Semana Santa
Encendida la televisión se puso cómodo en el sofá de la sala. Como creyente pensó en Cristo. Si no lo fuera también pensaría en él. “La gente debería, al igual que en Navidad, felicitarse ante una Semana Santa. Existen, si no los mismos motivos, parecidos entre ambas”, pensó. “¿Acaso es poca cosa eso de resucitar de entre los muertos?” El que no lo crea, que resucite a ver si puede.
Colorado bajó la cortina por el sol. Le daba en la cara. En la pantalla del televisor, una de las de tantas películas en torno a la crucifixión de Cristo, el ungido, transmitía. Los demás meses y días del año no importaban. “Extraña sicología ésta, la de nosotros los cristianos”, pensó con un deseo inmenso de apagar la televisión. Sonó el teléfono.
−¡Aló! Sí, todo está bien por aquí. Según veo este año son menos los muertos que el pasado. Diviértanse y adiós.
Eran sus hijos.
“Cuando Carmen despierte le diré que los muchachos llamaron”. Volvió a mirar la televisión. “Cristo ante Pilatos, ¡ja! Otro boletín de noticias”. Carmen, que había despertado, lo llamó. “Ahí está otra vez esta mujer llamando”. “Hay que tener suerte en la vida con las mujeres. No me cabe la menor duda”.
−Si te esperas un poco estoy ahí en unos minutos. Deja que pase el boletín de noticias. A ver cuántos muertos van y sean menos que voten en las elecciones venideras por el oficialismo. ¿Ves lo que te dije, que no hay por qué preocuparse…? Los muchachos acaban de llamar (no te llamé porque estabas durmiendo). Si te hubiese puesto caso de no enviarlos de vacaciones, los muchachos estuvieran encerrados en sus cuartos y no disfrutando la juventud, como debe ser.
Carmen no le respondió. Si lo hacía, Colorado no se iba a callar en todo el día. Le dijo:
−Ya que te levantaste tan temprano ponte un chin de café. ¿Ya se te quitó el dolor de cabeza de anoche? Si no fue que fingiste que te dolía la cabeza para no atenderme como dios manda, ¿eh?
−No me conviene echar un día entero en esta casa, te olvidas de que soy un viejo –dijo, de camino a la cocina a poner el café.
Carmen pensaba: “Ahora viene la tanda de hablar de los ladrones, no sé qué tiene que ver una cosa con la otra”.
−¿Qué, mi amor, ya está el café?
−¡Por amor de Dios!, ¿qué es lo que quieres, que lo sople?
−Vamos, viejo, no es para tanto…
Colorado le llevó el café a la cama a Carmen.
−Un poco más de azúcar, por favor.
−Párate a buscarla.
−No seas así, viejo, con tu mujer.
Fue a buscársela. En el camino…
−Ven Carmen, ven a ver a Cristo camino a la cruz. Parece tan real…
−No, viejo. Sabes bien que me gusta la escena cuando lo están bajando de la cruz. Me da cosa mirarlo cuando lo están crucificando.
−Ya lo sé, pero cuando éramos jóvenes la veías entera en el cine.
−Así era, pero lo que tú no dices es que era porque me estabas haciendo otra cosa… ¿eh, tontuelo?
Colorado sonrió.
−Otro boletín de la mierda…
Sonó el teléfono por segunda vez en la mañana.
−Carmen, ve a ver quién es ahora. No creo que sean los muchachos de nuevo.
−Ahora no puedo. Estoy en el baño.
Dejó de sonar cuando Colorado iba a tomarlo. Volvió a ver el boletín, diciendo en voz alta, como si hablara solo:
−Más muertos que el año pasado.
Oyó el inodoro bajar. Volvió a sonar el teléfono.
−Mira a ver si esta vez lo quieres coger, Carmen.
−Si es mi madre –la madre de Carmen había muerto el año anterior−, dile que la llamo dentro de un rato. Se ha vuelto paranoica después de lo de la vieja.
De paso a tomar el teléfono, le dijo a Colorado, deteniéndose a ver un pedazo de la película:
−No sé para qué ponen esas escenas tan reales, dándole latigazos a Cristo (Colorado le dijo que si fue que había quitado la otra película, que la vuelva a poner). Al tomar el teléfono Carmen lanzó un grito por la palabra “accidente”.
−Vamos mujer, quítate de enfrente de ese televisor… además solo es una película, eso no está pasando, y quizá no ha pasado jamás. Siempre pienso que eso es un cuento. Carmen ahora gritaba con más fuerza…
−¡Oh, Dios mío, mis hijos! ¡Mis hijos!
Experiencia
Tía Marian, por parte de mi madre, era una anciana de baja estatura, que hablaba sola e iba semanalmente a la primera misa de la mañana y la última de la tarde, los domingos. Por muchos años fue cocinera de los ricos del pueblo. Cuando se le olvidó cocinar, terminó cocinando a tiempo completo en su casa. Sabido es que lo que se sabe mucho, como cocinar, termina por olvidarse al final, que no necesariamente tiene que ser por vejez como en el caso de mi tía, pero fue una de las causas. Las recetas se le volvieron un lío en la cabeza.
