Brevedad de lo Eterno es un tránsito por pequeños instantes de mi pequeña vida. No es una autobiografía sino más bien una colección de viñetas memoriales, de retablos que han quedado grabados en mis evocaciones. Son motitas de polvo en el cristal de una ventana, que he recogido con la punta de un pañuelo.

No se presentan como una secuencia autobiográfica, aunque he intentado algún orden en estos recuerdos de cosas tan mínimas como un algodón de azúcar, Gazcue, el mar que no cesa, una página subrayada, el espanto de una voz que dejas de reconocer para empezar a temer, un fusil en abril, un disparo en la sien, la danza de una mujer con sandalias en los pies, la luz de las oscuras tormentas, el desamor terrible de alguien que deja de admirar a quien una vez amó, la vajilla ribeteada de oro de una anciana de cachetes rosados, las miradas aquiescentes de quienes encienden lámparas a las seis de una tarde cualquiera, un extraño poniendo pulseras en los tobillos ajenos, un arete en la nariz, las lentas mañanas estivales montando motocicletas, el estertor de una mujer muriendo, una marcha con banderas en la avenida Alma Mater, la niña con biberón sin inmutarse ante el tableteo de la guerra, la militancia y sus banderas, las largas caminatas frente al mar, el primer beso, el olor a matas hueveras en la carretera estrecha hasta la playa, un viaje en hongos, la música portentosa, los libros y la gente, la decepción ante lo que se reconoce demasiado pequeño, el momento indescriptible en el que nos estremecemos ante una mentira, las mordeduras entrañables en pezones que sangran, un ride y un joint oyendo a Jethro Tull, la orfandad sin límite, las ardillas, el otoño, las canciones compuestas a los quince años, los tulipanes ajenos en la primavera, un paseo en motocicleta para recoger moras, los viajes sin retorno, las amapolas marchitas, en fin, todo eso. 

Todo eso que apenas se nombra o que se dice en silencio. Todo lo que dependerá de quien pueda leerlo, porque cualquiera de estas historias, podría ser ajena.

Abro las puertas de lo que he sido y entrego este prontuario, absolutamente auténtico. Me hago responsable de todas y cada una de las palabras que dibujan esta bitácora del viaje hacia el instante que ha sido mi vida.

Estas páginas ya no me pertenecen.

Santo Domingo – Nueva York

Invierno del 2019

Muertos

Las verjas blancas del balcón de Mamita Grande en la calle Caonabo, están muertas; alguien las tiñó de colores obscenos y desaparecieron bajo la mirada de ellas mismas. El piso rosado donde mi tía Ely se sentaba para que Romita le hiciera los rolos, está muerto; alguien quiso limpiarlo tanto que se llevó el rosado y agrandó las bolitas blancas de los mosaicos hasta casi convertirlas en nubes feas. 

La profesora de álgebra, que me gritaba en el primer bachillerato por mi terror a los números -que ni eran números ni eran letras y que parecía una de las gigantas de La Odisea abalanzada sobre mi cabeza dorada, está muerta; se tomó un caldo de trespasitos cuando le dijeron que tenía cáncer en el cerebro y que ya no podría montarse en un concho sola para ir a seguir aterrorizando niñas en el colegio. 

Las ardillas que conocí en Rego Park, aquel otoño de mis quince en Nueva York, están todas muertas; sobrevivieron a los largos inviernos en los que me esperaron, pero no soportaron el peso tremendo de la hipoxia y la decrepitud. 

El señor que vendía helados en la calle Ken de Río Piedras, y que repetía el disco de la Novicia Rebelde rayándolo en el mismo estribillo, supongo que está muerto; tenía cincuenta años cuando yo tenía siete. 

Las estolas blancas de mis tías, que usaban para ir a las fiestas del Hotel Jaragua, sus perros, sus amigos, los pedales de sus carros mecánicos y las bombitas de asma, están muertos, irremediablemente muertos; mis tías murieron con ellos. 

Los fantasmas anoréxicos de mis muñecas Barbie están bien muertos; los tomo en las manos para vestirlos y se deshacen adentro de sus esqueletos. Mi tutú de bailarina, mi malta morena con leche condensada, el dentista alcohólico que tanto me repugnaba cuando se inclinaba hacia mi boca para pasarme la fresa, están muertos, todos muertos. 

La niñera hipertensa que me limpiaba los mocos hasta la adolescencia, seguro está muerta; hace años que no viene en navidad a pedirme su Nochebuena. Las cartas rusas, los cuadernos, los libros de autógrafo, las medias blancas hasta la rodilla, la máquina de coser Singer de la jamona Tita, hermana de mi abuela, han muerto; los mató la nostalgia. Muertos los lentes de aire de Nena, la otra tía jamona, los medio fondos color carne, la botella de leche de cristal, el silbato, la lluvia hecha de goterones insólitos, el juego de ajedrez abandonado en la sala. 

