El nombre de Walt Whitman no aparece en el Manifiesto publicado en 1921 por Andrés Avelino como preliminar de su poemario Fantaseos, ni en el número especial de la revista Cuna de América, del 21 de marzo de ese año, que marca el nacimiento del movimiento postumista. Y no podía ser de otra manera. Entonces, durante la primera intervención militar estadounidense (1916-24) hubiese sido contraproducente un guiño al principal poeta del país invasor, al tratarse de sendas publicaciones estéticas portadoras de deseos utópicos nacionales. Es dable imaginar el dilema, entre el ideal poético y el sentimiento patrio vulnerado, que pudo condicionar la redacción de la declaratoria estética de un movimiento llamado a ser, en opinión de Manuel Mora Serrano, el más completo de Hispanoamérica. (Serrano, 2021)

No fue una omisión casual, pues, ya la poética de Whitman era un referente imprescindible en todo el continente; cual sustenta Kelly Scott Franklin en su ensayo “Out of place: Walt Whitman and the Latin American avant-gardes”, cuando afirma que entre los movimientos artísticos y literarios regionales, nacionales e internacionales que florecieron desde 1918 hasta finales de la década de 1930 “muchos encontrarían algo provocativo o útil en Whitman. Así, entre muchas de estas vanguardias, y con frecuencia en el centro de ellas, encontramos a Walt Whitman: difundido, reutilizado, incluso ocasionalmente condenado, pero siempre presente”. (Franklin, 2014)

En ese sentido, un año después de la publicación del Manifiesto, desde la negación directa, la influencia del bardo de Manhattan fue validada por Andrés Avelino en su ensayo “El Postumismo y la música”, incluido en el folleto Del movimiento postumista, al destacar que el verso a cultivarse no sería: “el colosalmente amétrico de Walt Whitman, nacido para llenar la necesidad local de una época”. (Avelino, 2015, p. 111) Obviamente, el principal ideólogo del postumismo (Serrano, 2021) no contaba con aquellos extensos versos de El poema de la hija reintegrada que Domingo Moreno Jimenes escribiría en 1934, los cuales llevarían a Héctor Inchaustegui Cabral a afirmar, en su libro De la literatura del siglo XX, que los: “que le negaron el agua y la sal a los postumistas aprendieron que el verso amorfo era una especie de monstruo medio prosa medio verso y que allí a pesar de todo, podría llover poesía”. (Cabral, 2017, p. 60)

Esta simple enunciación sobre la extensión del verso libre evidencia el conocimiento que tenían los creadores criollos de las características de la escritura de Walt Whitman, quien ya para 1909 era considerado por Ezra Pound “America’s poet”, de ahí su afirmación: “He is America” (Pound, 1962), en tanto su poesía constituía expresión de lo autóctono americano. Pound ponderaba que Whitman no dudara en romper amarras con la tradición de la lengua inglesa para configurar otra a la altura de las nuevas circunstancias, tomando los ritmos y vocablos mundanos, esos que profanamente saltaban de labio en labio, para aportar al destino manifiesto estadounidense de convertirse en la nación indispensable del futuro, responsable, en su concepción de democracia, de redimir a la humanidad entera. En fin, esta provocativa identificación de Whitman con “América” sugerida por Pound nos obliga a mirar, aun brevemente, los orígenes de la tradición poética continental. 

A este respecto, tenemos que hasta finales del siglo XVII las expresiones literarias de las colonias estaban necesariamente influenciadas por las corrientes estéticas europeas. Mientras en los predios de los virreinatos españoles emergieron figuras como Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón y Carlos de Sigüenza y Góngora, con obras equiparables a la de los exponentes del Siglo de Oro; en los ámbitos coloniales ingleses no habían surgido escritores relevantes, acaso por estar los colonos concentrados en la conquista de tierras continentales. 

