“Cada vez veo más claramente que la poesía es un acerbo común a todos los hombres, y que aparece en todas partes y en todos los tiempos representada por centenares y centenares de hombres. Tan sólo uno lo hace algo mejor que otro, y logra remontarse un poco más, he aquí todo. [..] Yo, por ejemplo, me complazco contemplando lo que sucede en otras naciones y aconsejo a todos que procuren hacer lo mismo. El concepto de literatura nacional ya no tiene sentido; la época de la literatura universal está comenzando, y todos debemos esforzarnos para apresurar su advenimiento. Pero en nuestra valoración de lo extranjero, no debemos tomar lo extraño como motivo exclusivo de nuestras admiraciones erigiéndolo en modelo único.”
Johann Wolfgang von Goethe
Inicio estas palabras que aspiran a la universalidad, en la misma intención que tuvieron los autores dominicanos de los años cuarenta con su lema “Poesía con el hombre universal”, y con el recuerdo festivo de Rubén Darío. Esta contextualización no sólo responde al carácter regional del importante evento Centroamérica Cuenta, presidido por el laureado escritor Sergio Ramírez, y al diálogo “Literatura sin fronteras, sin distinción de lenguas ni de orígenes”, celebrado con Claudia Neira Bermúdez, de Nicaragua, Gabi Martínez, de España, Basilio Belliard, de República Dominicana, el 16 de mayo de 2023, en el Centro León de Santiago de los Caballeros. Sobran razones en la misma trayectoria literaria del destacado poeta nicaragüense para evocarlo con propiedad al hablar de una literatura trascendente.
Rubén Darío, sin ser el poeta con mayores aspiraciones idiosincráticas (según José Enrique Rodó, no se le podría considerar el padre de la poesía hispanoamericana), tuvo el acierto de tender, con su “Modernismo”, el primer puente poético con nuestra denominación de origen, entre nosotros y España. Su visión lírica, oxigenada con la fantasía de lugares y culturas exóticas, más los ritmos del parnasianismo y el simbolismo franceses, así como el aguijón burbujeante del inglés americano cultivado por Walt Whitman, contagió durante décadas (al menos desde 1888, cuando publicó Azul, hasta la erupción volcánica del Altazor de Vicente Huidobro en 1931) la imaginación de dos continentes. Para un hito similar, nuestra narrativa tuvo que esperar casi otro siglo, cuando lo “real maravilloso” de Alejo Carpentier mutó en el “realismo mágico” de Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y tantos otros, seduciendo al mundo con una singular explosión detonada por la editorial Seix Barral en Barcelona. En fin, que aprovecho este introito para celebrar a Darío como nuestro primer y mejor ejemplo del cultivo de una literatura destinada a la universalidad.
Comienzo mi reflexión sobre el tema de una literatura sin frontera partiendo del lema “La patria es la lengua”, con el que la Academia Dominicana ha trascendido los límites de nuestra insularidad, aspirando a reunir, bajo un mismo paraguas, a los hablantes locales con los de la diáspora y a todos los hispanohablantes en general. Aquella aspiración, antaño ambiciosa, ha sido superada, al menos en el sentimiento que ahora nos embarga, y del que ya advertía Goethe en el epígrafe (que recoge una conversación sobre literatura mundial que mantuvo con su discípulo Johann P. Eckermann), pues si la literatura ha de tener patria en el futuro, no será en el ámbito de las convenciones de la lengua, sino en el del “lenguaje” como capacidad comunicativa. Este sutil desplazamiento, cuya conceptualización debemos a Ferdinand de Saussure, en mi opinión, implica una singularidad que intentaré abordar con espíritu lúdico: la del dominio del lenguaje; un dominio que, para disgusto de Noam Chomsky, podría no ser, como veremos, exclusivamente humano.
La aspiración a una literatura sin fronteras, sin distinción de lenguas u orígenes, desde la perspectiva de la propia escritura es necesariamente utópica, aunque ya es una realidad en los ámbitos de la publicación y la socialización de las obras.
La esencia del proceso de creación literaria como tal seguirá siendo la misma de hace milenios: una ardua lucha contra la página o la pantalla en blanco. El reto de encontrar un tema, contrastar ideas, encontrar las palabras adecuadas, seguirá siendo una cuestión totalmente personal. Aunque ahora tengamos que lidiar con más distracciones provocadas por placeres culposos, también disponemos de poderosas herramientas que nos facilitan la escritura, ayudas que los antiguos creadores ni siquiera podían imaginar: procesadores de texto con sus capacidades de autocorrección instantánea, sugerencias de sinónimos, traducción, soporte para estilos de referencia bibliográfica, dictado y transcripción automática, etcétera.
