Nuestro septenario ideal se concluye con una nota de tipo más inmediato e informativo que, por naturaleza propia, podría expandirse ilimitadamente. En efecto, bajo este capítulo podríamos también hacer referencia al Magisterio de la Iglesia sobre los temas culturales. Se abriría, así, un capítulo inmenso de ardua exploración: basta sólo con pensar –para permanecer dentro del perímetro más actual y circunscrito– en la extraordinaria y constante atención que Benedicto XVI ha atribuido y atribuye a la dimensión cultural en su enseñanza y en su ministerio pastoral: la citada alocución de Regensburg o el discurso destinado a la Universidad “La sapienza” de Roma, pero también los sugestivos puntos de reflexión presentes en las encíclicas y en muchos discursos, son una demostración evidente de ello, fundada en la personal matriz académica y científica del Pontífice.

Nosotros ahora quisiéramos referir sólo una noticia sobre las instituciones vaticanas propuestas de modo específico para la pastoral de la cultura: en forma más o menos explícita están implicados, en efecto, muchos organismos: el primero entre todos, la Congregación para la Educación Católica, para pasar luego a las Academias de las Ciencias y de las Ciencias Sociales, al Comité de Ciencias Históricas, al Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, al Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, y otros por el estilo, precisamente por la reconocida “transversalidad” de los fenómenos culturales. Son tres las instituciones de la Santa Sede directamente implicadas en la cuestión. En primer lugar, el Pontificio Consejo de la Cultura, cuya historia se funda sobre el Secretariado para los no creyentes, deseado por Paolo VI en 1965, y crecido en veinticinco años bajo la dirección del Cardenal Paul Poupard. Nos conformamos ahora sólo con enumerar algunas trayectorias de elaboración y empeño que el Consejo ha iniciado a delinear sobre la base de recorridos ya iniciados en el pasado.

Teniendo en cuenta las finalidades que este Dicasterio reviste, se han individualizado algunos ámbitos de capital importancia, cada uno de los cuales exigirá y merecerá amplias y profundas investigaciones y coordinaciones. Intentamos ahora presentar algunos de ellos, no olvidando que precisamente a través de ellos se podría reconstruir casi un cuadro de las mayores instancias culturales y sociales contemporáneas. El primer ámbito –que, como para los demás, será dirigido a través de un Departamento específico dentro del Dicasterio– es el del delicado, complejo y cada vez más urgente diálogo entre ciencia y fe: al respeto es significativo el “Proyecto STOQ” que, como dice el acrónimo, implica “Science, Theology and the Ontological Quest”, es decir, ciencia, teología y filosofía. Este Departamento tiene en obra, por ejemplo, el análisis de todo el tormentoso problema de la evolución biológica, cuestión puesta en agenda de científicos, teólogos y filósofos, sobre todo en el 2009, con motivo del segundo centenario del nacimiento de Darwin y los 150 años de la publicación de El origen de las especies. Pero el discurso se extenderá ahora también hacia el abarrotado y “minado” campo de la bioética y todos sus corolarios, como el de las neurociencias o de las células estaminales.

A este argumento de aspectos a menudo incandescentes (como lo son otros muchos en el debate entre fe y ciencia) añadimos el capítulo de las llamadas ciencias humanas que giran en torno a la antropología filosófica y teológica, pero comprenden también psicología/psicoanálisis, sociología y economía. A esta última, entendida no como mera teoría financiera o monetaria ni como simple “modelismo” de gestión del desarrollo, sino como real ciencia “humanística” de interpretación y gobierno de la vida estructural social del oikos, es decir de la “casa” del mundo, sobre la pista de concepciones como las propugnadas por Amartya Sen, Joseph Stiglitz, Muhammad Yunus y otros economistas, se dedicará una particular atención en colaboración con diversos entes e instituciones específicas.

Hoy también es decisivo el capítulo del lenguaje, estudiado no sólo como radical fenómeno antropológico, sino sobre todo en las realizaciones y aplicaciones que ha sufrido en estos últimos diez años de cambios epocales: pensemos únicamente en la multiplicidad de lenguajes y sus correspondientes “gramáticas” en las nuevas comunicaciones, a partir de la televisiva y telemática. El “internautacontemporáneo, el comunicador “virtual”, la simplificación expresiva “telefónica”, etc., interpelan y provocan la misma comunicación eclesial y la empujan a evitar los dos extremos de la repulsa autorreferencial, fuente de “incomunicabilidad” y de la adecuación supina e imitadora, principio de sincretismo, oscurecimiento y superficialidad humana y religiosa.

