*

En países de sólidas tradiciones y grandes prestigios ampliamente acreditados frente a otras naciones, escribir puede ser solo una práctica estética, pero en territorios emergentes o desprovistos de cualquier sentido hegemónico como es el caso peruano (pese a un esclarecido pasado doblemente imperial que tanto el pueblo iletrado como la pseudointelligentzia en boga descarta y no asume en ningún momento como un elemento realmente conformante de identidad) escribir se vuelve un juego demasiado peligroso que multiplica las posibilidades de locura y, sobre todo, de ruina del que haya asumido una entrega absoluta a la escritura.

En este sentido, escribir en el Perú evidencia un doble riesgo. El primero, la producción de una obra notable de peso mundial viniendo prácticamente de ninguna tradición importante (salvo que se asuma como legado al Siglo de Oro español y aun así) y la configuración de una propuesta de pensamiento que dé forma al país y lo constituya como un horizonte nacional (labor pendiente durante los últimos dos siglos) puesto que el arte no puede ser solo arte por el arte (sobre todo, cuando el arte de dicho país no es nada sino manierismos y delicadezas) sino que tiene, en sus casos más altos, las más severas consideraciones de orden político y, dado que tanto los políticos en ejercicio así como los intelectuales no artistas han fracasado en este esquema de fundamentación de una identidad plena, ningún otro individuo puede asumir tal deber sino el escritor de ficciones.

Desde luego, este escritor ideal debe estar muy por encima de los intereses del mercado o de cualquier tipo de producción fabril. Es decir, puede intentar volverse millonario con sus obras (como debe ser), pero sin supeditar su producción a nada que no sea la más vasta y omnicomprensiva ambición de totalidad tanto en términos de conocimiento “epistémico” sino, además, en el del sentido de todas las experiencias posibles como ha sido siempre el camino absoluto de toda gran literatura que haya merecido tal calificación.

*

Precisamente, el mayor mérito de la ultima novela de Mario Vargas Llosa (que no alcanza a ser un canto del cisne) es señalar un camino que es el de la gran literatura que se cimienta en la forja de una identidad nacional plena, aunque debido a su debilidad habitual la circunscribe al ridículo mundo del criollismo que él mismo caracteriza como una suerte de imperio de la huachafería. Esto es de gran interés porque esta novela, pese a ello, no transita, en ningún momento, el camino que solo indica como una forma casi humorística.

En este punto cabe recordar que entre las novelas de caballería y los cantares de gesta existe solo una diferencia de tono, forma y consecuencias, pero, sin las novelas de caballería no tendríamos al Quijote y sin los cantares de gesta no existirían fundamentos culturales para las naciones poderosas pues son estos cantares los que dotan de grandeza a la simiente de cada una de estas colectividades, como sabe todo experto y todo buen aficionado a la literatura y la historia. 

Entonces, este aparente divertimento que es Le dedico mi silencio deviene en una de las obras más altamente políticas del Nobel tan vilipendiado como despreciado por la mayor escoria de un país que vive totalmente de cabeza en razón de valorar lo que realmente vale (no se olvide nunca, por ejemplo, que uno de los pocos puntos en los que coinciden los socialistas y los fujimoristas es en el odio perenne contra el gran viejo amanerado, paradójicamente el más bravo de los últimos escritores peruanos).

La obra en cuestión, en líneas generales, es de tono menor y exuda las marcas de la producción casi fabril con que Vargas Llosa ha obrado desde que abandonó la literatura como paradigma de entrega y riesgo personal y formal (la literatura puede matarte en su ejercicio sin que importe tu infortunio o tu gloria, pues solo importa la literatura… véase el caso de Roberto Bolaño y 2666, para mayores detalles). 