El muchacho que me miraba embobado y me cantaba Es tu día Feliz en el trencito del Parque Mirador, está muerto. Mi enamorado secreto en el bachillerato, que me repugnaba, está muerto; le dieron un tumbe de perico justo cuando cumplía una semana de haber conseguido su visa. Apareció tirado en la acera del frente de la casa de su tío en el Alto Manhattan. 

Mi guitarra Tatay, mi perrita Mandy, mi libro “El lobo estepario” de Herman Hesse, mi LP de Jethro, mi bikini negro y mis ganchitos del pelo, están todos muertos. El billetero viejito que venía los domingos temprano a traerle su número a papi, estoy segura que hace mucho tiempo que está muerto. 

Mi caballo, mi blusita sin hombros, mi pintalabios marrón, mi gelatina roja, mi columpio verde, están muertos; a todos los enterré en las tumbas de mis padres. Mis padres están muertos. 

Yo sigo viva. Respiro, recuerdo y siento.

La playa de Luquillo

Cada uno de nosotros es una historia hecha a lamido o dentelladas por minúsculas pinceladas. Vivimos de manera instantánea, pensando que siempre estamos ahí, pero no es cierto. Sólo cuando algún matiz se enciende, uno se apaga, incorporamos otro o nos perdemos en la transparencia, ocurre eso que construimos como memoria que está siendo, como pulso y respiración, alimentando el tornasol que es nuestra vida. Así, vivimos. Solamente vivimos cuando estamos viviendo.

Esta madrugada, arrullada por la lluvia que sin ver presentía, envuelta como una muñeca en un rubio edredón, hipnotizada con la música de una respiración ya demasiado conocida, yo viví. Moví las manos en la almohada como si esta fuera un teclado, apreté mis propios dedos como si me sembrara con ellos exprimiendo tinta roja en un cuaderno. 

Lejos de mis alfombras y mis murales, de mis tránsitos ciegos y descalzos por la duermevela, de mis rituales sencillos y del sonido de mis puertas, no sabía si vivía lo que inventaba vivir o si simplemente inventaba vivir algún recuerdo. Una memoria en el pincel quería pintarse en un lienzo diminuto para convertirse en uno esos pequeños parches donde he ido dibujando las viñetas que componen ésta, mi pequeña vida.

Y escribí sin escribir, viviendo. 

Un recuerdo, una memoria diminuta y vibrante amarillaba la luz inexistente. Vi a mi padre levantado al amanecer mirando la lluvia caer sobre la arena, tras el gran ventanal de la casa de los González en la playa de Luquillo, Puerto Rico. El cielo grisáceo se filtraba hasta su figura que se recortaba de espaldas hacia el lugar exacto desde donde yo lo miraba. Estaba acostada arriba, en un camarote, mientras mi hermano Gastón dormía debajo. Debíamos tener cuatro, cinco años. 

Foto tomada de Arquitexto

Apreté los ojos para ver mejor aquella escena que pienso nunca había recordado y escuché el chasquido de un fósforo, el clac de una cafetera al destaparse, el olor a café y la voz rotunda de mi madre: “En esta casa lo único que hay es puré de papas en polvo. Tenemos que salir a comprar algo”. 

Acabábamos de llegar al exilio en Puerto Rico, después de la Revolución de Abril del 65. El urólogo de mi padre le había prestado su casa en la playa, mientras buscábamos una que fuera nuestra. 

Todo era gris aquella mañana en la playa de Luquillo.

El mar se batía en tumulto solitario, demasiado cerca de nosotros cuatro. Llovía muy despacio, como ahora, cuando pinto o escribo, o simplemente nos invento.

Algunas anotaciones:

  1. Se mencionan en este libro a Romita y Vivian Mateo, muchachas del servicio doméstico. Romita creció como una hija para Isolina Garrido, y casi todas sus hermanas desfilaron por las casas de la familia. Vivian fue niñera de la autora y de sus hijos cuando los tuvo. También trabajaron allí Tina, Felicia, etc.
  2. Veneno popular para ratas. El nombre proviene de que quien lo toma solamente da tres pasos y se cae muerto.
  3. Cuadernos con entrevistas indiscretas que hacíamos al principio de la adolescencia. Revelaban un sinnúmero de preferencias y secretos entre amigas.
  4. Mi amigo Ricardo “Patico” Arredondo.

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Martha Rivera-Garrido es poeta, narradora y ensayista.