Apenas en 1844, curiosamente el año de la independencia dominicana, Ralph Waldo Emerson en su ensayo “The poet” advirtió, a partir de su creencia trascendentalista del advenimiento de una nueva y brillante Era en que cada individuo buscaría una relación original y armónica con el universo, sobre la necesidad de una voz epopéyica que cantara en la misma dimensión de los griegos, romanos y grandes clásicos europeos, tanto la cotidianidad como las grandezas naturales y humanas del Nuevo Mundo: “Aún no hemos tenido en América al genio que, con ojo tiránico, aprecie el valor de nuestros materiales incomparables, y vea, en la barbarie y el materialismo de nuestros tiempos, otro carnaval de los mismos dioses cuya descripción tanto admira en Homero”. (Emerson, 1844) 

Obviamente, los ojos de Emerson miraban hacia la América anglosajona: “Nuestras tendencias políticas, nuestros oradores y sus ideologías, nuestras pesquerías, nuestros negros e indios, nuestras fanfarronadas y nuestros rechazos, la cólera de los canallas y la pusilanimidad de los hombres honrados, el comercio del norte, la plantación del Sur, la conquista del Oeste, Oregón y Texas: todo esto falta por cantar”. Pero su clarividencia también aplicaba para la América española: “Y, sin embargo, a nuestros ojos América es un poema: su vasta geografía deslumbra a la imaginación, y no habrá́ que esperar mucho por sus propios versos”. (Emerson, 1844)

Bajo estas premisas, Walt Whitman con su apoteósico poemario Leaves of Grass (1855) devino no sólo en el más grande poeta norteamericano sino también en el primero que lo fue realmente, cual destaca su traductor Francisco Alexander: “la poesía que han producido los Estados Unidos casi no es otra cosa que la poesía de Inglaterra trasplantada al suelo de América. Poe, Whittier, Bayard Taylor, Longfellow, fueron sin dudas poetas norteamericanos, pero solo por el accidente de su nacimiento: sus odas y sonetos y baladas reflejan tan poco del ambiente físico de su vasto y maravilloso país como los sentimientos e ideales de su pueblo. (Alexander, 2009, p. 9) Para Alexander, Whitman es el poeta más original, vigoroso e intensamente personal de los Estados Unidos: “No sólo que no imita los grandes modelos del Viejo Mundo, sino que rechaza deliberadamente la ingente herencia poética de Europa (aceptando de ella nada más que los elementos que él pueda adaptar a sus fines) como algo que allá mismo ha dejado o pronto dejará de expresar los ideales de la realidad actual y que, en todo caso, poca o ninguna validez puede tener respecto de la joven y vigorosa sociedad de la que es él, por su propia designación, el cantor y el poeta”. (Alexander, 2009, p. 7) 

Con sobrada razón, en 1887, José Martí quedó deslumbrado con la poesía de Whitman. A tal punto el prócer e intelectual cubano justipreció su obra que asumió la responsabilidad de difundirla en Hispanoamérica con su artículo periodístico “El poeta Walt Whitman”, publicado el 19 de abril, en El Partido Liberal, de México, y el 26 de junio en La Nación, de Buenos Aires; recomendando su lectura y estudio porque si no era el poeta de mejor gusto, era “el más intrépido, abarcador y desembarazado de su tiempo”. (Martí, 1887) 

El camino de la renovación poética en la Hispanoamérica decimonónica fue emprendido por Rubén Darío con la publicación de Azul, el 30 de julio de 1888. José Mármol refiere con propiedad que “no será sino hasta el advenimiento del modernismo […] que el vector del impacto e influencia cambiará de dirección, yendo en este momento desde América hacia Europa”. (Mármol, 2019) Sin embargo, la impronta americanista de Darío apuntaba en sentido opuesto a la de Whitman, configurada a partir de la influencia de escritores franceses, como el romántico Victor Hugo, los parnasianos Théophile Gautier, Leconte de Lisle y Catulle Mendès, y simbolistas como Paul Verlaine. De ahí que, en 1899, José Enrique Rodó afirmara “Rubén Darío no es el poeta de América”, dando a entender que no era el Whitman latinoamericano en tanto sus sentidos estaban atentos a la literatura europea.

