(Fragmentos del prólogo a El Dios salvaje: Sylvia Plath)
El apartamento de los Hughes estaba en el primer piso, pasando un cochecito de niño y una bicicleta, en el corredor. Era tan pequeño que todo parecía estar inclinado. Uno se insertaba en un corredor tan estrecho y atiborrado que apenas podía quitarse el saco. En la cocina cabía una sola persona, que podía abarcarla íntegramente con solo abrir los brazos. En la sala nos sentábamos uno junto a otro, en hilera, entre una pared cubierta de cuadros y una llena de libros. En el dormitorio contiguo, de paredes cubiertas con papel floreado, parecía no haber lugar para nada más que una cama ancha. Pero los colores eran alegres, los muebles y adornos eran bonitos, y todo el lugar tenía un aire de vida, de actividad. Junto a la ventana, en una mesa, había una máquina de escribir, en la cual trabajaban por turnos, mientras uno de ellos cuidaba al niño. De noche la recogían, para dejar espacio a la cuna del pequeño. Más adelante consiguieron un cuarto, que les prestó otro poeta norteamericano, W.S. Merwin, donde Sylvia trabajaba en el turno de la mañana y Ted en el de la tarde.
El tiempo de Ted había llegado. Estaba a punto de alcanzar la fama. Su primer libro había sido bien recibido, y había ganado todo tipo de premios en los Estados Unidos. Esto significaba generalmente que el segundo libro sería un anticlímax, pero esta vez no fue así: Lupercal había cumplido sin esfuerzo y aun superado las promesas de The Hawk in the Rain. En el gran escenario de la poesía inglesa había emergido una figura indiscutible. Cualesquiera que hayan sido sus vacilaciones naturales y su desconfianza de su propia obra, debe haber tenido una noción de su propia fuerza y de sus realizaciones. Sólo Dios sabe cuán lejos iba a llegar, pero, en su sentido esencial, ya había llegado. Era un hombre alto, de apariencia fuerte, enfundado en una chaqueta de pana negra, con pantalón y zapatos del mismo color; el cabello oscuro le caía desordenadamente hacia adelante; tenía una boca delgada, de sonrisa ingeniosa. Era el hombre del momento.
En esa época Sylvia parecía algo desdibujada: la poetisa había cedido su lugar a la madre y ama de casa. Era alta y delgada, con un rostro alargado, no hermoso, pero sí despierto y lleno de sensibilidad, una boca expresiva, y unos bellos ojos castaños. Anudaba severamente a la nuca su cabello castaño. Llevaba pantalón y una camisa muy limpia, sumamente norteamericana: todo en ella era brillante, prolijo, competente, como una nota amistosa pero distante.
Sus antecedentes, de los cuales yo no sabía nada en aquel momento, desmentían el aire doméstico. Había sido una niña prodigio –había publicado su primer poema cuando tenía ocho años– y luego una alumna brillante, que ganaba cuanto premio existía, en Wellesley High School y después en Smith College: becas a todo lo largo del camino, las mejores calificaciones, membresía y presidencia de las mejores asociaciones estudiantiles. Una elegante revista de New York, Mademoiselle, la había señalado como promesa destacada, y le había ofrecido cenas y brindis, fotografiados por todo Manhattan. Después, casi inevitablemente, había ganado una beca Fullbright para Cambridge, donde conoció a Ted Hughes. Se casaron en la primavera de 1956. Detrás de Sylvia había una madre viuda, maestra de escuela, que había trabajado hasta el agotamiento para que dos retoños suyos llegaran a florecer. El padre de Sylvia –ornitólogo, entomólogo, ictiólogo, autoridad internacional en abejorros y profesor de biología en la Universidad de Boston– había muerto cuando ella tenía nueve años. Tanto el padre como la madre de ascendencia alemana, hablaban alemán, y eran académicos e intelectuales. Cuando Sylvia y Ted marcharon a los Estados Unidos, después de Cambridge, una brillante carrera universitaria parecía natural y asegurada.
