Recuerdo vívidamente aquel viernes otoñal en vísperas de la caída de la dictadura. Güicho, Momi, Candé y Fernando, mis compañeros de aula, me esperaban con la algarabía y excitación de quienes han superado esa rutina bucólica de días inexpresivos y noches misteriosas atravesados por un soplo de aire en una aldea levantada en medio de la nada.

Había acompañado a mi papá en una contrata de construcción de casas de madera para los primeros bateyes del central azucarero. Me sentía cansado y no tenía ningún interés de ver nada, pero mis amigos me arrastraron al novedoso circo instalado en la avenida que tenía el nombre del dictador.

Vi una enorme carpa octagonal, roja y amarilla, que se levantaba en pleno centro. Parecía un platillo volador camuflado. Tenía banderas de colores en la cúspide. Sus ocho puntos se sujetaban a estacas de hierro con cuerdas de barco para anclarla a la tierra. Detrás estaban las caravanas donde vivían los artistas y el personal que administraba la rutina de aquella empresa itinerante que llevaba alegría de pueblo en pueblo, para distraer a la gente. En nuestro caso, con la intención de que olvidaran los efectos devastadores del intento de derrocamiento del 59 como le dijo mi padre a mi tío. Y supe que aquel evento había dejado la brecha del resentimiento de la aristocracia y la oligarquía contra la dictadura y sin el apoyo de la Iglesia. No fueron pocos los hijos de familia que se habían rebelado abiertamente. Muchos de ellos pagaron con sus vidas, mientras otros sufrían torturas en las cárceles.

Cerca del cementerio estaban las jaulas de los animales con dos viejos camiones marca GMC (las caravanas eran arrastradas por camionetas Studebaker), que cargaban las bestias y la enorme carpa desarmada. Los parloteos de mis colegas me dejaron saber que alimentaban a esos animales con yerbas del potrero de don Pedro Lugones Irrizarry de Córdova, mezclándolas con despojos de reses y cerdos del matadero municipal.

Allí, en el corazón de mi pequeño pueblo, estaba el Circo Gitano de Acróbatas Hermanos Romanov, llegado en pleno octubre para las fiestas patronales de San Rafael como un regalo del dictador que celebraba su cumpleaños el día 24. De manera gratuita estuvieron animando la vida de aquellas villas y villorrios remotos y olvidados. Que yo recuerde, ha sido el único espectáculo de circo genuinamente gitano que nos ha visitado. Aunque me había perdido el levantamiento de la carpa, que quedó casi al frente de la escuela pública, Momi y Fernando me contaron cómo compartieron con los enanos y las gitanitas que subían y bajaban de las caravanas para llevar agua y alimentos a los carpinteros, armadores y electricistas.

Mi primera sorpresa, aquella tarde de la inauguración, fue ver desfilar a enanos, hadas madrinas, malabaristas, comediantes, acróbatas, bailarinas, payasos, contorsionistas, prestidigitadores, funámbulos y domadores que habrían de deleitarnos con sus actuaciones; además de aquellas exóticas bestias que solo conocíamos por los libros de ciencias naturales: monos, elefantes, focas enjauladas, y otras que sabíamos temibles (tigres y leones) paseando mansas por las calles polvorientas.

El desfile recorría el poblado, y aquellos extraños seres pertenecientes a un mundo trashumante se exhibían escoltados por los gritos de la gente, incluyendo padres y abuelos:

—¡El circo, el circo!

Entonces aquel payaso enano apodado Plimplín —en mi pueblo para entonces no había enanos— anunciaba:

—¡Damas y caballeros, niñas y niños! ¡Está aquí el circo genuinamente gitano que solo podrán encontrar en Europa! ¡No se pierdan este maravilloso espectáculo, gratis por cortesía del Jefe!

En tanto, los payasos, con las caras pintadas y sus atuendos de colores, correteaban ocurrentes, simpáticos, chistosos, alegres, dicharacheros en el jolgorio de la chiquillería.

