Los recuerdos me asaltan de manera tumultuosa y vuelvo constantemente al tiempo del origen. A ese día exacto, cuando terminó hecha pedazos mi relación con Genoveva, la mujer de mi quinto matrimonio. Siete o nueve meses atrás, luego de nuestro último altercado, hice una ronda por las habitaciones y noté que recogió cientos de zapatos, la parte más esencial de sus ajuares y, sin decir adiós, se marchó de la casa. 

El miedo a la soledad y, por supuesto, a las consecuencias que iba a enfrentar, fruto del abandono, me doblegaban. Así que antes de que las cosas llegaran más lejos, yo supero el miedo, me armo de valor y tomé la decisión de poner fin a esa relación gris, tóxica y sin futuro. 

Una noche, antes de los hechos trascendentales, mientras yo dormía a su lado, tuve una revelación sobre mi inevitable destino. 

No me alegro de la decisión que tomé, porque ahora, justo ahora, faltan cuatro días para la Navidad y ya empezó el frío. No pienso en nuevas oportunidades. No regreso y espero que ella tampoco se arrepienta. No recuerdo cuándo la casa dejó de ser un crucero del amor. No pude desamarrar a tiempo los lazos del infortunio, pero antes de que ocurriera el naufragio, lo hice, finalmente. Era una necesidad perentoria, muy personal. No me sentía cómodo. En principio Genoveva era una mujer dulce, alegre, ejemplar. Nos amábamos. Nuestro amor era apasionado, intenso. La señora Herros. Se sentía orgullosa y presumía el apellido como si llevara sangre azul o se tratara de un título nobiliario. Era buena e inteligente. Conversábamos de manera muy frecuente sobre temas variados e impactantes. No teníamos límites; veíamos juntos películas clásicas y documentales de NATIONAL GEOGRAPHIC. No exagero. Genoveva llegó a mi vida como un auténtico tesoro. Era bella de manera singular y como pareja despertábamos una envidia increíble entre mis amigos más cercanos. Era perfectamente eficiente en la cama, recorriendo con la lengua mi cuerpo. Demorándose en los besos, enredando su cuerpo con el mío. A tiempo mi ofensiva. La fogosidad de mis besos. Las caricias mías, las caricias de ella, entregadas y recibidas, simultáneamente. Recuerdo ese momento dulce como una escena de película. Terminamos. Primer plano: me sonríe, le sonrío.

Y pasó que sin darnos cuenta el derroche terminó y entramos en un periodo muy crítico, sin hambre emocional, con demora de caricias y besos. Frívola ella y frívolo e indiferente yo en un cruce de miradas, pero no son los ojos que miran el espejo de nuestras ya ahogadas y oscuras almas. El amor se volvió un veneno. ¿En qué momento empecé a sentirlo y me convertí en un hombre sumiso, resignado, dócil? Era degradante, vejatorio, ofensivo… un perfecto desastre. Los sentimientos se atascaron. Discutíamos de manera frecuente. Por la noche llegaba muy tarde del trabajo, fresca y bella, como si un príncipe acabara de darle un beso encantador. En ese momento se iluminó mi mente… si seguía viviendo bajo el mismo techo con Genoveva me iba a convertir en una ruina humana, atrapado en el fondo de un abismo emocional. Ella me asfixiaba. En la casa teníamos problemas para controlar nuestras emociones oscuras. Genoveva, en ese tiempo de sombras, era una mujer pacífica, pero ya las llamas del amor no flameaban como antes en las pupilas de sus ojos. Convivir con Genoveva se convirtió en un infierno. Era impredecible. ¿Qué hice? Me coloco dos pasos adelante. No descarto pensamientos turbios, y, como medida de precaución, escondo todos los cuchillos carniceros de la cocina.

A eso, que ya era suficiente a mi condición de Sísifo, se agregó otra tragedia. Desde mi divorcio con Genoveva sueño todas las noches con cada una de las cinco esposas que tuve. 

No tiene ninguna lógica que, a esta altura de mi vida, las encuentre en mis sueños porque todas, felizmente, siguen dando tumbos en algún rincón de este mundo.

En realidad, no me molesta tanto la oniria, y que la cama solo sirva para dormir a brincos y soñar con ellas.Hay dos de los sueños, afortunadamente, que resultan agradables, sinceros y apacibles. Sin embargo, vivo abrumado, con miedo; y eso es terrible, porque lamentaría que pueda acostumbrarme. Ese es mi gran temor, que el sueño se haga fuerte, recurrente y termine convirtiéndose en una costumbre sórdida, fatal. 

