La nueva guerra en Europa ha perdido la brújula. Y ni hablar de su reloj. De hecho, en medio de tanta barbarie primitiva, estamos allá y aquí adivinando de qué se trata esta vez tanta crueldad y, todavía más, cuándo terminará lo que tan mal ha comenzado. Las apuestas corren. A favor de uno u otro vencedor, a según el prisma ideológico, las preferencias y los intereses de cada jugador escondido detrás de sus cartas. 

A seguidas, una detallada exposición, comenzando por los aires, aterrizando en el conflicto y previendo una solución tan razonable en su concepción, como incierta en su resultado.

  1. Mundo platónico de la ideas

Estoy seguro de que han oído hablar de Jürgen Habermas, discípulo si no heredero de la reconocida Escuela de Frankfurt. Pues bien, el ilustre, digamos filósofo más que sociólogo, acaba de resituar las discusiones por encima de lo normal. Para él, el compromiso moral de algunos gobiernos occidentales que apoyan a Ucrania –con su presidente estrella Volodymyr Zelensky a la cabeza– no es excluyente de una actitud pragmática orientada a buscar una salida que no pase necesariamente por una guerra mundial y su consecuente desenlace nuclear. 

He ahí el problema aristotélico por excelencia. Cuestión esa a la que a todas luces ni el mismo Habermas le encuentra respuesta: ¿cuál es el justo medio entre la agresión y la guerra total? 

Ante lo ignoto conviene volar a ras de suelo, rasando más que concibiendo lo real. Por eso el pensador alemán contrapone una guerra real y una posible. Real, la que actualmente desata la Rusia de Vladimir Vladimírovich Putincon Ucrania; y la posible, una tercera conflagración mundial que por doquier desate todos los demonios con sus renovadas máscaras de horror, destrucción y muerte. En ese horizonte dividido entre lo real y lo posible, lo único seguro es que hay que calcular con sigilo cada paso. Con la cautela del zorro (Maquiavelo) para no caer en trampas, pero igualmente con estruendos de guerra a modo de rugidos de fiero león (también Maquiavelo) capaces de ahuyentar a los adversarios. 

Paralizado al menos por las alternativas maquiavélicas, Habermas nos transmite esta inquietud: Europa, al no ser parte explícita del conflicto bélico que viene de desatar una desafortunada invasión, tiene las manos maniatadas y quien sabe si como Hamlet permanece desvelado debatiéndose en su foro interno entre la derrota del valeroso pueblo ucraniano o el inicio del holocausto mundial. 

Hoy, si consenso hay en el seno europeo y al margen de las cavilaciones del filósofo alemán es que Ucrania no debe perder, aunque eso no signifique que tenga que ganar; y recíprocamente que Rusia no tiene por qué ganar, lo cual no implica que deba perder. Como ya se dijo, lo que todavía no se vislumbra es el justo medio de esas cuatro opciones.  

Cualquiera que discierna la situación acompañada de espíritu occidental diría que moralmente apoya al pueblo ofendido; sin embargo, debido a ese mismo estado de ánimo la vieja prudencia de clásicos como Gracián recomienda colorearlo todo de comedimiento, pues lo peor podría estar a la vuelta de la esquina. Disyuntivas tipo patria o muerte, Fiat iustitia, et pereat mundus, solidaridad o complicidad, no respetan la complejidad del problema, pues son tan extemporáneas como la era de los dinosaurios después del deshielo. Eso sí, ponen sobre el tapete, como acertadamente escribe con notable lucidez en su blog personal Fernando Mires, una de las antinomias de ese mundo moderno del que no acabamos de salir. A este propósito huelga recordar a Inmanuel Kant para denunciar la contrariedad entre moral / política (nada que ver con la hegeliana relación dialéctica entre política ética / razón histórica).

Para el meticuloso profesor de Köningsberg y teórico de la razón (mejor, razones: pura, práctica, estética) el quehacer político, no debe salirse de la mirilla moral. No habla de reducirla a la moral, pero tampoco de desprenderse de ella. Solo la conjunción de ambas dimensiones del saber humano garantizaría que la (por ahora hipotética) paz eterna kantiana dejara de ser letra muerta que siempre ha sido a lomo del segundo jinete del Apocalipsis, tal y como lo divisan AdelaCortina y Slavoj Žižek.

