El cineasta de las contradicciones
“Durante toda mi vida, me he llevado bastante bien con mis propias contradicciones y nunca he tratado de limitarlas. Forman parte de mí mismo, de las ambigüedades naturales y adquiridas de mi carácter”.
(Mi último suspiro, Luis Buñuel)
En estas líneas finales, podemos entrever la esencia de un creador que nunca se dejó definir por completo. Un maestro del cine que jugaba con los límites de la realidad y el sueño, que se movía con agilidad entre el fervor espiritual y el escepticismo más feroz. Jean-Claude Carrière, colaborador en muchas de sus películas tardías, describió a Buñuel como un hombre lleno de contradicciones. “Se considera a sí mismo un realista”, nos dice Carrière. Pero ¿qué significa ser realista para un cineasta cuya obra está poblada de imágenes oníricas, surrealismo y rupturas con la lógica convencional? Buñuel parecía disfrutar de ese equilibrio precario entre lo conservador y lo revolucionario, entre el ateísmo y una especie de fe profunda en lo desconocido. Como un alquimista moderno, transforma sus contradicciones en oro cinematográfico, capturando la esencia de lo humano en toda su gloriosa y caótica complejidad.
Cada película de Buñuel se convierte en un escenario donde se despliegan sus paradójicas visiones, desafiando constantemente al espectador. En su cine, las fuerzas del subconsciente son tanto celebradas como cuestionadas. El amor, esa fuerza omnipresente, es simultáneamente elevado a lo sublime y rebajado a lo grotesco. La libertad es invocada y, al mismo tiempo, puesta en duda; los dogmas religiosos son rechazados, pero también desmontados junto con sus detractores. Buñuel ridiculiza la tradición y, con el mismo gesto, relativiza el progreso y la ciencia.
Podría parecer que Buñuel se mueve inquieto y perturbador de un extremo de la realidad al otro, captando fenómenos en sus contradicciones, sus matices inesperados y, sobre todo, sus degradaciones. Esta danza metódica entre polos opuestos se revela como un intento por restar certeza a nuestra perspectiva habitual, tan instalada y autocomplaciente. Buñuel nos dice que su misión no es otra que la de ser un observador crítico, un escéptico con un ojo afilado para la ironía y la negación. Su cine no moraliza ni predica; su postura es demasiado móvil para ello. Incluso cuando se adhirió al surrealismo, Buñuel mantuvo una saludable distancia, una sospecha permanente hacia cualquier forma de confesión absoluta.
Buñuel, ese espíritu independiente e inclasificable de la cinematografía mundial, se nutre de un trasfondo biográfico tan rico como complejo. Nacido el 22 de febrero de 1900 en Calanda, un pueblo aragonés, Buñuel fue el primero de siete hijos de una madre hermosa y espiritual y un terrateniente acaudalado. Sus primeros años se dividen entre Zaragoza y el paisaje áspero y polvoriento de Calanda, un terreno lleno de rústicos campesinos, campanas que marcaban el tiempo como en siglos pasados y tambores de Semana Santa que resonaban en el alma de un joven Buñuel, profundamente marcado por la mezcla de lo terrenal y lo místico.
En sus memorias, Buñuel se describe a sí mismo como un “rudo aragonés”, diferenciándose del refinado andaluz, Federico García Lorca. Y, sin embargo, después de la poderosa lección de un surrealismo iconoclasta, algo de la cultura lacónica de Calanda permaneció en él. Un habitante de un paisaje emocional en el que la muerte es un encuentro cotidiano, un ritual casi natural. Este trasfondo rural y austero se puede ver en sus películas, donde el repique de las campanas y el sonido de los tambores marcan los grandes momentos existenciales.
La estricta educación jesuita que Buñuel recibió en Zaragoza, centrada en el catecismo y la apologética, sembró en él las primeras dudas religiosas que más tarde se transformarían en una intensa rebelión intelectual. Este despertar de la inquietud espiritual se profundizó cuando ingresó en la residencia estudiantil de Madrid, un espacio vibrante de intercambio intelectual y bohemio. Allí, Buñuel se vio inmerso en un ambiente de efervescencia cultural que lo llevó a cuestionar aún más su fe religiosa tras adentrarse en lecturas como El origen de las especies de Darwin y las teorías freudianas sobre el subconsciente. Este contacto con nuevas ideas convirtió su fervor religioso en un ateísmo militante. A los diecisiete años, ya había renunciado a cualquier fe tradicional y se entregó por completo al mundo del conocimiento.
Durante su tiempo en la residencia estudiantil, además de estudiar agronomía por deseo de su padre, Buñuel desarrolló un profundo interés por la entomología, una pasión que lo acompañaría siempre. Sin embargo, fue en el departamento de Historia de la Facultad de Filosofía donde finalmente encontró su verdadera vocación, completando sus estudios en 1924. Rodeado de un ambiente tan estimulante, Buñuel entabló relaciones con figuras clave como Salvador Dalí, Federico García Lorca y Rafael Alberti, con quienes formó parte de la Generación del 27. Este grupo de artistas, marcado por la exploración de las contradicciones y la búsqueda de nuevos significados en un mundo cambiante, fue fundamental en su desarrollo como creador.
