(Para Leomaris Melo)

     Desde la terraza, él la vio disminuir el paso y levantar los ojos al cielo recién pintado. Entonces la criatura pateó en el vientre de ella que, sonriendo, posó la mano a la altura del ombligo, oprimió con suavidad. La criatura empezó a perseguir el calor de sus dedos. La mujer volvió a sonreír y entró muy despacio en el arroyo. El perro, rezagado, fue tras ella, que ahora contemplaba la sabana y las colinas que azuleaban a lo lejos como a través de un filtro. La mujer caminó hasta el centro del arroyo, con el agua a mitad de las pantorrillas. Su marido la sostuvo con la mirada hasta que ella giró haciendo un ademán feliz.

     Al volver a la terraza, se quitó el sombrero de palma cana, dejó libre el pelo rizo y se sentó en una mecedora de caoba junto a su marido. El perro se adueñó del escalón más alto.

     —Quisiera una guayaba —dijo la mujer.  

     —Yo la imagino verde —repuso el hombre.  

     —Así es —confirmó ella—, pero primero me quitaré esta bata húmeda.   

    Entró a la casa, y él desplazó la mirada hacia los elementos. Vio una luna plena, translúcida casi, girando en el cielo como una enorme oblea. La mujer regresó vestida con una bata roja de cuadrángulos blancos, que él le había traído de un viaje a la capital. Mordisqueaba una guayaba alrededor del corazón de semillas. El hombre la miró un instante y concluyó:

    —Para ti una guayaba concreta deseos y sueños. 

    Frente a la cerca pasó la guagua del correo. Ellos la siguieron con la mirada, y la mujer dijo:

    —Los míos son simples —mostró la guayaba—: me los como.

     Él sonrió. La había conocido en una velada del colegio de monjas donde ella estuvo internada durante el bachillerato. Se habían comprendido en seguida, y llevaban dieciocho meses de casados. La semana anterior ella había resbalado al subir los escalones; él la acomodó en la cama, después subió al viejo Jeep para buscar a Nivia, la comadrona, que vivía cerca, en la Restauración. Ella lo había traído al mundo. Él no recordaba que mujer alguna se le hubiera muerto de parto, mientras que en el hospital sucedía a menudo. Tenía impresa en el cerebro la imagen de Dulce Frías, amoratada, tranquilo el rostro, en el féretro en que la habían devuelto del hospital; junto a ella, su criatura con una batita del tejido que llamaban aliento. Habían muerto durante el parto. 

     Nivia auscultó a la mujer con sus manos sabias por un largo rato mientras él la seguía con mirada ansiosa. 

     —Miren como patea —observó Nivia agitando la blanca y larga cabellera—. Esa criatura está más viva que yo. No hay sangrado.

     —Gracias, madrina —suspiró él apretándole las manos. Madrina le llamaban todos aquellos a quienes había ayudado a ver la luz del mundo. Pese a la edad, era ligera como un junco y vivaz como una ardilla, de movimientos rápidos y precisos. 

     —No hay problema —miró a la mujer que aun yacía en la cama—. No hay rotura de fuente. Es una criatura llena de vida. Y está en buena posición, lista para salir… 

     De eso hacia cinco días y parecía que agosto cerraría su ciclo sin novedad. A medianoche un trueno solitario conmovió la casa, despertó al hombre que sintió la respiración de la mujer en su nuca, el vientre pegado a su espalda y una pierna de ella trabada con la de él, como si temiera que escapara. Después comenzó la catarata de la lluvia con relámpagos y truenos durante un buen rato. Sosegada su furia, la tempestad asumió un ritmo de sinfonía acuática sobre el techo. El hombre volvió a tomar posesión de su sueño. 

     Amanecía y la mujer preparaba una infusión de hojas de limoncillo y guanábana junto a la hornilla, cuando sintió un líquido tibio correrle entre los muslos, fluir sobre sus pantuflas. 

     —¡Fello —clamó ella—, rompí fuente!  

     Él corrió desde el aposento y tras comprobar lo ocurrido, le dijo a la mujer que se metiera en la cama. Él iba a buscar a la madrina. Fue al garaje donde aguardaba su Jeep. El perro vino a él soltando gruñidos de curiosidad. Cuando el hombre entró a la carretera lloviznaba apenas, pero las cosas eran difusas bajo el agua. Al tocar a la puerta de la madrina, ella comprendió al instante; buscó un mantón que la protegiera del agua, y la realidad adquirió su peso específico. 

