El Schlemihl de Heine y el paria consciente de Lazare son de concepción judía, e incluso al sospechoso de Chaplin se le nota clarísimamente su origen judío. La cosa cambia cuando nos encontramos la figura del paria en su versión más reciente y de momento última: en la obra de Kafka, donde aparece dos veces (una, en su primer relato, Descripción de una lucha, y otra, en su última novela, El castillo). En El castillo K. no viene de ninguna parte y nunca se habla de su vida anterior. No puede ser “judío” porque, al igual que todos los héroes kafkianos, no posee atributos caracterológicos propios. Los personajes de las novelas kafkianas son abstractos, característica que en sus obras de juventud queda subrayada por el hecho de que estas personas sin atributos se dedican permanentemente a algo a lo que, aparte de ellos, no se dedica nadie: a reflexionar. En la narrativa de Kafka siempre se reconoce al héroe porque éste quiere saber qué es propiamente lo que pasa con las cosas que se derriten a mi alrededor como la nieve mientras para los demás un vasito de aguardiente ya es firme como un monumento.
Descripción de una lucha trata de una manera muy general de cómo se agrupa la gente en sociedad y constata que en el interior de un marco únicamente social el efecto de las buenas relaciones, o incluso amistosas, es muy perturbador. La sociedad se compone de “absolutos nadies”: “No he hecho nada malo a nadie, nadie me ha hecho nada malo, nadie quiere ayudarme, nadie en absoluto”. Pero a pesar de ello, aquel a quien la sociedad envía a paseo, como es el caso del paria, no puede decir que haya tenido suerte, pues la sociedad pretende “ser real” y quiere “hacerle creer que él es irreal”, que es nadie.
En el conflicto entre sociedad y paria no se trata sólo de preguntar si la una se ha comportado justa o injustamente con el otro, sino de si al excluido de la sociedad o al que se opone a ella aún le corresponde alguna clase de realidad. Pues la mayor herida que la sociedad ha causado desde siempre al paria que para ella es el judío ha sido dejar que éste dudase y desesperase de su propia realidad, hacerlo aparecer a sus propios ojos con el sello de ese “nadie” que era para la buena sociedad.
En este conflicto que se extiende a lo largo de más de un siglo, Kafka es el primero que ya al comienzo de su producción da un giro al asunto y hace constar que la sociedad se compone de “absolutos nadies […] en frac”. En cierto sentido tuvo la suerte de haber nacido en un tiempo en el que ya era obvio que los fracs vestían a “nadies”. Quince años después, Marcel Proust hablaba en El tiempo recobrado de la sociedad francesa como un baile de máscaras en el que tras cada máscara reía sarcásticamente la muerte.
Para escapar a la amenaza fundamental de su conciencia de realidad, los parias del siglo XIX descubrieron dos salidas salvadoras que a Kafka ya no le sirvieron. La primera conducía a una sociedad de parias que estaban al mismo nivel y que pensaban lo mismo de su oposición a la sociedad. En este suelo lo único que germinó fue una bohemia ajena a la realidad. La segunda salida salvadora –que eligieron muchos de los judíos aislados y solitarios de la asimilación– conducía a la realidad imponente de la naturaleza, del Sol que a todos ilumina, y algunas veces al territorio del arte en forma de una cultura y de un gusto artísticos muy elevados. Naturaleza y arte son ámbitos que se sustrajeron durante mucho tiempo a las intromisiones sociales o políticas y se consideraron intocables: en ellos el paria pudo considerarse durante mucho tiempo invulnerable.
Las ciudades, bellamente construidas y santificadas por la tradición, ofrecían al fin sus edificios y plazas a todo el mundo, pues pervivían en el presente provenientes de un tiempo pasado y precisamente por eso mantenían un ámbito público del que nadie quedaba excluido. Al fin los palacios construidos por los reyes para la alta sociedad abrían sus puertas a todo el mundo; al fin las catedrales construidas para los cristianos dejaban entrar también a los no creyentes. Como parte de ese “todo el mundo” que la sociedad dominante llamaba “nadie”, el paria, el judío, tenían acceso a todas las pasadas magnificencias de Europa (a cuya belleza demostraban muchas veces tener los ojos más abiertos que sus conciudadanos, escrupulosamente protegidos por la sociedad y el presente).
