Portrait of a blind poet 

A William S. Burroughs

En el lucro de la umbría –venático río de oro:

Nave sin ojos, oh Noche, diamante signado al origen–

Ebrios labios de pórfido en una estatua inútil,

Crecer fardos de liquen plateado: bruma insigne.

Y del reposo que, tremante, calcina al Abismo

–Inerte fuego, los designios– canta el polvo hirsuto.

Descanso terrenal, huesos hurgados por el Tiempo;

Párpados sin retorno, ardidos, numerosa joya del mundo.

¿Qué alegría horada insensiblemente ojos desnudos?

¿Qué brillo eleve, ahora cóncavo, el festín horrendo?

Sólo hastío de mármol fatiga, coronado, vano Ritual

Donde patio sonoro –mediodía negro– ofende el júbilo,

Tras fronda de neblí. Ojos de oro de un pliego azul:

Sacra ceniza, árido en ebrio abismo, el mago pútrido.

Elogio de la infancia

Porque será la tierra en sus dones primeros:

Herbajes fecundos, el ruido del tordo en los riscos,

Y agua sonando, sonando. Vivimos

Esperando un objeto de presagios, la razón

De una edad nueva, el tiempo de las vides tiernas,

No tierra árida, no oscuros promontorios.

¿Quiénes murmuran allí, en esos huesos blancos?

Hendimos las raíces en un desierto de osamentas,

Mansiones recamadas de ámbar, pedrería

En las escalinatas, dorado acanto

Sobre los capiteles. Oh ciudades, éstas son las ruinas.

Construiremos, niño, la nave fuerte

Y desde allí, descendiendo a las breñas:

Las ramas plateadas sobre la fuente,

El musgo en luminosa profusión, la escarcha

Brillando en cada hoja violeta, el polen rosado. Pero mira:

Comerciantes obesos, cabritilla y vestimenta olorosa a espliego,

La charla a mediodía bajo los pórticos tallados,

Devaneo y miseria. Nosotros esperamos otra tierra.

¿Qué presente o pasado nos conduce

A nutrir el tiempo futuro? La delectación en la carne,

El café a medianoche después de una agotadora lectura.

¡Conocimientos! ¡Conocimientos! La sonrisa aparente.

¿Noche (como si el tiempo fuera la noche), a dónde caminamos?

“Por aquí permanecemos durante el verano, de día

Comemos langostas y en la tarde hacemos el amor.

Estas son las ruinas, hijo mío; no andes con prevaricadores,

Recibe consejo y prudencia que serán caminos en la noche.

Mira estas manos, bésalas

Y participa en el reino de la muerte, hijo mío.

No bebas agua impura; nuestros antepasados

Bebían en vajilla de plata, nosotros erramos

Con el candelabro quebrado, las manos quebradas,

La impostura útil. ¿Ves estos vestidos? La orla

Está gastada, el resplandor de otros tiempos

Gastado y nuestros cráneos vacíos”.

¡Oh infancia de futuros siglos, ya se escucha

La humana muchedumbre, se insinúan

Los tiempos de un orden nuevo!

Porque la tierra, niño, te cobijará

En sus dones eternos, porque ya se avecina

La edad de una historia fecunda: mira, mira estas ruinas.

Luego caminemos hacia los montes fértiles.

Crónica de Boecio

He oído las voces, he oído los clamores,

absurdamente sostenidos como en una feria.

He comprendido el propósito y la argucia,

y todas las cosas hacia atrás revolviéndose.

El dolo preside en el consejo de los hombres y sólo la futilidad.

Oh el tiempo, el tiempo de morir

y sobre la tierra una ausencia de dioses.

Hurtas voces

para el día que no amarás, y cuando lo puro te anuncia

no hallas en tu paso sino un camino mondo.

 Sobre el reseco musgo de ruinas se arrastra el día,

quebradizo como imposible vuelo de crisálida.

Dioses.