En este contexto, Buñuel también conoció al filósofo José Ortega y Gasset, quien lo introdujo en el pensamiento de Sigmund Freud, influyendo aún más en su visión del mundo. Inspirado por las ideas vanguardistas que circulaban a su alrededor, Buñuel se sintió atraído por las corrientes modernistas como el ultraísmo y el dadaísmo, que habían llegado a España gracias al pintor Francis Picabia. Durante su estancia en Barcelona, se sumergió en la vanguardia artística, explorando las obras de Marinetti y Cocteau, lo que enriqueció su perspectiva creativa. Este período de experimentación y descubrimiento no solo consolidó su lugar en el panorama cultural de la época, sino que también preparó el terreno para sus futuras adaptaciones cinematográficas, como la de Nazarín (1959), basada en la obra de Benito Pérez Galdós.
Buñuel es el cineasta de las preguntas sin respuesta, de la fe y la duda, del amor y la desesperanza. Un maestro de las sombras y las luces, de los sueños y las pesadillas. Su cine actúa como un espejo que refleja nuestras propias contradicciones y ambigüedades, donde quizás encontramos un poco de nosotros mismos, o quizás nada. Como en sus películas, la respuesta siempre está a un parpadeo de distancia, siempre elusiva, siempre provocadora. En este universo de ambigüedades y contradicciones, Jean-Claude Carrière se convirtió en un colaborador indispensable. Carrière, coguionista de Buñuel en su etapa francesa y partícipe en producciones como Taking Off (1971) de Miloš Forman y adaptaciones cinematográficas como El tambor de hojalata de Günter Grass (1979) y Un amor de Swann (1984) basado en la novela de Marcel Proust, fue más que un simple colaborador. Se erigió como un testigo cercano y cronista detallado de la esencia de Buñuel, capturando con precisión en sus escritos la compleja personalidad del cineasta español.
A pesar de esta colaboración tan estrecha, Buñuel nunca ocultó su desdén por la palabra escrita, a la que consideraba un medio de expresión de segunda categoría. Buñuel, solía decir que no era un “hombre de pluma” ni un escritor, sino un creador de imágenes. Aunque en la década de 1920 realizó algunos intentos en la poesía y la prosa —recopilados más tarde por su biógrafo Francisco Aranda—, su verdadero interés siempre estuvo en el arte visual. Desde sus primeros trabajos como director, Buñuel se distanció de la palabra literaria, salvo en casos excepcionales como el breve texto surrealista Jirafa de 1933. Su preferencia siempre fue la colaboración dialógica, una conversación constante con sus compañeros de trabajo que alimentaba su proceso creativo, alejándose así de la escritura en solitario para profundizar en la creación conjunta, especialmente con figuras como Carrière, quien supo traducir al lenguaje cinematográfico la complejidad del mundo interior de Buñuel.
Así, las contribuciones de Julio Alejandro en películas como Nazarín (1959), y Viridiana (1961), y de Luis Alcoriza, guionista de diez de sus películas durante su etapa mexicana, fueron tan significativas para Buñuel como lo fue Carrière en su periodo francés. Estos colaboradores no solo aportaron sus propias sensibilidades a la obra de Buñuel, sino que también canalizaron sus visiones, enriqueciendo su cine con una profundidad que trascendía la simple narrativa para convertirse en una verdadera exploración del alma humana a través de la imagen en movimiento
La reserva lingüística de Buñuel no implica escasez, sino precisión y profundidad. El encanto de su estilo radica en la sobriedad de su lenguaje, que, a pesar de su concisión, es capaz de evocar poderosas imágenes y emociones. Sus palabras sencillas, pero cargadas de significado, capturan los ecos de los cantos matutinos de los “despertadores” de Calanda, que el niño Buñuel escuchaba en el tenue borde entre el sueño y la vigilia. También destacan las descripciones ceremoniosas de las sombrías celebraciones de Semana Santa en Calanda, con el persistente retumbar de los tambores aragoneses como telón de fondo. Incluso cuando aborda temas conmovedores como la Guerra Civil española, Buñuel mantiene un tono medido y contenido, evitando adornos innecesarios o comentarios que desvíen la atención hacia sí mismo. Permite que los eventos hablen por sí mismos, en su cruda realidad, intensificando así el impacto emocional, como en el pasaje sobre la muerte de Lorca.
Esta sobriedad, un sello distintivo de su personalidad, también define sus obras cinematográficas más maduras y austeras, alejándose de sus primeros experimentos surrealistas. Su rechazo al sentimentalismo y la pomposidad se manifiesta en una negación de la retórica humanista superficial. Este enfoque no está en conflicto con su imaginación vibrante ni con su pasión por lo misterioso y lo inesperado; más bien, da a estas inclinaciones una forma firme y consciente. El humor negro, la autoironía y el desprecio por el narcisismo que Buñuel exhibe contrastan con la megalomanía de su antiguo amigo Salvador Dalí, cuyo estilo narrativo, aunque notable, no escapa a su crítica mordaz.