Aparentemente, era una típica historia de éxitos: la brillante pasadora de exámenes que adelantaba tan rápidamente que nada podría alcanzarla nunca. Y esto puede durar toda una vida, condición de que nada venga a detener el ímpetu, de que el motor de todos esos triunfos no se descomponga por su propia presión y velocidad. Su movimiento, sin embargo, ya se había detenido bruscamente en dos ocasiones. Entre su mes en Mademoiselle y su último año en la universidad, había pasado la depresión nerviosa y el intento de suicidio, desesperadamente serio, que después se convirtieron en el tema de su novela The Bell Jar. Más tarde, una vez reinstalada en Smith, donde sus colegas la llamaron “una maestra notable”, los honores académicos ya no parecían importarle. De modo que en 1958 había abandonado la vida universitaria –que Ted nunca había contemplado seriamente– para escribir por su cuenta, confiando en su buena suerte y en su talento poético. Simplemente había reducido su velocidad; estaba más suave, absorbida por su hija recién nacida, y amable en ese estilo superfluo y formal que lo mantiene a uno a distancia.
Después de eso vi a Ted ocasionalmente, y a Sylvia raras veces.
Mientras me encontraba allí [Estados Unidos], el Observer me mandó el primer libro de poemas de Sylvia, para que le escribiera la reseña. Correspondía a la imagen que yo tenía de ella: seria, talentosa, contenida, y todavía parcialmente bajo la imponente sombra de su marido. Había poemas en los que la influencia de éste era visible, otros que recordaban a Theodore Roethke o a Wallace Stevens; evidentemente, aún estaba buscando su propio estilo. Sin embargo, su habilidad técnica era sorprendente, y bajo la mayoría de los poemas se intuía el empleo de recursos aún inexplorados. “Sus poemas”, escribí entonces, “están firmemente basados en un cúmulo de experiencias que nunca se descubren por completo… Una sensación de amenaza, como si algo que sólo puede mirarse de reojo la estuviera acechando constantemente, es la cualidad distintiva de su obra.”
Aún mantengo esa opinión. The Colossus le sirvió para establecer sus credenciales: contenía un puñado de hermosos poemas, pero lo más importante era la calidad técnica de su obra, la precisión y concentración con que manejaba el lenguaje, la falta de énfasis de su vocabulario, su oído para los ritmos sutiles, y la seguridad con que empleaba rimas y asonancias. Era evidente que para entonces ya había desarrollado la habilidad necesaria para habérselas con lo que viniese. Mi error fue dar por seguro que en esa etapa ella no había reconocido o no reconocería las fuerzas que la conmovían. Después resultó que las conocía demasiado bien: la habían llevado al borde del suicidio cuando tenía diecinueve años, y ya en el último poema del libro, se estaba volviendo para enfrentarlas. Pero los ecos de Roethke en el poema me impidieron ver aquello, y no lo comprendí.
Cuando regresé de Estados Unidos, en febrero de 1961, volví a ver a los Hughes, pero de vez en cuando y siempre por poco tiempo. Ted se había desilusionado de Londres y estaba impaciente por alejarse; Sylvia había estado enferma –primero un aborto natural y luego una apendicitis–, y yo tenía mis propios problemas: un divorcio. Recuerdo que me agradeció la crítica de The Colossus, y que me sorprendió al decir que estaba de acuerdo con mi opinión. También la recuerdo hablando con entusiasmo de la hermosa casa que habían encontrado en Devon, vieja, con techo de paja y piso de losas de piedra, y con un gran jardín. Ellos se mudaron, yo me mudé…, algo había terminado.
Una tarde, mientras yo estaba trabajando y la criada andaba haciendo ruido por el piso de arriba, sonó el timbre. Era Sylvia, elegantemente vestida, resueltamente alegre e ingeniosa.
–Pasé por aquí y pensé en venir –me dijo. Con sus formales ropas de ciudad y su pulcro rodete, parecía una dama eduardiana cumpliendo un deber social, delicado pero necesario.
El pequeño estudio que yo había arrendado había sido remodelado sobre un antiguo establo. Se encontraba al final de un largo pasadizo, detrás de un garaje, y era bonito, en su estilo semidesmoronado, pero incómodo; no había nada en que sentarse cómodamente, sólo frágiles sillas Windsor y un par de pequeñas alfombras sobre el piso de linóleo, de color rojo sangre. Le serví una copa y se instaló frente a la estufa de carbón, sobre una de las alfombras, como una estudiante, muy a sus anchas, sorbiendo el whisky y haciendo tintinear el hielo en el vaso.
–Ese ruido me hace extrañar los Estados Unidos –dijo–. Es lo único que echo de menos.
