Al conmemorarse este año el centenario de la muerte de Franz Kafka (1883-1924), nos asalta la efeméride y sentimos la responsabilidad ética, como lectores, de leerlo y releerlo: entre el oficio de leer y el arte de releer. Citado, admirado, leído, elogiado –no siempre comprendido–, Kafka es, a cien años de su fallecimiento, un mito viviente, un héroe literario y un profeta del siglo XX. Es un autor que prefiguró las pesadillas del holocausto, de la judeidad, del alma judía, del devenir autoritario de la burocracia y del destino político de Europa. Empecé a leerlo a fines de los años ochenta, no sin lástima, estupor y temor, seducido por el mito, el drama personal, la obra y la personalidad del autor checo de expresión alemana; también inducido por su destino, su enfermedad y su temprana muerte. Al ingresar al taller literario César Vallejo, de la UASD, en 1990, el profesor Fernando Vargas, a la sazón su asesor (Jorge Piña, su director), una tarde, para hacer el programa de lectura del semestre, sometió a votación un conjunto de autores a fin de leerlos, estudiarlos y discutirlos. Y para sorpresa suya, Kafka ganó el escrutinio. Al final, se preguntó, ¿por qué Kafka y no otro autor? Desde entonces, Kafka no deja de acompañarme ni de inquietarme ni de sorprenderme. Fue así como compré, en 1995, sus obras completas de ficción, en cuatro tomos (en Ediciones Edicomunicación, S.A., Barcelona, 1987), a pesar de que había leído algunas de sus obras sueltas (las más representativas y canónicas). Me interesé en leer los libros de sus especialistas: desde Marthe Robert y Elías Canetti, hasta Maurice Blanchot y Gustav Janouch; desde Klaus Wagenbach hasta Georges Bataille; desde Harold Bloom hasta Walter Benjamín; desde George Steiner hasta Deleuze-Guattari y Hannah Arendt. Cada vez se multiplican los enfoques y las aproximaciones analíticas de su obra, su vida y su personalidad: desde el psicoanálisis hasta la semiología, desde la filosofía hasta la psicología o desde la teología hasta la metafísica. La primera biografía de Kafka que leí fue la de los franceses R.M. Alberes y Pierre de Boisdeffre (Editorial Fontanella, Barcelona, 1964), en 1989. A esta le siguieron, otras que consulto: la de Pietro Citati (de 1986), Roberto Calasso (de 2005), Roberto Mosquera (de 2023), la monumental, en dos tomos, de Reiner Stach (2016); la de Luis Izquierdo (de 1981). 