Lejos de ser un himno de autoalabanza, como decía irónicamente Kazimierz Bartoszewicz sobre las memorias de Buñuel, “Mi último suspiro” revela un Buñuel que reconoce con franqueza sus debilidades y pecados, sin afectación ni falsa modestia. Se enfrenta a ellos con la misma honestidad con la que aborda su arte, consciente de que estas falencias son también parte de su fortaleza. Como los surrealistas que tanto influyeron en su obra, Buñuel se muestra indulgente consigo mismo, en una actitud que recuerda a la benévola condescendencia de los ensayos de Michel de Montaigne, donde la humanidad se expone en toda su complejidad y contradicción.
Buñuel no pretende convencer a nadie de su grandeza; su actitud refleja la impaciencia de quien no siente la necesidad de demostrar nada. Su renuencia a interpretar sus propias películas no es única entre los grandes cineastas; recordemos a Federico Fellini o Robert Bresson, quienes también evitaron el análisis exhaustivo de sus obras. No todos los creadores son teóricos ni sienten la necesidad de escribir extensos comentarios sobre su trabajo, como lo hicieron Thomas Mann o Umberto Eco. Criticar esta reserva interpretativa de Buñuel sería inútil, y tampoco es necesario elevarla al nivel de un “misterio artístico”. Cada comentario del autor es valioso, pero su decisión de dejar que su obra hable por sí misma debe ser respetada. A pesar de su formación intelectual, Buñuel nunca se consideró un teórico y se distanció de esta etiqueta, a diferencia de otros surrealistas como André Breton.
En los años veinte, Buñuel escribió críticas de cine y estudios teóricos profundos, pero con su incursión en la dirección, abandonó esta faceta. Si bien firmó algunas declaraciones surrealistas, lo hizo más por alinearse con el movimiento que por aportar teoría. En años posteriores, rara vez accedió a escribir artículos o dar conferencias, y sus comentarios no suman más que unas pocas páginas. Su verdadera expresión siempre fue a través de su cine.
En sus memorias, Buñuel señala que, entre los españoles que vivían fuera del país en los años veinte, él era el único con un conocimiento profundo del cine. Esto se aplica también a su papel en el grupo surrealista de Breton, donde Man Ray era el único que se ocupaba del cine, aunque después de 1929 se centró en la fotografía. La contribución de Buñuel al cine surrealista es prácticamente total; otros intentos de cine surrealista, como La Concha y El Clérigo (1928) de Germaine Dulac, son más bien rarezas que interesan solo a historiadores especializados. Los surrealistas prestaron atención al cine, pero más en un sentido teórico y literario que práctico. Aun así, la influencia del surrealismo en la historia del cine moderno es indudable, como lo demuestra “Un Perro Andaluz” (1929), una obra pionera que utiliza el cine para explorar la lógica del subconsciente. Con la colaboración de Salvador Dalí, Buñuel creó una serie de imágenes oníricas que mezclan amor y muerte, un motivo que persistiría en toda su filmografía.
Aunque “Un Perro Andaluz” es una obra fundamental, fue solo un preludio para “La edad de oro” (1930), que trasciende su valor histórico y sigue causando un gran impacto. En esta película, Buñuel explora el amor y la rebelión contra las normas sociales en un contexto surrealista, creando una narrativa que desafía las convenciones del tiempo y el espacio. El cine aquí se libera de ser simplemente una “fotografía animada” y explora sus posibilidades como medio surrealista y dramático. El legado de Buñuel en el cine surrealista es evidente en la obra de otros cineastas como Federico Fellini, Alain Resnais o Wojciech Has, que también exploran los límites de la realidad y la percepción.
“La edad de oro” sigue siendo un hito en el cine surrealista, un testamento a la visión de Buñuel como artista que desafiaba continuamente las normas establecidas. André Breton reconoció esto en su ensayo L’Amour fou, describiendo la película como “la única celebración del amor total”. Buñuel, con su característica modestia, omite este elogio en sus memorias, al igual que la referencia al único manifiesto surrealista relacionado con el cine, dedicado a “La edad de oro”.
“Un perro andaluz” y el primer manifiesto del surrealismo
Circunstancias de su creación
“Un perro andaluz” fue una película sobre la adolescencia y la muerte que quise sumergir directamente en el corazón de la ingeniosa, elegante y espiritual París con toda la realidad de una pesada daga ibérica, cuya empuñadura está hecha de la tierra fosilizada de color rojo sangre de nuestra prehistoria y cuya hoja está forjada con las llamas de la Santa Inquisición Católica, mezcladas con el metal incandescente de los cánticos exaltados de la Resurrección.