Ya terminaba el desfile en la entrada de la carpa cuando, como salida de la nada, ante mis ojos apareció una enana vestida de hada:

—¡Con los sonidos del acordeón, el címbalo, el violón y el contrabajo, irán apareciendo en la pista, en un hermoso espectáculo, contorsionistas, trapecistas, acróbatas, magos, la mujer barbuda! ¡Además, malabaristas sobre la cuerda, funámbulos suspendidos en las anillas y los trapecios! ¡No se lo pierdan! ¡Conozcan al monito Tintín!

Sorpresivamente llegó un mono saltarín. Todos nos reímos nerviosos, pero enseguida abandonamos el lugar dejando al mono pelando los dientes y haciendo gracias con su cuerpo, pues ya eran las cuatro de la tarde del sábado otoñal y había que ponerse la ropa de domingo para regresar a la inauguración de aquella inolvidable función.

A las cinco los moradores del poblado y de los villorrios vecinos se habían concentrado frente a la entrada del Gran Circo Gitano Hermanos Romanov. El jolgorio y el forcejeo eran tales que fue preciso llamar a la policía para poner orden. Terminaron organizando largas filas para ocupar las tres gradas en que estaba dividida la sala de espectáculos.

Con el circo lleno, de bote en bote, sobre un podio del alto de un hombre, la luz perseguidora iluminó al payaso Plimplín, que con un megáfono de zinc se presentó: “¡Damas y caballeros, niñas y niños! Se ruega silencio. ¡Respetable público, les presentamos nuestra atracción exclusiva, única, inimitable”. Fanfarria de la orquesta. “¡A continuacióóón… el Enano más grandeee de la bolitaaa del mundooo!”. Nueva fanfarria de la orquesta. “¡Acompañado por la Orquesta de Malabares, un espectáculo que aúna las acrobacias, el sonido y mucho humor! ¡Con ustedes, Poesía en Movimiento!”.

Las luces enfocaron un escenario vacío. En medio de la expectación del público, dando saltos mortales, hizo su entrada un payaso enano enfundado en un conjunto amarillo y rojo: “¡Nada por aquí y nada por allá! ¡Nada a la izquierda y nada a la derecha! ¡Nada detrás, nada delante!”. Sacó del bolsillo derecho del pantalón un pañuelo que fue cambiando de colores a la vista de todos. Al final, se había formado un arcoíris sobre el escenario. Entonces, de lo alto cayó un sombrero de mago, pero, en lugar de una paloma, saltó de él el monito Tintín. ¡El enano lo lanzó sobre el público, y el alboroto y el caos amenazaron con poner fin al espectáculo cuando ahí mismo intervino la orquesta invadiendo de música aquella enorme burbuja que parecía irreal! El escenario se llenó de bailarines, contorsionistas, enanos, hadas… mientras por los aires flotaban malabaristas en las frágiles cuerdas flojas paseando sobre la nada y rozando el techo de la carpa a la vez que otros saltaban sobre la cama de goma, y la apoteosis hacía que el público delirara. 

Yo estaba en primera fila para no olvidar a la mujer barbuda, tan poco femenina, que por alguna razón eligió y golpeó mi cabeza con una larga porra de tela rellena de algodón. Parecía un luchador. Tomó el megáfono y comenzó a insultar al público, a intimidar, pataleando y halándose las barbas mientras reía con carcajadas terroríficas. Imitó el rugido del león amenazándonos con que se había escapado de la jaula y venía a devorarnos.

Fue un alivio cuando los enanos, convertidos en gigantes, entraron encaramados en zancos de madera. Pateaban las gradas amenazando con caer encima del público, que reflejaba en sus rostros la sorpresa de lo inesperado ante aquellos personajes extraños que parecían fantasmas flotando por los aires.

Las luces del escenario fueron perdiendo intensidad en la medida en que bajaba el telón, mientras que las gradas recuperaban la luminosidad. Entonces, en los pasillos, hicieron su aparición unos payasos con paleteras colgadas del cuello con helados de frutas y leche que vendían a cinco centavos. Niños, viejos, adolescentes y padres agotamos varias rondas, y las luces de las gradas fueron nueva vez perdiendo brillantez hasta tornarse mortecinas.