Kafka en este relato fue el primero en atacar tanto la naturaleza como el arte, calificándolos de refugio de los expulsados de la sociedad. A su conciencia moderna de la realidad ya no le bastaban el cielo y la tierra, cuya superioridad sólo durará mientras “os deje en paz”, y también discutió que el mundo en el que todos nos movemos cotidianamente fuera un legado de los muertos santificado por la belleza. (“Ya hace mucho que tú, cielo, eras real; y tú, plaza, nunca has existido realmente.”) A sus ojos, la belleza del arte y de la naturaleza también era un producto social, ya que la sociedad, desde tiempo inmemorial, ponía dichos refugios como consuelo convencional a disposición de aquellos cuya igualdad no reconocía. Por eso a tales cosas no les hace bien que “se reflexione sobre ellas: [pierden] ánimo y salud”, esto es, significado real y vivo.
Lo que distingue específicamente a Kafka en nuestra serie de parias es una nueva y agresiva forma de reflexión. Sin ninguna clase de arrogancia, sin la superioridad majestuoso-irónica del “Señor del mundo de los sueños” (Heine), sin la astucia inocente del hombrecillo siempre apurado (Chaplin), los héroes de Kafka se enfrentan a la sociedad con una agresión consciente y deliberada. Por otra parte, a los personajes de Kafka les faltan las tradicionales cualidades del paría judío, a saber, la conmovedora inocencia y el carácter cómico del Schlemihl. En El castillo, en la novela que uno casi diría dedicada al problema judío, cada vez queda más claro que el agrimensor K., venido de fuera, es un judío, no porque detente ninguna de las características típicamente judías, sino porque cae en determinadas situaciones y ambigüedades típicas. K. es un extraño que nadie puede clasificar porque no pertenece ni al pueblo ni al gobierno. (“No es usted del castillo, no es usted del lugar, no es usted nada.”) Su llegada tiene algo que ver con el gobierno, naturalmente, pero un derecho legítimo a quedarse no lo tiene. A ojos de las autoridades burocráticas menores su existencia sólo es una casualidad burocrática y su entera existencia ciudadana corre el peligro de transcurrir entre “columnas de actas” que, a su vez, “se levantan y se derrumban” (1). Continuamente se le echa en cara ser superfluo, “sobrante y estar de paso en todas partes”, que al ser un extraño tiene que conformarse con dádivas y que sólo se le tolera por misericordia.
El mismo K. opina que lo más importante para él es llegar a ser “indistinguible” y que “todo depende de que eso ocurra muy deprisa”. Pero enseguida dice que el gobierno no deja de ponerle obstáculos para impedírselo. El gobierno ni siquiera considera que lo que K. quiere (la completa asimilación, podríamos decir) sea un verdadero propósito. En una carta del “castillo” se le dice a K. que tiene que decidir si “quiere ser un trabajador vinculado al castillo (un vínculo que aunque lo distinga sólo será aparente) o bien un aparente lugareño cuya situación laboral decidan en realidad los comunicados de Barnabas [el mensajero del castillo]”.
En ninguna imagen se hubiera podido expresar mejor la problemática entera del judaísmo asimilador que en esta alternativa: o pertenecer al pueblo sólo en apariencia y pertenecer en realidad al gobierno o renunciar totalmente a la protección gubernamental e intentarlo con el pueblo. El judaísmo oficial había tomado partido por el gobierno y sus representantes habían sido siempre “lugareños sólo aparentes”. Kafka nos cuenta en esta novela cómo les fueron las cosas a los judíos que optaron por el segundo camino, el de la buena voluntad, a aquellos que se tomaron realmente en serio lo de la asimilación (cuyo drama real –que no desfiguración– nos describe). Por él habla el judío que no quiere sino sus derechos como ser humano: hogar, trabajo, familia, ciudadanía. Kafka lo describe como si sólo hubiera uno en el mundo, como si fuera el único judío, como si estuviera realmente sólo. Y en eso también atina con toda exactitud en la realidad humana concreta, en la problemática humana concreta, pues si un judío se tomaba en serio lo de “ser indistinguible”, tenía que comportarse como si sólo estuviera él, tenía que aislarse radicalmente de todos sus iguales.
El K. de la novela de Kafka sólo hace lo que al parecer todo el mundo exigía de los judíos. Su aislamiento no hace sino corresponder a la afirmación reiterada de que la asimilación podría lograrse sin más si los judíos estuvieran aislados, si no se reuniesen en camarillas. Kafka pone a sus héroes en situaciones tan hipotéticamente ideales como las descritas para plantear el experimento en estado puro.