(Salvador Dalí)
La génesis de “Un perro andaluz” se halla en la admiración de Luis Buñuel por Ramón Gómez de la Serna. En el otoño de 1928, Buñuel tenía en mente un proyecto cinematográfico sobre la vida urbana, inspirado en los cuentos de Gómez de la Serna, y planeaba titularlo Caprichos. Sin embargo, el autor nunca entregó el guion prometido. Ante esta situación, Buñuel compartió su idea con Salvador Dalí, quien reveló que, curiosamente, también había concebido una idea en ese momento –en una caja de zapatos– que, según él, “tenía un toque de genialidad y se oponía directamente a la cinematografía contemporánea”. En enero de 1929, Buñuel viajó a Figueres para reunirse con Dalí, y en menos de una semana, el guion estaba terminado. De inmediato quedó claro que esta película no estaba destinada a ninguna de las productoras de la época, por lo que la madre de Buñuel financió el proyecto.
La película se rodó en los estudios de Billancourt con el camarógrafo Albert Duverger, y contó con las interpretaciones principales de Pierre Batcheff, Simone Mareuil, Jaime Miravilles y los propios autores del guion. Salvador Dalí se presentó cuatro días antes de que terminara el rodaje, y todo el proceso, incluida la edición, se completó en apenas dos semanas.
El estreno de “Un perro andaluz”tuvo lugar el 6 de junio de 1929 en el Studio des Ursulines. La película se proyectó junto al filme de Man Ray El misterio del Château du Dé, que fue el primero en exhibirse. Al evento acudieron, además de Ray, Buñuel y Dalí, destacados miembros de la sociedad parisina de la época, como Pablo Picasso, Le Corbusier, Jean Cocteau, Christian Bérard, Georges Auric, así como miembros del grupo surrealista, entre ellos Hans Arp, Max Ernst, Tristan Tzara, Joan Miró, André Breton, Luis Aragon, René Clair, entre otros.
Buñuel, dominado por la ansiedad ante la reacción del público, había llenado sus bolsillos de piedras, preparado para una respuesta negativa. Detrás de la pantalla, él mismo se encargó de la música de fondo con un gramófono, alternando tangos argentinos con Tristán e Isolda de Wagner. Afortunadamente, sus temores y las piedras resultaron innecesarios. Tanto de sus bolsillos como de su corazón se aligeró el peso cuando la película cautivó a todos los presentes, consiguiendo una recepción entusiasta que selló el destino de “Un perro andaluz”como una obra maestra del surrealismo.
La película, aunque difícil de interpretar, se estructura en cuatro partes, con un prólogo y un epílogo. Es crucial centrarse en el “qué” más que en el “cómo” para entender el avance de la trama. A primera vista, el argumento parece difuso, pero se vislumbra como un drama amoroso: el deseo surge en el primer acto, se extingue en el segundo, resurge en el tercero y finalmente se destruye en el cuarto.
El prólogo presenta a Buñuel, atlético, en el papel de un barbero sádico, seguido de la infame escena en la que corta el ojo de una chica dócilmente sentada. Este impactante inicio aún puede conmocionar a los espectadores desprevenidos. Los autores sugieren que el prólogo es un “sueño inicial” desconectado del “sueño principal”, lo que implica que el sueño que sigue tiene aún menos lógica. Aquí, el simbolismo es evidente: después de la pérdida de la vista, se anticipa un “verdadero despertar”. El espectador debe liberar su mente de la realidad para alcanzar un profundo autoconocimiento.
La parte principal comienza “ocho años después” con un joven que avanza inseguro en bicicleta, vestido extrañamente como una sirvienta, lo que enfatiza su desconcierto. En paralelo, una chica lee en su habitación, creando una atmósfera íntima que sugiere una conexión entre ellos. El joven, apresurándose, sufre un accidente y la chica lo atiende, intentando sin éxito seducirla. Otro hombre entra en escena, humilla al joven y le da órdenes, pero el joven finalmente se rebela, transformando dos libros en revólveres con los que dispara al intruso, quien parece ser su alter ego más experimentado. El siguiente encuentro entre el joven y la chica ocurre en la playa, donde él abandona su atuendo infantil en la arena.
El epílogo es desolador, mostrando a los amantes inmóviles, enterrados hasta la cintura en la arena como lápidas. La interpretación de las escenas es compleja y se presta a múltiples significados, creando una atmósfera que oscila entre la sensualidad y la desesperación, con un toque de muerte. André Breton lo describió como una guía para el suicidio. Distinguir entre las imágenes concebidas por Dalí y Buñuel es complicado, ya que compartían un imaginario común de metáforas y símbolos adaptados al cine.
La historia se centra en el instinto humano y sus fases contradictorias, a veces destructivas, otras liberadoras. El deseo sexual se muestra como una experiencia autodestructiva, influenciada por las barreras internas impuestas por la civilización moderna. Estas críticas se reflejan en escenas como la del joven, que está a un paso de la mujer, pero no puede alcanzarla debido a una cuerda de yugo, cargada con ataúdes y pianos que simbolizan la represión.