El telón fue elevándose progresivamente y, en medio del escenario, vestida con traje de hada de popelín combinado con cachemir celeste y pequeños lunares blancos, adornado con encaje de bolillos y pasacintas, estaba Fresita, la liliputiense. Se movió hacia el público sobre las aguas de un mar verde azul, tripulante de una embarcación que se mecía con el oleaje. Los arrecifes estaban poblados de personajes mitológicos: seres de luz, elfos, hadas, faunos, unicornios y duendes bajo un cielo de constelaciones y estrellas. El acto, que recreaba uno de los naufragios de los viajes de Gulliver, era contado y narrado por Fresita, testigo de excepción en virtud de sus orígenes liliputienses.

Bajo los sonidos del acordeón, el címbalo, el violón, el contrabajo y los instrumentos de viento, estalló una fanfarria enloquecedora que secundó el desastre marino. La ilusión óptica presentó peces flotando, caballitos de mar, caracolas, corales y flores marinas. Fresita desapareció en medio de la tormenta y solo se oía su voz cantarina contando que no hubo tiempo de arrojar los botes salvavidas al agua y los marinos se lanzaban al mar para alejarse del barco que se hundía, empujado por ráfagas de viento que les volaban los sombreros a nuestros padres mientras las espumas del oleaje nos salpicaban en primera fila.

“¡Un náufrago!”. Se oyó una voz angustiada desde la embarcación que se hundía. Era Gulliver que nadaba desesperadamente para alcanzarnos en medio de la oscuridad, pedía nuestro auxilio porque las fuerzas se le agotaban y parecía que moriría ahogado ante nuestros ojos. Mujeres y niños sollozaban y hasta los hombres disimulaban las lágrimas impotentes frente a la desgracia de aquel pobre marino.

La tormenta menguó, la banda de música interpretó una marcha que alivió el ambiente y los personajes mitológicos, junto a los seres de luz, empezaron a bailar de nuevo en el escenario o corrían por los pasillos interiores regalando a los niños mentas y turrones de azúcar.

Desde el fondo del mar, Fresita, el hada marina, junto con los personajes extraños y completamente desconocidos, surgió en la cresta de una ola que la trajo hasta nosotros los de primera fila. Nos tranquilizaba el hecho de que la diminuta hada había reaparecido para satisfacer nuestra intrigante curiosidad. “¡Damas y caballeros, niñas y niños! Se ruega silencio. Respetable público, les contamos cómo Gulliver llegó a la isla de Liliput”. Fanfarria de la orquesta. “A continuacióóón: El náufrago más bello del mundooo se salvaaa en el país donde los seres, los animales y las plantas son diminutos”. Nueva fanfarria de la orquesta. “De pronto, Gulliver notó que su pie chocaba con algo firme y resultó ser una playa”.

Las luces se fueron apagando y el escenario recuperó la esplendidez de un mar y un cielo azules y despejados. El náufrago, ya en tierra, gritaba: “¡Estoy salvado!”. Y se quedó profunda y plácidamente dormido en la isla de Liliput, el país donde los seres, los animales y las plantas son diminutos, y los invisibles vigías del reino lo vieron y corrieron, asustados, a dar la voz de alarma.

“Era una mañana fresca y luminosa cuando los vigías anunciaron en el centro del reino: ‘¡Ha llegado un gigante!’. Inmediatamente los liliputienses, no sin temor, se encaminaron hacia la playa. Llegaban despacito y desde lejos a curiosear a aquel extraño grandullón de quien temían una inminente agresión. De pronto, un jinete, ondeando un lazo sobre la cabeza, gritó a pulmón lleno: ‘¡Vayamos por cuerdas para atarlo!’. Como Gulliver estaba agotado, dormía plácidamente y no sintió que empezaron a clavar estacas en la arena y a trepar sobre su cuerpo realizando un complejo trenzado de cuerdas sujetas a las estacas. En lo que se dice berenjena, Gulliver estaba amarrado como un andullo con las cuerdas tensadas en las estacas. El sol calentaba la playa cuando un viejecito que caminaba sobre su cuerpo sin querer le pisó la nariz al prisionero quien estornudó por instinto e hizo que muchos liliputienses volaran por los aires y rodaran por la arena. ‘¡Oh, Dios! ¿Qué es esto?!’ Inquirió Gulliver. ‘¿Se han vuelto locos estos hombrecitos?’ Y estalló en una carcajada que pareció un terremoto a los pequeños. ‘Yo no soy una fiera. Soy un náufrago y hombre de paz, no tienen nada que temer’. Lentamente se incorporó, consciente de que no sabían su idioma, y probó cuantas lenguas conocía hasta que se entendieron y confraternizaron como buenos amigos”.