Para la reconocida filósofa, construir dicha paz es una aspiración perennemente insatisfecha de la humanidad a través de todos los tiempos y a lo largo de todas las geografías terrestres. No obstante, no por eso desfallecen los humanos mortales. Buscarla y edificarla constituyen un deber moral, político, jurídico y religioso porque la guerra es uno de los mortíferos jinetes apocalípticos que, montado sobre el socorrido caballo de Atila, cercena todo a su paso. Ante tan funesto jinete reencarnado ahora en un Putin renuente a economizar sufrimientos y muertes a sus contrincantes, imposible no apelar cuanto antes a un diálogo diplomático, ese mismo que se crece negociando y más si pone fin a una invasión calificada por uno de los bandos como injustificable, despiadada e inmisericorde.

En tan espinoso contexto, mantener la solidaridad de los miembros de la Unión Europea a la hora de llamar a cada país a apretarse el cinturón y respaldar iniciativas como las de romper la dependencia energética de Rusia, pertrechar de armas a los ucranios para que puedan defenderse, acoger e integrar a los refugiados, fortalecer o ingresar voluntariamente a la OTAN, son pasos ineludibles y conducentes al restablecimiento de la paz. E igualmente conducentes a ese fuero, escribe la autora española, juzgar a Putin y a los responsables de crímenes contra la humanidad en las violadas y arrasadas y ensangretadas tierras ucranianas.

De su lado, Žižek traza su propia línea de Pizarro a partir de lo obvio. Todos, es decir sin excepción, queremos evitar el estallido de una nueva guerra mundial. Punto. Pero, y siempre hay uno de estos reparos en cualquier argumentación, hay circunstancias en las que ser muy cauto alienta al agresor –y más cuando este es un vulgar y engreído admirador del pasado ruso. Por eso, para evitar una guerra aún más cruel y de mayor envergadura que la actual, hay que trazar límites claros y establecer medidas efectivas de disuasión. (¿Lo recuerdan?: si quieres la paz prepárate para la guerra).

En ese contexto, mientras países europeos continúan pagando por necesidad miles de millones de euros (o de rublos) por el gas ruso, Europa –cualquiera que esta sea– está encogida en las manos del Kremlin: detenida en sí misma y con sus mejores ideales congelados en el polo norte mientras financia una guerra que ni quiere ni justifica. Sumergida en el dilema se balancea –¿indecisa?– entre su independencia y la dependencia a la hora de defender sus ideales o satisfacer sus necesidades más apremiantes. Tarde o temprano, apuntala el filósofo esloveno, Europa debe darse cuenta de que su respuesta a la crisis de Ucrania es un indicador de su incapacidad para abordar ese y otros desafíos de mayor envergadura que entran en escena con un actor geográficamente tan lejano como China. 

La conclusión del renombrado autor en medio de lo evidente es sorpresiva. Los jinetes apocalípticos son cinco, no cuatro –como se leía en otro libreto. El quinto somos nosotros, los únicos capaces de contravenir eficazmente, tanto al anticristo, como la mortalidad que surge de tanta peste, hambre y guerra a lo largo y ancho de la historia mundial. Solo nosotros, quinto jinete del Apocalipsis, podremos impedir que los otros avancen más rápido hacia el fin. 

De ahí la urgencia de reconocer y rescatar la integridad del quinto sujeto que debe galopar –como un día lo hizo en La Mancha el Quijote castizo en contra de caballeros andantes– obviando siempre la tentación de glorificar la guerra. De lograrlo, y si asumimos algo que no deja de ser problemático debido a que, por extraños vericuetos de la historia colonial por su esquina europea también somos todos relativamente “nosotros”, fragua así una experiencia universal para sustraernos de nuestra modorra y del complaciente hedonismo consumista. 

Es ese quinto jinete –nuestro o no– el que permite pasar de aquella república de apariencias complacientes e ideas platónicas, al terreno pragmático del relato histórico de todo un mundo de intereses más mezquinos que virtuosos.

 

  1. El trasfondo de Occidente

La cueva platónica que ha terminado siendo configurada –de acuerdo con el filósofo coreano alemán Byung-Chul Han– por las redes sociales, nos permite saber a cada uno lo que otros quieren que repitamos como si nosotros fuéramos los sabedores y hacedores de cualquier intríngulis. Y aún más, dado que gracias a Timothy Snider entre otros sabemos que y por qué Rusia en manos de Putin es fascista.