No tengo nada personal en contra de los sueños. El problema básico, y sobre todo clave, está en el agobio y la opresión que siento después del ataque. No quiero poner en mi boca la palabra preocupación, pero cuando despierto y abro los ojos me quedo en la cama, mirando hacia el techo, poseído, sin habla, con el alma quebrada y todo el cuerpo bañado por un sudor frío. No logro volver a dormir. Y amanezco con los ojos duros, y abatido, con un fuerte dolor de cabeza.

Así que necesito una tregua, paz, descanso. Tengo que hallar un punto donde no me atrapen los sueños, necesito sosiego… un estado de absoluta tranquilidad, que me ayude a pensar con calma. Y si no lo consigo voy a morir.

En mi momento más crítico pienso en buscar ayuda con un terapeuta del sueño. Hago la cita y en la mañana voy a la consulta. Sin dormir y con un fuerte dolor de cabeza.

Atilio, háblame de los sueños. ¿Cuándo empezaron? Preguntó la doctora.

Todo empezó con mi último divorcio, digo. Tengo cinco matrimonios. Tuve, en realidad.

Ella habla. Habla y pregunta. Yo hablo y respondo. Hablo sin muchos detalles sobre la parte de mi vida junto a Genoveva que estaba seguro sería útil o con alguna validez de testimonio en el diálogo terapéutico. 

Una pregunta: ¿Tuvo hijos? Habla la terapeuta.

¿Hijos? La pregunta, de mi parte, me sirvió para tratar de hallar alguna relación de esa palabra conmigo. Hice una búsqueda rápida a través de los laberintos de mi memoria y respondo.

En el primer matrimonio era muy joven y queríamos tiempo para llevarnos el mundo por delante y alimentar nuestra felicidad, por eso nunca pensamos en tener hijos. En mi segundo matrimonio, luego de dos años viajando solos, los fines de semana, descubriendo maravillas, santuarios naturales y cascadas de fantasía por miles de caminos, terminamos agotados, sin remos; y el divorcio llegó con el amor menguado, sin casa propia y sin hijos. Durante el tercer matrimonio ocurrió algo espantoso: un accidente de tránsito que con el paso de los días angustiantes derivó en una pérdida lamentable. Nuestra niña hermosa murió. Tenía dos años. No quiero entrar en detalles. Me duele mucho recordar cómo sucedió. El desconsuelo y la tristeza acumulada destrozaron el hogar. En ese momento tenía que poner punto final a mi vida de conquistador. Sí, con mi tercer matrimonio. No lo hice y me arrepiento. De haberlo hecho, ahora no estaría aquí, sin entender mi pasado, destruido emocionalmente.

Así, con un nudo en el alma, todavía dañado, llegué a mi cuarto matrimonio. Dos niños vivían con nosotros. Yo los amaba con sentimiento de verdadero padre. Íbamos a la playa, hacíamos cosas estúpidas que nos divertían, viajábamos juntos a los parques temáticos de Miami. Éramos felices. Un día la madre me pidió que habláramos. Hablamos y me dijo que decidió volver con el padre real de sus hijos. Yo estaba deshecho, inconsolable. No había vivido nada igual. Nunca me imaginé que ella me abandonaría de esa forma tan indolente. No pensó en mí. La amaba, sí, claro; y se lo dije. No quiso entrar en razón. Estaba obnubilada. Ella solo pensaba en blanco y negro. Volaba en una dirección equivocada, hacia un campo minado. Estaba confundida con los colores de felicidad que le pintó el padre de sus hijos. Y yo juro que no quería perderlos. Tenía una íntima conexión con los niños. Utilicé argumentos válidos para impedirlo. No escuchaba, cerró los oídos. No quiso escucharme. La conversación se volvió sórdida. Imploré, supliqué. Piensa en ellos, dije. Mírame. Tenemos una vida juntos, también dije. Estuve expuesto a la humillación. No me sirvió de nada. El fin de semana hizo maletas, tomó a los niños de las manos y se marchó de la casa. 

En cuanto a Genoveva tuve que llegar a un arreglo importante para casarme con ella. No quería tener hijos. Eso me dijo y yo no quise ser incisivo. Después veremos, pensé. No quería presionarla. No está en mi naturaleza. Ella era joven, fuerte, con buena salud. A primera vista no veía ningún inconveniente. El cuadro mío, en cuanto a la edad, era perfecto; y, de acuerdo a mi último chequeo médico, tenía una salud excelente. No quería perderla. Nuestros sentimientos eran claros, bonitos y yo acepté. De manera que ella, desde el primer día de la boda, tomó sus precauciones y yo iba a la cama vigoroso, enamorado, certero, llenándonos de besos, sin pensar en un embarazo no deseado. Ese era su plan, mantener el nido vacío. En realidad, el nido nunca existió. Éramos dos personas viviendo solos, bien y felices, en una casa amplia y hermosa, con un jardín florido, maravilloso. Y yo, gozándola sin límites, terminé rendido a su plan, aceptándolo.