En la carpa, los niños estallaron en un grito de alegría y los mayores aplaudieron. Las horas avanzaban. Sobre el lomo de un delfín apareció de nuevo el hada Fresita, miró hacia el público, posó sus ojos sobre los míos y me guiñó el ojo izquierdo en un acto de complicidad y seducción que despertó, por primera vez, las mariposas dormidas en mi estómago; hasta el día de hoy quedé prendado de aquel ser tan pequeño, exquisito y poderoso.

Inmediatamente, el hada contó que mientras Gulliver, muerto de hambre, comía un rico manjar, los liliputienses se dedicaron a contarle sus vidas y milagros. Supo el viajero que estaban gobernados por Lilipín I, rey justo y bueno y que por aquellos días se hallaban en guerra con los enanos del país vecino, por lo que, en principio, lo consideraron un enemigo.

Desde los arrecifes, al otro lado del mar, Fresita, acompañada por elfos, hadas, faunos, unicornios y duendes, gritó: “¡Mirad! Ahí llegan Sus Majestades”.

En efecto, los monarcas, rodeados de toda su corte, se acercaban deferentes, tras abandonar el bonito carruaje arrastrado por cuatro unicornios que resoplaban sobre nosotros los de la primera fila. La verdad es que no puedo, todavía hoy, a décadas de aquella aventura, entender el realismo de esa puesta en escena.

Gulliver, no supe en qué momento se sentó entre nosotros, se paró y recibió a los soberanos, agradó mucho al rey Lilipín y extasió a la reina Lilipina. Pronto el rey y el náufrago entraron en confianza con una animada conversación que narraba Fresita: “Tomando finos licores y roto el protocolo, el soberano, con aire avergonzado, explicó al visitante el problema que le había caído encima a causa de su guerra con los enanos bellacos del país vecino. Y como Gulliver les había cobrado simpatía a los liliputienses, replicó: “Majestad, usted tranquilo, eso es pan comido. Considéreme su aliado y, por tanto, si sus vecinos son enemigos de este tranquilo y desarrollado reino, desde ahora son también mis enemigos”. “En ese momento, —continuó Fresita—, un mensajero del reino, a galope de un diminuto caballo, se presentó ante el rey con estas palabras: ‘¡Sucede algo espantoso, Majestad! La flota enemiga está a la vista de nuestra isla, dispuesta a atacarnos con su poderosa artillería naval y a ocupar el territorio’. El rey entró en pánico y Gulliver se lo puso en el hombro en señal de apoyo. Subieron a un montecillo desde el que se divisaba el horizonte; sobre las olas pudieron descubrir cientos y cientos de diminutos barcos, muy bien apertrechados, rumbo a Liliput. ‘¡Estamos perdidos!’. Exclamó el rey. ‘No tenemos capacidad de respuesta. ¡Hacerles frente es una locura!’. Gulliver, sereno y arrogante, dijo: ‘Tranquilo, pueblo amigo; id a refugiaros en el bosque, que yo me encargo de hacerles saber quiénes son los liliputienses’. Ante el asombro general, entró a zancadas en el agua y extendió los brazos, recogió los barquitos enemigos con sus enormes manos y los metió en una alforja que colgaba de su hombro izquierdo. Cuando salió del agua, vació sobre la playa el contenido de su alforja y exigió: ‘¡Ríndanse si no quieren morir bajo mis pies!’. Y amenazó con pisarlos. Muertos de pánico, los enanitos bellacos y enemigos de Liliput se rindieron. Gulliver los puso de nuevo en el mar y tomaron las de Villadiego. Salvados de una cruenta guerra en la que los liliputienses no tenían las de ganar, el rey Lilipín I, con la voz quebrada de la emoción, gritó: ‘¡Enhorabuena! ¡Bienvenido el gran héroe Gulliver!’. Dicho lo cual, el rey declaró una semana de festejos públicos pagados por la Noble Corte; y las gentes, delirantes de entusiasmo, festejaban en los cuatro puntos cardinales de la isla el fin de la guerra y el retorno de la paz gracias a Gulliver, ‘el hermano grande’. Los ancianos, cargados y levantados por sus hijos, celebraron que los jóvenes no tendrían que ir a la guerra y coreaban: ‘¡El enemigo está vencido! ¡Gulliver querido, Liliput está contigo!’. Las mujeres y los niños cantaban, reían y bailaban en las calles. En agradecimiento, se organizó un gran ceremonial donde el soberano nombró a Gulliver generalísimo de sus ejércitos. Con humildad, Gulliver declinó el nombramiento razonándole que ya la isla podría prescindir de un ejército porque el enemigo no solo estaba vencido, sino que había huido en pánico”.

