De Compadre Mon a Los huéspedes secretos

En el poeta dominicano Manuel del Cabral (1907-1999), el paso de la especulación filosófica constituye el centro de gravedad de su imaginación poética, que irradia pensamiento a la intuición lírica. Sus parábolas cosmológicas y ontológicas son, en efecto, la materia prima de su imaginario poético. Por lo tanto, sus aportes a una ontología pos-aristotélica se expresan en las mediaciones entre ser y pensar, en que reside su discurso poético. De ese modo, postula parábolas metafísicas y antítesis ontológicas, a la par que fantasías epistemológicas.

Del Cabral articula un discurso poético en base al concepto cosmológico de infinito como invocación. En tono interrogativo y exclamativo, crea la imagen del huésped como personaje y pretexto imaginario, a partir del cual gira su universo poético –y que sirve de telón de fondo a su libro de corte metafísico: Los huéspedes secretos (1950). En la poética de este libro hay una concepción panteísta del hombre y del sujeto poético, y de ahí la ubicuidad y omnisciencia del yo poético, cuando canta y nombra a las cosas y su entorno.

Diálogo con los seres y las cosas, monólogo con la conciencia creadora, Los huéspedes secretos es un libro de vertiente panteísta, que se inserta en la tradición de la poesía metafísica, en la que predominan parábolas, acertijos, adivinanzas y juegos de sentidos: busca la unidad del ser de las cosas en sus extremos y juega con los sentidos y los sonidos de las palabras. La lógica de las cosas las vuelve un laberinto, poniendo en perplejidad la razón y la experiencia sensible. En la configuración de esta obra, y en la concepción de sus poemas de aliento metafísico, resuenan ecos de la sabiduría oriental: de la metafísica oriental, en especial, de los Vedas y los Upanishads.

Como se ve, en la oposición binaria y dialéctica, sed-agua, como símbolo de la vida y de la muerte, se multiplica en todo el universo compositivo e imaginativo de Los huéspedes secretos. Esta obra constituye una antología de ideas disímiles que se cruzan, pensamientos encontrados, imágenes antitéticas y parábolas deslumbrantes. Memoria, muerte, registros de visiones y experiencias, Oriente y Occidente, el agua y la sed funcionan como temas y motivos que decoran su sensibilidad e imaginación, en un proceso donde la infinitud y la circularidad sirven de límites a la creación poética.

La experiencia de lectura de este libro nos reporta una percepción intuitiva de la realidad trascendente. En su visión poética de lo absoluto, nos muestra experiencias de iluminación y revelación que nos colocan en las “puertas de la percepción”. Por consiguiente, el vuelo de la imaginación cabraliana nos permite acceder a lo desconocido, a partir de su cosmovisión filosófica.

El sujeto poético de la escritura que canta, desde un yo poético panteísta, se transforma en el visionario que nos manifiesta vertientes invisibles de lo visible. En su búsqueda de la eternidad del ser, el espíritu poético también busca el sentido de todo lo existente. De la contemplación a la transformación abstracta de la realidad, Manuel del Cabral nos presenta un tejido de oposiciones y contradicciones, desde una inteligencia metabolizada por la experiencia perceptiva de las cosas cotidianas, en sus vínculos visibles y secretos, ocultos y luminosos. En síntesis, la dialéctica sed-agua, vida-muerte, memoria-olvido, hombre-estatura conforma el centro de gravedad de sus preocupaciones filosóficas –y que alimentaron, en gran medida, su universo lírico.

Las profundas reflexiones metafísicas y las cavilaciones sobre la naturaleza paradojal de las cosas revelan en él a un poeta poseedor de una visión filosófica resultante, más de experiencias contemplativas de la observación, que de experiencias de lectura.

Mediante la mirada de lo trascendente como experiencia estética, del Cabral sitúa al hombre, en tanto centro motriz de su universo poético, que interroga lo desconocido, desde una intuición cósmica. A nuestro poeta, que cultivó las vertientes social, metafísica, política, erótica, negroide –o afroantillana– de la poesía, lo observamos que está hondamente atravesado por la idea del tiempo; de ahí que lo tematiza, lo parodia y penetra en su enigma, esencia y trascendencia.