Ciertamente, no había entonces una voz poética latinoamericana comprometida con el “ethos” nacional, con el alma de la utopía de una magna patria o “Gran Colombia”, abundantemente imaginada por Simón Bolívar y otros destacados pensadores criollos. El mismo Rodó en su ensayo filosófico Ariel (1900), haciéndose eco de la convocatoria contenida en el ensayo “Nuestra América” (1891) de José Martí, conminó vehementemente a la “juventud de América” en el interés de frenar la embestida de lo vulgar y “lo feo”, del afán desmedido de lucro, la plutocracia, el utilitarismo mercantilista y la manifiesta vocación expansionista de la nación cantada por Walt Whitman. Lo propio haría Pedro Henríquez Ureña en sus ensayos “La utopía de América” y “Patria de justicia”, publicados en 1925 en Argentina. Justo es señalar que todos estos ilustres intelectuales, se debatían entre la justa admiración del Whitman poeta y la aprehensión por el Whitman político.

Es en este contexto de intrigas geopolíticas y provocaciones estéticas por doquiera que fluyen los sueños iniciales de los poetas dominicanos del siglo XX. Nuestra primera indagación vanguardista fue la de Otilio Vigil Díaz, el Vedrinismo (1912), manifestación unipersonal que procuró renovación formal con la introducción consciente de versos alejados de las pautas de las métricas y rimas clásicas, todavía anhelante de musicalidades y extrañamientos rubendarianos, especialmente del poema “Marcha triunfal del pedrisco” (1899) considerado el primer poema en verso libre en lengua española, y el poemario El canto errante (1907) en donde tardíamente, y ya un tanto alejado del modernismo, se percibe algo del aliento profético de Whitman (Llopesa, 2017). Vigil Díaz, en sus palabras de introducción a su libro Galeras de Pafos (1921), resume el ideario vedrinista: “Yo he tendido, por supervisión instintiva, a realizar la ambición de que habla Baudelaire a Arsenio Houssage: a la ambición de soñar con una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima, bastante flexible y bastante trunca para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del sueño y a los sobresaltos de la conciencia”. 

La segunda expresión vanguardista relevante en el contexto dominicano lo constituye el movimiento postumista (1918-1921), encabezados por Domingo Moreno Jimenes, Andrés Avelino y Rafael Augusto Zorrilla; quienes, en el pensamiento contenido en el centenario Manifiesto que celebramos, reivindicaron indirectamente el aserto de Walt Whitman de “oposición de lo americano frente a lo europeo” (Mármol, 2019). 

De hecho, el americanismo postumista fluye desde el primer párrafo del Manifiesto en la expresión: “Cuatrocientos y más años han sido suficientes para un período de gestación en esta nueva media parte del mundo. ‘Juventud, divino tesoro’, tenéis la palabra; ahí está el porvenir”. Es clara la ironía de su redactor, Andrés Avelino, al citar el verso “Juventud, divino tesoro” del “afrancesado” Rubén Darío seguida del aserto “La América debe superar a la Europa”, puesto que advierte de la necesidad de romper con los vínculos emocionales y culturales heredados de la colonización. 

Los postumistas, desde el principio, se declararon americanistas, nacionalistas a rabiar como Walt Whitman. Pero, en 1921, sus nacionalismos eran contrapuestos. En aquel contexto finisecular no hubo en el continente un poeta más enfocado que Whitman en su raza anglosajona ideal para fundar la nueva nación a partir de una peculiar visión de Democracia, perfilada por doctrinas, como la Monroe (1823), que auguraba una “América para los americanos”. Obvio, americano en tanto gentilicio sinónimo de estadounidense. Precisamente, esa sesgada utopía que alarmó a Eugenio María de Hostos, José Martí, y José Enrique Rodó, probablemente también impulsó a los postumistas a no mencionar en su Manifiesto a Whitman. 

La afirmación contenida en el acápite A: “Debemos ser aristócrata de nuestra democracia”, podría ser un reflejo velado de la dicotomía percibida entre el Whitman poeta y el político. Devenía natural que, en medio de una escalada imperialista, los postumistas tuvieran pocos deseos de escabullirse a una torre de marfil modernista; pero aún menos de adoptar con desparpajo, sitiados como estaban por un invencible ejército, la fe del enemigo. No obstante, fue inevitable que, pese a aquella invisibilidad nominal por corrección política, consciente o inconscientemente se filtraran querencias con el hijo de Manhattan, deudas perceptibles, como veremos, en algunos postulados del Manifiesto. 