En Kafka, vida y destino, obra y persona están inextricablemente entrelazados, como casi en ningún otro escritor. Y en este dilema trágico y azaroso, acaso radican la mitología y la leyenda sobre su legado literario, en el que su obra riñe con su personalidad biográfica esquiva, solitaria, enigmática y laberíntica. Más allá de su genialidad (opacada quizás por su leyenda, su enfermedad, su pasión, su timidez patológica, su horror al matrimonio y su prematura muerte), su legado como maestro de la narrativa del siglo XX, al crear un mundo de ficción sobre una arquitectura paradójica y absurda, no ameritan discusión ni dudas. Testigo de un siglo convulso y cronista de su tiempo, la portentosa imaginación de Kafka le permitió fundar un mundo poblado de símbolos y parábolas metafísicas que han perfilado –o forjado–, en cierto modo, el curso de la vida política, social y cultural de Occidente. Y cuyos cuentos y novelas, tan perturbadores como inquietantes, han configurado el mundo de las ficciones literarias de la modernidad, y despertado vocaciones de no pocos autores (no olvidemos que García Márquez confesó que se hizo novelista tras leer La metamorfosis). De estilo literario con vocación de originalidad, inconfundible y preciso, reveló una capacidad descriptiva y narrativa para crear situaciones absurdas y atmósferas psicológicas. Kafka ha quedado –y trascendido– en la historia de la literatura universal como un raro “caso”: el del escritor que funda un universo de símbolos y mitos que funcionan como premoniciones y prefiguraciones pesadillescas del hombre contemporáneo. Su obra explora en el territorio de la alienación, la angustia, la soledad, la burocracia autoritaria y las relaciones de poder padre-hijo, Estado-individuo, amante-amada, hombre-sociedad. La potencia imaginativa de Kafka para captar y describir la angustia existencial y el terror psicológico son de proverbial originalidad y de insólita maestría expresiva. Obra enigmática y de enorme rareza, la de Kafka ha pasado a representar las perplejidades, incomunicaciones y ansiedades metafísicas del individuo ante los poderes políticos y las opresiones sociales. Si la obra de un autor se define por la vida, la de Kafka lo hace con exactitud, pues es la expresión psicológica de su personalidad: de su complejo de culpa y de inferioridad, de sus remordimientos, de su hipocondría, de sus resentimientos y de un retraimiento enfermizo. Era pues un ser acomplejado física y psíquicamente, y de ahí que hiciera de la humillación personal la materia prima de sus ficciones, como se lee y aprecia en sus Cartas y en su Diario. Así lo vemos revelarse en Carta al padre, o reflejando sus complejos de inferioridad y fobia al matrimonio en Cartas a Milena y Cartas a Felice, en las que se autorretrata y se autodefine como un ser victimizado, que hizo de la humillación y la culpa un estilo de vida y una forma de ser como padecimiento, soledad y falta de libertad.  En sus relatos y novelas siempre están presentes la imagen del desamparo y la enajenación del individuo, víctima de un poder invisible y de una burocracia enmascarada. En Kafka, nada es visible a simple vista: todo lo real aparece en un velo de sombra, y todo vestigio de racionalidad, parece gobernado por lo absurdo. Su maestría escritural se revela en su capacidad y destreza para mostrarnos un mundo narrativo, cuyos protagonistas encarnan el sinsentido o buscan un sentido utópico a sus vidas, pero caen en el abismo de la desesperación y en el pozo de la angustia. Como se ve, sus héroes son antihéroes: seres creados por su portentosa imaginación como sujetos torturados, enjaulados, o prisioneros del mal, la perversidad y lo siniestro. Sin embargo, siempre deja un resquicio para el humor negro, una especie de humor absurdo que se confunde con el terror, la indefensión y la piedad.  Pese a su fama de autor melancólico, atribulado, huraño, enigmático y triste –como lo reflejan sus fotografías, su Diario y sus Cartas–, en cambio, ciertas versiones de la crítica literaria, las opiniones de su albacea y amigo Max Brod, lo retratan como un ser con sentido del humor y enamoradizo. Gracias a Brod –que ocultó sus manuscritos en Israel y desobedeció la orden de Kafka de quemar sus textos: “Todo lo que dejo… debe ser quemado hasta la última página”, le instruyó Kafka– existe el adjetivo kafkiano, y podemos leer y conocer su obra póstuma. La mitología y la leyenda que rodean el aura de hombre esquivo, inseguro y con alto sentimiento de autocensura o autocrítica se han disipado gracias a biógrafos como Reiner Stach. Éste y otros biógrafos, como su íntimo Brod, han contribuido a despejar dichas supersticiones, que endilgaron a Kafka el rasgo de ser un tipo claustrofóbico, neurótico, introvertido y antisocial, habiendo sido, por el contrario, un hombre conversador y sociable.