De hecho, estamos abrumados por tantos artilugios que nos permiten validar la escritura a medida que fluye, dándonos, con su aparente pulcritud, una cómoda y peligrosa sensación de finalización satisfactoria, de coherencia, desde el primer borrador; cuando en realidad se trata de un texto frágil lleno de errores e incoherencias que hay que salvar. Tras la primera avalancha de palabras para aterrizar los conceptos e intenciones que van a conformar el poema, ensayo o relato, queda la tediosa pero inevitable dinámica de ensayo y error, tachaduras y añadidos. Hace falta mucho oficio para pasar de un texto diagramado de forma pulcra, pero falaz, en la pantalla, al realmente pulido; ese que nunca nos parecerá perfecto, pero se acerca a su mejor versión.
A las citadas facilidades del escritorio hay que añadir Internet, una plataforma digital que ha convertido en anacrónicos los viajes a bibliotecas y librerías edénicas, salvo para un turismo borgesiano, romántico. Buscando en Google se puede encontrar absolutamente todo tipo de información, incluso la que no conviene. Con sólo pulsar unas teclas tenemos acceso a tantas fuentes bibliográficas, libros, revistas, páginas web, como podamos imaginar; y siempre más de las que realmente necesitamos. Además del riesgo de perdernos en interminables listas virtuales, debemos resistir estoicamente las seducciones del copiar y pegar ideas que nos hubiera gustado concebir. La tentación consciente o el contagio inconsciente inducido por los motores de búsqueda informatizados, fruto del deseo de satisfacción rápida, de gratificación instantánea, nos induce constantemente al vértigo. De hecho, la investigación y la escritura instantánea han dado lugar a la aparición de una ola imparable de improvisadores, o más bien, como diría Fernando Pessoa, de fingidores. Y es que, para bien y para mal, la escritura, aunque se beneficie de herramientas y medios, no está determinada por otro fin que no sea la expresión del Ser y las circunstancias inmediatas que la generan.
El panorama de la difusión de las obras escritas es distinto, ya que su socialización en un entorno sin fronteras, sin distinción de lenguas ni orígenes, es hoy una realidad, gracias a los asombrosos avances de la informática y las telecomunicaciones. Las nuevas tecnologías en estos campos provocan revoluciones como la generada por la imprenta hacia 1453, cuando hizo posible la mecanización de la reproducción de libros a una velocidad nunca vista. El invento de Johannes Gutenberg cambió por completo la cultura occidental y la historia del mundo al ampliar el número de lectores potenciales, diversificar y aumentar la cantidad de textos y reducir su costo de producción, facilitar la alfabetización y fomentar incluso, a través del conocimiento compartido, los levantamientos contra los ancestrales poderes absolutos de la monarquía y la iglesia.
En este sentido, la virtualidad a través de la informática y las telecomunicaciones es la nueva imprenta, pero con efectos multiplicados a nivel planetario en tiempo real, en infinitos usos. Con los recursos de edición, maquetación y los nuevos formatos digitales, una obra puede materializarse con poca inversión, y estar disponible al instante en miles de plataformas dirigidas a diferentes públicos. Precisamente, uno de los grandes efectos de la virtualidad es la posibilidad infinita de lectores. El libro, impreso y digital, convertido en un simple producto, colocado en estanterías virtuales junto a inimaginables bisuterías y misceláneas (y esto es positivo) se oferta en Amazon, Google Books, Alibaba y múltiples plataformas informáticas y redes sociales, con la promesa de convertir la inmensa minoría que tímidamente celebraba Juan Ramón Jiménez en una réplica del cuerno de la abundancia.
Así, de la mano de la tecnología, es ciertamente posible una literatura con un alcance de lectura verdaderamente planetario. Las funcionalidades de tratamiento de textos, los avances en la traducción automática de voz, que auguran la generalización de dispositivos universales de comunicación como en las sagas de ciencia ficción, así como la cada vez más precisa y elegante traducción instantánea de textos, permitirán pronto la difusión en infinitas lenguas en paralelo, concomitantemente con la versión escrita en la lengua materna. También es extremadamente fácil, y a bajo costo, crear infinitos vínculos en el mundo virtual a través de sesiones interactivas en las que escritores de distintas partes del mundo se reúnen para compartir enriquecedoras experiencias creativas y críticas.