Para la pureza del experimento de la asimilación había sido también necesario renunciar a todos los llamados atributos judíos. Pero al renunciar a ellos Kafka nos muestra la imagen de un ser humano cuyo comportamiento resulta nuevo y extensible más allá del horizonte de la problemática puramente judía. K., que quiere ser indistinguible, sólo está interesado por lo más universal, por aquello que es común a todos los seres humanos. Su voluntad se aplica sólo a aquello a lo que todos los seres humanos tienen derecho de manera natural. Si se le quisiera describir, difícilmente podría decirse nada excepto que es un hombre de buena voluntad, pues nunca exige más derecho que el que corresponde a todo ser humano y tiende a no conformarse nunca con menos. Toda su ambición se dirige a tener “un hogar, una posición, un verdadero trabajo”, a casarse y “ser miembro de la comunidad”. Como es un extraño y no dispone de estas obviedades de la vida, no puede permitirse el lujo de la ambición.
Tiene que luchar él solo, al menos eso dice al comienzo de la novela, por lo mínimo, sus derechos humanos, como si encerraran una exigencia excesivamente atrevida. Y puesto que no quiere sino los derechos humanos mínimos, no puede dejar –lo que hubiera sido mucho más oportuno– que se le concedan sus exigencias como “una limosna del castillo”, sino insistir en ellas como “su derecho”.
Tan pronto los habitantes de la población se enteran de que el extraño llegado casualmente goza de la protección del castillo, su despectiva indiferencia inicial se transforma en una hostilidad respetuosa y en el deseo de que se vaya al castillo lo más rápidamente posible: con señores de tanta categoría, mejor no tener nada que ver. Pero cuando K. rechaza esta posibilidad argumentando que quiere ser libre y declara que prefiere ser un sencillo trabajador del lugar a un protegido del castillo (un “habitante sólo aparente del lugar”), el comportamiento de los lugareños se convierte en una mezcla de desprecio y miedo que a partir de ese momento acompañará todos los esfuerzos de K. Así pues, lo que les despierta inquietud no es tanto el hecho de que el extraño lo sea como su propósito tan especial de negarse a aceptar “limosnas”. Los intentos de los lugareños de hacerle ver su “ignorancia”, su desconocimiento de la situación, son incansables. Intentan transmitirle la experiencia del mundo y de la vida –del que es muy evidente que él carece– contándole todos los sucesos acaecidos entre los lugareños y los habitantes del castillo. Y así se da cuenta K., para su creciente espanto, de que lo simplemente humano, los derechos humanos, la normalidad, todo lo que consideraba tan obvio para los demás no existe en absoluto.
En su esfuerzo por ser indistinguible, K. se entera de que la vida de los lugareños es una única cadena de historias horribles que destruyen toda naturalidad humana. Ahí está la historia de la mesonera, que en su juventud había tenido el breve honor de ser la amante de unos de los empleados del castillo y nunca ha podido olvidar esa elevada posición (con lo que su matrimonio, por lo tanto, es una pura patraña). Ahí está la propia novia de K., a la que habiéndole sucedido lo mismo pero estando a pesar de ello realmente enamorada de K., no soporta una vida sencilla a largo plazo, sin “relaciones elevadas”, y con la ayuda de dos empleados de poca monta del castillo rechaza a K. Y, sobre todo, ahí está la magnífica e inquietante historia de la familia Barnabas, sobre cuyos miembros pesa una “maldición” y por eso tienen que vivir como outlaws [proscritos, N. del t.] en su propio pueblo (donde los tratan como leprosos y ellos mismos se sienten como leprosos). La terrible desgracia de la familia es culpa de una hija guapa que osó rechazar las solicitudes obscenas y desvergonzadas de un poderoso empleado del castillo: “Así cayó la maldición sobre nuestra familia”. Los lugareños, dominados hasta en los detalles más íntimos por el gobierno y sus empleados, esclavizados hasta el último de sus pensamientos por aquellos que tienen poder, han comprendido desde hace mucho tiempo cuál es, justa o injustamente, su “destino”, un destino que nada puede cambiar. No es el responsable de una carta obscena el que se pone en evidencia sino su destinataria la que queda deshonrada a pesar de su total inocencia. Esto es, pues, lo que los lugareños denominan su “destino”. A K., “eso le parece injusto y monstruoso, opinión completamente única en el lugar”.
