La profecía

Deberías saberlo.

Te lo han dicho las noches más largas que la vida,

te lo han dicho las sombras,

las ciudades que evitas en los mapas,

la lluvia deshaciéndose en sus muros.

Deberías saberlo.

Te lo han dicho los grandes diluvios y las arcas,

te lo han dicho las bocas que queman como soles,

te lo ha dicho hasta el cielo.

Búscalo en los bolsillos,

hay una nota dentro, hay un poema;

deberías saberlo.

Lo has escrito en los márgenes,

lo has escrito en la piedra y lo repiten

los milenios, los bosques, las corrientes,

te lo han dicho los truenos

con su terror de aguja,

te lo ha dicho la nieve debajo de otra nieve

por millones de años

a los pies del desastre

lo has leído en los bordes dorados de la cúpula,

lo has leído en las lápidas,

estaba en los poemas:

deberías saberlo

la mujer que gritaba

la ruina de tu nombre,

la inquina solitaria,

tu estirpe miserable.

Puedes abrir la tierra con las manos,

puedes sacar la arena de tu pecho,

puedes romper las cosas que están rotas,

puedes gemir de rabia

pero no va a cambiar.

Te lo han dicho hasta en sueños.

“No vayas a matarme”, repetías,

y al final despertabas.

Resta

Puedes contar la pena.

Es todo cuanto tengo.

Para llegar aquí la vida he malgastado.

Yo también tuve un río y una barca

con sus nubes mirándome

y una boca trayéndome la lluvia

y un pájaro de niebla

y un relámpago.

Puedes contar la pena,

es una sola pena.

He malgastado todo lo demás.

Casas abandonadas

Entrábamos llorando en sus habitaciones,

en sus cuartos que fueron

todo cuanto probamos de la felicidad.

Entrábamos llorando,

parecíamos tristes,

nuestros ojos miraban nuestros ojos,

también estaba el mar

y entrábamos llorando.

Quién podría olvidar aquella dicha.

Hoy

Un día

un día cualquiera

el último

y terrible

escucharé tu nombre

rompiéndose

las olas

mi amor está en el suelo

no vayas a pisarlo

cruza mi soledad sin detenerte.

Alguien dice tu nombre en el pasado

Yo tenía una casa sin inviernos,

el olor de un magnolio,

las manos de mi abuela curando mi aflicción,

un puñado de luz amontonado

debajo de una araña,

un rincón en el mar

azul como la tarde en sus balcones.

Yo tenía un hermano y una abuela

y mi madre cantando siempre alegre

dentro de su desgracia,

llenándose las manos de pintura,

haciendo extrañas flores con la pena.

Yo tenía una casa,

no me perteneció,

quise ponerla a salvo,

me destrocé las uñas,

bebí todo el veneno

del miedo y la sospecha,

y al fin logré alcanzarla,

ya nadie estaba allí.

Yo tenía una casa

de lluvia

de alegría

de triste agua

pudriéndose:

la nada

rota.

Roto

Una mujer espera la última noticia

crece su corazón sobre mi pecho

no entiendo por qué gritan las palabras

puedo cerrar los ojos

puedo decirte dónde está la luz

para que mires todo el abandono

—vas a creerme entonces—

pero luego

vas a verla llover

vas a mirarla

como si fuera el único presagio.

Nadie podrá entender cómo el desierto

creció sobre mis manos

y me llené la boca de ceniza

y me rompí los dientes

mordiendo la esperanza.

Colgué mi soledad en una cuerda

y vi los alacranes persiguiéndome

mi hermano sujetando una navaja

quiero chillar

parece que estoy muerto

despierto cuando gritan las palabras

y las veo caer sobre las cosas

una vez estuvieron en tus manos

voy a decirte dónde está la herida

voy a contarte todo cuanto olvido

—alumbra esta tristeza—

escucha cómo cantan las palabras.

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Fernando Valverde, de nacionalidad estadounidense, nació en España en 1980. En 2020 recibió la Orden de José Martí en reconocimiento a la excelencia docente como hispanista en los Estados Unidos. En 2022 apareció en America, traducido por Carolyn Forché, publicado por Copper Canyon Press en edición bilingüe. Ese mismo año, también publicó un nuevo libro en España titulado Desgracia (Visor).