En verdad, el reputado historiador comienza señalando que nos equivocamos. Como idea, el fascismo nunca fue derrotado. Erramos el tiro al limitar el repudio al fascismo a una cierta imagen parcial de Hitler y el Holocausto. El origen del fascismo es italiano, amén de popular en Rumanía donde los fascistas eran cristianos ortodoxos que fantaseaban con la violencia purificadora. En cuanto tal tuvo sus adeptos en toda Europa. Sustentada en todas sus variedades por la misma columna vertebral y sistema nervioso: el triunfo de la voluntad sobre la razón. El fascismo no es sostener una posición en un debate popular o en uno académico, sino un culto a la voluntad de la que emana un rosario de ficciones, no de razones, hasta la batalla final. Ejemplos actuales, subraya el afamado docente de Yale, análogos en la Rusia de Putin, al igual que en la blanqueada América norteña de Donald Trump.

De acuerdo a la misma exposición, la Rusia contemporánea cumple la mayoría de los criterios que tienden a aplicar los académicos: a) pleitesía a un líder único, para el caso Putin; b) culto a los muertos, organizado en torno a la Segunda Guerra Mundial; c) fomento de un mito sobre una época dorada de grandeza imperial; d) restablecimiento del pasado mediante una guerra de violencia sanadora: la guerra contra Ucrania, Estado supuestamente artificial. 

Si se acude a las redes sociales para clarificar esos criterios, más de uno vacilará de calificar a Rusia de fascista. ¿Acaso la otrora Unión Soviética de Stalin no se autodefinió y combatió como antifascista? A este propósito, atención con el nominalismo que invade todas las discusiones. 

Stalin no siempre fue antifascista. El Pacto Ribbentrop-Molotov del 23 de agosto de 1939 lo deja al desnudo. Gracias a esta artimañana más real y oportunista que otra cosa, Rusia, en maridaje con la Alemania nazista invadió a Polonia desde el este y contribuyó a abrir definitivamente las puertas al segundo gran conflicto armado del siglo pasado. Solo cuando se vió expuesto y, tras un sencillo cambio de casaca con la ayuda estadounidense, británica y de otros aliados, la Unión Soviética –con sus tropas sirviendo de carne de cañón en el terreno– cooperó hasta derrotar la Alianza del Eje en 1945. 

En resumidas cuentas, el antifascismo soviético aposentado esta vez en Moscú se reducía a una política de “nosotros y ellos”, siendo estos últimos el enemigo. Tal ambigüedad ofreció al fascismo una puerta trasera por la que volver a Rusia de la mano del autocrático autoritarismo zarista, reencarnado años más tarde en Putin. Los ucranianos son “nazis” porque no aceptan ser rusos. Los otros se resisten, pero están ahí para ser colonizados. Rusia es inocente y libra siempre sus lidias exculpada de todo mal –gracias a su esplenderoso pasado lejano. Hoy, la existencia de Ucrania es una conspiración internacional. La guerra de sumisión es la respuesta inevitable.

Llegados a esa comprensión, la destrucción de Ucrania en el presente representa la erradicación de una democracia a la fuerza y por el ímpetu autocrático de una Rusia cada día más autoritaria. Así razona Sabine Fischer, cuando analiza por qué la guerra contra Ucrania ha convertido la Rusia autoritaria en una dictadura. Y no solo eso, bajo la lupa de Graham Allison, también ha devenido una hacedora de mitos. 

El último de esos tantos mitos, de acuerdo con el profesor de Harvard, es que la OTAN es la causa de la invasión rusa a Ucrania, pues los integrantes de dicha alianza militar mantienen el propósito de asediar la madre patria rusa. Más que singulares fake news en manos de un mitómano todo pasa a ser dominio de la mitomanía. Pero desinflables. El nuevo mito confunde el orden de los factores. Basta leer a Nathalie Tocci para develar que la ampliación de la OTAN nunca fue la causa –sino el efecto– de la decisión de Putin de invadir militarmente Ucrania (luego de la segunda guerra en Chechenia, Osetia del Sur y Abjasia en Georgia, el conflicto sirio y en Crimea). De ahí que países otrora neutrales –Suecia, Finlandia– rehúyan ahora la neutralidad y sigan el paso de antiguas repúblicas cuando, emancipadas del manto soviéitico, pasaron a sentirse inseguras o amenazadas. No de la OTAN sino de lo que denominan el oso ruso.