Finalmente le pregunté qué hacía en la ciudad. Me respondió, con una especie de alegría calculada, que estaba buscando un apartamento, y luego agregó como por casualidad que ella y los niños estaban viviendo solos por el momento. Recordé la última vez que la había visto, en aquel jardín cargado de flores en Devon, y parecía imposible que algo pudiese interrumpir el idilio. Pero no le hice preguntas y ella no me dio explicaciones. En cambio, empezó a hablar acerca de la urgencia por escribir que la dominaba últimamente. Por lo menos un poema por día me dijo, y a menudo más. Lo mencionaba como si se tratase de una posesión satánica. Se me ocurrió que quizá era esa la razón por la cual ella y su esposo se habían separado, aunque fuera temporalmente: no era cuestión de diferencias, sino de intolerables semejanzas. Cuando dos poetas genuinamente originales, ambiciosos y completamente entregados a la poesía se unen en matrimonio, y ambos producen, es probable que cada uno sienta cada poema que el otro escribe como si le hubiera sido arrancado de su propio cerebro. A cierto nivel de intensidad creativa, debe ser más insoportable que su cónyuge lo traicione a uno con la musa de la poesía que si lo hiciera con todo un ejército de amantes.
Durante todo ese periodo la impresión que me causaban sus poemas parecía no tener nada que ver con su persona. En su actitud social no había nada de la desesperación y la implacable destructividad de su poesía. Se mantenía inalterablemente brillante y enérgica: estaba ocupada con sus niños, con sus colmenas en Devon, con la búsqueda de un apartamento en Londres, con la supervisión de la publicación de The Bell Jar, con la mecanografía y envío de sus poemas a editores generalmente incomprensivos (poco antes de morir envió una colección de sus mejores poemas, hoy clásicos, en su mayoría, a uno de los grandes semanarios ingleses: ninguno fue aceptado). También había empezado a pasear a caballo; aprendió a montar en un robusto semental llamado Ariel, y estaba alborozada con las nuevas emociones.
Sentada con las piernas cruzadas sobre el piso rojo, me hablaba de sus cabalgatas con su acento nasal de Nueva Inglaterra. Y tal vez porque yo también era miembro del club, también hablaba, en la misma forma, del suicidio: de su intento de diez años antes que, me imagino, debe haber estado muy presente en su mente mientras corregía las pruebas de su novela, y del reciente acontecimiento en el auto. No había sido un accidente: se había salido del camino deliberadamente, en serio, deseando morir. Pero no había muerto, y ahora todo eso pertenecía al pasado. Por esa razón, estoy seguro de que en esa época no contemplaba la posibilidad de suicidarse. Por el contrario, parecía que fuese capaz de escribir sobre el acto con la libertad con que lo hacía porque ya había quedado atrás. El accidente con el automóvil había sido una muerte a la cual ella había sobrevivido, la muerte que, sardónicamente, se sentía destinada a soportar una vez cada diez años:
Lo he hecho nuevamente.
Un año en cada diez
me las arreglo.
Una especie de milagro ambulante…
Sólo tengo treinta años
y, como el gato, tengo que morir nueve veces.
Esta es la número tres…
Ni en la vida ni en el poema había histeria alguna en su voz, ni demanda de simpatía. Hablaba del suicidio más o menos en el mismo tono en que hablaba de cualquier otra actividad riesgosa o que la pusiera a prueba: ansiosa, incluso apasionadamente, pero sin ninguna autocompasión. Parecía contemplar la muerte como un desafío material que había vencido una vez más. Era una experiencia de calidad muy semejante a la de montar a Ariel o dominar un caballo desbocado –lo que habia hecho en Cambridge, siendo estudiante–, o lanzarse a toda velocidad por una peligrosa cuesta nevada, sin saber esquiar debidamente: un incidente, también de su vida, que es uno de los mejores momentos de The Bell Jar. El suicidio, en una palabra, no era un desvanecerse en la muerte, un intento de “cesar a medianoche sin dolor”; era algo que se sentía en los nervios y se combatía, un rito iniciático que la calificaba para una vida personalmente suya.
Sólo Dios sabe qué heridas le había infligido, en su infancia, la muerte de su padre, pero al pasar los años todo eso se había transformado en la convicción de que ser un adulto significaba ser un sobreviviente. Por eso, para ella, la muerte era una deuda que había que abonar una vez cada diez años: para mantenerse con vida como mujer adulta, madre y poetisa, debía pagarlo –en alguna forma parcial, mágica– con su vida. Pero debido a que ese pago imposible implicaba también la fantasía de unirse o recuperar a su amado padre muerto, era un acto apasionado, imbuido tanto de amor como de odio y desesperación. Así, en ese extraño y turbador poema llamado “The Bee Meeting”, la detallada e indudablemente cuidadosa descripción de una reunión de apicultores locales en su pueblo de Devon se convierte gradualmente en una invocación de algún rito mortal, en el cual ella es la virgen destinada al sacrificio, y cuyo ataúd finalmente, espera en el bosque sagrado. El por qué esto sucede se torna en algo menor misterioso cuando se recuerda que su padre había sido una autoridad en abejas, por lo cual su acción de criar abejas se vuelve una forma de unirse a él simbólicamente y reclamarlo de entre los muertos.