Y sumergir gastados brazos en la irrealidad del camino,

chapotear entre alas rotas, gajos de luz dura,

mano de criptas que se elevan la garra humedecida de sombras.

“En un puñado de polvo juzgarás el reino, y caminaremos

sin pregunta posible que aplaque nuestro desconcierto”.

Oh, este es un tiempo de prodigios. Escarbamos

las anchas tierras con manos seguras,

y nada hay allí que nos consuele. Duras astillas

de algún viejo cráneo, sucio por los cuervos,

este horrible viento que baja de las colinas próximas,

arrastrando el hedor de los muertos, y no hay consolación.

Todo se oscurece presagiando la muerte del día, y ya no habrá

más días sobre la tierra árida, o no habremos nosotros.

¿Cómo los dioses custodian lo eterno? ¿Quiénes

oprimen con gravedad el sentido del mundo?

Dioses. Dioses.

Los he visto danzar con movimientos horribles:

el viento removía el seco polvo de la Tierra Colorada,

y yo huía enloquecido, soportando las revelaciones.

Arrastrarse hasta esos maderos hundidos,

el agua del mar dejando una fetidez maldita,

y hundirse entre el agua y la arena.

“Soporta, soporta este Reino”.

Oh, es el exilio.

¿Pero dónde contemplaré un Origen

que ordene este universo absurdo?

La vida desciende en medio de las cosas,

vacía y sorda, y un ojo atento

rueda a contemplar el osario del mundo

y se anuda como un viejo vicio a cada objeto improbable.

Pero ya sabemos que todo lo real es precario,

y en qué sentido.

Así, oh alma mía, abstente de indagar o abandona el camino.

¿De quién es esa torpe mano que bate, angustiada, las sombras?

Oh, escucho todavía el vano estrépito de las voces que huyen.

Así, pues, qué sabias palabras no podrán importunarnos, qué gestos

que no posean avara suficiencia en medio del Caos,

y cómo viviremos estos días sin desesperarnos, y cómo hablar

y en qué sentido.

Oh alma mía, nada queda ya sobre la tierra

que hayas odiado con cierta humillación, la dorada máscara

que repite el esplendor de aburridos gestos

aprendidos, sin duda, para consolarnos

y no hay consolación.

Oh, es el exilio.

Y no obstante,

sobre nobles manuscritos convertí mis ojos al sabio ejercicio,

y allí todo era tan desolador como la misma realidad.

¿Acaso alimenta al espíritu el errante curso de los astros?

Oh, toda verdad hedía como un tiesto de ramas muertas.

Así, hemos elegido, tal vez, un lenguaje que los dioses,

ahítos ya de días, abominan con innoble desencanto.

Tierra de los dioses que el hombre habita,

y bajo el murmullo del tiempo una muerte segura.

Pero los dioses se cuidan de ser demasiado terrestres,

Y esa es nuestra futilidad.

“Entre la realidad y la irrealidad

conocerás el Reino”.

Y sabemos ciertamente

Que el tiempo es menos real que los sueños, y chapoteamos

con nuestras pobres voces en un tiempo perdido.

Ahora los hombres sólo hablan una lengua falsa, ¿los escuchas?

Nada hay allí que pueda servirte, todo es como una burla

o una insidiosa pesadilla.

Ya hemos levantado sobre los días hórridos un tiempo más puro,

y no escuchamos sino las obcecadas voces de los desgarrados.

(Selección de Percy Vílchez Salvatierra)

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Juan Ojeda nació en Chimbote, Perú, el 27 de marzo de 1944 y murió a los treinta años, el 11 de noviembre de 1974, cuando se lanzó bajo las ruedas de un auto en la cuadra 23 de la avenida Arequipa, en Lima. Publicó Ardiente sombra en 1963, Elogio de los navegantes en 1966, Recital en 1970 y Eleusis en 1972. Arte de navegar se publicó póstumamente, en 1986.