Para desenmascar el mítico engaño de que la alianza militar occidental es la causa de los males rusos se hace valer que ningún Estado de democracia liberal y régimen republicano o de monarquía constitucional en los anales de la historia universal ha invadido a otro semejante. Una cosa es la ficción del elaborado presupuesto de asedio a la siempre victimizada Rusia por efecto de la geopolítica de países del Atlántico del Norte en su contra, y otra muy distinta el ejercicio de poder real que ejerce Putin sobre sus vecinos limítrofes, como evidencian los ríos de sangre que surcan el suelo ucraniano.

De ahí que, por tanto, con Putin, la humanidad retorna al mundo natural de Thomas Hobbes. En medio de tanta naturalidad vuelve a quedar al desnudo, dada la vulnerabilidad de cualquier contrato social internacional a un acto de fuerza, que el Homo hominis lupus. Si triunfa e impone su voluntad fascista, quedaremos en medio del reino de la ley del grotesco más fuerte. Es eso lo que explica e incluso aparentemente justifica que una vez más Washington haga las veces de redentor, reúna a los suyos en la mesa de la OTAN y la encabece en una alianza atlántica rejuvenecida ante un adversario profeso y común.

Cuatro meses atrás el escenario ideal era que no se materializara la invasión de Ucrania. Pasó a ser poco después que el pleito se barajara cuanto antes en la mesa de las negociaciones bajo una nube propiciada por el humo de la pipa de la paz. Preferiblemente sin ganadores ni perdedores. Tabla. Pero y ¿en este preciso instante?

Respondo de una forma franca y sin tapujos, pues del dicho al hecho hay un gran trecho. Dudo que los estrategas occidentales sepultados en aquella mesa de humo estén dispuestos a conseguir lo que no dejarán de vociferar a la opinión pública; es decir, clamarán que Ucrania (que solo ha sido respaldada material y financieramente), tiene que ganar el conflicto bélico y salvaguardar la integridad absoluta de su territorio. No es previsible que sus líderes los secunden porque no veo qué ganan en esa eventualidad los Estados Unidos de Joe Biden y tantos otros.  

A dicho actor principal le conviene que Ucrania no pierda, pero ¿que gane ya de una vez y por todas? Imposible. Lo que le conviene es que Rusia permanezca momentáneamente atareada y aislada gracias al estancamiento del conflicto. Que deje de mirar con ojos de codicia y vanagloria más allá de su frontera política. Que se desgaste en una guerra aparentemente interminable y no provocada ni inducida por los nuevos aliados occidentales. 

Hay que reiterarlo, el interés actual está en el estancamiento del conflicto. En uno en el que Putin agote todos sus recursos. Y como contraparte, en lo que dura ese prolongado ínterin, el complejo industrial, tecnológico y militar, así como los traficantes de armas del mundo entero, harán su agosto, como se dice, reposicionándose en el mercado y conquistando la cima de la tecnología de la guerra.

Una de las más célebres cláusulas de Sun Tzu reza que asegurarnos contra la derrota está en nuestras propias manos, pero la oportunidad de derrotar al enemigo la proporciona el enemigo mismo. Precisamente, esa oportunidad la proporcionó la misma Rusia y su líder máximo. Por ende, mientras más dure el conflicto más se asienta la fuente de poder estadounidense, no solo en Ucrania, sino en gran parte de Europa y –lo nunca antes visto en todo el siglo XX– mucho más allá en la cuenca del Pacífico. 

Si la guerra terminara al finalizar el día de hoy en el que escribo, gracias a la idea de paz que promueve a hombres de buena voluntad, el petróleo y el gas ruso volverían a los mercados occidentales antes del próximo invierno; Putin –dejando aquí a un lado cualquier consideración relativa a su estado de salud– seguiría al frente del Estado y éste en poco tiempo repondría su maquinaria productiva. Ucrania –luego de aplausos y vítores de admiración por su encomiable y ejemplar vocación de libertad– dejaría de ser foco de interés y la atención pública pasaría a ser nueva vez en cada terruño nacional a duras penas doméstica en medio del ancho y ajeno mundo occidental. 