En este momento, es necesario afirmar que el punto final de Conversación en la Catedral constituyó su abandono de las grandes pretensiones que tenía respecto de la novela y, luego todo lo demás (pese a la existencia de no pocas novelas apreciables) fue solo un modo de supervivencia desprovisto del aroma de muerte y grandeza que tiene la alta literatura, siempre. Sí, sin duda, ese fue el fin de su experiencia literaria total y, sin embargo, aun así, en el curso entero del último medio siglo, ha sido más fuerte y más notable que cualquier otro escritor peruano en ejercicio, incluso más valiente que la tira de odiadores suyos, adoradores, a la vez, seguramente, de gente como Vallejo y Arguedas, el socialismo, el resentimiento social y cualquier cosa que haga ver que hay gente superior a todos ellos en todos los sentidos posibles. 

Pese a lo expuesto, la lectura de Le dedico mi silencio es un deleite para todo aquel que haya aprendido a disfrutar de la perplejidad. En este sentido, Borges apuntó, en alguna parte, que todo lo que un autor tiene para decir consta plenamente o aun de modo velado en su primer libro. Cabría retrucar que el último libro de un autor reviraría dicha condición y si esta novela final consigna todo el universo de Vargas Llosa sería realmente una agudeza que los lectores enfoquen con genuina malicia el endeble corpus en cuestión.  

Aparece en ella de modo disminuido, pero palpable, una de las secretas intencionalidades que cubren la obra vargasllosiana, la pérdida de sentido o enloquecimiento de un autor obsesionado y atribulado por la tensión de pensar todo el día en la escritura y los horizontes de su propia creación. Sucedió antes con Pedro Camacho y ahora con Toño Azpilcueta y es entendible que Vargas Llosa denigre en sendas figuras ridículas lo que él sabe acerca del riesgo mayor de todo ejercicio literario profundo del que no se han librado colosos como Hölderlin, tan inmenso como desdichado, o cualquiera de los grandes escritores suicidas o autodestructivos que a su manera han obrado de la misma forma enajenada de los otros pobres diablos aun cuando han disputado el control hasta el último momento, como hizo heroicamente Hemingway con el dedo puesto firmemente en el gatillo de su escopeta.

*

Como una suerte de galería de espejos, Le dedico mi silencio consta no solo como epitafio sino como un arca de interpretación no solo de la obra entera de Vargas Llosa sino de sus móviles personales y sus deudas como escritor, pues pese a su éxito personal y comercial él sabe perfectamente que ha sido un fracaso en la medida que nunca se atrevió a escribir a fondo excepto en Conversación en la Catedral, que sospecho estuvo a punto de noquearlo, y le hizo saber lo que todo escritor genuino sabe y reconoce como su sombra, que es la presencia perenne de la muerte sobre cada una de sus palabras, una circunstancia muy difícil de aceptar y tolerar para cualquiera.

Esto puede sorprender al lector, pero el hablar de fracaso en literatura no implica no escribir uno que otro buen libro de vez en cuando sino no haber arriesgado el todo por el todo aun en los extremos del enajenamiento personal debido a la gran tensión existencial, intelectual y hasta espiritual que implica dar vida y orden a un mundo autónomo en el que uno mismo es una suerte de Dios. Como ya he sostenido, eso no lo ha hecho Vargas Llosa en el curso de las últimas seis décadas por haber vivido entregado a formas de ejercicio literario muy distantes de las que el mismo proclamó, en su momento, como la interna devoción de un escritor por sus demonios. 

Del mismo modo, otra constatación de su fracaso es partir de sus propias impresiones sobre el carácter subversivo y revolucionario que tienen siempre las grandes obras literarias como es el caso de Los Miserables y de las que la gran mayoría de sus obras están desprovistas, conjuntamente con Le dedico mi silencio.

Otro elemento de lo mismo  es la indagación sobre los asuntos nacionales en sus últimos años, sobre todo a partir del ensayo sobre Galdós, pues cuando aparece Vargas Llosa la narrativa peruana estaba demasiado lejos de otras literaturas importantes tanto por falta de dominios formales como por una ausencia deliberada de riesgos existenciales claros y eso, al menos, por la presencia suya se ha recortado aun cuando, en mi opinión, siempre será insuficiente si lo enfrentamos a Melville y Moby Dick o a cualquier obra de Dostoievski, algo que deberíamos hacer con cada obra y con cada autor a ver si algún día logramos ponernos a la altura de la verdad y la gloria dejando de vivir en un universo de mentiras tan frágiles como una carta gastronómica o los resultados “históricos” de la selección peruana de fútbol y las habilidades de Cueto y Cubillas (pese a su récord personal) que nunca generaron algo realmente importante para el país en sí. 