El tono de todos los poemas de esta última época es objetivo y duro y, a pesar de su intensidad, no lo dice todo. De alguna extraña manera, sospecho que se consideraba a sí misma una realista: las muertes y las resurrecciones de “Lady Lazarus”, las pesadillas de “Daddy”, y todo lo demás, lo había experimentado en carne propia. El hecho de que ella aportase a esas experiencias esa extraordinaria riqueza de imágenes y asociaciones era casi un hecho aparente, por esencial que resulte para la poesía misma. Es porque sentía que estaba simplemente describiendo los hechos tal como habían sucedido, que podía utilizar con tanta naturalidad toda su gran habilidad técnica: esas rimas y asonancias sutiles, los flexibles ritmos resonantes y los espontáneos coloquialismos por medio de los cuales conservaba, hasta en sus más angustiadas exploraciones, el dominio artístico completo. Percibía sus horrores internos tan exacta y objetivamente como el semental, apenas controlable, que estaba aprendiendo a montar, o como el auto que había tratado de destruir.
Así que hablaba del suicidio con un falso desapego, y sin mencionar para nada el dolor o el drama del acto. Era evidente que era artículo de respeto propio el que su primer intento había sido serio y casi exitoso, y no un mero gesto histérico. Eso, al parecer, la autorizaba a tratar el suicidio como un tema y no como una obsesión. Era un acto al que sentía que tenía derecho, como mujer adulta y como ser libre, del mismo modo que lo sentía como necesario para su desarrollo, dada su extraña concepción del adulto como sobreviviente, como un imaginario judío preso en los campos de concentración de la mente. Debido a esto, nunca se discutieron motivos: se hace porque se hace, en la forma en que el artista siempre sabe lo que sabe.
Ella mezcló la cólera, la desmesura y su exaltado, hondo desasosiego, y los convirtió en una especie de celebración.
Ya he sugerido que su tono tranquilo se basa en gran medida en su realismo, su sentido de los hechos. A medida que pasaban los meses y su poesía se iba haciendo más radical, ese don de transformar cualquier detalle creció incesantemente hasta que, en las últimas semanas, cualquier hecho trivial era una ocasión para la poesía: un corte en un dedo, una fiebre, una irritación. Su monótona vida doméstica se fundía con su imaginación, instantáneamente y sin vacilaciones. En esa época, por ejemplo, su marido produjo una extraña obra de radio-teatro en la que el héroe, mientras se dirige al pueblo, atropella con su coche a una liebre, vende el animal muerto por cinco chelines, y con el dinero sangriento le compra a su novia dos rosas. Sylvia se detuvo en ella, aislando su sentido profundo, interpretándola y ajustándola a sus necesidades propias. El resultado fue el poema “Kindness”, que termina diciendo:
Ese chorro de sangre es la poesía,
imposible detenerlo.
Tú me das dos niños, dos rosas.
Realmente, era imposible pararla. Su poesía obraba como una extraña y poderosa lente, a través de la cual su vida ordinaria era filtrada y representada con extraordinaria intensidad. Tal vez la exaltación que proviene de escribir bien y a menudo la ayudaba a mantener esa brillante imagen norteamericana que, sin falla alguna, presentaba al mundo. Al igual que sus demás amigos de esa época, yo preferí creer en esa alegría, en contra de toda la evidencia de los poemas. O más bien, creía y a la vez no creía. Pero ¿qué podía hacer? Yo sentía compasión por ella, pero evidentemente no era lo que ella quería. No pedía ayuda ni simpatía, pero quería, como una viuda atribulada, compañía en su dolor. Supongo que le proporcionaba una confirmación de que, a pesar de las fuerzas superiores y de la evidencia interna, estaba viva.