Escritor de estilo depurado y de frases precisas Kafka ha trascendido a la posteridad por la creación de piezas maestras de narrativa –La metamorfosis (o traducida como La transformación), El proceso, El castillo, América (ahora traducida como El desaparecido), El fogonero, La construcción de la muralla china, Un artista del hambre, El maestro rural, El buitre, El deseo de ser indio, La condena, Ante la Ley, En la colonia penitenciaria, Un médico rural, El cubo de carbón, Una confusión cotidiana, Josefina, la cantora, o el pueblo de los ratones o El silencio de las sirenas—que lo sitúan como una de las columnas vertebrales de la arquitectura literaria de los maestros de la narrativa contemporánea, junto a Proust y a Joyce. De ahí sus influencias, acaso por su capacidad para inventar, crear y recrear situaciones, hechos, ambientes y personajes. Si bien sus novelas y sus relatos se destacan por su ingeniosidad y maestría argumental, también sobresalen sus cartas, que se pueden leer como piezas autobiográficas o novelas epistolares. O su Diario, que también podría leerse como la obra que acaso mejor lo defina intelectualmente, y como pensador, pues en el mismo están sus ideas, intimidades, reflexiones teológicas y metafísicas, que han generado mayores estudios a los filósofos, críticos literarios y psicoanalistas, por la profundidad, valentía, desenfado y mordacidad en su decir. Igualmente sus aforismos, quizás su obra más teológica, con cuyas reflexiones ahonda en su cultura, la judeidad, la cábala, el pecado, el sufrimiento, la culpa y la moral.  Es pues una breve obra moral, situada en la tradición aforística deudora de dos de sus maestros: Nietzsche y Pascal. Y un tercero, de donde extrae su idea de la angustia: Kierkegaard. En tanto, su obra de ficción proviene de sus maestros tutelares: Dostoievski, Balzac, Thomas Mann, Flaubert, Goethe, Hermann Hesse y Hoffamannstahl; de dos poetas católicos: Francis Jammes y Paul Claudel. Y, desde luego, de dos textos sagrados que no podían faltar: la Biblia y el Talmud. 

Con la creación de personajes-arquetipos de Kafka, que son a la vez prolongación de su personalidad autobiográfica, vemos a Gregor Samsa, en La metamorfosis, convertido en un insecto (escarabajo). Así pues, Gregor, al despertar una mañana, para irse a trabajar, angustiado por no llegar tarde a su trabajo, después de un “sueño intranquilo”, es incapaz de comunicarse con su hermana, su padre y su madre, pese a que nunca pierde su facultad de pensar; es decir, no pierde su conciencia, su condición humana, aunque sí su voz, que se transforma en un silbido, por su ausencia de boca y lengua. Esta breve novela distópica parece de ciencia-ficción o de terror. También vemos al personaje Josep K, un empleado bancario de El Proceso, una especie de novela policiaca, en la que un día recibe la visita inesperada, en su casa, de dos policías que lo apresan, sin saber nunca las causas del apresamiento, hasta que un día lo despiertan y lo matan a cuchilladas “como a un perro”, sin saber nunca las razones; es objeto de un proceso judicial, cuyos cargos penales nunca conoció: vivió una pesadilla, detenido, pero libre, recibe el peso de una maquinaria jurídica, de un engranaje laberíntico, que termina con su ejecución. O la de K, un agrimensor, el protagonista de El castillo, que sale a buscar un castillo que nunca encuentra: refleja la metáfora del hombre excluido de un sistema burocrático. Así vemos, en Kafka, la invención de tramas, situaciones absurdas, parábolas laberínticas, paradojas desconcertantes, que hielan la sangre o que nos espantan; creaciones de intrigas y nudos narrativos, sin solución, que dan la sensación de lo inacabado, y que constituyen la raíz de lo absurdo. De ahí que, de El castillo, El proceso y América (o El desaparecido), se haya dicho que están inconclusas. Y otros críticos, quizás menos indulgentes, han dicho que Kafka era un mal novelista porque no sabía concluir sus novelas (acaso porque las hallaba inconclusas, Kafka pidió, a su amigo Brod, que quemaras sus textos). En el universo kafkiano siempre estamos ante una atmósfera opresiva: ante la vida de personajes de carne y hueso, que parecen fantasmas caídos en el fracaso, sin poder conseguir sus objetivos, alienados, angustiados. En Kafka, en sus obras narrativas, hay muchos enigmas y misterios, un sustrato teológico, cabalístico y profético, que desnuda las leyes, la justicia, el orden político y social, y donde siempre subyacen la ironía, la crítica o la sátira social, ante una justicia humana ficticia y absurda.                    

Pocos escritores, tras su muerte, han logrado crear un adjetivo para definir una situación absurda y angustiosa, y Kafka lo alcanzó, sin quererlo ni desearlo, y cuya obra salva de la hoguera Brod, al desobedecer su deseo, pasando de ser verdugo a albacea: protector de su obra, memoria y legado. Brod se convirtió, pues, por ende, en su intérprete, de confidente a infidente, para la salud y el triunfo de la literatura, salvando los manuscritos inéditos tanto del fuego como del silencio, del olvido y la oscuridad. 