Sentada en un caparazón de carey, el hada Fresita se acercó lentamente al público y contó: “Honrado, aclamado y querido por aquel pueblo de diminutos seres, Gulliver pasó en Liliput varios años. El pueblo entero había colaborado, con la ayuda económica del rey, para construirle una gran casa con comodidades. Sin embargo, el viajero sentía nostalgia de su patria y de su familia. Un día le habló al monarca con toda sinceridad, manifestando su nostalgia, y el monarca se entristeció, pero entendió a Gulliver: ‘Caramba, ¡cómo siento que no quieras quedarte, mi general!’. La reina Lilipina, más astuta que el rey, preguntó con una sonrisa: ‘¿Te irás nadando o andando, Gulliver?’. Él sonrió y contestó a la reina: ‘Mi señora, sabéis que eso es imposible, pero algún día puede un barco extraviar el rumbo y llegar a la isla’. Pasaron los días, semanas y meses y también la primavera, el verano, el otoño, hasta que una mañana invernal, y de poca visibilidad por la niebla, mientras Gulliver atisbaba el horizonte desde un montículo, apareció el ansiado barco. No lejos de la costa, el viajero le hizo señales en clave para que se aproximara a la playa”.

Las luces del escenario se fueron apagando lentamente y la orquesta llenó de fanfarrias y marchas alegres la carpa, y con la luz del día el mar y el cielo emergieron espléndidos. Frente a nosotros, un velero se acercó a la playa comandado por el gran almirante Jonathan Swift, quien dijo a viva voz, dirigiéndose al rey y a Gulliver: “Señores: Todos los momentos de placer se hallan contrapesados por un grado igual de dolor o de tristeza”.

Gulliver y el rey se despidieron, y la embarcación se alejó hasta que solo quedó su silueta perdiéndose en la bruma.

Del techo de la carpa caía un arcoíris, y un enjambre de confetis se asentó en nuestras cabezas. La orquesta salió del escenario confundiéndose con el público y detrás venían los elfos, hadas, faunos, unicornios y duendes en una algarabía descomunal. Los aplausos de los asistentes eran estruendosos y sin saber de dónde ni cómo, en medio de la confusión, Fresita me tomó de la mano y literalmente me arrastró hasta el camerino, me arrodilló con una fuerza inexplicable, dado su tamaño, saltó a mis brazos y me besó con ansia, ¡a mí que nunca me habían besado! Sentí que tenía en mis manos a una de las muñecas de mi hermana.

Mientras Fresita permanecía retenida en mis brazos en un rincón oscuro del camerino; payasos enanos, trapecistas, contorsionistas y todo tipo de malabaristas se ocupaban de barrer y organizar el interior de la carpa. La liliputiense, temerosa de que nos atraparan in fraganti, me sacó por una puerta secreta, detrás de la carpa, que estaba junto a la caravana.

Salí de la trastienda bajo la luz mortecina de las lámparas que alumbraban la avenida. Cuando el aire puro de la noche me acarició el rostro, solo recordaba a Fresita aferrada a mi cuello, de pie sobre mis piernas, con su gracia de hada amante.

—¿Y tú dónde diablo te metiste después de la función? —me preguntó Candé.