Estaba extasiada, no sólo porque finalmente había encontrado un apartamento, sino porque tanto el lugar en sí como aquello con lo que estaba asociado le parecían de alguna manera predestinados. En diversos grados, tanto ella como su esposo parecían creer en las fuerzas ocultas. Me imagino que, como artistas, tenían que hacerlo, dado que los dos estaban dedicados a encontrar la voz de sus inquietas personalidades enterradas. Pero creo que había algo más que eso en sus creencias. Ted ha escrito sobre ella que “sus dones psíquicos eran tan fuertes que ella deseaba a menudo verse libre de ellos.” Eso puede haber sido simplemente su habilidad de poeta para sentir el contenido no expresado de cada situación y, después, la forma fácil e instintiva en la que accedía a su propio inconsciente. Sin embargo, aunque ambos hablaban frecuentemente de astrología, sueños y magia -lo suficiente para que se comprendiera que su interés por estos temas era más que algo momentáneo-, yo tenía la impresión de que, en realidad, sus actitudes eran completamente distintas. Ted se burlaba permanente y prolijamente de sí mismo, ridiculizando sus pretensiones, aunque sentía constantemente que estaba en contacto con alguna zona primitiva, alguna oscura región del ser que no tenía nada que ver con el joven hombre de letras. Es de esto, después de todo, de lo que trata su poesía: una aprehensión inmediata y física de la violencia, tanto de la vida animal como de la personalidad, de la animalidad personal. También formaba parte de su presencia física, como una calidad amenazante por debajo de su actitud sagaz y lacónica. Era casi como si, a pesar de todas sus lecturas, su corrección y su habilidad, nunca se hubiera civilizado completamente; o como si, por lo menos, nunca hubiera creído lo suficiente en su civilización. Era simplemente una capa exterior, que él aceptaba sardónicamente y por conveniencia, de modo que toda la astrología, la magia negra y las religiones primitivas, de las que tanto hablaba, aunque fuese irónicamente, eran una especie de expresión metafórica de la poderosa, pero oscura potencia creadora de la que se sabía poseedor.
El día de Nochebuena de 1962 recibí una llamada telefónica de Sylvia: finalmente ella y los niños se habían instalado en su nuevo apartamento. Me preguntó si podía yo pasar por allí esa noche, para conocer el lugar, cenar y oír algunos poemas nuevos.
Ella se veía diferente. Para los desdichados, la Navidad es siempre un mal momento, cuando las alegrías de la familia hacen particularmente difícil soportar la soledad y la depresión. Nunca la había visto tan tensa.
Tomamos vino y, como de costumbre, me leyó algunos poemas. Recuerdo que le discutí vagamente. Yo sólo estaba tratando, fútilmente, de reducir la tensión y apartar por un momento de su mente sus horrores privados, ¡como si fuera posible lograrlo mediante la discusión y la crítica literaria! Debe haber pensado que yo era estúpido e insensible. Y era cierto. Pero haber actuado de otra manera hubiera significado aceptar responsabilidades que no quería y que no podía, dada mi propia depresión, enfrentar. Cuando me fui, sabía que le había fallado en alguna forma definitiva e imperdonable. Y ella sabía que yo sabía. Nunca volví a verla con vida.
Fue un invierno horrendo, el peor en 150 años, según decían. Empezó a nevar inmediatamente después de Navidad, y no cesaba. Para Año Nuevo, todo el país se había detenido con un chirrido. Los trenes se congelaban sobre los rieles, los camiones abandonados se helaban en los caminos. Las centrales eléctricas, sobrecargadas por los patéticos millones de cables sin esperanzas, fallaban constantemente. Las cañerías se congelaron. En proporción, los plomeros costaban tanto como el salmón ahumado extranjero, y eran más difíciles de encontrar. Faltó el gas y hubo que comer todo crudo. Faltó la electricidad y, por supuesto, no se encontraban velas por ningún lado. Hubo nervios que no resistieron y matrimonios que se desmoronaron. Por último, el corazón fallaba. Parecía que el frío no iba a terminar nunca.
A fines del mismo mes me encontré a un redactor literario de uno de los grandes semanarios. Me preguntó si había visto a Sylvia últimamente.
–No –le dije–. ¿Por qué?
–Por pura curiosidad. Nos envió unos poemas. Muy extraños.
–¿Le gustaron? –pregunté.
–No .me respondió–. Son demasiado radicales, para mi gusto. Se los devolví todos. Pero me dio la impresión de que ella está mal. Creo que necesita ayuda.
