Viejos rencores

     Entre descolgar el serrucho y de paso buscar en la caja de herramientas el martillo, mandar a Galancito, su hijo, a comprar clavos a la ferretería, oír a su madre, postrada en la cama, de nuevo, llamar a Galancito, pensó en la madera, en un rincón del taller, arrumbada desde el comienzo del año, pero volvió a recordar que el cepillo estaba empeñado. “No lo voy a necesitar”, se dijo. 

     Milagros, su mujer, llorosa y atribulada, desde la cocina lo oyó buscar en la caja de herramientas que en la última semana no tocaba, debido al reumatismo. Inquieta, se dirigió al cuarto de la abuela, al lado de otro cuarto donde, a veces, Galán, construía, reparaba y arreglaba cosas. Al empujar con cuidado la puerta del cuarto de la abuela, la madre de Galán se encontró con sus ojos cara a cara, vidriosos y secos.

     −¿Qué pasa? ¿Quién es? ¿Eres tú, Galancito? –Preguntó la vieja. 

     −No, soy yo, Milagros, madre.

     −¡Ah!

     Siempre que la vieja sentía que empujaban la puerta de su cuarto, preguntaba, pensando que podía ser Galán, su hijo, aunque siempre era Galancito, su nieto. El único que iba a su cuarto, con todo y que ella se lo había prohibido, pero comoquiera desobedecía y, al menor descuido, bajaba con un chin de azúcar en la mano, que se lo ofrecía.

     Sumida en la oscuridad, la vieja preguntaba quién era el que estaba en la puerta de su cuarto. Si no era Galancito (Galán, la cerraba) que siempre le dejaba la puerta abierta, le decía que no se la cerrara. Ella sabía el lugar que ocupaba en la casa de su hijo, en los últimos años.

     Milagros salió sigilosa del cuarto de la abuela hasta dirigirse al patio donde Galán trabajaba. Galancito había regresado del mandado y observaba a su padre, distante para no interferir en su trabajo de carpintería. Tenía ante sí un cajón. Antes él había visto a su padre trabajar la madera en esa forma. Milagros se colocó detrás de Galán. Estaba nublado. 

     −¿Por qué haces ese cajón, sin la vieja morirse? No la anuncies.

     Galán no le contestó. Le pasaba lija a la madera.

     −Galán…

     −Déjame tranquilo, mujer. Vete a tus asuntos. Hago esto porque me da la gana… y punto.

     −Pero la estás anunciando.

     Milagros puso cara de como quien va a llorar por largo rato. 

     −¡Diablos, mujer! ¡Comoquiera no se va a morir!

     −Lo sé, pero…

     −Deja de preocuparte, además no es tu mamá –mirándola a la cara, en la que ya rodaban lágrimas…

     −¿Qué, te vas o no te vas? Es más, ¿sabes por qué hago este cajón? Al momento que ella oiga el martilleo, mi madre va a preguntar y entonces…

     Dejó escapar una carcajada.

     −¡Oh, Dios mío, Dios mío! Eres un mal hijo y un Hijo de…

     Galán había seguido trabajando en el cajón. Ahora le probaba un pedazo de tela color negro, que había comprado en la primera gravedad de su madre. Milagros se había quedado callada para mirarlo colocar la tela. Galán se topó con su cara, al levantar la suya.

     −Con que soy un hijo de puta, ¿eh?, y un mal hijo –secándose el sudor con el dorso de la mano izquierda, mientras con la derecha sujetaba el martillo. Tú más que nadie sabes lo de mamá. Ella, no bien oye el martilleo vuelve a vivir, pero eso no puede durar eternamente.

     Milagros volvió a llorar. Era llorona por naturaleza. Como pudo dijo, limpiándose los ojos con los dedos y la nariz con el dorso de la mano:

     −…y eso, que eres su único hijo y…

     No llegó a terminar la frase cuando recibió un golpe seco en la cabeza. Galán le había acertado un golpe en la cabeza con una tabla cuando empezaba a caer una ligera llovizna. Todo ocurrió en un momento y estando presente Galancito, al que la escena se le quedó grabada en la memoria como una mosca atrapada en una tela de araña, donde la llovizna, la hora de la tarde (parecía más tarde de la cuenta), descendía, vertiginosamente, disolviéndose en la noche tibia que se aproximaba, como la creada por la cinematografía. 

     Galán terminó de medir la tela al cajón. Hizo una seña a Galancito para que lo ayudara a entrar el cajón a la casa, fue cuando vio los ojos del chico, arrodillado al lado de su madre, con el rostro lloroso, con un jarro de agua en las manos, con todo y haber llovido, pasándosela por la cara, mientras la vieja llamaba, con una voz surgida de las entrañas de la tierra a Galancito, preguntando qué pasaba en el patio. 

Mamá

   Sentada en la sala, Adela creyó ver a su hija Diana entrar por la puerta de la cocina, cosa que no acostumbraba a hacer como los demás hijos.

     Preparaba leche cuando pasó. No bien quitó la leche del fuego, fue hasta el cuarto de dormir de las hembras, donde pensó que la podía encontrar. Si no la llamó cuando la vio entrar fue porque todavía sus hermanos dormían. Diana volvió tarde de la calle. 

