viernes, 10 de abril de 2020. Hoy es Viernes Santo y se cumplen cuatro semanas de encierro efectivo. Es verdad que el estado de alarma se decretó el sábado 14 de marzo, pero las señales ya eran nítidas desde al menos dos o tres días antes. Recuerdo haber salido con la bicicleta la tarde del jueves 12 y encontrarme con el barrio prácticamente desierto y un aire de sospecha en las calles. Había que ser muy necio para no darse cuenta de que la cosa iría a peor y de que tomaríamos el mismo camino que Italia. Fue una semana extraña, en la que los acontecimientos, como dicen los periódicos, “se precipitaron”. La revivo ahora porque este cuaderno se abrió el domingo 15 y tengo la sensación de que algo le falta: ese preludio tenso de apenas unos días, ese vaciado repentino del barrio, la rapidez mecánica –como de llama sobre mecha– con que los anuncios se encadenaron y nos vimos, de pronto, confinados en nuestros hogares. Recuerdo también haber ido a Barajas la noche del martes 10 (fuimos a recoger a Paula, que venía de Florencia cuando estaba a punto de cerrarse el tráfico aéreo entre Italia y España) y pasarme todo el trayecto entre el aparcamiento y la terminal tomando precauciones. No me sentí ridículo, porque ya entonces vi a muchos con guantes y mascarillas. Lo que no imaginé fue la rapidez con que todo se iría desenvolviendo.
Ahora, pasado un mes, oteamos el horizonte y nos preguntamos cómo será, o, mejor dicho: qué será de nosotros. Está claro que nos queda otro mes de encierro, como poco. Y saberlo agrava la sensación de incertidumbre, esa bruma de augurios contrapuestos que en el caso de los trabajadores culturales es un smog más tóxico que el de las novelas de Dickens. Algunos responsables políticos han empezado a hablar de una salida gradual del estado de alarma, de una “desescalada” progresiva. Los cambios en el lenguaje oficial siempre son interesantes. Si antes se abusaba de las metáforas bélicas –que siguen de moda, por cierto–, ahora el léxico parece extraído del ámbito del montañismo: de la insistencia inicial en “aplanar la curva” hemos pasado a vocablos como “pico, cumbre, planicie, desescalada”… Claro que la única montaña o cordillera que muchos de estos gestores han visto es la línea quebrada de una gráfica, pero eso da igual. Por lo mismo, nadie sabe muy bien en qué consiste esa desescalada progresiva, pero a fuerza de repetirlo puede que el mantra haga su efecto. Suena a que tienen miedo de que un regreso demasiado rápido nos haga trastabillar y caernos al vacío. O de que el exceso de oxígeno se nos suba a la cabeza. Desde luego, la metáfora está llena de posibilidades: ¿Sabremos descender sin dejar descolgados a nuestros compañeros? ¿Nos sorprenderá una ventisca por el camino? ¿Encontraremos el campamento base tal y como lo dejamos? Todo son incógnitas. Lo único cierto es que vivimos en una gráfica.
Recibo un mensaje de tranquilidad y buenos deseos encabezado por tres versos en inglés. Son de un poema no muy conocido de Yeats, “The Curse of Cromwell” (“La maldición de Cromwell”), y dicen así:
I came on a great house in the middle of the night,
Its open lighted doorway and its windows all alight,
And all my friends were there and made me welcome too.
En la traducción de Antonio Rivero Taravillo (editada por Pre-Textos):
Me encontré una mansión en mitad de la noche,
Y la puerta abierta iluminada y sus ventanas encendidas,
Y todos mis amigos estaban allí y me dieron la bienvenida.