Museo Kafka en Praga. Foto de Fausto Rosario Adames, noviembre de 2023

Kafka y lo absurdo: soledad, judeidad, culpa y destino. El proceso a su legado  

Franz Kafka fue un escritor metafísico, sin saberlo ni proponérselo, de obras intelectuales –de tesis o de ideas–; creador de atmósferas narrativas, imbuidas de un clima desasosegante, en las que el desamparo y la indefensión encarnan el hombre moderno, frente al poder omnívoro. En casi todas sus narraciones hay un toque o tono autobiográfico, de suerte que buena cantidad de sus personajes son prolongaciones de su persona, de su yo biográfico. Así, vemos a José K como Franz Kafka (en El proceso), a K, como Kafka (en El castillo), o a Samsa como Kafka (en La metamorfosis). Sin embargo, sus novelas rompen sus límites autobiográficos: sobrepasan lo meramente personal hasta transformarse en una crítica mordaz a la burocracia estatal, al poder político y social y a la ausencia de libertad de los individuos.    

Ninguna de las exégesis, hermenéuticas o interpretaciones críticas han logrado descifrar, agotar o explicar los símbolos y las significaciones, de la esencia de la obra de Kafka, pues la naturaleza de esta es esquiva, parabólica, resbaladiza y sinuosa, lo que lo hace ser un autor sapiencial, clásico, en la modernidad. Ninguna apuesta de lectura reduce su alcance y sus valores estéticos intrínsecos. Ni descifra los nexos existentes entre lo autobiográfico y el orden sociopolítico. Solo se sabe que se sentía un ser atormentado, que era un hipocondriaco y que le tenía un gran terror a la muerte, lo cual lo llenaba de angustia y paralizaba su conciencia vital, no así su impulso creador ni su pasión escritural, que, lejos de disiparse o mutilarse, se potenciaron. Más allá de sus neurosis, angustias existenciales, psicosis y paranoias, lo cierto es que creó un arte de la novela y nos dejó, como legado imperecedero, la invención de un mundo narrativo, cuyos símbolos se pueden leer como una anatomía o radiografía de la condición humana, y que trazó una cartografía de la soledad existencial del hombre moderno. Y que nos legó un mundo poblado de metáforas, de esencia metafísica, que se pueden interpretar como una crítica al imperio de la ley y al poder de la culpa: de la culpabilidad o responsabilidad penal sin delito. Retrata una sociedad y una civilización absurda, en la que sus individuos viven una vida bajo el signo trágico de la culpa sin redención, de acusaciones sin posibilidad de legítima defensa. De sus obras, y más aún, de su Diario, Aforismos y Cartas, puede identificarse un pensamiento de carácter místico, teológico, metafísico o cabalístico, pese a que fue checo-judío no practicante, y a que tampoco escribió en yiddish, una lengua menor, que representa la judeidad cristiana. Sin embargo, optó por escribir en alemán, no en checo, lo cual constituye otro de sus enigmas. Su escritura fue valiente; su estilo, conciso, frío, sencillo, pero potente, y que hiela la sangre; su prosa es transparente y clara como el agua, pero eficaz, con la que erigió una catedral literaria, una arquitectura de símbolos, que transformaron la escritura novelesca, el microrrelato y la ficción breve. Al Kafka atormentado, tímido, afectado de una enfermedad de la voluntad, pesimista, con complejo de culpa y complejo de Edipo (o anti Edipo), solitario, con cierto halo trágico, hay que oponer otro: el Kafka irónico y cómico, que ocultó dichas facetas detrás de la máscara de su cara melancólica, de ojos apagados y tristes, orejas de murciélago, fláccido y enjuto. Hombre taciturno y poco dado al viaje o a la errancia –apenas salió de Praga–, solo hizo algunos viajes profesionales o de formación: seis meses en Berlín y pocas semanas en Bohemia. Su condición de soledad existencial marcó su destino trágico, que transcurrió en una encrucijada entre religiones, lenguas y culturas. Su obra es pues un hito, un abismo: la expresión de una trágica aventura existencial, marcada por las huellas de su tiempo. Su sino estuvo signado a Praga; su obra es el producto de una profesión (de abogado) de la que adjuró, porque reñía con su oficio de escritor, pero que le sirvió de estímulo, de contrapeso, de camisa de fuerza, y que a la vez fue esencial, paradójicamente, en su trayectoria de novelista. Es decir: de funcionario a enorme narrador, de un oficio que padeció hasta crearse a sí mismo una conciencia de escritor, con una ética y una moral que sorprenden y maravillan. Así pues, Praga fue una ciudad que padeció y disfrutó, con sus encuentros y desencuentros, luces y sombras, y con la que cultivó una relación de amor-odio, atracción-repulsión.  El cultivo de la escritura y el ejercicio de la literatura le sirvieron de cura, de catarsis, para sofrenar la maldición de su relación edípica con su padre, y liberar su energía negativa y pesimista, que le impedía cristalizar un vínculo amoroso o lograr la felicidad matrimonial. Kafka fue un hombre atormentado por tentaciones y obsesiones que no pudo expulsar o exorcizar de su alma y de su conciencia. De ahí la importancia que revistió para él el refugio en la escritura y el cultivo del intelecto. Una frase célebre suya lo retrata: “No soy nada más que literatura… Ni puedo ni quiero ser otra cosa… Todo lo que no es literatura me fastidia y lo odio”. Como se ve, aquí está su concepción de la palabra, del oficio literario: su arte de la escritura y su moral letrada. De ahí que la literatura era para él una profesión de fe, una religión laica, una oración liberadora y purgativa, que lo llevó a sacrificar su salud y su vida. Y a ver su profesión de abogado como un oficio intolerable e incompatible con la vocación literaria y con su deseo de convertirse en escritor. Prefirió refugiarse en la soledad y vivir como un ascético. No se concibió o se asumió como un autor romántico sino como un escritor expresionista, esa corriente literaria que en Alemania tuvo tanto auge y prestancia –y a la que pertenecieron el poeta Georg Trakl o los escritores Alfred Doblin y Gottfried Benn, sin contar a cineastas y pintores. Tampoco fue un surrealista, pues el surrealismo justamente nace con su muerte (el primer manifiesto surrealista es de 1924, año de su deceso), y fue un movimiento de poetas y artistas, antes que de novelistas (cuyo centenario también se conmemora este año 2024).