—No salí de inmediato, un enano me llevó a conocer el camerino—. Dije en mi alucinación, pero ninguno de mis amigos me creyó. Me observaron de manera inquisitoria pues algo en mí era visible: había entrado de una forma y salido de otra.

—Hermano, pues yo sí le creo —dijo Güicho con su media sonrisa de lado.

—Tiene un aire raro, está extraviado—, observó Milton, a quien apodábamos Gardenia. 

Estábamos frente a la entrada de la carpa discutiendo sobre mi desaparición. Fernando miró pensativo a las tres hileras de gente alegre y dijo:

—Bueno, ¿entramos o no entramos a la segunda función?

—Podría ser más de lo mismo —dudó Güicho.

—¡Entremos! Quién sabe con qué vienen ahora estos gitanos brujos —nos conminó Candé con una carcajada y una bocanada de humo. Era mayor que nosotros y fumaba con la naturalidad del murciélago.

“¡Señoras y señores! ¡Niños y niñas! ¡Ya todo está listo para la segunda función del Circo Gitano de Acróbatas Hermanos Romanov! ¡No se pierdan las maravillas de nuestros actos extraordinarios, que presentamos gratuitamente para ustedes como un regalo del Jefe en estas fiestas patronales!”.

Cuando la voz de vaca de la mujer barbuda dejó de graznar en la noche y se inició formalmente la función, vigilada por agentes policiales, alegres entramos de nuevo al “quilombo”, extraña palabra usada por Milton Gardenia sin tener la menor idea de lo que significaba, pero seguros de que no veríamos nada especial; que la novedad había quedado en la primera presentación del espectáculo. Entonces Candé gritó:

—¡Es hora de nuestro propio espectáculo!

—¡Vamos a hacerles payasadas a los pequeños payasos! —vociferó Fernando.

—A lo mejor sacan las fieras y les puyamos el culo a los tigres y leones —dijo Milton con una explosión de carcajadas.

—¡Cierto! —aseveró Güicho—, es lo único que no presentaron en la pasada función: los animales.

—¿Y tú no vas a decir ni hacer nada? —me espetó Candé.

—Habrá tiempo de sobra para hacer algo— dije.

—Este tipo está raro —observó Milton—, no es el mismo desde la primera función.

Yo solo pensaba en Fresita cuando fui interrumpido por la voz de la mujer barbuda: “¡Damas y caballeros, niñas y niños! Se ruega silencio: ¡Respetable público, les presentamos nuestra atracción exclusiva, única, inimitable!”. Fanfarria de la orquesta. “A continuacióóón: ¡El circooo sorpresaaa de la nocheee mááásss alegreee del mundooo!”. Nueva fanfarria de la orquesta. “¡Encabezado por la Orquesta de Malabaristas, un espectáculo que aúna acrobacias con sonidos y mucho humor, pura poesía en movimiento!”.

Del cielo estrellado del circo, una lluvia de flores de papel de todos los colores cayó sobre nosotros. Hasta que todos los asistentes quedamos con una o más flores en las manos no cesaron de caer. El delirio, a grandes voces, era colectivo.

El telón se abrió lentamente y los ojos rojos y atemorizantes de tres payasos enanos, sumados a sus tres sonrisas espeluznantes cargadas de malos augurios, definieron una atmósfera nada divertida y sí angustiante. Los enanos salieron disparados del escenario hacia los pasillos mezclándose con el público produciendo escalofríos entre los niños, quienes reaccionaron con gritos atemorizados.

Tras una cortina, la carita de hada de Fresita me iluminó y libró del hechizo gitano en que habían caído los hombres, mujeres, ancianos y niños con las flores en las manos. Algunos rodaron por el suelo, otros fueron a parar al escenario y gritaban arrodillados de dolor y los demás cantaban alegres. Las mujeres recatadas se alejaban de sus esposos para bailar con desconocidos y los hombres se emparejaban con mujeres despampanantes. Aquello se volvió la torre de Babel.