Esta historia fulmina la ignorancia de K. A partir de ese movimiento ve claro que su propósito de hacer realidad lo humano, tener trabajo, ser útil, fundar un hogar, ser miembro de una comunidad, no depende de ser “indistinguibles”. Es evidente que lo que él quiere, la normalidad, se ha convertido en algo excepcional que los seres humanos ni siquiera pueden conseguir de una manera sencilla y natural. Todo lo que de una manera natural y normal está encomendado al ser humano, en el sistema del lugar le es arrebatado a traición y presentado como venido de fuera (o, en el sentido de Kafka, de “arriba”), como destino, regalo o maldición: en cualquier caso como un suceso impenetrable que puede contarse pero no entenderse, ya que en sí mismo nadie ha hecho nada. El propósito de K., lejos de ser banal y obvio es, dada la relación entre pueblo y castillo, verdaderamente extraordinario y escandaloso. Mientras el lugar esté bajo el dominio de los habitantes del castillo, lo que suceda en él será cosa sólo del destino y no habrá sitio en él para un ser humano que, lleno de buena voluntad, quiera decidir su propia vida. A los lugareños, la simple pregunta por lo justo y lo injusto les parece un argumento respondón que no valora debidamente la “magnitud” de los acontecimientos ni la magnitud del poder del castillo. Y cuando K., indignado, dice despreciativamente “¡Así son, pues, los funcionarios!” para expresar su desilusión, el pueblo entero se agita, como si se le despojara de un secreto sublime, el contenido más auténtico de su vida.
K., una vez perdida la inocencia del paria, no abandona la lucha. No es que se ponga a impulsar un nuevo orden revolucionario del mundo, como el héroe de la última novela de Kafka, América, ni a soñar con un “teatro de la naturaleza” en el que cada uno tuviera sitio según sus capacidades y su voluntad. Al parecer, K. es de la opinión de que ya se ganaría mucho con que un ser humano, aunque sólo fuera uno, pudiera vivir como un ser humano. Él se queda en el pueblo e intenta, a pesar de todo, apañárselas en las circunstancias con que se encuentra. Por un breve momento vuelve a brillar ante él la vieja y majestuosa libertad del paria, del Schlemihl, del Señor del mundo de los sueños, pero en comparación con su propósito enseguida le parece que no hay “nada más absurdo, nada más desesperado que esta libertad, esta espera, esta invulnerabilidad”. La libertad del paria es absurda porque no tiene propósito, porque no tiene en cuenta la voluntad del ser humano de fundar algo en este mundo, aunque sólo sea la propia existencia. Por eso se somete al profesor tiránico, acepta el puesto miserable de bedel de la escuela, se esfuerza arduamente por una conversación con Klamm, se hace vulnerable y participa de la gran “necesidad” y las fatigas de los lugareños.
Mirándolo desde fuera, todo estos esfuerzos son en vano, ya que hay algo de lo que K. no puede desistir, a saber, llamar justo a lo justo e injusto a lo injusto, y algo de lo que no quiere desistir, a saber, rehusar obtener como regalo de “arriba” el derecho que le corresponde como ser humano. Por eso todas las historias de los lugareños no pueden enseñarle a sentir ese temor que todo lo falsea y con el que suelen envolverlas dándoles esa profundidad inquietante y poética que tan a menudo caracteriza las historias de los pueblos esclavos. K. no puede ser uno de los suyos porque no es capaz de aprender a temer. Que este temor no tiene un objeto real, por mucho que les haya atrapado a todos en su círculo mágico, queda claro cuando los grandes recelos de los lugareños por lo que respecta a K. nunca se convierten en realidad. A K. no le pasa absolutamente nada, excepto que el castillo se resiste con miles de excusas a darle el permiso de residencia reglamentario que exige. La lucha queda sin decidir y K. muere de muerte totalmente natural, de agotamiento. Lo que él había querido sobrepasa las fuerzas de un hombre solo.
Sin embargo, de algo ha servido K. al pueblo antes de morir o, al menos, a algunos de sus habitantes. “Nosotros [los habitantes del pueblo] […] con nuestras tristes experiencias y temores nos asustamos hasta del crujir de la madera […] Así no puede llegarse a ningún juicio certero […] Qué suerte para nosotros que hayas venido.”