Era categórico, mordaz y tajante con su oficio y su visión del libro y la lectura. En una carta a su amigo Oskar Pollak, Kafka le dice: “Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dice tu carta? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hagan felices podríamos escribirlos nosotros mismos, si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo”.

La vida de Kafka transcurrió en un dilema existencial de triples contracciones, es decir, en un laberinto ontológico del miedo: entre el miedo a la soledad, el miedo al matrimonio y el miedo al padre. Dicho de otra forma, un miedo a ser abandonado o a abandonar. Pero esa disyuntiva, lejos de embotar su imaginación, lo fortaleció y potenció. Sin embargo, la idea del matrimonio, que le produce nostalgia, nunca la abandona: se refugia en la soledad o en la escritura para disipar esa ilusión. Escribe cartas que nunca envía a sus destinatarios para conjurar la timidez, pero su incapacidad, su miedo y su abulia lo paralizan: opta por ahogar sus culpas, cultivando el masoquismo y la autoflagelación. Ni a su padre ni a sus pretendientes es capaz de enviarles sus cartas o epístolas, acaso por cobardía, timidez neurótica o complejo de inferioridad. Su horror al matrimonio quizás es la expresión de una carencia de voluntad para procrear y tener una familia: por su carácter débil, o porque quería seguir siendo hijo, no padre (como Cristo). En Carta al padre expresa su complejo de Edipo, su deseo reprimido de, simbólicamente, “matar al padre”, como una forma de afianzar su amor por la madre. Se sentía un ser humillado y ofendido, y esa actitud lo condujo a desarrollar un complejo de culpa, un resentimiento y un remordimiento por la figura paterna, así como un sentimiento patológico de indefensión. De ahí que su vida parece extraída de las novelas Humillados y ofendidos o Crimen y castigo, de Dostoievski (como en Carta al padre o en El proceso, respectivamente), novelista que tuvo gran influencia en su obra.