En el “Primer Manifiesto Surrealista” de 1924, la civilización se describe como una “civilización de la Razón”, que reprime la imaginación y el deseo, elementos esenciales para el amor. En la película, el deseo es inherentemente destructivo, manifestándose en formas decadentes como la agresión, el odio y el fetichismo, a menudo teñido de muerte, como se ve en el espasmo facial del hombre con sangre, símbolo de castración según Freud. Tras presenciar la muerte de una mujer ciega, el hombre siente un repentino impulso de poseer a su chica, señalando que este deseo destructivo es exclusivo del hombre, mientras que la mujer permanece como objeto.
La película es una serie de fenómenos ordinarios que se mezclan y se asemejan entre sí. El joven abre la mano y un enjambre de hormigas se agita en su palma. El corte del ojo se mezcla con imágenes de una nube que divide la luna en el cielo. En el espíritu del surrealismo, estas realidades combinadas carecen de sentido propio o lógico. Todo es una visión onírica, donde se fusionan impresiones recientes y experiencias pasadas en una narrativa sin ubicación ni tiempo definido. Solo en sueños vemos imágenes de nosotros mismos, a menudo duplicadas. “Un perro andaluz” es una contribución única al cine, eliminando las distinciones entre sueño y realidad, lo que marca un enfoque sin precedentes en la historia de la cinematografía.
El automatismo psíquico y el surrealismo
Para crear la película, los autores emplearon su método psicoanalítico favorito: rechazaron cualquier idea que sugiriera racionalidad, lógica, o que ofreciera una explicación psicológica o cultural. Se centraron únicamente en las imágenes que persistían en su memoria, destacando el papel del inconsciente. Este enfoque, libre de control racional, fue descrito como “automatismo psíquico consciente”. Esta técnica recuerda la “escritura automática” de Breton, utilizada por primera vez en Los campos magnéticos. La conexión entre este hito cinematográfico y el surrealismo es innegable; como afirmó Buñuel: “Sin el surrealismo, no habría existido Un perro andaluz “.
El título y su origen
El guion original, que iba a ser financiado por la madre de Buñuel, se titulaba Caprichos, pero Gómez de la Serna no entregó el manuscrito. Aquí surgió la creatividad de Dalí. Aunque hay pruebas de su trabajo en cartas y registros, el guion original de Dalí nunca se encontró. La primera versión se titulaba La monja con la ballesta. En una lectura para Jesep Puig Pujades, Dalí y Buñuel presentaron el título Dangereux de se pencher en dedans (Peligroso asomarse adentro), parodiando los letreros de los trenes franceses.
En 1930, Federico García Lorca afirmó: “Buñuel hizo una película tan desagradable llamada Un perro andaluz –ese perro soy yo”. Buñuel negó esta acusación. La confusión de Lorca provenía del término “perros andaluces”, utilizado en la residencia estudiantil para referirse a los sureños, siendo él el principal representante. Además, la película contiene referencias a la homosexualidad de Lorca, que Buñuel calificaba de repulsiva. Este desprecio se refleja en la escena del protagonista afeminado en bicicleta, interpretada como un símbolo de castración y un castigo por el sadismo mostrado en el prólogo. Lorca había escrito en 1925 El Paseo de Buster Keaton, donde, al igual que en “Un perro andaluz”, el protagonista sufre una caída de bicicleta y enfrenta fracasos amorosos, lo que Buñuel interpretó como un reflejo de la supuesta impotencia de Lorca.
Tras regresar a París, Buñuel planeó un libro de poemas titulado Le chien andalou (El perro andaluz), que nunca se publicó. Sin embargo, el título se adaptó para su obra conjunta con Dalí, cambiando el artículo definido a uno indefinido, dando lugar a Un chien andalou (“Un perro andaluz”).
Contexto después del estreno y los surrealistas
En 1925, Salvador Dalí fue expulsado de la Academia de Bellas Artes de España y regresó a Figueres, intentando convencer a su padre de continuar sus estudios en París. Joan Miró, impresionado por su trabajo, lo apoyó y persuadió también al padre de Dalí. En esa misma época, Buñuel compartió con Dalí la idea de la película que planeaba realizar con el apoyo de su madre. En París, Buñuel exploró burdeles, desarrolló una preferencia por los taxis y despreciaba el metro. Junto a Miró, participó en cenas y eventos para integrarse en la escena artística parisina.
El rodaje de “Un perro andaluz”marcó un punto de inflexión tanto en la historia del cine como en la vida de Dalí, poniendo fin a su carrera social. Después del exitoso estreno, Camille Mauclair compró la película para el Studio 28 de París. Ante el interés generado, Buñuel aceptó publicar el guion en la Revue du Cinéma, lo cual tuvo consecuencias inesperadas. La revista belga Variétés también quería dedicar un número al surrealismo, pero su solicitud llegó tarde. Paul Eluard convocó a Buñuel para una reunión con el grupo surrealista, acusándolo de vender el guion a una revista “burguesa” y de prácticas deshonestas.