Así que el plan de tener hijos con ella quedó cerrado.

En los primeros dos años todo iba a pedir de boca. Ella trabajaba y cumplía su horario laboral con absoluta dedicación. Era su derecho. El matrimonio se volvió frágil durante el tercer año con la cascada de ascensos de ella en la empresa y la casa se llenó de un aire pesado.

Los días pasaban sin que le dedicara un pensamiento a Genoveva. En la noche regresaba y ya estaba la cena puesta en la mesa.

No sé, a ciencia cierta, cuándo se marchó Genoveva, pero ya estoy acostumbrado a caminar por la casa sin el olor de su perfume, sin testigos.No lo niego. Tenía una reacción alérgica a su perfume de olor firme y duradero. Ya no soportaba esa fragancia habitual cerca de mí. El rito de verla perfumándose me enfermaba. Abundante en su cuello, rociado generoso entre los dos senos y frotado en las coyunturas de las muñecas. A la cama, a las sábanas, a las almohadas también llevaba el espíritu de su perfume. Y yo solo olía a hombre. Era muy grande la diferencia entre los dos. Anoté eso en su memoria.

Una noche descubro una invisible línea divisoria, una barrera, un muro de contención emocional impuesto de manera firme en medio de la cama; y, finalmente tuve que aceptarlo en silencio, como si se tratara de algo normal.

No sirvo para seguir al pie de la letra patrones emocionales. La fuerza del poco honor que me quedaba la utilicé para arrastrarme a otra habitación de la casa. Un siglo me tomó hacer el trayecto. Ante la televisión recupero en treinta segundos el siglo perdido.

Genoveva se convirtió en una gata persa, solitaria, distante, elusiva. En principio se quedó con la cama y el uso de la habitación y el baño para ella sola. Acepto la nueva realidad de nuestra convivencia; y ella se convirtió con el paso de los meses en un ser despreciable. A esa altura de la situación su presencia me producía arcadas. Ya no la tragaba. No me dejo tentar, tengo una naturaleza férrea y no pierdo con facilidad la paciencia.

En ese tiempo empezó a recibir llamadas a deshoras y que contestaba en la intimidad de su habitación. Eso tampoco me importó. Ella era la que tenía oídos, ojos; y mi corazón, ante ese hecho irrevocable, qué diablos podía sentir. En lo adelante asumo el comportamiento de un témpano de hielo.

No provoco. No me resisto. De mi parte silencio absoluto. La televisión me atrapa por más tiempo. Me transformo en un huésped silencioso. No digo nada cuando la alcanzo a ver en la cocina. La nueva situación destroza, ataca, humilla, pero no hago un cuadro depresivo.

La confianza en mí la redoblo. La dosis aumentada de la televisión ayuda, distrae y cierro la puerta a los arrebatos de cólera.

El punto que nos tiró de lleno a la metamorfosis llegó con la inevitable oleada de silencio trepando como hiedra por las paredes de la casa.

Las costumbres, los hábitos de pareja y esos pequeños detalles de la cotidianidad empezaron a desaparecer entre nosotros. Los gustos y antojos gastronómicos que incluía una extensa variedad de postres industrializados, galletas holandesas, jamón serrano de bellota, la línea de quesos de Francia: camembert, el brie, de pasta suave y cremosa, roquefort, con un sabor intenso, pont-l’évêque, suave y meloso… Ella tenía su lista de exquisiteces; y yo la mía, muy diferente, a la hora de hacer compras en el supermercado.

La lista de caprichos personales también sirvió para apuntalar nuestra distancia. Entramos en un nocivo y perverso periodo de existencia descolorida.

La crisis no terminó ahí. Traspasamos el límite cuando desapareció la exquisita taza de café de Indonesia con canela que compartíamos juntos, a primera hora de la mañana. El silencio de nuestro abandono olía a tierra seca, mientras caminábamos a convertirnos en sombras, irremediablemente. Irreconocibles ante cualquier espejo, deshabitados. Yo, al menos, sentía una carga insoportable de cenizas en mi alma.