     Al llegar, Nivia puso a hervir agua, que vertió después en una palangana y se concentró en la mujer. El hombre giraba por las habitaciones mientras la lluvia arreciaba. Luego de minutos, quizás horas, oyó un vagido. La partera lo llamó para que cortara el cordón umbilical de su hija, lo cual hizo en seguida. Nivia aseó a la criatura y la mujer sonreía agotada y feliz desde la cama, el pelo apelmazado por el sudor. La partera envolvió a la niña en una toallita de franjas azules y rosadas e interpeló al hombre:

     —Vamos. Carga a tu hija; a ver si deja de llorar.

     Él la tomó con sumo cuidado sin saber qué hacer con aquel trozo de carne tierna. 

     —¿Por qué lloras, hija? —preguntó—¿Te molesta el ruido de la lluvia?

     La nena calló, abrió los ojos, fijó la vista en su padre y lo contempló durante unos segundos.

     —Oh —concluyó él—, has reconocido mi voz —. Caminó por la habitación meciendo suavemente a su hija y decidió—: Te llamarás Jade. Bella, dichosa y engendrada por el rayo.

     —Lindo nombre —suspiró la madre.

     —Muy bonito —asintió Nivia.

     El mismo día que Jade cumplió un año, el buhonero de ropa y calzado detuvo su camión junto a la cerca alambrada. La madre descendió los escalones con la niña en brazos, seguida por el can. El buhonero bajó del vehículo. Cuando ella estuvo frente a él, explicó: 

     —Tengo un surtido nuevo de zapatos y blusas, Nina. 

     —No se trata de mí, Pablo. Quiero un vestidito para la niña. 

     Él sacó un lío de prendas infantiles, lo desplegó ante la madre para que escogiera. Ella se decidió por uno de seda verde.

    —Ahora quisiera también unas sandalias para la nena.

   El hombre hurgó entre su mercancía y extrajo dos pares de sandalias. El primer par que le probaron a la niña era muy grande. Con el segundo no hubo problema. 

     A las cuatro regresó el padre de su trabajo en la gobernación, y Jade corrió hacia él con sus sandalias rosadas y su vestido verde. El padre la sentó en su regazo y la niña empezó a despeinarle el pelo. La madre comenzó a palmotear y a cantar una de esas rimas que las madres de la Tierra inventan para sus criaturas. Jade dejó las piernas de su padre, dio dos pasos adelante y giró con un sentido infuso del ritmo.

    —Será ballerina —exultó la madre; el padre miró a su hija con orgullo encendido.  

    —Será todo lo que desee —decidió él—. Nació con bendiciones del cosmos.      

     Cenaron a la hora en que empieza la vida nocturna: el croar de los sapos, la luz de los cocuyos y el zumbido de los mosquitos. Pronto Jade buscó las piernas de su madre y se durmió. Ella la llevó a su cuna, volvió a la sala y se recostó en el costado del marido en el sofá. 

     —La noche es densa —dijo—, un animal que respira donde comienza el monte.

     —Yo lo he visto —él la abrazó—. Es cimarrón, pero tiene ojos dulces. 

     Una ráfaga de viento entró por la ventana, agitó la cortina y trajo una bocanada de 

frescura. Voces clamorosas resonaban a lo lejos, luego enmudecían.

     —Cada mañana es una promesa de veinticuatro fichas —enunció la madre. 

     —Nadie puede prever qué nos guarda. Alegría o llanto —respondió el padre.

     Cuando las estrellas llenaron el firmamento sobre la llanura, fueron a la terraza. La noche secreteaba sus misterios; ellos afilaban los sentidos. Más allá transcurría el arroyo trazando una curva brusca, fluía hacia el norte a alimentar los arrozales. La mujer volvió adonde la niña. Comprobó que el mosquitero estaba bien ajustado bajo la colchoneta. Contempló a su hija por un minuto y le pareció rebosante de salud. Dormía con la cabecita oscura sobre un brazo.