En su epílogo a El castillo, cuenta Max Brod con qué emoción llamó Kafka su atención sobre una anécdota referida a Flaubert, según la cual éste, volviendo a casa después de visitar una familia sencilla, feliz y numerosa, habría dicho: “Ils sont dans le vrai” [“Están en lo cierto”]. Lo cierto, la verdad humana nunca puede estar en la excepción, ni siquiera en la excepción del perseguido, sino sólo en lo que es o debería ser la regla. De esta conclusión surge la inclinación de Kafka al sionismo. Se hizo seguidor del movimiento que quería liquidar la posición excepcional del pueblo judío para convertirlo en un “pueblo como los demás”. Él, seguramente el último de los grandes poetas europeos, no podía desear de verdad ser un nacionalista. Su genialidad, su modernidad, fue específicamente su propósito de ser un ser humano entre seres humanos, un miembro normal de una sociedad humana. No era culpa suya que esta sociedad no fuera humana y considerara al desorientado ser humano de buena voluntad una excepción (un “santo” o un loco). Si los judíos de la Europa Occidental del siglo XIX se hubieran tomado en serio el reto de la asimilación, si hubieran intentado realmente saldar la anomalía del pueblo judío y el problema del individuo judío haciéndose “indistinguibles”, convirtiendo la igualdad con todos los demás en su propósito último, no sólo la desigualdad, sino también la progresiva caída de esta sociedad en un sistema de relaciones inhumano les hubiera resultado algo tan obvio como al agrimensor de la novela de Kafka el horror de la situación del lugar adonde llega.
OBSERVACIÓN FINAL
Mientras los judíos europeos sólo fueron parias sociales, gran parte de ellos pudo salvarse gracias a la “servidumbre interior de la libertad exterior” (Achad Haam), a una existencia de parvenu constantemente amenazada. Pero la parte restante, los que creyeron que éste era un precio demasiado alto a pagar, pudieron gozar con relativa tranquilidad de la libertad e invulnerabilidad de una existencia de paria; un paria que, si bien no pintaba nada en la realidad política efectiva, al menos conservaba –aunque fuera en una pequeña esquina– la conciencia de la libertad y la humanidad. En este sentido, la existencia de paria, a pesar de su inesencialidad política, no era absurda.
No lo fue hasta que en el transcurso del siglo XX el suelo se abrió bajo los pies de los judíos y los cimientos de la política se hundieron en el vacío, convirtiendo al paria social y al parvenu social en outlaws políticos en todas partes. En la lengua de nuestra tradición oculta esto significa que la protección del cielo y la tierra no protege del asesinato y que a uno se le puede ahuyentar de calles y plazas antaño abiertas a todo el mundo.
Sólo ahora resulta claramente comprensible para todos que la “libertad absurda”, la temeraria “invulnerabilidad” del individuo sólo habían sido el comienzo del absurdo sufrimiento de todo un pueblo.
En este mundo del siglo XX nadie puede arreglárselas fuera de la sociedad, ni como Schlemihl ni como Señor del mundo de los sueños. Ya no hay “salidas individuales”: ni para el parvenu que firma por su cuenta la paz con un mundo en el que no se puede ser humano siendo judío, ni para el paria que cree poder renunciar individualmente a este mundo. El realismo del uno no es menos utópico que el idealismo del otro.
El tercer camino, el señalado por Kafka, el camino por el que uno intenta con la mayor modestia y renunciando a la libertad y a la invulnerabilidad alcanzar su pequeño propósito, no es utópico pero como mucho –cosa que el mismo Kafka deja bien clara– conduce a aleccionar al mundo, no a cambiarlo (y además sobrepasa las fuerzas del ser humano). En efecto, este propósito mínimo, hacer realidad los derechos del ser humano, es, precisamente por su sencilla elementalidad, el más grande y difícil que puede hacerse el ser humano. Sólo dentro de un pueblo puede un ser humano vivir como ser humano entre humanos (si no quiere morir de “agotamiento”). Y sólo en comunidad con otros pueblos puede un pueblo ayudar a constituir en esta tierra habitada por todos nosotros un mundo humano creado y controlado por todos nosotros en común.
(Publicado en La tradición oculta, Paidós, Paidós, Barcelona, 2004. Traducción: R. S. Carbó, Vicente Gómez Ibáñez)
NOTA
(1) Cuando se apareció la novela, las descripciones kafkianas de la burocracia austrohúngara se consideraron una exageración «surreal». Sin embargo, puede darse crédito a los conocimientos de Kafka sobre el tema, ya que profesionalmente se ocupaba sobre todo de la lucha de los trabajadores por sus garantías y, extraprofesionalmente, de los permisos de residencia de sus amigos judíos del Este. En cualquier caso, al lector de hoy tales descripciones le resultan, antes que demasiado fantásticas, demasiado naturalistas.
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Hannah Arendt (1906-1975) fue una filósofa, historiadora, politóloga, socióloga, profesora de universidad, escritora y teórica política alemana (posteriormente nacionalizada estadounidense). Una de laspensadors más influyentes del siglo XX.