Dulce aridez
Salgo dando un portazo. La casa vacía
tiembla. Observo lo que me rodea.
Las mismas palmeras altas y afiladas
que de perfil me miran. La misma montaña
que yo imagino siempre sedienta,
el azul mate rayado por el viento
y la sensación de aridez, la dulce aridez
que todo lo golpea.
Siento alivio al comprobar que el paisaje
no se harta de mis cosas, todavía.
Que seguimos tanteando nuestros límites,
que no se rinde ni descarta mi espléndida
agonía.
Respiro porque sigo en su pupila.
Soy un punto negro que sube y que baja
en la distancia. Liberada de contexto,
sin historia, soy una mancha que rueda
por ese ojo que me sigue sosteniendo
aunque ande en carne viva. Incluso
al cerrarse ese ojo me recibe. Yo me dejo
vencer por su invariable negrura, yo me abro
a su seca, impecable ternura.
Una cosa a la vez
El cuerpo hierve,
el cuerpo en movimiento
todo lo ocupa.
Casi desaparecen
las ideas. Mis hijos
juegan a mi alrededor.
El sudor se siente bien.
Todo resbala, excepto
el pensamiento.
Algo liviano me visita.
Parece que levito, aunque
sienta cada músculo
como una piedra caliente
madurando muy adentro.
Les gusta verme así,
mamá activa, imitando
a la mujer de la pantalla.
Ellos también saltan, hacen
sentadillas, suben y bajan.
A veces hacen preguntas
que yo contesto con secos
monosílabos mientras aprendo
a respirar y a exhalar,
por la nariz y por la boca,
como se debe, alternando
contracción y expansión.
Mientras intento el equilibrio
recuerdo la llamada de mi madre
esta mañana, su voz cuando decía:
“Margarita, una cosa a la vez”.
5:45
Lo que cala en mí
lo que
hace un hueco
en medio, justo
en medio de
lo que soy.
A las 5:45 pm
una puerta se cierra,
en algún lugar, yo la veo
cerrarse cada día
frente a mí.
Entonces salgo, me meto
en la montaña, miro
de cerca un cactus,
toco sus espinas
para comprobar algo.
A esta hora la luz
va cediendo. Yo camino,
pero me distraigo
con las cosas más sencillas:
una flor diminuta creciendo
en una piedra, una nube
que trastoca la nitidez
del cielo, la silueta de
los caminantes a lo lejos,
la vista de mi casa desde
cierto punto de la montaña,
el vuelo de un ave buscando
alimento. Todo quiere
hablarme.
“Lo importante”, dice
alguien a quien quiero
“es que las horas pasen,
que los colores muten
certeros, que el alma
se vaya recogiendo”.
Pretendo entender
hasta que entiendo.
Me gusta despedir
el día afuera. Ser testigo
de la última luz, asegurar
un resplandor que dure
hasta mañana.
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Margarita Pintado Burgos (Puerto Rico), es autora de los poemarios Ficción de venado (2012), Una muchacha que se parece a mí (2016), ganador del Premio de Poesía del Instituto de Cultura Puertorriqueña, Simultánea, la marea (2022) y Ojo en Celo/ Eye in Heat (2024), ganador del Premio Ambroggio otorgado por The Academy of American Poets. En el 2022 recibió la beca Letras Boricuas, de la fundación Mellon. Escribió, junto al legendario escritor cubano Lorenzo García Vega, la novela experimental Ping-pong Zuihitsu. Codirige el espacio de poesía Distrópika. Es profesora de lengua y literatura en la universidad Point Loma Nazarene, en San Diego.