Sábado 14 de marzo de 2020

La pandemia del coronavirus es una catástrofe. De momento, ha habido 135 000 contagiados y más de 5000 muertos en 125 países. España es el quinto del mundo con más casos (casi 5100, de los que 132 han fallecido). Pero las cifras crecerán, y crecerán mucho (de hecho, en la primera versión de esta entrada, que escribí ayer, las cifras de la enfermedad en España eran 4400 casos y 121 muertos). También lo hará el impacto en la economía mundial, en la que algunos ya auguran, por gracia del Covid-19 y de la irremediable globalización, una recesión aún peor que la de 2008. Es difícil imaginar que cause una mortandad como la de la peste bubónica entre 1346 y 1353, que arrasó Europa: los ochenta millones de habitantes del continente se redujeron a treinta. O incluso como la famosa “gripe española” de 1918 a 1920, que acabó con cuarenta millones de personas en todo el mundo, y que no nació en España, pero a la que se adjudicó esa nacionalidad porque nuestro país —que era neutral en la Gran Guerra y que, en cualquier caso, nunca se ha caracterizado por preocuparse demasiado por su imagen— no censuró las informaciones sobre la propagación de la pandemia, lo que hizo creer que había surgido entre sus fronteras. No obstante, los efectos en la vida de las personas, la salud pública, los recursos sanitarios y la economía planetaria están siendo, y seguirán siendo, devastadores. Me atrevo a pensar, sin embargo, que quizá no todas las consecuencias de la pandemia sean negativas. De algunas podemos sacar enseñanzas e incluso, barrunto, algún placer. El coronavirus nos ha recordado, en primer lugar, que somos parte de la naturaleza. Protegidos por nuestra coraza de tecnología, instituciones y derechos, por toda esa malla de recursos y mecanismos que nos amparan frente a la brutalidad de los males físicos, por la injusticia ciega de los hechos del mundo, tendemos a olvidarnos de que formamos parte de esos males, de esos hechos. Y es bueno que el planeta nos recuerde —con un ser microscópico que hasta hace poco ni siquiera sabíamos que existía; mejor: que hasta hace poco ni siquiera existía— que somos una fracción minúscula de lo existente y una especie tan vulnerable como las demás: que nos baje los humos. El coronavirus nos golpea, sin distinción de fronteras ni culturas, como en 2004 lo hizo el maremoto del océano Índico, que causó 228 000 muertos en las costas de varios continentes, o como de vez en cuanto lo hace un volcán que se enfada o un seísmo que pone patas arriba una ciudad o un país. Ante estos desastres, nos damos cuenta de nuestra pequeñez y de nuestra indefensión. Hoy he ido al supermercado a hacer la compra —y no por el coronavirus, sino porque ya no me quedaba nada en la nevera—, y me he encontrado estantes vacíos —no había papel higiénico, pan de molde ni casi arroz, y muchos anaqueles estaban tan agujereados como mis calcetines—, largas colas en las cajas y un perceptible nerviosismo entre la gente. Bastan unas pocas semanas de crisis para que cundan pequeños pánicos, que, si la crisis sigue empeorando, serán grandes. Pero es bueno, me parece, que, sin perder la calma, percibamos nuestra debilidad, porque percibirla nos hará más fuertes o, al menos, más respetuosos con el medio, y quizá propendamos menos a agredirlo. (Para lo que también vendría bien, dicho sea de paso, que algunos pueblos de Asia, donde suelen empezar estas cosas, dejaran de tener trato familiar y alimentarse de animales salvajes: los animales salvajes lo agradecerían y, a la vista de las circunstancias, quienes compartimos el planeta con ellos, también). La comprensión de nuestra fragilidad nos hará asimismo más conscientes de nosotros mismos: de lo (poco) que representamos y del valor de lo que hemos construido a nuestro alrededor para procurarnos la seguridad de la que, ante los grandes embates de la naturaleza, carecemos. Y eso lleva a una segunda consideración: el mérito de los sistemas sanitarios que han construido las sociedades avanzadas, entre ellas la española. Gracias a la universalidad y la solidez de la sanidad pública, crisis como esta encuentran una respuesta adecuada. Y eso, en la historia de la humanidad, constituye una hazaña asombrosa de la que a menudo nos olvidamos, o a la que no damos la importancia debida. Tengo una malsana curiosidad por saber (aunque no deseo verlo, en realidad, porque es un país que estimo) cómo evolucionará la crisis en los Estados Unidos, donde se han declarado ya 1700 casos y ha habido más de cuarenta muertos, y cómo la afrontará el Tío Sam sin contar con una sanidad pública que proteja a su población con equidad y eficacia. De momento, Trump ha calificado el coronavirus de “virus extranjero” y ha cerrado el país a los vuelos