En todo caso, esta preocupación por los episodios nacionales exhibe que le ha sido inevitable hundirse al ver que ni su producción ni su pensamiento han dado orden a un país que le ha sido esquivo de muchas formas imposibles para sus contendores, pero que le deben haber arruinado no pocos momentos de su extensa vida. Afirmo esto en la medida que intuyo el desasosiego de Vargas Llosa al no haber propiciado ni una novela total absoluta del rango de maestros como Melville o Dostoievski ni tampoco haber propuesto una novela que diese forma al Perú de la manera que los antiguos cantares de gesta hicieron con tantas naciones poderosas. 

Solo había dos caminos y no pudo legar ningún hito en ninguno de ellos y eso, al fin, como una línea fúnebre constituye un testimonio velado, aunque ciertamente valiente pese a la caída.

*

La novela en evaluación es, también, un entretenido ajuste de cuentas pues en su imposibilidad de ensalzar a una gran nación realmente inexistente en el territorio peruano  (solo un Dios o un nuevo Prometeo podría afirmar la grandeza de Perú como hemos hecho ya en su momento, pero en lo que no incidimos más puesto que la población entera no vale el esfuerzo ni el sacrificio, algo que, de muchas maneras directas ha experimentado el propio novelista en cuestión), lo ha llevado a zaherir cuanto espacio de debilidad ha hallado en la cultura peruana a la que ha delimitado en la esencia de la huachafería como modo de ser, algo fatal y grotescamente cierto partiendo de sus literatos, pensadores, pseudointelectuales y políticos a tal punto que deviene en una suerte de vuelta de tuerca del falaz orgullo del peruano promedio.

*

Por último, hay hallazgos reflexivos importantes en Le dedico mi silencio, puesto que Vargas Llosa se detiene, creo que por primera vez, en el duende y en la inspiración, es decir en todo aquello que en el arte no es el mero conocimiento ni la técnica sino “sabiduría, concentración, maestría extrema, milagro…” al aprehender la ejecución guitarrera de Lalo Molfino, honesto acto de aceptación de la realidad superior del genio, lo que atenta contra su ética flaubertiana del 99% de disciplina y el 1% de talento. Tanto se deslumbra con la proeza del sabio artista inspirado que lo compara con la más excelsa muestra de vértigo en la tauromaquia de Procuna. 

Claro está que no sirve detenernos en el desarrollo ni caracteres de los personajes, pues redundan casi todos en meras caricaturas extremistas y, así, este Molfino a la vez que alado ejecutor de los designios de las musas es en su vida personal poco menos que un miserable. Evitemos estos episodios de detalles técnicos para aquellos dispuestos para tales minucias y sigamos con las reflexiones.

*

Se dice que Flaubert era poético y tendía a cierta desmesura que su obra publicada no muestra de ninguna forma salvo en ciertos tramos de Salambó y La tentación de San Antonio. Con Vargas Llosa pasa algo similar, pero solo si se intercambia lo poético por lo huachafo y lo ciertamente desmesurado por el disparate puro. 

Esa sería una síntesis estricta de Le dedico mi silencio y una develación de ciertos modos casi secretos de su propia expresión. Pensemos en los amores de Anselmo y Toñita una vez más (hasta poesía puede denominarse parte de las expresiones vertidas en esta circunstancia), pensemos en la febril imaginación de Pedro Camacho, pensemos en los desvaríos cívicos absurdos de Toño Azpilcueta… Todos tienen un factor en común y podría indagarse esta línea retorcida hasta hallar con gravedad que constituyen acaso los pocos momentos en los que Vargas Llosa ha estado a punto de soltarse realmente en la escritura, otra paradoja.  