Son versos hermosos y hasta reconfortantes. Pertenecen al último libro que publicó en vida, New Poems (1938) –el mismo donde se incluye “Lapislázuli”, por cierto–, y pienso que Yeats tiene siempre, hasta de viejo, esa fuerza del sentimiento puro, ese vínculo directo con la inocencia del joven animal que busca el calor y la compañía de los suyos. Pero entonces voy a su Poesía completa y me doy cuenta de que el poema, lejos de quedarse ahí, acoge ese mismo espacio de purgatorio que dio nombre a su último drama. Todo era un sueño. Esa mansión iluminada y esos amigos expectantes son un espejismo nocturno que no tarda en esfumarse:
But I woke in an old ruin that the winds howled through;
And when I pay attention I must out and walk
Among the dogs and horses that understand my talk.
Es decir:
pero me desperté en unas viejas ruinas por entre las que aullaba
el viento,
y cuando presto atención debo salir y caminar
entre los perros y caballos que entienden lo que digo.
Todo era sueño, sí. Como los que siguen poblando mis noches de durmiente discontinuo. Y aunque tengo una imaginación bastante menos vívida o gótica que Yeats, confieso que algunos despertares se me están haciendo difíciles, y más en estos días ociosamente festivos, y más aún cuando me asomo a la ventana y veo caer la lluvia con opulencia cantábrica. No veo “viejas ruinas” ni escucho aullar al viento, pero sí noto amargura en mis apuntes, una tristeza que a veces toma la forma de la puya o el quiebro irónico. Supongo que es este girar del tiempo sobre sí mismo. O que algunas de las entradas más extensas, justamente por serlo, se han infectado del virus terrible de la opiniomanía (si algo sobra en este mundo son columnistas, tutólogos, y no tengo ninguna gana de sumarme a ese club). No, no, mejor guardar silencio, por un par de días al menos, y así dar tiempo a que las cosas vuelvan a su cauce, o a su quicio. Dejemos el apocalipsis para otra vez. De momento, voy a preguntarle a Paula si quiere ver conmigo la nueva adaptación de La Guerra de los Mundos.
lunes, 13. Ahora la vida social –salvando los saludos entre paseadores de perros y alguna charla fugaz con los tenderos– es lo que sucede entre calle y ventana. Ayer, por ejemplo, en el tramo de Bailén que mira a la estatua de Sor Juana Inés de la Cruz: una mujer limpiando las ventanas del salón; un viejo con un cigarrillo en la mano y la cara vuelta hacia su derecha, en dirección a la librería Aleph, no sé si buscando alguna patrulla en el horizonte… La mañana, luminosa y primaveral, ponía de su parte para que todos se asomaran y se dejaran ver. Luego, ya en una terraza palaciega de Pintor Rosales, un joven padre pedaleando con fuerza en su bicicleta estática; llevaba puesto un maillot de colores fluorescentes y un casco negro, puntiagudo, que inclinaba hacia el suelo como si estuviera haciendo una contrarreloj. Sus dos hijos, muy pequeños, no paraban de correr y dar vueltas por la terraza. […]
martes, 14. Esta mañana he visto una pareja de abubillas picoteando con gracia en la ladera que lleva, escalera arriba, al Templo de Debod (y que sigue cerrado a los transeúntes). Es la primera vez que las veo en este flanco del parque, tan pegado al paso del tráfico y al ruido de las obras vecinas. O tengo el ojo entrenado sin saberlo o ellas se han vuelto más atrevidas. La línea ligeramente curvada que dibujan su largo pico negro y su penacho erguido me ha hecho pensar en el casco del ciclista inmóvil que vi pedaleando en su terraza hace dos días. Pero aquí no hay contrarreloj que valga. Solo vuelo y hambre.
El timbre suena tan poco estos días que cada vez que lo hace nos sobresaltamos. Pero esta vez es José Luis, el portero, que viene a devolverme la taza de café que se llevó ayer. En realidad, la devolución es la señal que me permite ofrecerle otro café, que él acepta con toda confianza. Y así, con estos sobreentendidos, van pasando los días. Charlamos un rato desde lados opuestos de la cocina, él con su mascarilla y sus guantes, yo guardando la distancia, pero sin remilgos. Al fin y al cabo, es él quien se encarga de limpiar y desinfectar el portal cada día. El sentido de la responsabilidad, que los dos mantenemos por igual, compite con mi temor a parecer grosero. Cuando se va, de nuevo con su taza, el olor a café reciente subraya el del jabón líquido.