El autor de Chinchina busca el tiempo (1945) desemboca en el “huésped secreto” de la poesía, que anhela iluminar los enigmas de la naturaleza real, de los problemas filosóficos y de la existencia humana. Obra pendular de su producción poética total, Los huéspedes secretos revela su concepción del tiempo y del infinito, donde el propio poeta se descubre a sí mismo, refugiándose en una permanente meditación poética de su experiencia vital y de los grandes misterios de la existencia humana y material: contempla e intuye, piensa y vaticina. Poesía profética y cósmica, en la que resuenan las reverberaciones del tiempo poético, en sus latidos instantáneos

En Los huéspedes secretos opera una dialéctica negativa que funciona en reacción de energías, en la que se afirman o niegan los estados del ser, en sus extremos, como fuerzas recíprocas, tal y como se observa en lo pensado y lo mirado, la sed y el agua, el tiempo y, lo que él mismo denomina, el “pre-tiempo”: la conciencia y el ser.  La esencia del ser se expresa a través de los valores estéticos de los poemas de raíz metafísica, en un combate contra el tiempo. Así pues, su pensamiento poético actúa contra la unidad del ser. La hegemonía del yo poético opera sobre las fuerzas del mundo exterior, en tanto que la conciencia poética manifiesta una reacción contra el ser de lo inmediato

El recurso metafísico de la divagación, en la aventura poética del ser, lo usa Manuel del Cabral para describir y dibujar –por así decirlo–, su percepción expresiva de la realidad empírica. Su empleo de la intuición metafísica del instante poético, le reporta una apertura estética de visible rentabilidad metafórica. A pesar de su aliento onírico, su poesía no es surrealista sino metafísica, aunque use técnicas automáticas de escritura, en algunas zonas. No obstante, sus arrebatos oníricos y sus parábolas tengan un aliento religioso y aun de la magia, sus hallazgos lo revelan como un poeta metafísico.  En los poemas breves, del Cabral alcanza cota de densidad metafísica, a partir de la circularidad de una imagen que casi siempre toma como eje o impulso de creación.

Los planteamientos metafísicos y ontológicos funcionan como punto de partida de la mayor parte de sus poemas, pero que adoptan un vuelo de originalidad, en su empresa de ficción. Su poder de subjetividad se manifiesta en la exploración de atmósferas metafísicas, de una gran profundidad y un luminoso misterio, enrarecido y trascendente.

La suya, es poesía transparente como el agua, en la que hay una búsqueda de la claridad, una pureza de las cosas. Esa claridad es también una búsqueda de absoluto: poesía no hermética en su forma, más bien profunda en su esencia y contenido. Su obra es pues un viaje a la claridad de lo inefable. Mediante la asociación simbólica de ideas, emprende un viaje por la representación de los orígenes, en su encuentro de lo desconocido, buscando lo conocido. Con sus exploraciones, en los territorios metafísicos de la imaginación, este poeta dominicano, antillano y latinoamericano, funda una ruptura en la tradición de la poesía en lengua castellana, que amerita un acto de justicia crítica y hermenéutica.

Con una magia más bien semántica, antes que verbal o retórica, el autor de Compadre Mon (1942) nos adentra en la inmanencia del ser, en la búsqueda de su trascendencia. En base a la observación reflexiva y a la contemplación activa, permeó su intuición y perfiló su imaginación para edificar un templo a la poesía del pensamiento, como lo es su libro Los huéspedes secretos. Fue un poeta versátil y dúctil al cultivo de facetas diversas de la creación poética y literaria.

Estamos pues ante un poeta intuitivo, un poeta de la intuición pura, ya que sus referencias y claves poéticas visibles provienen no de su cultura ni de su erudición, sino de su experiencia reflexiva, nutrida por el ejercicio del pensamiento y la observación cotidiana. De un hombre que vivió constantemente en un estado poético, en un frenesí contemplativo, haciendo de lo mirado, lo sentido, lo visto, lo soñado, lo oído y lo percibido, materia de sus poemas.

En el mundo metafísico que instaura Manuel del Cabral, encontramos ecos, reverberaciones y resonancias de una poesía material que nombra, y en su nombrar, devela los símbolos de las cosas, dándoles sentido y conciencia de ser. Su mundo verbal es el testimonio de una conciencia filosófica que funciona como envés de su proyecto poético y metafísico.