Así las cosas, la real politik se hará cargo del corazón de la geopolítica. Sepultado el sacrificio ucraniano, el gobierno estadounidense y sus electores mirarán en otra dirección y continuarán su propio “destino manifiesto”. Como han hecho a lo largo de su historia reciente en Viet Nam, Afganistán, Iraq y contando. Y digo contando porque, si bien el presidente Biden dijo bien clarito al salir de Afganistán que Estados Unidos no puede defender en casa ajena principios y valores por los que los lugareños no están dispuestos a ofrendar sus vidas, recién aprobó el envío de tropas de combate a Somalia. 

En tan diverso e incoherente contexto en el que se encuentra el restablecimiento de un orden de paz, conviene ahondar en un beneficio adicional que se procura por medio del susodicho estancamiento de las negociaciones de paz. 

  1. China y Estados Unidos, cada uno bajo la mirilla del otro 

En medio de tanta información y desinformación algo sabemos. La guerra desatada por decisión rusa terminará. ¿Cuándo?, probablemente mientras más tarde mejor. ¿Dónde? En la mesa de las negociaciones. ¿Cómo llegar a sentarse ahí?

Rumbo a esa mesa, no faltarán quienes con razón kantiana alcen su voz a favor de que la ayuda militar a Ucrania sirva de escudo, de fuerza de contención más o menos definitiva a los excesos fascistas de Putin y de sus subalternos. Y eso así, al margen de su (¿supuesto?) chantaje nuclear. Por supuesto, quienes idolatran el principio maquiavélico de que todo le está permitido al príncipe para sostenerse en el poder, reirán sotto voce: saben que Putin no se aposentará en una mesa de diálogo a menos que lo lleven a la fuerza. 

En cualquier instancia, la de esa fuerza o la de aquella razón, en ascuas queda cómo se llegará a un acuerdo de paz y, también, si conviene más que Rusia llegue engrandencida por su victoria militar, aturdida por su derrota o simplemente escondida tras un velo claroscuro de logros solamente parciales y relativos.

Por el momento solo hay consenso en esto: estamos ante un conflicto debido al cual ni Rusia ni Ucrania, y menos aún Europa, Estados Unidos o el resto del mundo, volverán a ser lo que eran antes de un simbólico Día D, que ahora reaparece en el almanaque marcando la hoja del 24 de febrero 2022. Pero algo más, en juego está el desenlace del conflicto en cuestión. 

Una gran avalancha de opiniones se inclina a decir que es difícil que este grave conflicto en Ucrania finalice con un claro vencedor o perdedor, pues las circunstancias requieren un estado claroscuro para cada gladiador antes de finalizar el combate. A lo más el papel firmado debe consignar que Ucrania no ha sido derrotada ni Rusia vencida. Ahora bien, independientemente de opiniones particulares, más que lo preferido, lo imprescindible es que en la lejana China bien se entienda lo que allende el Pacífico se decide. Al fin y al cabo, aquí ocurre aquello de que te lo digo a ti para que lo oiga él. 

A la pregunta de ¿cómo será posible ponerle fin al absurdo, aunque conveniente conflicto en Ucrania?, predomianan dos líneas de razonamiento adecuadamente expuestas por Anne Applebaumy Joschka Fischer.  Ellas son, respectivamente, la victoria contundente de Ucrania y otra más equilibrada.

Para la estadounidense de origen polaco y Premio Pulitzer Applebaum, los ucranianos y los poderes democráticos que apoyan a Ucrania deben trabajar hacia una sola meta: la victoria ucraniana sin más. Ese objetivo no debe ser una tregua, ni un caos, ni la decisión de mantener algún tipo de resistencia ucraniana durante la próxima década, ni la promesa de desangrar a Rusia, ni ninguna otra cosa que prolongue la lucha y la inestabilidad.