Influido por sus nuevos amigos, Buñuel trató de impedir la publicación del guion en la Revue du Cinéma. Aunque intentó destruir las matrices de impresión, era demasiado tarde. Finalmente, el guion se publicó también en Variétés. Buñuel envió cartas a dieciséis periódicos protestando contra las “manipulaciones burguesas” y describió la película como una llamada al asesinato. Propuso quemar el negativo de “Un perro andaluz” en Montmartre, pero la idea fue rechazada.
Recepción de la época
Las críticas también se ocupan de este fenómeno español que ha levantado tantas olas. Eugenio Montes, en La Gaceta Literaria de Madrid, que se publicó el 15 de junio de 1929, escribió en la portada una reseña muy poética en la que alude indirectamente a la pintura de Dalí, “La miel es más dulce que la sangre”: “Buñuel y Dalí se han colocado deliberadamente en el límite extremo de todo lo que se considera elegante, agradable, superficial y despreocupado, lo que se llama ‘francés’ (…) “Una belleza primitiva y bárbara, una luna y un desierto donde ‘la sangre es más dulce que la miel’ aparece ante el mundo. ¡No! ¡No! ¡No busquen rosas en Francia! España no es un jardín, ni el español un jardinero. España es una tierra desconocida con cadáveres de burros en lugar de rosas. Sin ingenio ni adornos. España es esencia, no extracto. No sabe embellecer, no puede falsificar. España no sabe arrullar dulcemente ni cubrir burros con cristal en lugar de rosas. Las estatuas de Cristo en España sangran, y cuando las sacan a las calles, caminan entre dos filas de guardias civiles.”
El crítico contemporáneo André Delons comentó inmediatamente después del estreno en la revista belga Variétés: “Fue la primera vez, realmente la primera vez, que las imágenes que atraviesan nuestros terribles gestos humanos llevaron sus deseos hasta el final, abriéndose camino hasta el objetivo final a través de obstáculos predestinados. Uno tenía la impresión de participar en un retorno puro a la verdad, una verdad desollada viva (…) A cualquiera que tenga ojos para ver, le debe quedar claro que ‘entretenimientos’ como Entr’acte ya no tienen sentido después de esto.”
Según J. Bernard Bruinia, en Cahiers d’Art, Buñuel destruyó de un solo tajo las intenciones de aquellos para quienes el arte se reducía únicamente a sensaciones agradables. Captó a la perfección la lógica absurda pero implacable del sueño. Como un español genuino, demostró estar impulsado por una fuerza vital que empuja a los verdaderos hombres a enfrentar los problemas más angustiosos.
En una entrevista con Don Carlos Lozano en junio de 1929, Robert Desnos también elogió la película: “No conozco ninguna película que actúe de manera tan directa sobre el espectador, que esté hecha tan específicamente para él, que lo involucre en un diálogo, en una relación íntima. Ya sea el ojo cortado con una navaja, del que gotea un líquido viscoso, o la congregación de sacerdotes españoles, o las alas de piano con su carga de burros muertos, no hay nada que no lleve un toque de humor estrechamente ligado a la poesía.”
La película cumplió con las intenciones iniciales de sus creadores. Como un rayo del cielo español, deslumbró a un París que llevaba diez años sumido en la niebla del arte abstracto de la posguerra.
A pesar de todas las reacciones iniciales, “Un perro andaluz”fue finalmente recibido con gran interés por el público parisino, lo cual no complació ni a Dalí ni a Buñuel. ¿Cómo era posible que una película que pretendía sacudir los mismos cimientos sobre los que se sustentaba la burguesía contemporánea se hubiera vuelto tan popular? Finalmente, Dalí publicó un artículo en la revista catalana Mirador, dirigida por un club de cine local, en el que tachaba a los parisinos de esnobs que fingían interés por esta película solo por el afán de adorar todo lo nuevo simplemente por ser nuevo. Además, afirmaba que esta superficialidad demostraba un total malentendido del mensaje moral de la película, que apuntaba directamente contra ellos. Concluyó diciendo que lo único que realmente apreciaba era la inclusión de la película en el último Congreso de Cinematografía Independiente en La Sarraz, Suiza, organizado por Sergei Eisenstein, y el contrato para su proyección en la Unión Soviética.
Además de su proyección en el Studio 28, “Un perro andaluz”fue exhibida durante tres días en un lujoso balneario costero. El mecenas del arte, Charles de Noailles, mostró un gran interés por la película, alquilándola para una fiesta privada a principios de julio de 1929 en su cine personal, y ofreció su espacio al día siguiente para una proyección privada para Buñuel y sus invitados. Charles y Marie-Laure de Noailles quedaron fascinados tanto por la película como por su creador y ofrecieron su apoyo para obtener la licencia de proyección pública. El 3 de julio, la película se proyectó en su cine privado, que fue el primero en París equipado para el sonido. Gracias en gran medida a estos mecenas, la película comenzó a ganar notoriedad en los círculos académicos y artísticos. En julio, por ejemplo, se proyectó en el festival de cortometrajes de París.