En la temática de la poesía metafísica siempre habrá un afán de trascendencia de lo temporal y una exploración en el mundo de la subjetividad, en ciertos símbolos propios de dicha vertiente poética. Nuestro poeta usa, entonces, procedimientos de la tradición poética de corte metafísico, distanciándose de las técnicas usadas por los poetas surrealistas de escritura automática.  Así, la metáfora metafísica posee un poder que se distancia del influjo de la metáfora surrealista, que a través del “azar objetivo”, ahonda más en el mundo onírico, en las pesadillas y en los enigmas del sueño, que en la vida de la vigilia. Y de ahí que, gran parte de su obra poética haya sido gestada, concebida y producida en estado de vigilia, no de la ensoñación.    

Del Cabral abunda en la personificación de las cosas, al atribuirles la condición del pensar a los objetos, con el uso de recursos retóricos de la prosopografía y la sinestesia; además de que apela a la concepción hilozoísta del mundo, al otorgarle vida a seres inanimados, como creían los antiguos griegos. Este poeta y escritor, en su creación, sostiene un equilibrio entre lo conceptual, lo sensorial y lo emocional, pero donde predomina más lo conceptual, en virtud de su incursión en la vertiente del pensamiento. 

El poeta, narrador y dramaturgo Manuel del Cabral practica una especie permanente de asedio al ser, tras la búsqueda de una alquimia poética de la esencia de la materia. Esa búsqueda define su poética metafísica, con la que pretende fundar un mundo de palabras, que refleje la sustancia de los cuerpos en el tiempo. Nuestro poeta abre un horizonte en la poesía hispanoamericana, antillana y dominicana en la segunda mitad del siglo XX, pues inaugura una fascinante aventura poética, que enriqueció la imaginación y sacudió el panorama de la lírica en las letras hispanas. No hay hermetismo barroco en su obra, pero sí crea una atmósfera enrarecida, de tono metafísico, que tiene algunas reminiscencias de Rubén Darío, y posteriormente, ecos en Roberto Juarroz, Octavio Paz, Vicente Huidobro, Macedonio Fernández, Humberto Díaz-Casanueva y Jorge Luis Borges, en el ambiente de la poesía hispanoamericana.

La búsqueda del sentido del ser que persigue del Cabral con su obra Los huéspedes secretos abre las puertas de una nueva sensibilidad al mundo real, mediante el azar abstracto –no del “azar objetivo”, de que hablaban los surrealistas–, pero bajo la vigilancia de su conciencia estética del poema. 

Creó una mitología del poeta, alimentada por el culto a la poesía y a su personalidad creadora. Vivió para la poesía y por la poesía. De ahí que vivía en un constante estado poético, en delectación hechizante y en contemplación permanente de los signos cotidianos del mundo. Por eso, para las presentes y futuras generaciones de poetas dominicanos, la dimensión poética y literaria de Manuel del Cabral tiene una significación trascendente y singular: por la multiplicidad de facetas creativas en las que incursionó (poesía, cuento, novela, teatro, artes plásticas y autobiografía), por la variedad de su obra poética (poesía negroide, social, política, metafísica y erótica), y por la magia, la gracia, el humor, el temblor y el misterio de su vasta obra poética. Cabral es pues el poeta por antonomasia; el poeta visionario, tradicionalista, moderno, clásico y vanguardista, el autor de Compadre Mon, esa epopeya poética nacional, y de Los huéspedes secretos, de Chinchina busca el tiempo, entre otros grandes textos paradigmáticos de la tradición poética dominicana e hispanoamericana.         

Del Cabral es uno de los poetas dominicanos más antologados en el extranjero; autodidacta, pero cuya obra tiene una raigambre universal y humanística inconmensurables, que puede parangonarse a la de poetas como Vicente Huidobro, César Vallejo, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Octavio Paz o Nicanor Parra. Poeta en verso y en prosa, de una proverbial audacia expresiva y una insólita maestría verbal, que dio dimensión universal a Compadre Mon, un personaje nacional de raíz campesina, que captó asimismo la esencia étnico-cultural de lo dominicano, mediante el color local y el ritmo autóctono. Su poesía, de tono mítico, se entronca con el habla popular, creando así mitos y metáforas, de emblemáticos estremecimientos líricos y metafísicos. Por su palabra habla, más que su voz, la sangre de su cultura nacional. Hizo con su obra poética, acción, y captó así la esencia de la frase de José Vasconcelos cuando dijo: “Por mi raza habla el espíritu”. Con su poesía alcanza aciertos líricos y temblores metafísicos, valorizando el sentimiento, la sabiduría popular y el habla cotidiana. Poeta universal y nacional, culto y popular, comprometido y libre, del Cabral le imprime a su obra hondura metafísica y fecundidad trascendente. Este huésped secreto de nuestra poesía le cantó a nuestra tradición, con una voz apasionada y mágica. 