Ya en el acápite B, el espíritu de Emerson fluye en la intencionalidad de los postumistas, felizmente realizada en Whitman, de constituirse en voces auténticamente americanas: “Los mármoles de Paros y de Corinto no se han hecho para nuestras estatuas. No tendremos en nuestros calderos zurrapa de Verlaine ni de Mallarmé, de Tristán ni de Laforgue. Homero y Virgilio, Goethe y Shakespeare no serán más que divinidades que respetaremos, soles apagados que no nos iluminarán. Hemos levantado la estatua con el barro grotesco de nuestra América”.

En igual tenor, en el acápite C, se nota como la aspiración de una “vida sincera e íntima, arte autóctono, para abrir la talanquera del infinito” parece derivar del humanismo trascendentalista implícito en el sincero e íntimo “Canto a mí mismo” de Whitman, en versos como los siguientes: “lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti, / porque lo que yo tengo lo tienes tú / y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también”., Asimismo, nada más humanamente trascendente, de apertura al infinito, que lo implícita en los versos “Aprenderás a escuchar en todas direcciones / y dejarás que la esencia del Universo se filtre por tu ser”. 

El acápite E parece contener la religiosidad que, según el crítico Harold Bloom, llevó a Walt Whitman a convertirse, en medio de un ambiente puritano, en un profeta solitario que asimilaba en sí mismo la imagen del Mesías (Bloom, 2002), cuando se refiere que los seguidores del movimiento serán: “humanamente eternistas; con un solo Dios, nuevo, subpanteísta, que a cada quien permita buscar su religión en sí mismo. Para nuestra ruta no olvidaremos el Corán y la Divina Comedia, la Biblia y el Quijote”. De hecho, más de un crítico, especialmente José Rafael Lantigua en su obra Domingo Moreno Jimenes, apóstol de la poesía (1980), ha destacado la vocación evangelista del Sumo Pontífice postumista. 

El acápite F luce cercano a la tentativa contenida en Hojas de Hierba de celebrar al ciudadano común, cual se aprecia en la sentencia: “Todos tendrán el mismo derecho de vivir su momento artístico, lo mismo la dama de la quinta florida, que el galán con chamarra, el labrador, el jornalero”. El texto rememora el aliento democratizador de Whitman, su afán de contener la sensibilidad de todos en sus variopintos inventarios de palabras coloquiales y numeraciones de profesiones y oficios, como ejemplifican los versos de “America singing”: “ Yo escucho a América cantar / canciones muy variadas yo escucho / las de los mecánicos alegres y fuertes / la del carpintero que entona la suya mientras mira las tablas y las vigas, / la del albañil que canta la suya aprestándose a trabajar o a dejar ya el trabajo, / la del botero que canta a cuanto le pertenece en el bote / y la del estibador que canta en la cubierta del vapor / la del zapatero, que canta al sentarse ante su banco y la del sombrerero, que entona / de pie la suya; / la canción del leñador, y la del labrador que se encamina al trabajo por la mañana, / para dejarlo al mediodía o a la puesta de sol…” 

Igual humanismo universal fluye en el acápite M en el que Andrés Avelino plantea: “Amar lo mismo los hombres que a las cosas. Una piedra blanca podrá rivalizar con una mujer rubia. Una muñeca de trapo podrá ser la dulce compañera de nuestras noches de insomnio”. También en el acápite G, en la aseveración de que “los poetas no seguirán siendo seres privilegiados y desconocidos de la multitud, camino del ensueño, sino seres videntes, camino de la verdad, pensadores y filósofos”, los postumistas coinciden con la visión del “literato” planteado por Whitman, el cual, desde el conocimiento profundo de las cosas, habría de constituir mejor opción que los políticos profesionales para guiar a los pueblos entre los avatares de las materialidades. 