Dicha victoria significa que no habrá un régimen títere rusófilo en Kiev como en Bilorrusia, no habrá necesidad de una resistencia ucraniana prolongada, no habrá lucha continua. Nada de eso,  el ejército ruso se retira a través de las fronteras y sanseacabó la guerra. Pudiera ser que esas fronteras cambien algo, o tal vez Ucrania jure neutralidad, pero eso es para que los ucranianos decidan y no para que lo dicten los forasteros. Pase lo que pase, Ucrania debe tener fuertes razones para creer que las tropas rusas no regresarán rápidamente. Despues de todo ese pueblo y su presidente son símbolos mundiales e indiscutibles de dignidad, libertad y democracia, tres de los grandes valores en el mismo corazón del centro neurálgico de Occidente.

De su lado el ex ministro de relaciones exteriores de Alemania, Fischer, pondera la situación y discierne tres escenarios, cada uno de los cuales está a tiro de piedra. El primero, la OTAN se involucra a tal punto en la guerra ruso-ucraniano y entra al campo de batalla inclinando definitivamente la balanza a favor del agredido, aunque con esto el conflicto desborda los límites actuales en términos nucleares. Al segundo escenario se llega si Putin, aun diciendo y haciendo arbitrariamente de todo, no logra someter a Ucrania, pero sin que eso implique que fracasa en la mesa de las negociaciones. Y el tercero, daría lugar a una especie de tregua de naturaleza coreana sustentada por algún tipo de compromiso negociado. En este escenario la situación se aleja de la óptica platónica y aterriza de golpe en una cicatriz fronteriza.

Ahora bien, ninguno de los escenarios de Fischer, y menos aún la finalidad esbozada por Applebaum como victoria incondicional, garantizan dos objetivos indispensables para la buena comprensión de la situación actual: a) que rumbo al restablecimiento de la paz no intervengan manu militari la nación estadounidense u otras europeas; y, así, b) que el manejo de la explosiva situación sea correctamente interpretado como advertencia de contención y detente por terceros adversarios, particularmente por aquel régimen político que desde Pekín tiene un ojo puesto en Taipéi. 

Dado el valor de ambos objetivos como forma de evitar que el actual conflicto se expanda por el mundo como lo hace el fuego expuesto a la gasolina, a mi entender, conviene tematizar y evaluar la lógica bélica de la actual administración gubernamental estadounidense en la medida en que es la que mejor procura ambas metas, con un solo disparo y de manera simultánea. Esta es la armazón de dicha lógica simbólica y poco aristotélica, la que finalmente despeja el camino al último escenario de guerra: 

– Libreto: sinfín de viejas y nuevas sanciones impuestas al gobierno ruso y sus personeros.

– Actores tras bandolinas: sinnúmero de diplomáticos, ejecutivos y funcionarios de los más distintos gobiernos, empresas y agencias de regulación.

– Duración: no preestablecida. 

–  Género: dramático.

– Trama: mediante el prolongado conflicto bélico declarado por Rusia, se gana tiempo para desgastar a Moscú militar, comercial y financieramente como estrategia de obligar a Putin a regresar al redil y que ningún artero gobernante o partido político despótico repitan el mal ejemplo en el futuro inmediato, comprometiendo lares o ínsulas como aconteció con los ucranianos.

– Fin: feliz, pero incierto. 

Es por eso por lo que la actual Administración estadounidense vela por imprimir al curso de los eventos en Europa lo que bien podría pasar a ser conocido en los futuros libros de historia como la Doctrina Biden. Según su normativa existen solo dos opciones en el presente: entrar al campo de batalla, declarándole la guerra al adversario ruso; o neutralizar al invasor sin recurrir al combate. De las dos opciones en el actual contexto de divisiones políticas en Washington solo una es válida: la segunda alternativa. Esta parece ser, en verdad, la versión anglosajona del justo medio aristotélico –infructuosamente añorado como ya se vio por Habermas– una vez ha sido traducida al inglés con acento norteamericano y no germánico (de Otto von Bismarck, de Henry Kissinger o de Olaf Scholz). 

Así, pues –precisamente en el momento en que el presidente ucraniano Zelensky ve su patria pisoteada por invasores venidos de Rusia–, declara ante un grupo selecto de los líderes más poderosos reunidos en Davos: “Este es el momento en que se decide si la fuerza bruta dominará el mundo”. 