En este sentido, debido al cambio de hábitos provocado por los años de encierro a causa de la pandemia, cada vez son más frecuentes las manifestaciones literarias interculturales y multilingües en línea, como las dos versiones realizadas el 21 de marzo de 2022 y el 23 de marzo del Festival del Día Mundial de la Poesía, cuya primera realización fue referida por José Mármol en su columna del periódico El Día, fechada el 23 de marzo de 2022:
El pasado día 21, la República Dominicana se convirtió en centro mundial de la expresión poética y su efeméride, cuando por iniciativa de los destacados poetas, catedráticos y promotores culturales Fernando Cabrera, radicado en Santiago de los Caballeros, y Rei Berroa, establecido en Washington, DC, desde los eventos que realizan cada año, el primero, el Festival Arte Vivo, y el segundo, el Maratón de Poesía del Teatro de la Luna, convocaron a no menos de 400 poetas de los cinco continentes y de un enorme mosaico de lenguas, para leer poesía durante 24 horas continuas, con recitales en directo y mediante lecturas grabadas, colmando de luz y de esperanza el ámbito online a través de varias plataformas digitales que operaron en redes sociales como Facebook, Instagram y canales de YouTube. Se trató, sin lugar a dudas, de un acontecimiento sin precedentes en la literatura y la cultura de nuestro país y de buena parte del mundo.
Por último, debo admitir con cierto pesar que la plena realización de la escritura de una literatura sin fronteras, sin distinción de lengua ni de orígenes, tal vez sólo sea posible (aunque esta posibilidad nos aterre) a la manera de la singular criatura de Mary Shelley. De hecho, ya disponemos de transistores de silicio y de tierras raras, es decir, de materia inerte, que permiten la construcción de bases de datos complejas y la ejecución de algoritmos como ChatGPT, LaMDA, que, como la criatura creada por Victor Frankenstein, son capaces de simular la sensibilidad y la conciencia. Sus posibilidades de interactuar con nosotros son tantas y tan convincentes que nos mantienen en vilo con sus visiones de extraordinaria precisión sobre todos los aspectos de nuestra vida cotidiana y, como en el caso de los arúspices, de funestas advertencias sobre nuestro destino en el planeta.
Estos algoritmos de inteligencia artificial, que ya superan la docena, escriben eficientes códigos de programación, copian patrones de compositores para generar canciones, procesan con impecable destreza imágenes sugeridas incluso por instrucciones textuales, editan vídeos para sustituir rasgos de personajes y entornos, y también producen ensayos que desafían la agudeza de los expertos, además de hacer más que aceptables intentos de poemas líricos y narraciones, con la posibilidad de ofrecerlos al instante en cada uno de los lenguajes formales existentes.
Están en el aire cuestiones axiales sobre aspectos del marco jurídico relativos a los productos creativos de los algoritmos de inteligencia artificial, especialmente los relacionados con los derechos de autor, los derechos de propiedad intelectual y los derivados. Especialistas informáticos como Bill Gates predicen que muchos empleos relacionados con diversos sectores profesionales y empresariales, como la medicina, la educación y el mercadeo, incluidos los relacionados con la industria editorial, pronto serán sustituidos por autómatas. No sólo editores, correctores y traductores, sino también escritores. Evidentemente, está por verse si los algoritmos de inteligencia artificial podrán, con la fuerza bruta de sus procesadores cada vez más potentes y sus capacidades de memoria y almacenamiento casi infinitas, competir con la intuición artística humana.
Lo cierto es que la originalidad de los textos que pueden producir estos algoritmos está limitada por su incapacidad de tomar conciencia de sí mismos, de emocionarse, de sentir amor, empatía, odio. De hecho, generan contenidos a partir de la imitación, no de la comprensión real del contenido que abordan. Sin embargo, una de las variantes de inteligencia artificial, a petición de un usuario acucioso, generó un texto emulando el estilo de tres premios Nobel latinoamericanos, a saber, Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias y Mario Vargas Llosa, con resultados notables, perfectibles. ¿Mejorarán hasta alcanzar el nivel de superventas o competirán, aunque sea metafóricamente, por un Premio Nobel?
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Fernando Cabrera es poeta y académico. Posee un Doctorado (PhD) en Estudios de Español: Lingüística y Literatura. Maestría en Administración de Empresa e Ingeniería de Sistemas y Computación.