Hay que escribir de modo que la gente le crea a uno.
Hemingway.
En una fiesta celebrada de mediados de año en un centro de la alta sociedad de una ciudad del interior del país, se celebraba la magnificencia de la Era, en la que iba a estar Trujillo. Un conocido trujillista de la región, que conociendo la “debilidad” del Jefe por las féminas, que no había sido invitado formalmente ya que se decía estaba en desgracia y, antes de darse a conocer unos de los primeros artículos de exportación a nivel industrial del país de índole afrodisiaco llamado “Pega Palo”. El más famoso afrodisíaco de a mediados de los cincuenta. La fama le vino a “Pega Palo” por un artículo publicado en el periódico El Caribe y reseña de otro publicado en una revista de los Estados Unidos. El Artículo fue publicado por un gringo, director de una revista de por allá y de “paseo” por país, supo de las propiedades “mágicas” en torno a esa raíz, que coexistía con otra llamada, para esa misma época, “Té del Morro”. Interesándose como negocio. La planta crecía en la falda de esa formación rocosa y junto a ella, menos conocido, el “Paraguevito”, el secreto mejor guardado de un vendedor de brebajes de esa ciudad, y que vendía en Ciudad Trujillo, que él abastecía. Al saber de la existencia de la planta y su mujer decirle que su madre le había enviado un galón, el admirador del Jefe, vio la oportunidad de su vida por la situación en que se encontraba ante los “afectos” del Jefe.
Adoro, como se les conocía, siendo admirador incondicional del Jefe y al que hasta sus amigos les temían, en un momento de soledad de Trujillo, en la fiesta, como todo gran personaje, aun rodeado de todas las gentes del mundo, Trujillo se encontró solo, que fue aprovechado por Adoro para acercársele y susurrarle, que había conseguido un jarabe de una planta que era un “Tiro” con las mujeres, al Jefe, que ya tenía su mente en una florecita disponible, se le encendieron los cachetes (siempre los tenía colorados, se dice que se los maquillaba). Se alejó un poco para verle la cara a Adoro y le dijo con la mirada en la mirada:
–A ver, coño, ¿qué es lo que me está diciendo?
No era la primera vez que Adoro le había comunicado de algún brebaje, que Trujillo ingería, pero no sin antes dárselo a probar al más cercano contertulio. Trujillo masculló.
–Cóño, nada más que me duela la barriga, por una de esas cosas que me envías y…
Indudablemente que sonaron a amenazas las palabras, lo que hizo que Adoro acudiera rápidamente a su pañuelo blanco, con sus iniciales, colgado elegante, impecable de su bolsillo de su flus, para la ocasión, y se estrujara la cara con él.
–¡Cómo va hacer Jefe! Ni en el pensamiento.
Calló cuando un allegado se acercaba con su mujer y sus dos elegantes hijas a saludarlo, no sin antes Trujillo, con la mirada, lo autorizara. La mujer de este servidor incondicional había tenido una aventura antes de casarse con el padre de la Patria Nueva antes de casarse con su flamante marido. Saludaron brevemente y se alejaron. Trujillo estaba esperando que Adoro terminara de hablar. Estaba interesado.
–Si usted quiere, Jefe, lo veo mañana y le termino de decir lo que sé de esa planta maravillosa.
–¡Háblame como si fuera un telegrama! Esos asuntos carecen de espera. Desembucha.
Adoro empezó a lucubrar respecto a las propiedades de la planta. Habló un par de minutos, y al darse cuenta de que no solo había acaparado la atención del Jefe, cerró su argumentación de manera irrefutable, autocensurándose por dudar no haber venido a la fiesta con todo y que fue invitado con el rigor de antes.
–Con el perdón suyo, Jefe, óigale el nombre que tiene: “Paraguevito.” El nombre lo dice todo. En el carro tengo una porción preparada especialmente para usted.
–En verdad, que eres un maricón del tamaño del palacio.
Las piezas tocadas por la orquesta entraban y salían por las puertas, diseminándose afuera. En el salón, donde se bailaba, las parejas parecían momias, sin la alegría usual que el momento ameritaba. De pronto, A Trujillo, se le notó más animado. Adoro lo captó. Cuando se encaminaba donde su mujer, una hora antes, la primera vez que había saludado, Trujillo le había preguntado por su hija y por qué no la había traído, Adoro le dijo que tenía cosas de mujeres. Elvira, su mujer, lo esperaba ansioso. Le sudaban las manos cuando le sujetó la de su marido, y apartándose un poco de otras mujeres y esposas de funcionarios, comerciantes, militares y los notables del pueblo, con quien hablaba, le preguntó:
–¿Qué lo que tanto usted hablaba con el Jefe? Los que los observaban querían como esfumarse en el aire.
–Usted sabe, Elvira, que yo velo por la salud del Jefe. Le estaba comunicando un descubrimiento de extrema importancia en lo que se refiere a su salud.
–Pero no tiene nada que ver con la Niña, ¿verdad? –se refería a la hija de ambos.
–¡Por supuesto que no, mujer! ¿Qué es lo que usted ha llegado a pensar?… Aunque yo no hablo con usted de todo, con mi familia yo no como cuento.
–Entonces, ¿usted no me va a terminar de decir lo que estaba hablando con el Jefe?
–A usted, Elvira, se le olvida dónde es que nos encontramos. ¿Se lo recuerdo? –y fue a buscar a su compadre que lo esperaba cerca del bar, que le acababa de hacer una seña de que viniera, sonriendo.
A Manolo, su compadre, iba a tener que decirle lo que había hablado con el Jefe, pero estaba impaciente esperando que se le acercara el hombre que le iba a llevar el brebaje al Jefe.
Tenía un galón de “Paraguevito” en el baúl del carro. En el camino junto a su mujer, pensó que era demasiado y que debió llevárselo a la Capital, o dividírselo en tres porciones, cosa de la que se arrepentiría no haber hecho.
El diálogo entre Trujillo y él se hubiese dado más sustancioso. Ahora no quitaba los ojos de encima, pues sus atenciones al Jefe lo llevaron al extremo de no disfrutar la fiesta junto a Elvira, que tanto gustaba del baile.
Pasaron las horas. Se había acercado a las nueve de la noche adonde Trujillo y eran la una de la madrugada. La fiesta estaba en todo su esplendor. En cualquier momento el Jefe se iría. Hasta extraño le pareció que durara tan tarde. Como se desenvolvía con mucho misterio, como llegaba se iba. Rara vez nadie lo veía cuando se escabullía. Fue al baño. No era la primera fiesta en la que participaba que no viera terminar. Momento antes, en que Elvira se le acercó a que bailaran un merengue muy de moda en ese momento, jocoso y pimentoso, creyó ver una señal de que se iba y que mandaba a buscar con el Coronel el jarabe. Se le abrió el pecho de alegría. Se volteó de espalda para que el Coronel lo llamara y darse importancia. Junto con el merengue terminó su aspaviento de grandeza. Para sorpresa suya el militar siguió de largo, y quien menos esperaba lo llamó, y con cierta molestia le iba a decir a Elvira que lo dejara tranquilo, que para qué lo llamaba tanto, fue ella la que le dijo:
–El Coronel aquel, acaba de acercárseme y me preguntaba por ti y por una cosa que tú tienes que darle. Que me lo dé a mí para yo llevárselo. Acaso, ¿no es ese jarabe que trajiste no se sabe de dónde y obra milagros sobre…? Aunque te voy a dar mi opinión sobre eso. Creo que no sirve para nada. No veo los resultados en…
–Ya cállate, mujer. Eso es para las mujeres de afuera. Camina, vamos al carro. Llámalo afuera para dárselo. No pensará él que voy a entrar con eso en la mano –y sin pensarlo dos veces Elvira entró otra vez al salón para cumplir el recado.
Salió a donde estaba el carro, abrió el baúl y sin mirar sacó un galón. Lo colocó al lado de sus pies y esperó. Ahí mismo llegaba Elvira con el Coronel. Sin mediar palabras se lo pasó al Coronel y este sonriendo y sin darle las gracias, se alejó de ellos.
Al partir Trujillo, la fiesta decayó. Adoro no pudo ni despedirse. Momentáneamente se puso del mal humor. En el trayecto a la casa se descompuso el carro. Si hubiese ido a la capital a llevarle el jarabe algo se le pega. Luego de algunas maniobras y maldecir al cacharro, volvió a intentar encenderlo y milagros.
No bien llegaron a la casa, Elvira se preparó para acostarse. Se había pasado de un par de copas, cosa inusual en ella. Quien se pasaba de copas era él. Ahorita quería que la atendiera y él no estaba de humor para eso ni que se bebiera un trago de “Paraguevito”. Se tiró en el sofá, después de bañarse y esperó en calzoncillo en la sala. Pensó en su hija: “Bartolina, debe de estar en el quinto sueño”, al igual que Elvira, quizás se había quedado dormida. Ya iba de camino a al cuarto de dormir. Abrió la puerta del dormitorio y así fue. Elvira roncaba boca arriba, con la bata de dormir abierta en un hombro.
Pasó un mes, cuando una mañana al encender el carro fue a buscar el galón de agua que tenía siempre en el baúl, al tomarlo, pensando, que el carro del diablo ese lo tenía harto, cuál fue su asombro al descubrir que no fue el jarabe que le había dado a Trujillo sino el galón de agua. Entonces, porqué diablo Trujillo le había enviado un mensaje que esperaba ansioso otro galón de la “Tisana esa”, cuyo nombre vergonzoso omitía, también que en vez del “Pega Palo”, que era más un mabí que lo que se decía. “Paraguevito” era el que se debió estar produciendo para exportación. Pero que era mejor así. Si el dominicano nada más piensa en eso, que será si descubre algo qué si resuelve. El país se iría a la ruina. Ahora si estaba en un aprieto. Si le llevaba el verdadero “Paraguevito” y no hacía nada, fácilmente terminaba en problemas. Entonces recordó que Elvira fue la que le había puesto el otro galón, que cuando le dijo que le trajera agua, ella le dijo, que cogiera un galón que estaba cerca de él, que le había enviado su mamá de la Sierra, que se lo había dado una amiga, que la trajo no se sabe de dónde. Dizque era un agua buena para curarlo todo. Para su desgracia la vieja había muerto la segunda semana después de la fiesta en honor al Jefe.
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Amable Mejía es poeta y narrador. Doctor en derecho de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Autor de El amor y la baratija, El otro cielo y Primavera sin premura, novela.