Ante esa embrutecida realidad, el desconcertante Biden hace su entrada doctrinaria en el escenario mundial al compás de la consigna de que hay que detener la invasión rusa, así como la espiral inflacionaria de Putin en los mercados. Urgencia obliga. Su propósito, restablecer un zaherido status quo de manera más segura y estable. El remedio, inducción de una paz negociada por una batería de todo tipo de sanciones draconianas en contra de Rusia. Y la condición sine qua non de éxito: un altisonante mensaje transmitido desde fuera de las trincheras (léase bien: sin que la tropa estadounidense quede expuesta a tiroteos y/o que sus centros de poder se expongan a la tentación de ocupar nueva vez –por lucrativo o estéril que resulte ser– algún palmo de suelo foráneo bajo el pretexto de bautizar a los lugareños con el agua bendita de la democracia). 

Ese último escenario –ensayado ya en versiones más elementales y con dudoso éxito en tantos otros paralelos y latitudes– se perfecciona ahora exigiendo mayor decisión y disciplina a los aliados. Independientemente de riesgos y de letra chiquita aún por escribir en el nuevo “mensaje a García”, Biden porfía confiado de poder demostrar que él y sus aliados detendrán la guerra y restablecerán un estado de paz que, si bien no eterno, al menos será temporal. Tanto en el viejo continente como en Oriente.

Ese último escenario conducente a la mesa de la paz despierta dudas por doquier. Sin embargo, en Washington apuestan estos días a una vieja consigna más política que militar. Estadounidenses y europeos junto a sus aliados en otros continentes, como Fuenteovejuna, (casi) todos a una, exclaman: “¡Sí!, nosotros podemos”. Tienen a su favor, junto al heroísmo ucraniano, los hechos; o eso creen.

Los jugadores en la mesa de póker geopolítico ya saben lo que oculta la impavidez del rostro chino. Tras el gran salto adelante, los herederos de la revolución china son los que mejor han entendido por qué Adam Smithescribió acerca de “la riqueza de las naciones”, no la de los ciudadanos individuales. Si tanto han conseguido en tan pocas décadas, es de suponer que interesadamente sabrán asimilar el sorpresivo juego de cartas del Señor presidente. La lección es sencilla: si un día el poder disuasivo y de contención estadounidense y noroccidental contuvo el arrebato de Putin, nada impide que otro día repitan otra dosis de ejercicio de disuasión en contra de un gigante recién despierto en la frecuentada región del sol naciente.

Si –y esto es una doble condicionalidad–: si Joe Biden al frente de su Administración consigue detener la Rusia de Putin en Ucrania, sin que esta gane ni pierda en el campo de batalla de manos estadounidenses; y si por ende consigue contener la China de Xi Jinping a unos kilómetros del litoral marino de Taiwán, seguramente será recordado con aprecio y alta estima como verdadero adalid de la paz mundial, –y eso así, no obstante toda una serie de otros achaques de flojera que padece y que se le atribuyen.  

Ahora bien, no todo es color de palomas blancas en un cementerio. Si Biden fracasa –lo que de hecho aún está por verse– y si su lección doctrinal termina siendo el hazmerreír del vecindario, muy pronto habrá un nuevo frente de batalla con al menos tres contrincantes formidables: Estados Unidos y Taiwán vs. China. En este caso, la guerra de Ucrania-Rusia pasará a la historia como una fatídica repetición de la Guerra Civil española. En 1936 los que aún no actuaban como contrincantes mundiales alistaron –con actores y muertos ibéricos interpuestos– sus respectivos arsenales de guerra, dado que no hubo chambelanes que quisieran prepararse para lo peor, tal y como aún acontece en estos precisos momentos en el frente europeo y en el del Pacífico.

En conclusión, la mejor opción de paz yace sobre la mesa de póker de un mundo en el que abundan la carne de cañón, los cañones y los aspirantes a la victoria. Hasta prueba en contrario, de la coherencia y aplicabilidad material –por cierto, nada garantizada– de la Doctrina Biden pende la inestable paz de ese mundo en el que escasea el pan, faltan los árboles, burlan la justicia y la equidad, y se tambalean las sanciones contra la guerra de Putin. 

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Fernando Ferrán es antropólogo social y filósofo, investigador y profesor del Centro de Estudios Económicos y Sociales Padre José Luis Alemán de la Pontifica Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM).