Si lo supiera te lo diría
Cuando termine esta peste habrá nacido
una nueva forma de liderazgo.
Todo nacimiento es un pasaje brutal
del mundo líquido al gaseoso. Abrimos
la boca, pegamos un grito y enseguida
largamos un elocuente primer llanto,
que no será el último; claro que no tenemos
recuerdo de ese instante, y lo que sabemos
de él es por tradición oral de una familia
que tiende a darnos detalles imaginarios
de acontecimientos que apenas recuerdan
con insuficiente nitidez. Nacer es dejar
abandonado el detalle; otros lo intentarán
de recuperar por nosotros. Es decir,
desde que hacemos nuestra primera
aparición en este mundo, somos rehenes
de la falsificación de los recuerdos
inconexos de otros. Yo mismo soy
un falsificador, y con ese material
tan maleable se construye el recuerdo
y básicamente el material con que
se edifica cualquier historia personal.
Hablamos de la irrupción
de una horizontalidad en el reparto
de la participación social de la mayor
cantidad de gente posible en la toma
de decisiones en un mundo post
-traumático. Cualquier infección
iguala el sentido de un universo devastado
por la intervención de los que encontraron
en el mérito individual su zona
de influencia en la vida del resto
de los mortales. Esta amenaza
también deja a los voluntarismos
adolescentes fuera de disputa.
Todos se incorporan a la perplejidad
que induce el instante. Confinarse
es apropiarse de los detalles que dejamos
olvidados a la conciencia en el momento
de salir de nuestra primera casa líquida.
Somos nosotros, sólo nosotros.
El confinamiento no deja
de ser un acto individual,
forzoso, pero de esa imposición
necesaria se sale mirando al otro,
reencontrándose con otros,
a los que desatendimos por interpósita
ignorancia. No sólo nos enfrentamos
a los objetos perdidos de una casa,
sino a esos miedos infantiles,
irracionales, atávicos, que recobran
protagonismo y que estaban esperándonos
desde nuestro nacimiento, como una célula
dormida que de pronto se activa. Después
de esto, dicen, “el mundo no será el mismo”.
No lo sé. Otras de las enfermedades modernas
es manifestar gratuitamente una presunta
habilidad anticipatoria, cuando
no hay elementos a la vista que la postulen.
Analizar no es acertar, sino aproximarse
a una manera de pertenecer
de un colectivo que muchas veces
nos rechaza, porque sí. ¿Qué nacerá
entonces de esta sacudida inesperada?
Vuelvo al lavatorio, abro la canilla,
y sale agua. Lo que brota se parece a ella.
Esperando al delivery
Este es el momento elegido por nadie para hablar
de unas cuantas cosas, todas muy interesantes.
Como hay cantidad de tiempo para decirlas,
el instante se vuelve una simple partícula
de adhesión al infinito. El imán pegado
en la puerta de la heladera no se equivoca
y enseguida llaman a la puerta. De ninguna
manera se presenta un muchacho en moto,
enfundado, semidormido, con una mochila repleta
de elementos perecederos. Tomamos contacto.
Sus ojos asoman como asteriscos negros en la piel
blanca de frío, esa mirada de ratón paseándose
entre los desperdicios sin lugar a otra cosa que
abandonar de pronto el apetito. Como no se trata
de un joven en busca del porcentaje diario, sino
de su pasado, le advierto que yo no llamo porque sí,
que lo que pienso a solas, entre muebles envueltos
por telarañas de inquilinos anteriores, nunca servirá
de alimento a nadie. De todos modos, deja su pedido.
Era una bolsa de supermercado vacía con un mensaje
escrito en tinta china, que decía: “Buena suerte”.
Paranoid
Iba a echar la basura afuera,
y de repente, me detuve.
¿Toco la llave que está en la puerta
de calle, y después el picaporte?
No puedo. No puedo porque sí,
y porque no sé qué se agazapa
en cada superficie, menos en una
que habitualmente la utilizo para entrar
o salir. Pero estoy adentro y desconfío,
después de muchos años, de las superficies.
Las superficies son el primer reducto
donde se instala la amenaza paranoica.
Por definición, esa amenaza sería yo,
pero en este caso se justifica
plenamente que fuese un asunto
externo. De esta manera aparece
en toda su magnitud una doctrina
de la Seguridad Personal. Intento
dar vuelta la llave con el codo
y no es posible. Las llaves no están
preparadas para la intervención
de la extensión promedio de un miembro
superior que no sea una simple mano.
Encima la mano es parte de nuestro
cuerpo y no me decido a sacarla del mismo
para utilizarla en estos menesteres.
Si de un modo u otro lograra separarla
del brazo (un procedimiento a todas luces
muy cruel, doloroso y violento,
de consecuencias clínicas irremediables)
tampoco sería de mucha utilidad,
ya que la mano vacía de vida
y sin terminaciones nerviosas
que reciban la orden del cerebro
de moverse y aplicar su habilidad prensil,
no serviría de nada. Así que regreso
a la casa con la bolsa de basura,
la que no volveré a tocar
porque el enemigo invisible
seguro está allí, en su corteza
de polipropileno de baja densidad.
¿Pero qué tan baja es esa densidad
para que no advierta si, al fin y al cabo,
se trata de un material poroso
donde se puede colar ese horla sigiloso
que se replica? Yo también tengo poros.
El ser humano es una criatura porosa,
un colador asistemático de múltiples
derivaciones para propios y ajenos.
Además, pienso que entre el frustrado
trayecto entre el patio de mi casa
y el largo pasillo hasta la puerta
de salida (o entrada), con la bolsa
permeable en la mano, aprovecharon
estos seres, que todo lo inoculan,
para quedarse, esperarme y actuar
con todo el peso de su ley, una norma
secreta que desconozco por completo.
Entonces me quedo parado en el patio
donde la Rosa China, unos pájaros
muy simpáticos (un tanto desfachatados,
hay que reconocerlo), y tres zánganos,
muestran que el verano se fue
pero no del todo, y que es un día hermoso
para disfrutarlo lejos de los grandes
temas de la humanidad.
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Mario Arteca (La Plata, Argentina, 1960). Es periodista y escritor, autor entre otros de Guatambú, El pronóstico de oscuridad, Deje un mensaje después del tono y Falso vivo (Casa Vacía, 2021), una especie de “confinamiento poético”, del que proceden estos textos.