Junto a Palés Matos y Nicolás Guillén, constituye la tríada de la poesía afroantillana que encarna el ideal de conciencia de la negritud. Sin proceder de una familia negra, asumió la condición psico-social del negro para convertirse en la voz del negro que ha perdido su identidad étnica. En Compadre Mon, Manuel del Cabral recoge la esencia de los mitos, las cartas de identidad, los adagios y los cantos que brotan del inconsciente de la historia arcaica y mítica de la isla. El héroe conchoprimesco no es el “caballero de la triste figura” cervantino, sino el personaje mítico del folklore cibaeño y nacional, que participa del mito de nuestra cultura.

Poeta de la contemplación metafísica, de resonancias orientales, y también de profundas influencias de la mejor tradición occidental, en la que se escuchan las reverberaciones de Rilke, Whitman, Lorca, Neruda, Juan Ramón Jiménez o Vallejo, Manuel del Cabral, por la vastedad de su obra y la variedad de registros expresivos, constituye un referente de imperativa visitación –y re-visitación– en nuestra lengua, y en especial, para los poetas dominicanos del presente y para las nuevas promociones de jóvenes poetas. Sus textos canónicos y emblemáticos de nuestra historia poética lo acreditan como una voz necesaria, como alimento lírico que revitaliza y reconforta nuestra sensibilidad e imanta nuestro imaginario poético. 

En otras vertientes de su obra poética, se percibe la impronta social, en la que resuenan los ecos melancólicos de la pobreza y la encarnación de las voces de los personajes marginales del campo y la ciudad. De igual modo, en una suerte de bestiario, vemos las representaciones de animales a través de cantos, canciones, elegías y odas.  Recrea un mundo en el que se retroalimentan el mito y la historia, la anécdota y la parábola, personajes reales y ficticios, lo popular y lo culto. Confluyen pues la leyenda y el cuento, sin perder cada texto el sustrato misterioso y mágico, ni la sabiduría popular que encierra su contenido o su universo simbólico. Tampoco pierde el encanto y el humor intrínsecos que conllevan no pocos de los poemas de corte social, negroide o metafísico. Siempre está latente –o subyace– la chispa satírica, el doble sentido o la ironía, tanto en sus poemas eróticos como en sus poemas sociales. Y aun en aquellos poemas de corte político, respira la crítica social, la denuncia sutil y el sentimiento antiimperialista, que reflejan  su sensibilidad social y humana, como poeta de su tiempo, con conciencia del oficio y de su condición de poeta del Tercer Mundo. Si bien Juan Bosch retrató la sociedad dominicana y la cultura criolla, en sus cuentos de corte socio-realistas, en una atmósfera de violencia, marginalidad, pobreza y desigualdades sociales, Manuel del Cabral lo hace, en la faceta de su poesía social y negrista, pero con gracia, sentido del humor, y explorando los adagios y la sabiduría popular, no sin picardía, desenfado y libertad imaginativa.    

Manuel del Cabral fue, en efecto, una de las voces poéticas más representativas de la lírica nacional y una de las figuras más destacadas del panorama literario vernáculo del siglo XX. Junto a Pedro Mir, Héctor Incháustegui Cabral y Tomás Hernández Franco, conforma los cuatro poetas más simbólicos del denominado movimiento literario Los Independientes del 40, cuyos rasgos comunes fueron: el cultivo de la poesía social y haber vivido el exilio o el autoexilio, y en países distintos, durante la tiranía de Trujillo (1930-1961). Del Cabral fue un poeta muy conocido y reconocido en Sudamérica durante su larga estadía diplomática en Argentina, Chile, Perú, Panamá, Colombia y España, hasta el punto de ser editado por el afamado sello Losada, una antología titulada Antología clave (1957), y varias editoriales de Madrid, Buenos Aires y Santiago de Chile. De ahí la difusión, proyección y alcance de su obra poética, desde los años cuarenta hasta la postrimería del siglo XX, y el hecho de que su obra aún perviva en los lectores y poetas sudamericanos.

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Basilio Belliard, poeta, narrador y crítico dominicano. Académico con título de Doctorado.