     Cuando fue a buscarla no la encontró en el cuarto, tampoco en la galería. Decidió llamarla porque Juan, otro de sus hijos, con la bulla se había despertado. Al llamar Adela a Diana por toda la casa y esta última no responder, madre al fin, empezó a preocuparse y a entrar a las demás habitaciones sin preocuparse lo que sus hijos estuvieran haciendo dentro. Cuando intentó entrar al baño… “Ocupado”, dijo Juan.

     −¿A quién llamas, mamá? Yo no he sentido a nadie que ha llegado o salido de la casa. Ya te he dicho que permaneces demasiado tiempo sola, que hay que buscar a alguien que venga a hacerte compañía, pero te niegas. ¿A quién fue que llamaste? ¿No me digas que a Diana?

     −¡Oh, ya cállate, por amor de Dios! −dijo Diana entrando a la cocina donde estaban Pedro y Lola, que se habían levantado, volviendo a salir. Adela pasó a servir el desayuno, y con una taza de leche humeante y una silla, que arrastró, se sentó en la puerta que da al patio. Se llevó la taza de leche a la boca y dos lagrimones rodaron por sus mejillas.

     Para ser las nueve de la mañana el día se presentaba como receloso, nublado por donde se levanta el sol y claro por donde se acuesta. El patio, cuando miró recelosa, le pareció que conservaba aún trozos del amanecer. Los árboles lucían como apagados. Al decírselo a Juan, y este mirar el patio, se encogió de hombros. Aún la taza de leche estaba intacta en sus manos, después del primer sorbo. Adela colocó la taza en el suelo, al lado de la silla. Juan masticaba pan.

     −Buenos días, mamá. 

     −Pensando yo, hijo –dijo Adela– que, si es verdad que quieres que alguien esté conmigo en la casa, ¿por qué no consigues a alguien de mi edad o menos… ya sabes?

     −Oh mamá, no es tan fácil conseguir a alguien de tu edad, apenas si aparece alguien más joven, digamos una mujer que puede ser tu hija.

     −Entonces me quedo sola.

     −Es tu elección. Llevamos meses en este tema y siempre me dices lo mismo, y yo, por desgracia, también.

     Adela, bebió el último sorbo de leche, sin darse cuenta. Mirando dentro de la taza. Juan se puso de pie y de espalda a ella, miró la cabeza de su madre. Sus cabellos canosos, su contextura física, para su edad, aún fuerte. Sus piernas atacadas por las várices, desde la muerte de su padre, era lo que más le preocupaba. Algo que nunca aceptaba a descifrar eran sus ojos. Cuando Adela intentó hablar de Diana, la rebelde de la casa, Juan hizo un gesto de que no valía la pena.

     Adela había soportado la mirada del hijo, porque si lo interrumpía iban a caer en discusiones estériles y reincidentes. Nunca imaginó que iba a pensar y lamentar que, porque fue Rodolfo, su marido, que se murió primero y no ella, desear lo contrario. Las lágrimas volvieron a sus ojos. Lloraba por todo, como dicen sus hijos. Su cuerpo se contrajo para un grito mayor, pero que no llegó a la garganta. “¡Ah, la vejez!”. Suspiró. Volvió a llevarse la taza a la boca. Se alisó el vestido, después de secarse las lágrimas. “Oh, Dios, qué gritona me he vuelto, ¡qué gritona!”. En un espejo de mano que tenía guardado en la cocina, se miró la cara. Llevó las manos a los cabellos. Estaban ásperos. Ganó otra vez con la mirada el patio. El sol jugaba afuera. Bullía la luz. Una mariposa amarilla entró a la cocina, revoloteó aquí y allá. Adela la siguió con la mirada hasta salir por la ventana. Temía pensar. Deseó que la memoria se desangrara, si era posible. El rostro de Diana hizo equilibrio en su imaginación, de soslayo, luego en el espejo, boca arriba en la mesa al reflejar la luz. Si seguía pensando en el comportamiento de Diana se iba a enfermar, si no era que ya lo estaba y sus hijos terminarían llevándola a un asilo.

     −Mamá, todavía estoy aquí, no nos hemos marchado –dijeron Pedro y Lola.

      Pensó que si lo que acababa de ver era verdad, que si sus hijos se habían dado cuenta que el sol había invadido las calles, el patio. Una brisa cálida, parecida al verano, fluía. Pensó que llevaba meses sacando cosas al patio, que quemaba; otras las llevaba al camión de la basura. En cambio, Juan buscaba comprender, desde que lo pensó, por qué su madre sacaba tantos objetos servibles e inservibles al patio, para luego volver a entrarlos, o al final arrepentirse de haberlos quemado o tirarlos a la basura.    

     −¡Mamá, llámale la atención a Pedro que no me deja tranquila –dijo Lola.

     −Si un día me voy de esta casa, no vuelvo más –entrando Diana a la cocina y preguntar por su desayuno.

    −Cállate, Diana. No es contigo –dijo Adela.

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Amable Mejía es poeta y narrador. Doctor en Derecho de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Autor de El amor y la baratija, El otro cielo y Primavera sin premura, novela.