*

Hay gente que equivocadamente ha expuesto que la novela en observación es una que intercala la narrativa con el ensayo. Eso es no solo inexacto sino infamante para el género ensayístico. Realmente, Le dedico mi silencio solo intercala la narración con los apuntes articulares de Azpilcueta sin mayores pretensiones, pero, ojalá, algún día, haya muestras novelísticas peruanas en las que se de pie a reflexiones de altura como corresponde a todo ensayo merecedor de dicha denominación.

En todo caso, los apuntes de Azpilcueta no solo son superfluos sino que, además, son delirantes y desprovistos de agudeza y grandeza, nos llevarían incluso a la indulgencia si no fuera por la voluntad escarnecedora aunque ligera del propio Vargas Llosa, a quien uno adivina retozando sobre su propia maldad al dar cuenta de un tipo tan equivocado como débil, aunque para mayor pasmo suyo ni siquiera haya sospechado que podría identificarse con él, puesto que en su soltura se ve mucho de lo que Vargas Llosa podría hacer utilizado en su exploración literaria si no hubiera sido siempre un contenido formalista. 

*

En resumidas cuentas, el sustrato de esta novela radica en el extravío de un hombre que pierde el juicio por adentrarse en sus obsesiones literarias sin límite alguno como Pedro Camacho o Hölderlin. 

En este caso, la búsqueda de una patria nueva incrementa el desastre y todos sus efectos.

Acaso el propio autor de la novela ha pasado por lo mismo con las reversas del caso y sin entregarse a fondo dado el riesgo inminente al que siempre ha temido. 

*

A cada gran autor peruano le está endilgada la condena de buscar no a un Inca sino a una real patria y fundarla bien. Desde luego, nadie ha podido hasta la fecha.

*

Realmente, debería dar una vuelta por el móvil aquel que indica que lo criollo es la música de la juventud de Vargas Llosa (no solo el mambo y otros ritmos) y entonces volver sobre ello sería como una proclama en favor de aquella juventud suya tan apasionada con la tía Julia y las boîtes del centro de Lima como el Negro Negro y las demás, pero no hay tiempo. Eso y darle otro par de vueltas al tema del primer libro y los temas de un escritor según Borges de modo inverso planteando todo ello a partir de este último libro sería lo idóneo si hubiera tiempo para tales efectos.

*

El riesgo de jugarse a uno mismo por entero ante la literatura ha sido siempre la locura o la muerte en sus puntos más extremos salvo por muy pocos bienaventurados. Vargas Llosa confirma su sabiduría acerca de este tema y su temor y es por eso que solo ha podido imponer estampas de lo que debe haber creído sería su destino en personajes como Pedro Camacho y Toño Azpilcueta.

*

Hay elementos de interés en cada capitulo por el modo con que Vargas Llosa traviste sus propias impresiones a través de la voz de Toño Azpilcueta. Buena cuenta de ello se aprecia en la mancuerna que consigna las ideas de la utopía y la revolución; también, en la contraposición dada entre el Indigenismo y el Hispanismo, ambos modos de la huachafería peruana en su vertiente historicista; ni se diga de la comparación entre el Inti Raymi y la Procesión de Octubre y así, sucesivamente, todas las demás oposiciones que contienen los apuntes de Azpilcueta-Vargas Llosa.

*

El aparentemente inofensivo discurso de Azpilcueta no lo es tanto al final y así hasta dan ganas de hacer coincidir las críticas de Azpilcueta con las del propio Vargas Llosa.

Veamos el siguiente ejemplo: “Un ‘gran orador’ en el Perú quiere decir –es el caso de Haya de la Torre, el fundador del aprismo– alguien frondoso, florido, teatral y musical. En resumen, un encantador de serpientes.”