Para Elías Canetti, la humillación es un tema central en Kafka, como se percibe en La condena, La colonia penitenciaria, Carta al padre y La metamorfosis. Transformarse en un insecto es la gran metáfora de la humillación: de la humanidad a la animalidad. Humillado por el padre, por una hermana y por una burocracia social (humillado y ofendido, parafraseando la novela homónima de Dostoievski, una de sus influencias, como dijimos). Sabandija, cucaracha, escarabajo, da igual, es un insecto despreciable y aborrecible: desechado por la familia y la sociedad. Caída en el desamparo, en la fatalidad, en un mundo absurdo, la vida que nos presenta Kafka, a través de sus personajes, semeja un descenso a la abyección. La obra kafkiana se transforma, entonces, en laberinto, en círculo concéntrico y en metáfora de la soledad: el matrimonio postergado, el fuego de la ley, la espada del poder. Metamorfosis y víctima propiciatoria, la vida se vuelve pena y calvario: purgatorio e infierno. Nunca paraíso: siempre apocalipsis y holocausto. La espada de Damocles del mal siempre está al acecho, como azar, acertijo, ave de mal agüero: lo siniestro operando sobre el bien, la guerra interior de su espíritu contra la paz familiar y social.    

A Kafka, se dice, le obsesionaba la idea del “devenir animal”, y de ahí la animalidad en que depara Gregor Samsa, imbuido por un pensamiento gnóstico o cabalístico, en esta especie de fábula fantástica que es La metamorfosis. En sus obras siempre se observan la culpabilidad de los inocentes y juicios sin sentido y absurdos. Kafka pone en crisis la ley de la verosimilitud de la narración, que hace increíble lo creíble, cómico lo trágico, fantástico lo real, y absurdo lo lógico y lo concreto.

Hay siempre, en su mundo narrativo, una obsesión por la perfección estilística, como su maestro de estilo Flaubert, que buscó la frase perfecta y exacta, sin amaneramiento ni rebuscamiento ni manierismo formal. Las novelas de Kafka son, pues, en gran medida, la anticipación o prefiguración de la destrucción de un mundo. Kafka se presta para lecturas bíblicas, talmúdicas y cabalísticas, en cuyas obras siempre navegamos en un abismo de interpretaciones, que lo hacen ser un autor inacabado, laberíntico e inagotable. De ahí su aire clásico, acaso por el carácter sapiencial de su obra, poblada de ideas, fábulas, alegorías, parábolas, metáforas y símbolos, entre el bien y el mal, la culpa y la libertad, la censura y la autocensura.         

Hay en el mundo narrativo creado por Kafka, en cierto modo, un halo de esoterismo y una cifra cabalística, que se revelan en varias claves enigmáticas y secretas, vinculadas a la ley y a la culpa, el castigo y el destino. Así vemos El castillo como símbolo de lo inexpugnable y El proceso como símbolo de la justicia divina frente a la justicia humana, novelas en las que sus personajes representan arquetipos de lo absurdo, de la angustia, del miedo y de la incertidumbre. Sus claves simbólicas son así la expresión de una teología mística, pero con cierto tinte calvinista. Hay un clima de absurdidad que gravita sobre sus héroes, que encarna un sentimiento de opresión. La muerte y su resignación, la acusación sin autodefensa, o la condena a muerte sin resistencia, representan el ambiente en que deambulan y divagan sus personajes, en una atmósfera burocrática asfixiante de la sociedad moderna burguesa. Kafka no ha hecho más que describir las paradojas del mundo con sus culpabilidades intrínsecas, como se refleja en la psicología de sus personajes. Están los acosados sin acosadores, los procesos sin juicios, los seres que viven en la más abyecta incomunicación, como Gregor Samsa, inhabilitado para comunicarse con su entorno familiar, desde su habitación, pese a estar, antes y siempre, comunicado. Describe sujetos vejados, pero incapaces de rebelarse contra la burocracia y el poder opresor, por debilidad o desinformación: es decir, el acusado sin acusador visible. En fin, desconocedores de sus derechos, que habitan como fantasmas un mundo arbitrario, buscando cómo salir del círculo opresivo, pero resignados a la espera, quizás, de una justicia divina que los redima. Así pues, las alegorías de Kafka devienen imágenes de una realidad visible y concreta, pero invisibilizada por la abulia, el miedo y la resignación. 