La idea de encargar otra película a Buñuel y Dalí surgió precisamente de Marie-Laure, quien prometió a Luis total libertad artística, a lo que él accedió sin dudarlo. “Un perro andaluz”fue un descenso audaz a la esfera tabú de los movimientos y deseos internos, dominado por la incontrolable fuerza del deseo. Impulsada por un afán de choque que surgía de las tradiciones del arte maldito y también por la curiosidad de revelar lo que las metodologías convencionales no podían alcanzar, fue un intento excepcional de aplicar el surrealismo al cine. Sin embargo, también estuvo profundamente marcada por la intención de sus creadores de ser descubridores y aportadores de lo nuevo a toda costa, aún resonando con las ligeras influencias del dadaísmo moribundo. Es, por tanto, un presagio, una advertencia, antes de que llegue la era plenamente surrealista de “La Edad de Oro”.
La Edad de Oro: Contexto de su creación
Después de “Un perro andaluz”, los autores decidieron seguir adelante con su trabajo, pero no podían cambiar de rumbo hacia un cine comercial. Su intención era continuar con la creación surrealista. Sin embargo, ya no podían contar con la financiación de la madre de Buñuel. Aunque la creatividad de los directores era abundante, la falta de apoyo económico impedía la producción de nuevas obras.
Christian Zervos presentó a Buñuel a los Noailles, un matrimonio aristocrático. Inicialmente escéptico ante la idea de aceptar financiación de la aristocracia, Buñuel fue convencido en una cena. Los Noailles le propusieron realizar un cortometraje de veinte minutos con total libertad creativa, con la única condición de usar música de Stravinsky. Pero el verdadero gesto que ganó la confianza de Buñuel fue que posteriormente renunciaron a esta condición. Luis aceptó el adelanto ofrecido y se fue a España para reunirse con Dalí.
Buñuel llegó a Cadaqués justo cuando Dalí estaba siendo expulsado de la casa de su padre en Figueres. En Cadaqués, intentaron colaborar durante tres días, compartiendo ideas y visiones para su próximo proyecto. Sin embargo, sus trayectorias personales habían tomado direcciones distintas, lo que dificultó el acuerdo sobre las escenas. Al final, decidieron que Buñuel se encargaría de la mayor parte del trabajo y que se mantendrían en contacto por carta, con Dalí aportando ideas ocasionales. Sin embargo, un año después, Dalí fue a París para trabajar junto a Buñuel en el guion final.
El rodaje
“La Edad de Oro” se rodó nuevamente en los estudios de Billancourt, junto a Romance sentimental de Sergei Eisenstein. El actor principal, Gastón Modot, fue elegido por su amor por España, mientras que Lya Lys, la protagonista femenina, fue seleccionada por un agente artístico. Albert Duverger fue el encargado de la cinematografía. Max Ernst, Pierre Prévert y Jacques Prévert tuvieron papeles secundarios. Los exteriores se rodaron en Cadaqués y alrededores de París, mientras que el diseño de interiores fue gestionado por un camarógrafo ruso. Paul Éluard aportó su voz al proyecto, y en la parte final del filme, Lionel Salem interpretó al duque de Blangis, especialista en papeles de Jesús Cristo.
El título
El proyecto que Luis y Salvador desarrollaron inicialmente iba a ser una continuación de “Un perro andaluz”, titulada La bête andalouse (La bestia andaluza), con un enfoque femenino. La intención era utilizar material que no se había incluido en el film anterior. Sin embargo, a medida que el contenido evolucionó y se añadieron nuevas escenas, el título se transformó en “La Edad de Oro” (L’Âge d’or). Como en el caso de “Un perro andaluz”, el manuscrito original no se conserva.
La narrativa y el simbolismo
La intención de Dalí y Buñuel era crear una película que expusiera los mecanismos de la sociedad burguesa, todo en el contexto de un amor apasionado gobernado por una fuerza irresistible que atrae a un hombre y a una mujer que, sin embargo, no pueden unirse debido a las restricciones de las prácticas sociales dominantes que suprimen el instinto sexual puro. Estos mecanismos están representados por los ideales de “iglesia, familia y patria”. El marqués de Sade fue una fuente de inspiración importante para ambos.
“La Edad de Oro” es un film sonoro de sesenta minutos compuesto por cinco partes interconectadas: un prólogo, tres segmentos narrativos independientes y un epílogo. A diferencia de “Un perro andaluz”, “La Edad de Oro” incluye una banda sonora creada por Tobis Klang, con pasajes de la ópera “Tristán e Isolda” de Richard Wagner.
La sinopsis
La película comienza con un documental sobre escorpiones, seguido por la agonía de un grupo de bandidos (liderados por Max Ernst) muriendo de sed en un desierto. Cuando uno de ellos divisa a un grupo de “mallorquines” –obispos con mitras y rosarios murmurando “Dies Irae”– los bandidos mueren uno a uno y los obispos se transforman en esqueletos.