También, el que sigue, pues demuestra lo mismo en torno a las eufemísticas ciencias sociales en boga que han afectado incluso a la propia teoría literaria: “Las ciencias exactas y naturales tienen sólo nerviosos contactos con la huachafería. La religión, en cambio, se codea con ella todo el tiempo, y hay ciencias con una irresistible predisposición huachafa, como las llamadas –huachafamente– ciencias sociales. ¿Se puede ser ‘científico social’ o ‘politólogo’ sin incurrir en alguna forma de huachafería? Tal vez, pero si así sucede, tenemos la sensación de un escamoteo, como cuando un torero no hace desplantes al toro.”

Y, ya de plano, su abierta y reiterada critica a la literatura peruana de su tiempo con la que nunca fue indulgente (es inolvidable el perfecto retrato muy negativo que hizo de Washington Delgado, por ejemplo, poeta opaco entre los opacos), veamos: “Acaso donde mejor se pueden apreciar las infinitas variantes de la huachafería es en la literatura, porque, de manera natural, ella está sobre todo presente en el hablar y el escribir. Hay poetas que son huachafos a ratos, como César Vallejo, y otros que lo son siempre, como José Santos Chocano, y poetas que no son huachafos sólo cuando escriben en verso, como Martín Adán. En cambio, en sus ensayos se muestra excesivamente huachafo. Es insólito el caso de Julio Ramón Ribeyro, que no es huachafo jamás, lo que tratándose de un escritor peruano resulta una extravagancia. Más frecuente es el caso de aquellos como Bryce y como Salazar Bondy en los que, pese a sus prejuicios y cobardías contra ella, la huachafería irrumpe siempre en algún momento en lo que escriben, como un incurable vicio secreto. Ejemplo notable es el de Manuel Scorza, en el que hasta las comas y los acentos parecen huachafos.”

Lo curioso, en esta circunstancia, es que las mejores páginas de la obra vargasllosiana, en general, inciden en la huachafería de la que ha huido solo de modo consciente, pero nunca del todo, a tal punto que puede indicarse una identidad esencial entre Pedro Camacho, Toño Azpilcueta y Mario Vargas Llosa con la única diferencia de que este último no se entregó a su pasión como si hicieron los otros dos malogrados personajes de la ficción.

*

Por todo lo expuesto, considero que Le dedico mi silencio es el testimonio de un fracaso en todos los órdenes puesto que aun en su mayor novela, Conversación en la Catedral, solo ofreció al público una especie de mutilación de la existencia humana totalmente desprovista de heroísmo o de cualquier otra cosa que pudiera servir a todos como una referencia de exaltación espiritual y de entereza frente a cualquier crisis, como suele hacer toda gran muestra literaria cuyo paradigma es siempre la Comedia que empieza en el Infierno y culmina en la Gloria del Paraíso como asimismo ambicionó Pound y cualquier otro autor genuinamente denominado universal aun como, en el caso del “miglior fabbro” haya sido, también, el testimonio de otro tipo de fracaso aunque muy distinto y en el que sí se jugó el autor el todo por el todo…. “I have tried to write Paradise// Do not move/ Let the wind speak/ that is paradise. // Let the Gods forgive what I have made/ Let those I love try to forgive/ what I have made”.

*

Todo esto es lo que no debe ser olvidado respecto de este testimonio de un gran autor que nunca pudo ofrecer la novela de las novelas pese a haber sido un teórico de la novela total desde el primer momento, pues solo se resignó, luego de la apuesta que constituyó Conversación en la Catedral, a escribir trabajos menores en los que no estuvo nunca en riesgo nada y en los que tras una incipiente exhibición de destreza formal se anquilosó en la evasión de cualquier modo de genuina trascendencia.

*

Al final, todo en Le dedico mi silencio es crítica y testimonio de una derrota múltiple, la de Lalo Molfino y Toño Azpilcueta quien no pudo dar forma a su utopía, pero, también, la del propio Vargas Llosa y la del Perú entero. Esto tampoco deberá ser olvidado.

_____

Percy Vílchez Salvatierra. Escritor peruano. Crítico. Abogado. Autor de Metafísica del Precipicio, Doscientas imágenes críticas del Perú ante el bicentenario: la verdad oculta, Metafísica, y Visiones en los ojos de la esfinge.