De mi tía sabía casi toda su vida, pero de mí mismo nada sabía, ya que me trajeron muy pequeño a su casa. Nada más sabía que mi madre me había dejado en su casa, porque se fue con otro hombre, que no era mi padre, hermano de tía. Yo era el loco del pueblo. Para ese tiempo tenía como veinte años, aunque no lo aparentara. Era alto, fortachón, de cara redonda y risueña, que reía por cualquier cosa. De ahí que me consideraran un loco viejo. Ahora soy todo lo contrario, estoy flaco, cenizo y de ojos apagados. Antes los tenía grandes y hermosos, ahora tristes.
Como vivíamos cerca del mar, mirando mis ojos me consideraba un marinero, sin haber nunca navegado en él. Lo más que he hecho en mi vida es bañarme mucho en la playa y ver los barcos ir y venir, a los lejos. En un tiempo que tuve más juicio que ahora aprendí el oficio de carpintero, porque el padre de Jesucristo lo fue. Además, tenía una habilidad que en el pueblo nadie tenía: de cualquier objeto hacía un monstruo. Máscaras para el carnaval; de ramas serpientes y dragones. De piedras, cualquier rostro humano. Todo eso lo hacía en momentos de cordura.
Un día me fui del pueblo. El tiempo que duré fuera tía no supo de mí ni volví a visitarla. Yo era un malagradecido. Es lo que me voceaban en el pueblo cuando volví o me trajeron, que viene siendo lo mismo. Me decían el Malagradecido. Un día, tía recibió una carta indicando dónde me encontraba y que no estaba bien de salud, y a los tres días yo estaba de vuelta a casa. Tía Marian al verme, dijo: “Mi pobre loco”.
Mi llegada coincidió con la celebración de las fiestas patronales, que tanto me gustaban, del pueblo, según tía, pero ahora no les ponía caso. Las patronales no eran como antes. Según pasaba el tiempo se hacía más difícil celebrarlas como la iglesia manda. Fueron asaltadas por el lodazal mundanal. Eso decía el cura Gregorio.
En el pueblo solo tengo un amigo llamado Barri, y no sabía por qué su madre lo dejaba juntar conmigo; pero Barri y yo nos llevamos de maravilla. Es tan loco como yo. No hace mucho le conté que a la casa de tía llegó una señora toda nariz parada, como decía tía. Era de la gente que ven al prójimo como si fuera pupú. Preguntó que si todavía aquí vivía una señora a la que llaman Marian; al decirle yo que sí, dijo que si la podía ver. Yo a mi vez le pregunté que de parte de quién, como decía tía que dijera al que preguntaba por ella.
−Dígale que de la Mina.
Cuando entré a la casa le dije a tía Marian quien la buscaba; se armó un barullo dentro de la casa. Tía Marian me dijo que la invitara a entrar, que ella bajaba enseguida. La mujer quiso buscarme conversación, pero me le quedé como si no hablara conmigo. Cuando me preguntó mi nombre, ante de decírselo, pensé:
“Vaya loca, que está esta mujer, para qué querrá saber mi nombre”, en el momento que entraba tía Marian. Al verse ambas mujeres, la mujer le dijo a tía:
−Hola tía Marian. Oigo muchas voces dentro de mi cabeza. Es que por fin dejaste de vivir sola –y volteándose a mirarme, dijo:
−Este es el muchacho (como creí que se dirigía a otra persona me volteé a mirar a otro lado, a ver a quién se dirigía). Tía le dijo que sí. La mujer me abrazó. Le dio algo envuelto a tía Marian y salió como vino, con la nariz parada. Parece que caminar de esa manera forma parte de su naturaleza; me eché a reír.
Cada vez que Barri y yo nos encontramos, que es todos los días, le cuento la misma historia. Al principio Barri decía que ya se la había contado, pero últimamente no me dice nada. Por eso es mi único amigo.