De la cuestión de la no creencia ya se ha tratado anteriormente: naturalmente, considerada la génesis de este Dicasterio, se tendrá que dedicar a este horizonte una atención particular, en la conciencia del nuevo perfil tan fluido e impalpable que el fenómeno ha asumido sobre la estela de la secularización. Se vuelve importante, por lo tanto, decidirnos a iniciar un diálogo con algunas figuras de la no creencia y del agnosticismo contemporáneo que sean, “noblemente pensativas”, para decirlo con las palabras de Pablo VI. El discurso tendrá que versar sobre algunas categorías de base, a partir del ser y de la verdad, como sobre antes se decía. Son sugestivos al respeto, estos versos de David M. Turoldo: “Hermano ateo, / noblemente pensativo, / en búsqueda de un Dios / que yo no sé darte, / atravesemos junto el desierto. / vayamos más allá del bosque de los credos. / Libres y desnudos / hacia el Ser Desnudo / y allá dónde la palabra muere / tenga fin nuestro camino”. En esta línea ya se ha constituido dentro del Pontificio Consejo de la Cultura un “Atrio de los Gentiles”.

Quizás Paolo, el apóstol, tenía precisamente en mente aquel muro de división –que entonces separaba rigurosamente el atrio del templo de Jerusalén donde eran admitidos los Gentiles, o sea los paganos, los “no creyentes” a los ojos de los judíos de aquel tiempo, del espacio reservado a los fieles judíos– cuando le escribía a los cristianos de la ciudad a greco-romana de Éfeso estas palabras: “Cristo ha derribado el muro de separación que dividía aquellos dos pueblos, para crear de los dos un sólo hombre nuevo haciendo las paces y reconciliando a ambos.” Siguiendo los pasos de esta imagen, evocada también por el papa Benedicto XVI en un importante discurso suyo, el Pontificio Consejo de la Cultura ha pensado colaborar en la demolición del muro que en estos últimos tiempos se ha elevado hasta impedir que se crucen las miradas y las palabras entre los dos diferentes “atrios” simbólicos. El deseo es el de tejer un diálogo, pero teniendo cada uno plantados los pies en el propio territorio, es decir, respetando la propia identidad. Un diálogo que se desarrolle alrededor de los interrogantes radicales que tocan los grandes temas como la vida y la muerte, lo auténtico y lo falso, el amor y el dolor, el bien y el mal, libertad y solidaridad, palabra y silencio. Un diálogo que no titubee incluso a internarse en sendas de altura como la transcendencia y el misterio, donde aparece la pregunta extrema sobre el Ignorado, el Desconocido, el Dios que “es conocido en Judá”, o sea, al creyente, como dice el Biblia. Como escribía un filósofo contemporáneo, “lo que asombra a menudo no es nuestra dificultad para hablar de Dios sino nuestra dificultad para callar sobre él.” El Atrio de los Gentiles es, por lo tanto, el lugar donde se buscan recorridos comunes, sin atajos, pero tampoco con desviaciones y dispersiones, donde la escucha es específica, incluso en la diferencia de perspectivas. Un escritor francés católico, Pierre Reverdy, estaba convencido de que hay “ateos feroces que se interesan en Dios más que algunos creyentes frívolos y ligeros” y creyentes que se interesan mucho más en el hombre y en el mundo que algunos ateos banales y sarcásticos. El diálogo que quisiéramos tejer juntos será, entonces, entre personas inteligentes y apasionadas, orientadas a encontrar un sentido, una respuesta, una verdad.

Un ulterior ámbito, que también ha llegado a ser decisivo e incisivo en nuestros días es el de las culturas y sociedades emergentes. Son los nuevos horizontes continentales que la globalización ha buscado gobernar y orientar, pero que en cambio a menudo se han desligado e impuesto de modo autónomo, tanto que han constituido la denominada “glocalización”, donde el equilibrio entre universal e individual, entre “ecumene” y etnocentrismo es frecuentemente precario e incluso conflictivo. Bastaría con sólo citar el relieve que China e India han adquirido en el panorama internacional con respecto a los tradicionales polos planetarios occidentales. De manera similar muchas interrogantes y aportes originales nacen de culturas como las africanas o latinoamericanas. En este campo de investigación es evidente la importancia que tiene la interdisciplinaridad entre ciencias diferentes, que van de la antropología a la sociología, de la historia a las distintas filosofías, de la etnología a la teología, del folclore en sus múltiples matices hasta la economía.

A estas alturas del discurso, deberíamos introducir la acepción tradicional de cultura, tal como se configura en sus expresiones más altas y, si se quiere, estéticas. A este respeto se tiene que hacer referencia a las distintas Academias Pontificias cuya coordinación ha sido confiada precisamente al Pontificio Consejo de la Cultura: ellas impulsan investigaciones muy diversificadas que van de la arqueología al culto de los mártires romanos y a su historia, de la teología en sentido general y de alto perfil metodológico al específico de la teología tomista clásica, de la mariología a las artes y a las letras.