Íntegramente, el acápite H resulta profundamente whitminiano: “No reconoceremos vocablos poéticos. Toda palabra es bella cuando está bien escrita; todos los actos de la vida bastan que sean reales para ser artísticos; gran artista es aquel que más fiel interpretación nos brinda de esos actos. La bella mentira de Oscar Wilde desapareció con su muerte: un tronco carcomido jamás retoñara porque se le inserten ramas de hojas verdes. La materia poetizada es creación. Nuestra belleza de sombra y luz será la belleza del futuro”. Como se aprecia, los postumistas parecían presurosos en convertirse en los “poetas futuros” vislumbrado por el aeda estadounidense en los versos siguientes: “Son ustedes, la raza nueva y autóctona, atlética, continental, / la mayor de cuantas son conocidas; / ¡Arriba! Porque ustedes me justificarán”; toda vez que aspiraban a perfilar una lengua española atenta a la cotidianidad dominicana. 

En este sentido, es sabido que la escritura de Whitman constituyó un revolucionario ejercicio “democrático”, una estética renovadora de las formas poéticas tradicionales, mediante el uso de versículos o versos largos que preconizaron el advenimiento del verso libre y, con ello, la recuperación del habla común. Concomitantemente, su escritura también soltó amarras en aspectos de fondo, al reconocerle vocación poética a todos los temas y palabras, abriéndose a la diversidad de la vida, esto es, a las infinitas posibilidades existenciales de los individuos que afrontaban el reto de una nación en efervescente crecimiento.

En los acápites I y K, los postumistas, al decir “sofrenaremos la imaginación con las bridas en tensión de los sentidos” aspiraban, a una poética de los sentidos, exteriorista, atenta a escuchar y tocar el mundo material, a registrar pormenorizadamente cuanto es y acontece. De ahí que, en el acápite J, renegaran de Víctor Hugo, Honoré de Balzac y las acrobacias vanguardistas, pero no de Walt Whitman. Asimismo, de ahí la dureza de la sentencia “Rubén Darío ha muerto”, la cual me remite al ensayo “El turista occidental: Walt Whitman en América Latina” en el que Enrico Santi relaciona a Whitman con el pos o antimodernismo, en tanto propulsor de una reacción contra la influencia francesa en la poesía de fin de siglo”. (Santí, 1989)

Al procurar resonancias entre las poéticas de Walt Whitman y la contenida en el manifiesto postumista, despierta mi atención el acápite S que dice: “Juventud de América, préstanos tu brazo para extender el índice hacia el horizonte de los siglos”, puesto que recupera el llamado a la “Juventud de América” con que inicia la ya referida obra Ariel de José Enrique Rodó, ensayista a quien, verbigracia, Rubén Darío comparo con Emerson (Darío R. , Rodó, 1993, p. xi). La juventud de América es invocada en ambos casos para la realización de un “sueño americano” distinto al estadounidense, una utopía de la américa española que habría de canalizarse poéticamente en Pablo Neruda, con su Canto General (1950) y Pedro Mir con su Contracanto a Walt Whitman (1952). De alguna manera, ambas convocatorias a la “juventud de America” promovían respuestas generacionales en contra de la creciente hegemonía estadounidense, la primera abiertamente y la otra expresada en la voluntad de los postumistas de no nombrar, pese a las deudas, a Whitman en su Manifiesto.  

Concluyo este arriesgado análisis comparativo celebrando las raíces provincianas de la poesía dominicana, con una tradición arraigada en el alba de la nación por el mocano Juan Antonio Alix, afianzada por la visión del montecristeño Andrés Avelino plasmada en el centenario Manifiesto Postumista y difuminada con pasión profética por el santiaguero Domingo Moreno Jimenes.

____

En portada: Ramón Oviedo, Camuflaje, técnica Mixta sobre lienzo, 2002, 18 x 24 pulgadas. Imagen cortesía de Antonio Ocaña y Fundación Ramón Oviedo Inc.

Fernando Cabrera es graduado en Doctorado (PHD) en Estudios de Español: Lingüística y Literatura. Maestría en Administración de Empresa e Ingeniería de Sistemas y Computación.