Su médico, un hombre sensitivo, pero demasiado ocupado, pensaba lo mismo. Le recetó sedantes y se las arregló para convencerla de que viera a un psiquiatra. Como la psicoterapia norteamericana ya la había mordido una vez, ella dudó por algún tiempo antes de escribir solicitando una cita. Pero la depresión no mejoraba, y finalmente envió la carta. No sirvió de nada. Una de las misivas, la suya o la respuesta, se extravió. Al parecer el cartero la entregó en otra parte por error. La respuesta del psiquiatra llegó un par de días después de su muerte. Ese fue uno de los varios eslabones de la cadena de accidentes, coincidencias y equivocaciones que culminaron con su muerte.
Estoy convencido, por lo que sé de lo que sucedió en ese periodo, de que ella no quería morir. El intento de suicidio que hiciera diez años antes había sido, en todo sentido, mortalmente serio. Había disimulado cuidadosamente el robo de las pastillas para dormir había dejado una nota engañosa para cubrir sus huellas y se había encerrado en el rincón más oscuro y alejado de un sótano, acomodando tras de sí la leña que había cortado, y enterrándose como un esqueleto en el último armario de la familia. Luego, se había tragado un frasco entero de cincuenta pastillas somníferas. La encontraron accidentalmente, y sobrevivió por puro milagro. De modo que había aprendido por experiencia las dificultades que tenía el suicidarse con éxito. Había aprendido que la desesperación deber ser contrabalanceada por una atención casi obsesiva a los detalles y el disimulo.
De acuerdo con esto, en su último intento ella parecía estar tratando de no tener éxito. Pero para entonces todo conspiraba para destruirla. Una agencia le había conseguido una muchacha para que le ayudarse con los niños y las faenas del hogar mientras ella escribía. La muchacha, una australiana, debía llegar a las nueve de la mañana del lunes 11 de febrero. Mientras tanto, le reapareció su sinusitis crónica; las cañerías se congelaron completamente en su apartamento recién modernizado; todavía no tenía teléfono, y seguía sin recibir respuesta del psicólogo; el tiempo seguía horrible. La enfermedad, soledad, la depresión, y el frío, unidos a las exigencias de dos niños pequeños, fueron demasiado para ella. Esa noche, alrededor de las once, llamó a la puerta del viejo pintor que vivía en el piso de abajo para pedirle prestadas unas estampillas, pero se demoró en la puerta, prologando la conversación, hasta que él le dijo que esa mañana se había levantado mucho antes de la nueve. Entonces le dio las buenas noches y subió a su apartamento.
Sólo Dios sabe la noche insomne que habrá pasado o si escribió algún poema.
La australiana llegó a las nueve de la mañana. Tocó el timbre y golpeó la puerta largo rato, sin obtener respuesta. Unos albañiles habían llegado para trabajar en la casa helada y le abrieron la puerta. Cuando llamó a la puerta de Sylvia no obtuvo respuesta, y el olor a gas era intolerable. Los artesanos forzaron la puerta y encontraron a Sylvia tirada en la cocina. El cuerpo aún estaba caliente. Había dejado una nota: “Por favor llame al Dr…” con el número de teléfono del médico. Pero era demasiado tarde.
Creo que ella quería que la salvasen. Esta vez, a diferencia de diez años antes, había muchas cosas que la ataban a la vida. En primer lugar, estaban los niños: era una madre demasiado apasionada para querer perderlos o que ellos la perdieran. ¿Por qué entonces se mató? En parte, supongo, fue un “grito de auxilio” que resultó fatalmente equivocado. Cuanto más escribía acerca de la muerte, más fuerte y fértil se hacía su mundo imaginario. Y eso le daba todas las razones para vivir.
Sin embargo, así como el suicidio no le agrega nada a los poemas, el mito de Sylvia como víctima pasiva es una perversión total de la mujer que realmente era. Por encima de todo, ignora el valor con que era capaz de convertir el desastre en arte. El desenlace llegó cuando sintió que no podía tolerar el tema por más tiempo. Ya lo había escrito y estaba lista para algo nuevo:
Ese chorro de sangre es la poesía,
imposible detenerlo.
(Tomado de El Dios salvaje: ensayo sobre el suicidio, Editorial Novaro, México, 1973, traducción de Stella Mastrangelo)
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Al Álvarez (1929-2019), fue un crítico, poeta y ensayista británico. En el diario The Observer dio a conocer a los lectores a una nueva generación de poetas, entre estos, Robert Lowell, John Berryman y Sylvia Plath, con quien tuvo una íntima amistad ligada también a su esposo Ted Hughes.