Es precisamente por este camino que introducimos el segundo Dicasterio Vaticano de explícita impronta cultural, la Pontificia Comisión para los bienes Culturales de la Iglesia, fundada en 1993 y cuyo título expresa ya su finalidad. Este Dicasterio se esfuerza en sugerir a las instituciones civiles públicas y a los entes culturales, además, naturalmente, que, a las Conferencias Episcopales, una serie de normas y estímulos que sustenten la tutela, la fruición y el incremento de aquel extraordinario patrimonio que la Iglesia ha producido en los siglos, que va de los bienes artísticos presentes en los edificios sagrados a las bibliotecas, de los archivos a los museos diocesanos y la inmensa producción cultural obrada por las Órdenes y de las Congregaciones religiosas. Un verdadero y propio mundo que exige rigor en la conservación, teniendo en cuenta los riesgos que corre, pero que tiene que volver a estar vivo. Esta vitalidad reencontrada debe, por lo tanto, impulsar a un renovado diálogo con los artistas, a nivel cualificado y no meramente artesanal, y una nueva relación comitente-artista. Precisamente por esto, ya se han dado interesantes e importantes pasos por cuanto atañe a la arquitectura; quisiéramos establecer sobre el escenario internacional de Venecia, con ocasión de su Bienal de Arte, un diálogo con algunos de los máximos artistas contemporáneos, interpelados sobre los grandes temas espirituales, incluso tomando en consideración la multiplicidad de los actuales acercamientos y recorridos artísticos según los diversos ámbitos culturales. Igualmente vivo y estimulante podría ser el diálogo con la música culta contemporánea (pero no sólo con ella), sin olvidar reproponer vivamente la grandiosa herencia secular de la música religiosa y litúrgica.

Detengámonos aquí en el intentar delinear este arcoíris de temas y propuestas culturales, sin olvidar señalar el hecho de que actualmente el Papa Benedicto XVI ha querido que fueran incorporados bajo una única presidencia coordinadora estos dos Dicasterios Vaticanos –de la Cultura y de los Bienes Culturales– asociándolos también una tercera institución, la Pontificia Comisión de Arqueología Sagrada. Ella tiene como centro de su trabajo la tutela y gestión –basada sobre una normativa del Concordato con el Estado Italiano– de las al menos 120 catacumbas cristianas que existen sobre el territorio italiano, a partir de la Umbría y Toscana para bajar hasta Siracusa y Palermo en Sicilia, naturalmente teniendo como corazón la rica serie de las espléndidas y gloriosas catacumbas romanas (los nombres de S. Calixto, S. Sebastián, Domitila, Priscilla, etcétera, son conocidos en todo el mundo, pero la Comisión está trabajando por incrementar el conocimiento y fruición de otros complejos, como los de los Santos Marcelino y Pedro, Santa Inés y Pretestato).

Excavaciones, estudios, obras de conservación, visitas de fieles y turistas, colaboración con instituciones civiles y estatales, forman parte de la actividad y proyectos de esta institución de la Santa Sede quizás menos conocida pero ciertamente significativa. Es necesario que los creyentes se presenten sin complejos de inferioridad, pero también sin arrogancia integrista en la confrontación con el horizonte multiforme y a veces provocador y desconcertante, (aun con resultados contradictorios, pobres y enfáticos) de la cultura. Lejos del dejarse tentar por el aislacionismo escandalizado, los cristianos retornen también y sobre todo en este terreno a ser testigos, levadura, sal, semilla, luz –esta es su “provocación”– “estando siempre preparados para presentar defensa (apologhía) ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros, pero hacedlo con mansedumbre y reverencia; teniendo buena conciencia” (1 Pt 3, 15-16.). Cierto, los riesgos y las tensiones que nacen de cualquier diálogo o confrontación siempre están al acecho, pero la advertencia de san Paolo puede acceder casi como lema del cristiano que vive en el mundo sin caer en la tentación de ser del mundo: “Examinen cada cosa, y quédense con lo que es “kalón”, o sea lo que es “bello y bueno” (1Ts 5, 21).

(Conferencia Magistral dictada durante la Feria Internacional del Libro Santo Domingo 2011)

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Gianfranco Ravasi (Italia, 1940). Cardenal de la Iglesia Católica desde 2010. Presidente de la Comisión Pontificia de Arqueología Sagrada. Arqueólogo y profesor de estudios clásicos griegos y latinos. Fue presidente de Pontificio Consejo de la Cultura, de 2007 a 2022 y presidente de la Comisión Pontificia para el Patrimonio Cultural de la Iglesia, de 2007 a 2012.