La obra de Kafka es esencialmente póstuma: sobrevivió, como se ha dicho, a la indulgencia, la salvaguarda y a la fe de Max Brod. La vocación de pirómano de Kafka, al perder la convicción en la calidad y trascendencia de su obra literaria, es acaso la explicación de su autocensura patológica o afán enfermizo de perfección, como buena manifestación de todo genio. El éxito editorial de la obra kafkiana fue lento, pero se ha agigantado por la recepción crítica, la valoración de los filósofos, la evolución en la conciencia de sus lectores y la transformación de la sensibilidad moderna, factores que lo consagraron como un clásico cuyo imaginario, poder de simbolización y talento lo catapultaron como referente y maestro de la tradición narrativa del siglo XX. Sin embargo, fue tras la Segunda Guerra Mundial cuando Kafka es universalmente reconocido, traducido y valorado, y convertido en un mito literario. La angustia metafísica que postula su obra contribuyó, acaso, a la construcción de su mitología, y a despertar el interés de lectores multidisciplinarios. En efecto, Kafka aporta materia prima y sustancia a estudiosos del alma humana y de la psique: a freudianos y lacanianos. Ha servido de inspiración a psicólogos, psicoanalistas y sociólogos, acaso por sus críticas irónicas, sus parábolas místicas y sus paradojas. Kafka nos dibujó un retrato sobre la desesperación y la soledad del hombre: sus secuelas de persecuciones políticas e ideológicas, que han jalonado el destino del individuo, bajo regímenes autoritarios y totalitarios. Esas ideas son las que, no sin fina ironía, Kafka ha desfigurado, revelado y desnudado, y contribuido a su permanencia y vigencia. 

Kafka es un narrador de ideas y un novelista intelectual. Un autor de la minuciosidad descriptiva y de la objetividad narrativa. Es decir, un artesano del arte de narrar, y de la narración de aliento metafísico, cuyas tramas encierran parábolas y cuyos argumentos contienen enigmas de corte cabalístico. Como se sabe, sus intrigas narrativas representan sórdidas pesadillas que prefiguran o anticiparon el devenir trágico de Europa con el holocausto, las cámaras de gas y los campos de concentración. Todas las páginas de la aventura kafkiana están atravesadas por un sustrato de melancolía, o sea, por un aire melancólico que brota de su personalidad. Y por una psicología del miedo: miedo al trabajo y miedo a casarse porque le afecta e interfiere en el oficio de la escritura. Kafka vivió en medio de un vacío existencial, en un vacío horizontal, en un abismo laberíntico, que lo condujo a una vivir una constante caída hacia adelante.

En el universo narrativo de Kafka no hay erotismo ni sensualidad ni amor (solo en sus cartas de amor). Solo hay frialdad, frigidez, ascetismo, economía del goce y la pasión erótica. Suspicacia ante la sociedad y frialdad ante el mundo. Caminos sin metas. Su renunciación a publicar, debido a su sentimiento de autocensura, se convirtió en una voluntad secreta de rigor de la escritura, es decir, en una ética de la escritura, una moral de autor y una vocación de estilo. Kafka escribió con pasión tanto religiosa como sagrada. También, podría decirse que la literatura fue para él un oficio y, a un tiempo, una pasión profana, que riñó o entró en conflicto con su profesión. Y este dilema práctico en su estilo de vida explica un poco su miedo a la responsabilidad del matrimonio, una responsabilidad social que, según su pensamiento, paralizaría su creación literaria.

El miedo a la muerte en el artista y en el escritor tiene una connotación trágica porque siente que no ha vivido lo suficiente para escribir o crear su obra, para completarla o concluirla, tarea imposible, a juzgar por el carácter inacabado del arte.                        

Bibliografía recomendada:

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Basilio Belliard, poeta, narrador y crítico dominicano. Académico con título de Doctorado.