“Nada puede abolir el infinito”

Víctor Bidó

Dentro del concierto de las voces poéticas de la década de los años ochenta, que emergieron con particular acento y singularidad, la voz de Víctor Bidó sobresale por su matiz reflexivo y sobriedad en su composición, dentro de la denominada Generación de los Ochenta. Si en la lírica criolla existe un arquetipo de poesía moral –en la acepción quevedesca de la tradición hispánica–, la de Bidó se define por derecho propio. Así como existen la poesía social, la amorosa, la experimental, la conversacional o la satírica, también existe la poesía intimista. Y, en esta vertiente, es donde sitúo el universo poético que ha venido cincelando y esculpiendo, con pulso de orfebre y visión filosófica, el poeta y ensayista Víctor Bidó (1959). Poesía secreta, silenciosa, sin estridencia, más que dialogante, monologante, o que dialoga con la tradición poética oriental: con su cultura, su filosofía y su espiritualidad. De ahí que la suya, antes que un canto –o más que cantar, o antes que épica–, se sumerge y emparenta con el silencio. No visto este como oposición dialéctica a las palabras, sino como la creación de un lenguaje, en que la búsqueda de la sabiduría se convierte en la esencia de su discurso poético.

Dos ejes vertebran su mundo poético: la contemplación y la reflexión, como categorías no de estirpe psicológica sino filosófica, escritos o dichos sin desmesuras ni rebuscamientos expresivos o sintácticos. Su poesía acaso la define su obra pictórica, oficio o arte visual, que ha llevado a la par con la práctica del verso. De ahí que sus palabras parecen dibujadas y plasmadas en la página, o colocadas en un ejercicio que proviene más del cálculo que del azar –contrario a la poética surrealista. Con enorme economía verbal, sorprendente y obsesiva brevedad, en la que brota una especie de poética de lo breve o nimio, cada poema de Víctor Bidó semeja una figura geométrica, enmarcada por los dictámenes de la visión y vigilada por la razón, antes que por la pasión y el fervor. 

En este poemario –y en todos los anteriores–, Bidó ha trasado una misma línea poética, un hilo expresivo que define y revela su intencionalidad estética y su poética interior. Gran lector y practicante del budismo y estudioso de los saberes orientales, lo cual define, en cierto modo, su temperamento existencial y su estirpe poética. Pintor del silencio y poeta del pensamiento, o viceversa, Bidó ha articulado una obra, en la que prevalece el imperio de la brevedad, la intimidad ontológica y el ascetismo del deseo. 

Desde su primer libro, Cuaderno de condenado (1986), pasando por Poemas de la tortuga (1994), hasta Suma presencia (1999), nuestro poeta ha desarrollado una vocación sacerdotal por el oficio constante y obsesivo de la poesía. Así pues, ha creado una obra en verso atravesada por el mismo eje argumental, y desde una óptica metafísica, más oriental que occidental. 

Escrito y concebido –acaso no adrede–, este poemario posee un tono imperativo o, más bien, vocativo, siempre dirigido a un tú, a una alteridad enmascarada, desdoblada como la otredad de un otro femenino, como ficción o máscara. La poesía aquí deviene no canto sino introspección, monólogo de lo íntimo, de un espíritu agazapado que delata o revela su timidez.

Bidó crea un mundo de soledad, de sordidez, poblado más de crepúsculos que de auroras, menos de luces que de sombras, y donde la oscuridad triunfa sobre la claridad, la noche sobre el día. O, más bien, articulada entre los claroscuros de las palabras y sus representaciones. En cierto sentido, hay menos memoria que olvido y un viaje sin retorno, en que el ser poético abre las puertas de las percepciones, a cambio de naufragar en el territorio del insomnio, la culpa y el dolor. Este universo de símbolos y emblemas, que puebla y habita la sensibilidad de Bidó, se caracteriza por la aflicción, el adiós y la resaca del mundo. Son visiones, contemplaciones y experiencias transformadas o transfiguradas en hondas y, a la vez, sobrias reflexiones del hombre y su destino, es decir, de la vida que se diluye en la muerte. 

Oigamos sus palabras:

Resaca

Ya sé que no soy un soñado.

El sueño es como las nubes.

Ahora se discierne frágil e

inusual como un capricho

golpeando la oquedad luminosa.

En sus versos se perciben la abulia y el desconsuelo del drama existencial del hombre contemporáneo, que vive en una odisea agónica y en un vacío cósmico. Y esta vacuidad, que resuena de modo casi imperceptible, representa el dolor y el desencanto ontológico del mundo, que el poeta padece, siente y que emplea como experiencia vital y verbal.  “Amar apenas consuela ante el espectáculo/ como símbolo del drama cósmico”, sentencia. Para Bidó estar vivo encarna un vacío, esa vacuidad budista que se transfigura en plenitud vital sin esperanza y sin vocación de eternidad.

Así lo oímos decir:

Una armadura de silencio

toca el vacío de estar vivo”

Lo lacónico es un recurso que ha perseguido a Bidó, desde sus inicios en la escritura poética, al desarrollar imágenes contenidas y de aliento conceptual, o acaso reprimidas por su temperamento místico y ascético. Basta esta muestra de tres versos:

Estar

La brevedad de lo insólito

esconde la libertad

que viva la sucesión de la promesa.