En la siguiente parte, una élite desembarca para fundar una nueva Roma Imperial, incluyendo sacerdotes, soldados y monjas, quienes se detienen ante los restos de los obispos. La colocación de la primera piedra de la ciudad es interrumpida por los gritos de un hombre (Gastón Modot) y una mujer (Lya Lys) que se besan apasionadamente. La multitud los separa y arresta al hombre.
En la cuarta parte, vemos imágenes alternas del hombre encarcelado y de su amante encerrada en la casa de sus padres. Cuando el hombre es liberado debido a su posición gubernamental, asiste a una fiesta de la alta sociedad donde golpea a la anfitriona, quien resulta ser la madre de su amante. Es expulsado, pero regresa para tener un encuentro extático con su amor en el jardín. Sin embargo, son interrumpidos cuando un burócrata le recuerda al hombre su deber, que ha descuidado, lo que ha causado la muerte de ancianos y niños. El hombre lo despide con insultos y regresa con su amante, pero ella también lo abandona por un viejo director de orquesta. En un ataque de celos, el hombre destroza la habitación, lanzando objetos por la ventana. El epílogo, un homenaje al marqués de Sade, muestra a los sobrevivientes de una orgía de cien días en Château de Sellingy, encabezados por el duque de Blangis, que aparece como una figura de Jesucristo.
A pesar de las tensiones entre Buñuel y Dalí durante la producción de “La Edad de Oro”, ambos estuvieron de acuerdo en el tema central: el amor apasionado, que se distingue claramente del “Amour fou” de André Breton, definido en su colección de 1937. Mientras que Breton veía el amor como la manifestación más maravillosa de la capacidad humana, Buñuel y Dalí exploraron una atracción bidireccional más instintiva y espiritual que desafía las normas sociales.
En “La Edad de Oro”, la audiencia no se pregunta si está viendo un sueño o una alucinación diurna; aquí, el sueño y la realidad se entrelazan. La película está situada en un tiempo y espacio específicos, donde las reglas solo son alteradas por la estilización del autor. La atracción entre los amantes persiste a través de varias capas temporales, y el espacio se transforma según las experiencias internas del personaje. Esta subjetividad se comunica al espectador a través de sonidos como ladridos de perros o el tintineo de campanas, vinculando las experiencias de los personajes con las nuestras.
“La Edad de Oro” rompe con la tradición del surrealismo inicial, representado por “Un perro andaluz”, y se alinea con prácticas surrealistas más maduras, bajo un nuevo enfoque artístico que integra una crítica social y una exploración más profunda de la naturaleza humana.
Fuentes:
BRETON, André: El Manifesto del Surrealismo. CreateSpace Independent Publishing Platform. 2015
BUÑUEL, Luis: Luis Buñuel do posledního dechu. Praha, Mladá fronta, 1987.
BORDWELL, D.- THOMPSONOVÁ, K.: Dějiny filmu, 2007.
CIESLAR, Jiří: Luis Buñuel. Praha, 1987.
DALÍ, Salvador: Tajný život Salvadora Dalího. Praha, NLN, 1994.
FREUD, Sigmund: Výklad snů, Pelhřimov, Nová tiskárna, 1994.
GIBSON, Ian: Život Salvadora Dalího. Brno, 2003.
KYROU, Ado: Luis Buñuel, Praha, Orbis, 1968.
Películas analizadas:
Un perro andaluz (Un chien andalou; Francia, 1929)
Dirección: Luis Buñuel. Idea y guion: Luis Buñuel – Salvador Dalí. Cámara: Albert Duverger. Montaje: Luis Buñuel. Reparto: Pierre Batcheff (joven), Simone Mareuil (chica), Luis Buñuel (hombre con la navaja), Salvador Dalí (sacerdote), Jaime Miratvilles. Producción: Luis Buñuel. Formato: 35 mm, Blanco y Negro, 1:1,33, cine mudo, intertítulos en francés, 17 minutos (430 m). Estreno: 6 de abril de 1929.
La edad de oro (L´Âge d´or; Francia, 1930)
Dirección: Luis Buñuel. Idea y guion: Luis Buñuel – Salvador Dalí. Cámara: Albert Duverger. Música: Luis Buñuel – selección de piezas, R. Wagner, G. van Parys, Félix Mendelssohn, W. A. Mozart, C. Debussy. Montaje: Luis Buñuel. Reparto: Lya Lys (mujer), Gastón Modot (hombre), Max Ernst (líder de los bandidos), Caridad de Laberdesque (sirvienta), Lionel Salem (Duque de Blangis), Germaine Noizet (Marquesa) y otros. Producción: Vizconde Charles de Noailles. Formato: 35 mm, Blanco y Negro, 1:1,20, Mono (Tobis – Klang film), francés, 63 minutos (1690 m). Estreno: 29 de noviembre de 1930. Presupuesto: 1 millón de francos.
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Ariosto Antonio D´Meza es escritor en español y checo, además de cineasta. Reside en Praga.