánzar Rodríguez, porque ambos fueron, a la vez, cuentistas y críticos de cine, y por tanto no pocos de sus textos narrativos fueron gestados o tuvieron el impulso del comentarista de películas. Desde luego que esa experiencia del mirador –o veedor– de cine se nutre de la tradición cuentística, pero también de la experiencia audiovisual que permite, al amante del cine, poblar su mente y su conciencia de imágenes fílmicas, que luego son metabolizadas y transformadas en imágenes verbales y argumentos narrativos.

Por las páginas de esta obra desfilan asesinos en serie, personajes de la cultura popular criolla y de la mitología urbana, en contrapunto con personajes históricos universales, ficticios o reales, nacidos de la imaginación o de la tradición literaria. Dialogan imágenes bélicas, fábulas y pesadillas, situaciones generadas de su talento creador o de experiencias de lectura. Asistimos pues a una película de la ensoñación, en la que los asesinatos y los crímenes decoran la pantalla de la imaginación, causándonos, a menudo, el espanto y, en otras, la carcajada.

Desfilan asimismo personajes desde Toño, Enrique, Mussolini, Trujillo, Toño Bicicleta, Enrique Blanco, Atila, Jack El Destripador, El Estrangulador de Boston o Cuchillo Sánchez hasta Gengis Khan. Como se ve, confluyen el cine y la historia, lo nativo y lo foráneo, en una simbiosis entre la realidad y la ficción, la creación y la recreación. Conjuras, muertes, sangre, pesadillas, encrucijadas y leyendas pueblan los símbolos del universo narrativo que funda Leo Silverio, en este texto de eficaz factura en el lenguaje. Cada texto encierra su propia historia; en cada uno el mundo que recrea se hace autónomo y se distancia del anterior y del siguiente. Y esa facultad revela potencia imaginativa y dominio del arte del microrrelato. Aunque parezca simple, pero el oficio de escribir serie de microrrelatos o serie de libros de microrrelatos requiere de la consagración y la constancia, cualidades enemigas de la prisa y la velocidad. Y Silverio nos ha dado lecciones de trabajo creativo, de ascenso y evolución en el dominio de la técnica, y del pulso secreto y mágico de inventar microhistorias. Leo Silverio ha hecho, en resumen, del microrrelato, profesión de fe, o sea: es un profesional de esta expresión breve, y en boga, del cuento.  

La argentina Ana María Shua (a quien invitamos en una ocasión a la Feria Internacional del Libro a dar un taller de microrrelatos, a la cual los estudiosos de la minificción de habla hispana consideran como la mejor autora de microrrelato en lengua española), suele publicar libros de microrrelatos orgánicos, es decir, unitarios, cuyas historias y tramas giran en torno a un mismo hilo argumental, y estos rasgos de Shua me hacen recordar este texto de Silverio. De Shua he leído casi todos sus libros de microrrelatos como Botánica del caos, La sueñera, Casa de gheisas (y que me regaló, dedicado), Fenómenos de circo y La guerra, en los que apela a investigaciones, a su cultura letrada y acaso a la observación minuciosa y paciente. Justamente, su texto La guerra (el último suyo que he leído) es un despliegue de hechos, personajes y sucesos históricos, en los que lo bélico constituye el centro de gravedad de las intrigas de cada texto. 

Este libro de Silverio tiene páginas que, literalmente, quitan el habla, que conmueven, que nos desvelan, o que nos producen náusea. El lector tendrá, pues, un desafío y un reto: o tirarlo por una ventana, o resistir sus dardos terroríficos, o cerrar los ojos ante la sangre. De ahí que la hipérbole y la metáfora sean las figuras literarias protagonistas de cada acción narrativa, en que residen símbolos como el cuchillo o el revólver, esos objetos pavorosos e intimidantes. De modo que las armas actúan como emblemas de la violencia y el crimen, que matizan el tejido simbólico del conjunto de estos microrrelatos que, más que de placer, son del dolor o del terror, en los que lo fantástico funda el escalofrío de la muerte, y cuyas resoluciones, desde el punto de vista de su clímax narrativo, deparan en un atroz suspenso.

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Basilio Belliard, poeta, narrador y crítico dominicano. Académico con título de Doctorado.