Un payaso descomunal salió agachado del camerino. Miró de forma extraña y sentenció: “Todos forman un solo pueblo y hablan un solo idioma; esto es solo el comienzo y lo que se propongan lo podrán lograr. Será mejor que bajemos a mezclar con nuevos idiomas, para que ya no se entiendan jamás”. 

De esta manera, aquel payaso dispersó al público que dejó de divertirse. Sigiloso, reptando como una serpiente en la arena, guiado por Fresita, me deslicé por debajo de la carpa dejando atrás las expresiones de terror y dolor en los rostros que buscaban escapar. Otros reían irreverentes a carcajadas.

Los gritos de terror y desasosiego del pueblo quedaron atrapados entre las paredes de la carpa. Afuera, Fresita y yo nos cobijamos en la fosforescencia de las estrellas y la luna de octubre.

Me miró sonriente. Turbado, con la boca seca y las piernas que no me respondían, yo hacía esfuerzos para no temblar.

—Tranquilo grandulón —dijo—, entremos a la caravana.

Me tomó de la mano. Su cabeza apenas sobrepasaba mi rodilla, pero su determinación me superaba. Saltó sobre la cama, pero yo me quedé frisado en el lugar y sin saber qué hacer en aquel reducido espacio donde apenas podía moverme. Advirtiendo mi turbación, me condujo a una especie de salita. El encuentro apenas comenzaba, los riesgos siempre son los mismos y lo peor que pudiera pasar es que llegara la madre o el padre.

—Dime, grandulón: ¿Es tu primera vez?

Me faltaron las palabras; sin embargo, me dio unas palmaditas en las nalgas. Finalmente, me acosté en una colcha sobre el piso y ella se sentó encima de mí e intentó quitarme la ropa, pero no pudo. Me pidió al oído que me desnudara, mientras ella lo hacía por su cuenta.

—Querido, ¿cómo es que te llamas?

—Dionisio.

—Tienes el nombre del dios de la fertilidad, por lo que no me dejes preñada. Y también tienes nombre de político, así se llamó el viejo tirano de la provincia de Siracusa en la antigua Grecia.

Yo estaba aturdido y no escuchaba y mucho menos sabía de qué diablos me hablaba aquel ser diminuto con tanto arrojo y sabiduría. Definitivamente, no era una niña ni un hada madrina de nadie. Era más una instructora de amor. Fue besando mi cuerpo con su boquita de fresa madura, y el miedo desapareció, dando paso a un calor interno e intenso que me encendió, y aquel querubín se transformó en un diablillo sexual trepada sobre mi inocencia.

Fresita, que tenía el don de contar cuentos, me dijo que un atardecer de finales de mayo, con un sol rojo-naranja sobre la montaña oeste (visión fantasmagórica desde las caravanas techadas y forradas de zinc), mientras su madre (una enana entrada en años) y ella se bañaban en aquel extraño vehículo, su progenitora le reveló un sueño confuso y ensangrentado:

“Hija, tengo el presentimiento de que algo terrible le pasará a algún miembro del circo o no sé a quién fuera de nuestra familia”. Fresita preguntó: “Madre, ¿qué premonición de malos presagios es esa?”. “Los sueños a veces se adelantan a los hechos, aunque la gente se olvida, recurriendo al verso de que los sueños, sueños son, pero mi intuición gitana me dice que algo malo y grande pasará, hija”.

Cuando terminaron de bañarse, pasaron por una puerta interior que las comunicaba con un estrecho dormitorio. Fresita peinó con parsimonia el cabello de la anciana. La maquilló con colorete rosado, sombreó sus párpados con delineador negro para el embrujo de amor, le pintó las uñas con esmalte negro, delineó los arrugados labios con lápiz rojo sensual y la ayudó a vestirse con el traje flamenco, rojo y negro de larga cola. Luego, le tocó el turno a la madre: le pintó a Fresita los labios con carmín, untó sus mejillas con colorete, realzó los párpados con delineador y le decoró las uñas con esmalte de nácar. Madre e hija quedaron regias para la primera tanda del circo y ambas olvidaron el sueño premonitorio de muerte por aquello de que la función debe seguir aun cuando se acabe el mundo.