procedentes de Europa, menos de Gran Bretaña (con la que mantiene una histórica “relación especial” que le permite mantenerla como vía de entrada del virus). Su política se centra, pues, como siempre, en culpar al foráneo, en lugar de considerar cuál haya sido su responsabilidad en que la situación sea la que es, y que se cifra en la falta de un sistema de protección justo y propio. Al inestimable servicio que presta la sanidad pública ha de sumarse, en una crisis de esta gravedad, la sanidad privada, cuya contribución es también esencial para superarla. La sanidad privada ha mirado hasta el momento a otro lado, como es su costumbre: al lado del dinero. Pero ningún derecho —tampoco el de propiedad o de libre empresa— es ilimitado. Si no aporta el esfuerzo que requiere una situación como la que vivimos, el poder público debe obligarla: todos hemos de arrimar el hombro. Por último, la pandemia coronavírica, con su corolario de cuarentenas y aislamientos, despeja los lugares de las muchedumbres que habitualmente los asedian, y eso extiende una inusitada sensación de paz. Puede que esta se considere una ventaja pobre o dudosa, pero no puedo evitar sentirlo así, y que esa paz me parezca una delicia. Esta mañana, el andén de la estación de los ferrocarriles de Sant Cugat, donde todos los días laborales nos reunimos cientos de personas, alegremente encaminados (es un decir) a los trabajos donde tan felices somos, estaba literalmente vacío: he contado a media docena de pasajeros; conmigo, siete. El tren en el que hemos montado, proveniente de la populosa Tarrasa, iba asimismo casi vacío. Qué placer entrar en el vagón sin partirte la cara con nadie, sentarte a leer y llegar a tu destino sin empujones, agobios ni sobresaltos. También las calles han recuperado una dimensión humana, y es posible pasear sin que hacerlo sea una carrera de obstáculos o una pista americana (aunque los mendigos sean más visibles que nunca, arrebujados y chillones en su soledad). Y los bares y restaurantes, aunque sus dueños se compunjan por la mengua de clientela, han vuelto a ser un espacio de sosiego, sin colas y con un servicio atento, es más, deseoso de satisfacer. Eso mientras estén abiertos: en Madrid y Valencia ya los han cerrado; en Cataluña se estudia la medida, pero lo más probable es que también los obliguen a bajar la persiana. Igualmente, la pandemia ha acallado algunos ruidos inacabables, que amenazaban con volvernos locos a todos: el procés, por ejemplo, que, aplastado por la urgencia sanitaria y su proyección en los medios de comunicación, parece haber desaparecido. No lo ha hecho, claro está, pero qué paz no oír a Torra ni a Casado, a Arrimadas ni a Jonqueras, a Marhuenda ni a Rahola; hasta se puede volver a ver un ratito TV3 sin enrojecer de indignación. ¿Y qué decir del fútbol, y del deporte en general? De momento, en España, solo se ha llegado a que los partidos se jueguen sin público, a puerta cerrada. Está bien, pero no es suficiente. No pierdo la esperanza de que se cancele la liga y todas las competiciones internacionales: un mundo sin fútbol, aunque sea transitorio, será un mundo nuevo, naciente, preñado de posibilidades insospechadas. Todavía se me ocurren más beneficios de la crisis, aunque debidos al azar. Admito que quizá no sea caballeroso hablar de ello, pero quién ha dicho que yo sea un caballero. El reciente aquelarre facha del palacio de Vistalegre en Madrid ha acabado con varios dirigentes de Vox infectados por coronavirus: el conducator Abascal, su capellán castrense Ortega Smith & Wesson (el culpable, al parecer, del contagio: ha zascandileado por Milán, confraternizando con Salvini y los fachas transalpinos) y otra gerifalte de la tenebrosa fratría, Macarena Olona, que, aunque firma M. Olona, no mola nada, entre otros corifeos menores. Abascal, sumando la desvergüenza a la estupidez, ha acusado al gobierno del contagio por no haber prohibido el mitin. Piove, porco governo!, dicen los italianos. A todos les deseo un pronto restablecimiento. 

Esto escribí el mismo día en el que se declaraba en estado de alarma en España y se iniciaba el confinamiento de toda la población. Las cifras de afectados y muertos por el coronavirus, como anunciaba, no han hecho sino crecer, y en el momento en que escribo esta nota para acompañar la publicación del artículo en Plenamar, son ya 4.260.000 contagiados y 292.000 fallecidos en todo el mundo, 27.104 de ellos en España.

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Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico; Licenciado en Derecho y doctor en Filología Hispánica. Su más reciente poemario es Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (Vaso roto, 2017). Este texto apareció en su blog Corónicas de Españia.