En fin, nos alimentábamos de la indiferencia, dejamos de apasionarnos. Y yo, ¿con qué parte de la culpa cargo? En cierta forma, cuando perdimos el camino nos acomodamos como dos miserables a nuestra desgracia. El jardín, sin los cuidados de Genoveva, cayó en descuido. La maleza se lo tragó y las mariposas de la primavera se marcharon para siempre.

No sé cuántas veces puede fracasar un hombre en la vida. El caso mío era inaudito. Yo me equivoqué con cinco mujeres. Si pudiera echar el tiempo atrás y todo volviera a ser como antes, juro que no lo intentaría.

¿Qué dice, doctora? Nuestras discusiones eran civilizadas. La primera carga de fuego siempre salía de su boca, y también las primeras lágrimas. Y, de mi parte, el arrepentimiento. Claro. No me gusta hablar de mí mismo. No creo en la penumbra emocional. ¿Cómo le llaman a eso que supuestamente ayuda a recuperar la paz interior? ¿Catarsis, desahogo, descarga emocional? No será difícil acostumbrarme a vivir sin Genoveva.

La solución de los sueños no vendrá con esta primera consulta, dijo la doctora.

En realidad, la advertencia me ayudó mucho y, a partir de ese momento, empecé a tomar el proceso con gran resignación, ya que, si quería una cura rápida y efectiva, tenía que cooperar y someterme a un procedimiento de terapias que me ayudarían a modificar hábitos duros de toda la vida. 

La doctora sugirió un plan de lectura, otro régimen alimenticio, consumo de muchas frutas, ejercicios de relajación y, sobre todo, que durante tres meses tenía que dormir de día y sin hacer trampas. No podía pegar los ojos durante las noches. 

¿Era una broma? La miré fijamente cuando me aseguró que esa era la única solución. 

¿No quería ser un hombre libre? Ella me lo aseguraba, pero eso no constituía ninguna garantía para mí. En fin. Era la tercera consulta y decido confiar en ella. No tuve más remedio que olvidarme de la cama durante la noche.

En el día, antes de irme a la cama me doy un baño; y luego acomodo la habitación de forma que no entre el sol. El aparato de aire enfría, crea un ambiente adecuado, esencialmente soporífero. Me siento bien, fresco, relajado. Nado a brazadas entre las tinieblas. No tengo que esforzarme para dormir y en menos de cinco minutos me duermo. Sueño.

La posición como alto ejecutivo que tengo en la empresa me permitió cierto arreglo laboral. ¿En qué consistió? Habilité un horario nocturno y trabajaba de manera virtual desde la casa. El trabajo remoto, ajeno a la cotidianidad de la oficina, tiene sus implicaciones, naturalmente.

Antes de los tres meses ocurrió lo que me había advertido la terapeuta… ya los cinco sueños, duros e indomeñables se habían mudado a mi nuevo horario de descanso. A eso se agregó otra amarga complicación. Los dos sueños que antes eran agradables, sinceros y apacibles, hicieron causa común con los demás, se volvieron agrios, severos e implacables; y ahora me atacaban con saña y descontrolada furia.  

El paso siguiente, según la recomendación, era tomar el control y despertar de manera abrupta en medio del último sueño.

La tarde escogida llegó; y con la caída del crepúsculo, despierto en mi habitación de manera violenta, con un sobresalto de miedo; y sentado a mitad de la cama entro en un modo de parpadeo involuntario. La visión se me vuelve borrosa. No quiero complicarme… parpadeo sin control, de manera constante, los ojos se me secan, estoy respirando con fatiga, pero no me muevo. El parpadeo disminuye, cae, cesa. Lloro y de inmediato se evaporan las lágrimas. No lo podía creer. Sonrío. Todo salió perfecto. En ese momento tomo plena conciencia de lo que sucedió; siento que los sueños execrables y ominosos quedaron fríos, o quizá petrificados, atrapados para siempre en la vastedad de un olvido que se encadena a otros olvidos. 

No soy feliz y creo que nunca lo seré, doctora. Ahora me siento un hombre íntegro, libre, definitivamente. No sabe cuánto le agradezco que me ayudara a enderezar mi vida. Todavía sueño, claro, pero son sueños espaciados, blancos, como cáscaras de frutas secas sin contenido. Estoy limpio, curado de mi fatalidad onírica. No todo está perdido. Vivo sin tesoros, lleno de un vacío existencial que me avergüenza y no necesito presumir. Nunca me imaginé que traspasaría la frontera; sí, soy libre, me llevo bien con mi soledad, sin ansiedades, porque duermo a pata suelta, de manera plácida, todas las noches.

_____

Rafael García Romero. Novelista, cuentista, ensayista y periodista dominicano. Tiene 18 libros publicados. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle en 2016.