Alejandra Pizarnik

Pasa, pasa, palabra; haz en mis ojos tu lágrima y en mi boca de carne rosada tu risa. Soy fea, soy hermosa. Déjame acomodarme en ti como lo haría en el regazo de la madre insondable. Pasa el pensamiento, pasa rápida la bengala de un sentimiento solo, transgresor, primitivo, incomprendido quizás en su dimensión de aire y de luz. Hazme, hazme vida vivirte vestida de tul azul, mojada en el elemento que soy y me define. Agua en el agua que se convierte en agua, sed en la sed donde me bebo a mí misma. Avanza, avanza mujer desconocida; ve donde quieras, a donde te lleve el relámpago en las rutas sin nombre de países extraños y a veces hostiles. Vete, vete Alejandra, a donde te lleven los dedos de pan o el silencio y sus vértigos, descalza en el texto que te desgarra o te remienda, rota como una medusa en la espada del mito, amada como una ninfa caprichosa, sin rostro en el espejo atávico. Deshojada en tu mar, como una hoja de espuma besa el atolón donde revientan el aliento de los peces y el barco en el que partiste. Llueve, llueve niña de tiza, de hojalata y de miel, de hebras y heredades enredadas en el fuego, de sangre dispuesta a ser fuente en la herida. Vuela, vuelve, corre hacia atrás y hacia adelante, nieva el hielo que funde tu pelvis y te hace estatua sáfica allí donde no tiemblan el tacto y el secreto. Mana. Mana recóndita en el atardecer de un tiempo que no existe. Que nadie encuentre la gruta donde se desangra una otra: esa que eres en la sombra y en el insomnio solitario de la noche que eterniza tu palabra y pasa sin retorno. Aprende, aprende pequeña poeta boreal: del amor el amor, del olvido el olvido.

(De Narraciones de Ella, Huerga y Fierro Editores, Madrid, España, 2022)

Elegía

Muere de muerte lejana

la que ama el viento

A.P.

Alejandra Pizarnik ven a buscarme,
igual que tú (entre lilas)
agonizo mi lenguaje.
Sin embargo, la flecha no es la misma
cuando se ensarta en el pan.
Nuevas palabras,
nuevos inviernos inexistentes
aposentados en mi isla elemental,
nueva la cosmogonía,
nuevo el ojo para verte,
nuevos sueños (sólo vivos en su olvido)
desnudaron sus maderas para sernos.
En nuestra piel hurgó la tierra
para darnos de beber su sed de huesos.
Aquí la nada podría ser
el poema de tu ausencia.
Si sólo soy en mi otredad,
si mi poema en las mañanas de la abulia
es el tuyo,
también a mí me encerraron en tu jaula.

Tu cuerpo (hecho de tiempo, atemporal)
tuvo que asesinarnos para darnos la vida,
a mí en una casa sin ventanas,
a Sylvia Plath en el horno que estalló tu cerebro.

Ven Alejandra,
mis dedos limpiarán tus uñas tiernas,
mi boca besará tu nuca ávida.
Y si no vienes iré a buscarte,
tomaré tu lugar en el arcano,
te empujaré por el túnel
y entonces volverás a los papeles,
sólo que serán otros tus temores.

(A Alejandra Pizarnik)

(De Geometría del Vértigo, Editora El Nuevo Diario, Santo Domingo, República Dominicana, 1995)

Sylvia Plath

Sylvia está hecha de algodón y de trigo. A veces, como ahora, con ojos ancestrales se mira en el espejo recordándose coqueta. Vieja joven, niña vieja, besa, con su boca roja, la locura que la espera detrás de cada una de las ventanas donde el invierno aprieta la carne de los gatos; donde el zumbido del viento apaga las sirenas que cantan sin descanso en sus oídos exasperados, desde Jamaica Plain, atravesando continentes sin nombre hasta su patio en Devon, pasando por la última playa donde amó algo, hasta llegar esta tarde al silencio estepario del 23 de Fitzroy Road. Arropa al niño melancólico que la amará todavía cuando cambie el siglo, y la perseguirá silencioso, helándose los pies en las antípodas de todos los lugares por ella conocidos. Pasa un dedo por la frente de Frieda, hija para siempre de su padre y del de ella. “Daddy… ¿dónde estás esta noche?” cree escuchar a su niña decir, pero la voz sale de ella. Piensa “Ahora soy un lago. Se cierne sobre mí una mujer”. Esa mujer es ella misma, pero es tarde para creer. Se ha agotado el tiempo. No hay deseo, no hay alegría, no hay tristeza; no hay, ni siquiera, miedo. Sólo el vértigo conduce la ceremonia de sus manos en todos los rituales que inventa con la noche. La única tarea es romper la campana de cristal con que ha cubierto su vida colosalmente; es la sola posibilidad que tiene de retornar por fin al columpio y al puesto de limonada; al sótano gris donde habitan esqueletos de lagartos y larvas transparentes; al piso cuarenta y cinco de un rascacielos; al ático donde hizo el amor ferozmente con el hombre que amó y que la abandonó a su muerte. Antes de irse a dormir va a untar la mantequilla en el pan o las galletas, pero no se decide. Baja las escaleras para hablar con el fantasma de Yeats, que conoce de cerca. Pide sellos al vecino y le consulta lo mismo: ¿pan o galletas? Sube, baja, con el abrigo gigantesco encima del pijama y las manos en los bolsillos escondiendo el sudor, dando vueltas a la alianza en su dedo. No pasa nada. Nunca pasa nada. Se dirige a su cuarto para revisar su colección de huesos. Los acaricia, los limpia, los ordena, los besa. Tiene frío. Está agotada. Pone una almohada en la estufa y se alcanza la noche. Por fin duerme.

(De Narraciones de Ella, Huerga y Fierro Editores, Madrid, España, 2022)

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Martha Rivera-Garrido (Santo Domingo, República Dominicana, 1961), poeta, narradora, traductora, ensayista, y articulista de opinión. Estudió Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Santo Domingo y fue coeditora de la publicación feminista Quehaceres, del Centro de Investigación para la Acción Femenina, CIPAF. Ha sido traducida al inglés, italiano, portugués, francés, alemán, hindi, bengalí y árabe. En el 1996 ganó el Premio Internacional de Novela Casa de Teatro, con He olvidado tu nombre