[…]
La página de Facebook de The Paris Review me acerca un fragmento de la entrevista que le hicieron a Mark Strand en 1998. Palabras que no podrían ir más a propósito: “Convivimos con el misterio, pero no nos gusta esa sensación. Creo que deberíamos habituarnos a ello. Sentimos que debemos conocer el sentido de las cosas, estar por encima de esto o de aquello. La verdad es que ser tan competente en la vida no me parece particularmente humano. Es una actitud que está muy lejos de la poesía”. Y así es, en efecto. O me lo parece, al menos, en estos días en los que solo cabe esperar, ser pacientes y asumir, con humildad, que sabemos muy poco de lo que se nos viene encima. Imposible dominar o “estar por encima” de nada. Lo que no quita para que sigamos alerta, expectantes, cuidando de no dar pasos en falso. Ese desvelo.
miércoles, 15. Como vivimos en una gráfica, cada día nos despertamos con una nueva cifra oficial de muertos. Y los titulares se afanan en mirar el dato con buenos ojos, subrayando que la cifra se reduce lenta pero tenazmente, que incluso en los casos de repunte ocasional la “tendencia” es favorable. Pero siguen siendo entre 500 y 600 muertos diarios –hoy, en concreto, 523–, todos con su vida, sus recuerdos, sus trabajos, su tripulación de amigos y de familia, todos de pronto desaparecidos, metidos en bolsas negras en una morgue improvisada, sin nadie que los despida. Solo las esquelas y obituarios de algunos fallecidos ilustres –esas lápidas de tinta que llenan varias páginas de los periódicos– dan una idea fiel o concreta de la pérdida. Cuesta escapar de la red de seguridad de los números. Por más que desciendan, siguen siendo cifras tan grandes que anestesian la pena. Me recuerdan aquel viejo poema de Zbigniew Herbert, “Don Cogito lee el periódico” (lo leí por primera vez en la edición de Hiperión de 1993), donde el poeta polaco comparaba la noticia de la matanza de 120 soldados / en primera página con la información justo al lado / de un crimen espectacular / con retrato del asesino incluido. Don Cogito, que podría ser uno cualquiera de nosotros, se ve tomando el periódico y buscando con avidez la noticia del crimen, recreándose en los detalles –muchos de ellos morbosos–, poniéndose en el lugar del criminal o de sus víctimas. En cambio, la información sobre la guerra solo le causa indiferencia. En la traducción de Xaverio Ballester:
a los 120 caídos
es inútil buscar en un mapa
la excesiva lejanía
los oculta como si fuera una jungla
no estimulan la imaginación
son demasiados
la cifra cero al final
los transforma en una abstracción
un tema para meditar:
la aritmética de la compasión.
Don Cogito está inmunizado contra el dolor. Es posible que también nosotros lo estemos, en mayor o menor medida. Todo en nuestra forma de pasar los días conspira para que pasemos de puntillas por los espacios-tiempos del sufrimiento: la aritmética de la compasión nos tiene cariño y quiere saldar a nuestro favor. Pero el sufrimiento, como el agua, siempre termina por filtrarse: en los sueños, en los instantes de vacío o de aburrimiento, en esa “hora violeta” de la que habló Eliot y que ahora combatimos con aplausos y música barata (las horas, lo sabemos, tienen sus trampillas secretas por las que podemos caer sin aviso). Es un rumor de fondo que no deja de sonar, aunque a veces no lo oigamos, como el tráfico. No lo hacemos por precaución, porque no queremos sentirnos abrumados por el dolor ajeno, pero está. Quinientos veintitrés. Son 63 más que todas las palabras de esta entrada.
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Jordi Doce (Gijón, España, 1967) es ensayista, editor, poeta y traductor. Doctor en letras por la Universidad de Sheffield. La vida en suspenso. Diario del confinamiento fue publicado en Madrid, Fórcola, 2020.