Atraídos por los rumores y voces de camino, desde Higüey, El Seibo, Hato Mayor y La Romana vinieron ese y todos los fines de semana familias y parientes a conocer el maravilloso Circo Gitano de Acróbatas Hermanos Romanov. Llegaron jugadores profesionales con ruletas de apuestas, un adivinador de la suerte con una culebra marrón enroscada en el cuello, carteristas que dejaban a las familias varadas en el poblado porque les robaban hasta el pasaje, jugadores de dados al filo de la medianoche. También, haitianas vendedoras de baratijas, el decimero Nicolás Ramos con sus octavillas sobre las últimas tragedias de la región, un pastor evangélico anunciando la llegada del Señor con un megáfono: “¡Cristo viene ya, arrepiéntete!”; y una negra cocola de San Pedro de Macorís que vendía comida martiniquesa. Un cojo con cámara Polaroid instantánea revelaba y positivaba la imagen en tan solo 60 segundos (la gente se retrataba posando donde mejor le parecía con los payasos y las fieras). Durante el día, tanta gente ajena al poblado deambulaba extraviada por las calles en una peregrinación sin sentido de las fiestas patronales, que había dejado sin comida a los nativos durante el fin de semana y el lunes hubo que recorrer los sembradíos cercanos en busca de viandas.

Ya los meses del circo andaban descarrilados de aquella apertura memorable del 24 de octubre. El año se había ido tras unas patronales a la sombra de los pinos y pasábamos las noches entre desconocidos que a veces confundíamos con los miembros del circo que nos dejó su carpa destemplada. Pero era gente con el brillo muy intenso de ojos que circulaban extraviados en la oscuridad de la noche de luna.

Así llegó el mes de mayo con lluvias y pequeñas ráfagas de viento, y viajamos aprisionados en los carromatos de aquel villorrio perdido en la nada.

Ese martes 30 de mayo la lluvia se detuvo y el día fue brillante y cálido. Un gagá que vino del batey Palo Bonito a enterrar a un houngan (sacerdote vudú) se quedó con los dolientes para asistir a la segunda función del circo que hacía meses había desaparecido. Encendió la tarde bailando alrededor de la carpa con sus largas trompetas de colores construidas con hojalata y fututos de bambú decorados con vivos colores y una mezcla musical a golpe de percusión, panderetas, cencerros y fuetes de sogas de cáñamo.

Los borrachos enarbolaban botellas de ron clerén y cerveza y bailaban para aprovechar la frenética música embrujada. Los carteristas se habían integrado con los bailadores para hacer su agosto en mayo. Mientras, la negra cocola servía comida y otros se entretenían jugando, don Gregorio del Monte llegó con su aire lúgubre y el viejo sombrero de panamá de ala caída, detonó dos descargas y gritó:

—¡Han matado al Jefe!

Los policías no sólo le cerraron el paso al viejo hacendado, a cuya finca iban cada mañana a buscar su ración de leche; lo encañonaron, lo conminaron a rendirse, pidiéndole que tirara el arma al suelo, y se lo llevaron preso.

Los músicos del gagá se reagruparon y empezaron a correr en dirección a la calle que llevaba al río. Tiempo después, se contaba que hicieron corriendo los quince kilómetros de distancia al batey.

Al mismo tiempo, la carpa estalló porque la puerta resultó insuficiente para la huida y el público levantó la lona que estaba amarrada al afirmado de caliche de la avenida en un último esfuerzo por escapar de no sabían qué, todo fue una estampida. Los gritos desgarrados de los padres clamaban por los hijos y los gritos desesperados de los niños clamaban por los padres.

Dentro de la carpa cada uno forcejeaba intentando salvarse sin ayuda de nadie en un verdadero pandemónium. En el caos, yo lloraba de miedo pensando en Fresita, a quien nunca más volví a ver después de aquella noche en la que se cumplió la premonición de la madre gitana al caer el simbólico “padrino del circo”.

(Cuento inédito, proveniente del libro A Carolina le encanta bailar)

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Denis Mota Álvarez,1952, San Rafael del Yuma, República Dominicana. Comunicador, poeta y premio Anual de Cuentos, “José Ramón López” 2023, convocado por el Ministerio de Cultura, con A Carolina le encanta bailar.