     Con la Semana Santa llegaron los diablos cojuelos desde una aldea, cuyos habitantes, según decían, dormían bajo el agua porque eran pescadores expertos. Jade tenía cuatro años, y quedó fascinada desde que vio cruzar los primeros con sus caretas demoníacas y disfraces multicolores de zaraza y percal. Pasó varias horas junto a la cerca viéndolos trotar, perseguidos por mozalbetes que les gritaban alusiones a sus vestimentas abigarradas y a sus caretas; que los diablos estaban pintados “de amarillo y colorao”. Ellos restallaban los extremos de sus fuetes, que terminaban en una punta de cabuya, cuya explosión breve, ríspida, era la admiración de los muchachos. La madre trajinaba lentamente por la casa con el peso de un segundo embarazo. El padre estaba en la gobernación. Ella se asomaba de vez en cuando al patio y veía a la niña recorriendo la extensión de la cerca, según oscilaran los enmascarados, los niños y sus hermanas. El perro, al principio de la invasión de los encaretados, les ladró con furia; y se retiró gruñendo hasta el fondo del patio, mirando aquella fiesta de gritos y carreras con desconfianza.

     Al mediodía la madre llamó a Jade a almorzar, y para protegerla de la furia del sol. La dejó en la terraza con su porción de arroz, guandules y un ala de pollo, en un plato de esmalte. La madre sentía un poco de malestar y decidió dormitar en el sofá. Jade apenas si comió la mitad de su almuerzo: la fiesta de los diablos la tenía alborozada. Con su plato mediado fue a la cerca, a esperar que pasaran de nuevo los diablos cojuelos. Poco después uno llegó hasta ella. En su mameluco predominaba el verde con cuadritos rojos. Vio a la niña con su cara redonda tendiéndole el plato. 

     —¡Caramba, qué nena más buena! Quiere darme su comida —observó con voz de actor, hueca por el efecto de la máscara. Se la quitó, ¡y qué sorpresa para Jade!: era un hombre común, igual a todos los hombres. Tenía un bigotito como el padre de ella y la mirada triste. Agarró la comida con una mano despigmentada y la engulló, saboreándose como algunos infantes cuando tienen mucha hambre. Jade rio. El hombre se limpió los labios con la manga del disfraz. Se puso la careta: en seguida salió del orden terrestre para volver a ser un habitante del ámbito de la fábula. La niña advirtió la fractura entre realidad y fantasía. El hombre era un taumaturgo metamorfoseado por un instante en una persona, pero su genuina condición era de criatura de los sueños. 

     —Qué linda niña —murmuró bajo la careta y como despedida—. Mi mujer, que no puede parir, se pondría muy contenta con una nena como tú.

     En verdad era bonita, con su carita redonda, el pelo recortado e insumiso, radiante los ojos. La naturaleza no necesitaba máscara para hacerla brillar. Sonreía y la gracia del cosmos crecía en ella.  

     Cuando el sol decayó, los diablos cojuelos iniciaron el regreso a la misma hora en que el padre solía volver a casa. A la madre le apeteció pastelito relleno de bacalao para la cena. Antes de entrar a la cocina, comprobó que la niña jugaba en la terraza con la muñeca que le habían traído los Reyes en enero. El can la observaba pensativo desde el primer escalón. 

     Por último, pasó el diablo cojuelo del disfraz verde. Al verlo, Jade, gritó: 

     —¡Máscara, máscara… espérame!

     Corrió empuñando su muñeca; cruzó bajo de los alambres de la cerca y se acercó al hombre. El perro los alcanzó soltando gruñidos enemigos. El hombre silbó arpegios de flautista bajo la careta. El perro cayó al suelo con unos quejidos serviles, y el enmascarado echó a andar en dirección a los arrozales. La niña caminó tras el hombre, que se volvía con frecuencia para asegurarse de que lo seguía. Más atrás iba el perro.

     Jamás volvimos a verlos. 

     La comadrona murió tres semanas después.

                                                                                                                        NY/2012

_______

Miguel Aníbal Perdomo (Azua, 1949), profesor universitario y Doctor en Filosofía y Letras. Ha ganado varias veces el Premio Anual de Literatura en diferentes géneros. En el presente trabaja   en la sección literaria de la Dirección Dominicana de Cultura en Nueva York.