Poesía hecha más de dudas que de certezas, en una hazaña de la voluntad consciente, y donde no hay espacio ni tiempo para el júbilo o la fiesta, sino para la meditación trascendental y la reflexión de lo contemplado –o visto y entrevisto–, pero siempre metabolizado por su conciencia estética y su pensamiento poético. La nostalgia de lo perdido y la promesa del pasado, en esta poética de Bidó, el sueño y el delirio de la ensoñación impulsan el fluir de su palabra, en su proceso de enunciación y capacidad para el amor y el desamor, el consuelo y el desconsuelo del mundo, en que la vida se vuelve un desengaño del tiempo. “Amar es el arduo camino/ de no ser siendo”, dice. 

Lo visible y lo deseado actúan siempre en su poética como ejes que explican el fondo –o trasfondo– de su escritura, y en que la técnica poética o “filosofía de la composición” –como diría Poe– evoca la forma del aforismo, que le dio origen o punto de partida a la filosofía, luego de brotar de las entrañas y del seno de la poesía, en la antigüedad clásica helenística. De ahí que, en el corpus de su obra poética, pueden percibirse los ecos de ciertas estructuras aforísticas, cargadas de ideas y reflexiones, como en la gran tradición del pensamiento filosófico occidental griego o en los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII.

En la poesía total de Bidó, la materia prima, como se sabe, es el pensamiento, elaborado desde una experiencia metafísica y desde una meditación trascendental de estirpe pagana y laica. Sus reflexiones serenas, secretas y silenciosas postulan visiones y luminosidades, más soliloquios que diálogos, que crean estos breves poemas, los cuales beben en la fuente de la tradición poética metafísica y en los manantiales amarillos de la sabiduría ancestral y antigua. También se nutre del mundo espiritual y de las filosofías secretas que nacieron del neoplatonismo y del neopaganismo. Bidó no instrumentaliza la poesía para ponerla al servicio de un ideal ético, filosófico o religioso, pero sí la vigila su moral poética y su moral social. Oigamos su voz:

Haber nacido no garantiza nada.

La hipocresía es un maquillaje infernal

y no hay mejor actor que tu hermano.

Me extraña si no muero en el intento

de atisbar hombres en la cueva luchando

por sobresalir, sin importar la gula.

Los perversos son ovejas agoreras. 

En Cuando mis manos me despiertan (2023), hay un poema que se puede leer perfectamente como su poética, o el ars poética de este libro. Se titula Un señuelo en la piel, y dice así:

Una ilusión se encarna en cualquier momento.

Por ejemplo, ahora que usted lee este poema

y cree estar desenterrando cadáveres perfumados.

El poema tiene su historia ajena a la suya y,

por su supuesto, a la mía.

Tres puntos del soñar.

El poema es un ave en el cielo,

quien lo mira extrae de sí lo que señala:

una hinchazón en el alma y

un señuelo en la piel.

Si algo reservo o miro con reticencia en Bidó es el hecho de escribir poemas sin las desgarraduras y la desesperación de muchos poetas occidentales, y también que se distancia de la poesía escrita en alta voz, pues su poesía brota, sin embargo, de la experiencia del silencio, la serenidad, la quietud, la templanza y la sabiduría. Y es una poesía, no obstante, que celebro, porque tiene vocación de sabiduría, como las grandes obras literarias clásicas, que encierran la sabiduría eterna, inagotable e inmortal. Ese sustrato del saber no científico, humanístico, aparentemente inútil, pero útil para la vida y la muerte, la memoria y el espíritu. En Víctor Bidó, pues, la poesía es síntesis e intuición de lo visible: relámpagos y fulgores de la penumbra, en que la vida muestra los claroscuros del dolor y del amor. En su mundo, el hombre no tiene retorno: todo pasa y no vuelve, y donde el hombre es un peregrino, cuya sombra yerra, entre el insomnio y la nostalgia de sí mismo. El hombre y su sombra pasan sin sueño por la vida: busca la dicha y se pierde en el laberinto de su destino, en el camino de su porvenir. 

Así lo vemos decir en su poema El camino:

Al explorar el camino

doy un salto sobre mí.

No es alto por densidad

soterrada e inconclusa del ahora.

Afianzar el espíritu ilumina lo enigmático

y sereno:

Puro gozo la presencia:

manantial inefable del camino.

En Víctor Bidó, el poeta y el pensador, siempre está latente su voluntad de sabiduría, por lograr la búsqueda de la consagración del ser a través de la meditación poética. Su poesía aparece, en efecto, dándonos lecciones de sencillez y silencio, como si fuera escrita con los ojos cerrados de la iluminación, y a la vez abiertos para definir los misterios del mundo, de la vida y de la muerte. 

“Bueno sería saber quién es el creador, en cambio,

solemos negar lo que apenas sospechamos

con la arrogancia de haber despertado”, afirma. Pero como bien nos dice el mismo poeta:

El silencio tiene su antorcha y nadie logra entenderlo:

manía de reducir

la ignorancia en pura sabiduría.

Como se ve y aprecia, Víctor Bidó continúa –en este poemario–, abrazado y apegado a la misma poética inicial, lineal, unitaria y monolítica, desde su primer libro, como la de aquellos poetas, cuyas obras completas conforman o constituyen una sola obra. Es decir, una unidad dentro de una variedad de ideas, registros, aspectos, mundos y símbolos, que pueblan la vida y sus significaciones.  Pertenece así a la estirpe o tribu de aquellos poetas que escriben una misma obra, como una casa inexpugnable o como un castillo gótico, que apunta hacia el cielo iluminado o estrellado, en una empresa titánica de orfebrería verbal en línea recta –sin sinuosidades ni laberintos ni pliegues ni curvas. He aquí a un poeta despertado por sus propias manos.       

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Basilio Belliard, poeta, narrador y crítico dominicano. Académico con título de Doctorado.