Luna de octubre
“De las lunas la de octubre es más hermosa/ porque en ella…”, quiso recordar al intérprete, y al no recordarlo bajó más el volumen de la radio, justo cuando empezó a colocar en las puertas y ventanas calderos, jarros y botellas vacías a favor del ruido cuando en la casa los muchachos estuvieran acostados. Acabada la balada, fue hasta el cuarto de los niños, donde dormía, a desnudarse. Los niños dormían profundamente. No era para menos. El menor tosió. Todavía tenía la secuela de la fiebre de la noche anterior. Ni él ni ella durmieron bien. Pensó: “Cualquier cosa puede pasarle a una mujer sola, con niños y apartada de la carretera”. Sus pensamientos volaron hasta donde podía estar Demetrio, el padre de sus hijos. Se había ido, con todo y sus sentimientos contrariados. Estaba segura de que volvería tarde o temprano al amor de los suyos. Comprendía por la mitad su partida. Cavilaba en otras cosas cuando cayó o tumbaron una botella de la puerta de la cocina, luego el caldero. El ruido de ambos objetos la hizo volver a la realidad vivida y compartida, luego al silencio y al ronquido de los niños y la tos del más pequeño. Pensó en encender la luz, pero su mano se detuvo en la intención. Esperó otros ruidos. “Quizá fue el viento quien los tumbó”, pensó, mirando hacia la oscuridad. Era el mes de octubre y dentro de la casa rondaba la luz de la luna, casi que podía verse a cualquiera que entrara a la casa. Volvió a pensar en Demetrio. Las causas de su partida, por lo que se tuvo que ir del pueblo y de su casa. Lo que había hecho avergonzaría hasta lo más hondo del ser, y hasta al que no conozca las raíces del problema, pero qué podía hacer una mujer con cinco hijos, sin tener adónde ir. Esta vez todos los objetos que había puesto en la ventana de la sala se fueron abajo. El ruido fue más intenso que la vez anterior, aunque menos impactante. Estaba a la expectativa de que cualquier cosa podía suceder. El mayor de sus hijos despertó. Tuvo que decirle que se quedara acostado y no hiciera ningún ruido. Ella no se había movido desde que empezaron las caídas de los objetos de la cocina y la sala. Se terminó de poner la bata de dormir de color azul. No tenía nada debajo, porque al momento de buscar una ropa interior limpia, empezaron los ruidos, sin que nada afuera evidenciara que alguien los estuviera ocasionando. Esta vez la puerta de la cocina se sumó a las caídas de más objetos, que estaban colocados en la tranca. Si todas las noches colocaba esos utensilios de cocina y de otras procedencias era para lo que estaba sucediendo: que hicieran ruido; así que no había razones para alarmarse más de la cuenta. Ella estaba despierta y esperaba a ver lo que iba a pasar y quién era que lo ocasionaba. “Empezó a colocarlos por él, oh, Dios, por su marido Demetrio, y nadie más”, pensó acongojada. Les había dicho a los niños que sin importar lo que oyeran se quedaran en la cama sin gritar. Dios estaba con ellos y no podía pasarles nada que él no aprobara que pasara. Era que Demetrio solo venía de noche a ponerla en zozobra. A veces lo maldecía. Si él no se atrevía a hacer más de ahí era por miedo a ella. No la iba a pasar muy bien si entraba a la casa. “Sí, maldito seas tú o no que estés ahí afuera zozobrándome la vida”. “Hacerle eso a la hija de su compadre, teniéndola a ella para eso era una bajeza, aunque ella fuera ya grande y dizque lo hizo inconsciente”. Era como una hija para ella. Debió poner más cuidado, la muchacha en parte fue culpable, cuando los sorprendía solos, ella siempre tenía a flor de labios una sonrisa como de mujer vieja y rejugada. A ello se les sumaron los padres de la niña (niña su abuela), para presionarla. Ellos lo que buscaban era que Demetrio la dejara a ella y a sus hijos, para que mudara a su hija en la otra parte de la tierra, la más productiva, de la que alimenta a la familia. Si no era Demetrio, eran ellos, sometiéndola a humillaciones peores que la muerte. Demetrio sabía que después de caerse los objetos era más fácil entrar a la casa. La casa se estaba cayendo a pedazos. De seguro que la estaba asechando, como todas las noches. Ayer pensó no poner más resistencia y que se cogiera la parte de la tierra, hasta la parte donde ella y los niños vivían, si quería, con tal y que la dejaran tranquila. Ella, la muchacha esa, iba a saber si el gas pela, después de que saliera preñada, si no era que ya lo estaba. Volvió a pensar que no tenía nada debajo y que Demetrio la estaba asechando. Quizá era por eso que estaba violento. Él siempre se ponía rabioso cuando ella no quería estar con él. Ella era más hermosa que la fulana esa, con todo y haber parido la caterva de muchachos. La única ventaja que le llevaba era que era señorita, y cuidado. Ayer le dijeron en el pueblo que sorprendieron a unos hombres raros merodeando por los alrededores. Había pensado irse del pueblo por lo que le había dicho el hermano mayor de Dalila (que era como se llamaba la puta esa. No quería pronunciar su nombre, porque hasta asco le daba). Le dijo que, aunque Demetrio se metiera con su hermana, él le iba a hacer lo mismo a la de ambos, de doce años, que no es hija de Demetrio (solo ella y Demetrio lo saben). Desde que le dijo eso, todas las ideas raras le han cruzado por la cabeza. Si no estuviera tan claro afuera iría a ver quién era. Tanto que se lo dijo a Demetrio que se fueran del pueblo. Volvió a ponderar que cualquiera iba a ver si era Demetrio el que estaba afuera, pero primero se pondría algo encima. El muy maldito al verla así podría intentar cualquier cosa, y ella era débil.
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Amable Mejía es poeta y narrador. Doctor en Derecho por la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Autor, entre otros, de El amor y la baratija, El otro cielo y Primavera sin premura, novela.