Para los griegos, morir joven era un acto de desmesura. Si comparamos la retirada brusca e inesperada de Cortázar con la persistencia borgeana, que se disemina en banalidades, advertiremos tal vez que, en ciertos casos, una muerte bien colocada puede llegar a tener, cómo él decía, la eficacia de un “cross” a la mandíbula.
Si un escritor es únicamente escritor cuando escribe, podemos decir que Borges, que en otros tiempos escribió textos de primer orden, hoy los sobrevive y no es más que un anciano que hace chistes en los diarios, en tanto Cortázar es estrictamente contemporáneo de su propia obra, como Kafka, Proust o Dostoievski de las suyas, hasta tal punto que es imposible separar esa obra del hombre que la escribió. Desde luego, la edad de la muerte no tiene ninguna importancia: únicamente la obstinación de la búsqueda, el no ser otra cosa que escritor, el aceptar tareas sociales de substitución, como quien diría subalternas, la fuerza de conservar hasta el final esa disponibilidad para la incertidumbre y el juego que es la condición esencial de las obras mayores.
En la de Julio Cortázar, varios aspectos aseguran su perduración. Pero antes de señalarlos, tal vez convendría disipar un malentendido que persiste en la estimación vulgar de sus libros. Se suele decir que Cortázar escribía para jóvenes y adolescentes (clichés reiterados por ignorantes mercaderes, creadores de falsos pugilatos literarios, al estilo “light”, de las bolsas artísticas de valores de Estados Unidos). Y peor aún: se tiende a instaurarlo como modelo y casi como justificativo de la inepcia y de la ignorancia. Escribir mal sería una virtud de quien éticamente es superior, por una especie de vitalismo redentor, a todos aquellos que, de espaldas a la vida y a la famosa realidad, tratarían de escribir bien. Pero hay que desengañarse: por un lado, la acusación de escribir mal alcanzó en su tiempo a escritores tan dispares y grandes como Shakespeare, Cervantes, Faulkner, y tenía menos que ver con su eficacia estilística que con la transgresión que hacían de una retórica perimida; por el otro lado, lo que Cortázar pareciera afirmar en sus mejores cuentos o ludismos textuales, y sus dos excelentes novelas, Rayuela y 62 modelos para armar (“62 modelos para amar”, bromeaba Paz), no es que él escribe mal o para jóvenes (uno no elige sus lectores, quienes pueden ser ignorantes o malintencionados), sino que muchos de sus contemporáneos consideran que escribir bien es cincelar páginas tan trabajosas como anodinas. A decir verdad, los que por pereza y oportunismo escriben mal, y aun leen peor, no deberían buscar en Cortázar su justificación, ya que haciéndolo se pasan al campo de sus detractores. Basta releer los cuentos de Bestiario, la sucesión sabia de formas y acontecimientos, la exacta necesidad de cada una de sus frases, la exploración implacable de muchos aspectos inéditos de nuestros deseos y fantasías, para convencerse de que todos aquellos que, por razones que no tienen nada que ver con la literatura, quieren hacer de Cortázar el patrono de sus inepcias, son refutados de antemano por la propia obra de Cortázar.
El vitalismo intenso de Cortázar se expresa a través de la desmesura de lo fantástico. Pero también aquí es necesaria una distinción: no hay que confundir desmesura con tremendismo, efecto retórico que pulula en nuestra literatura y que otorga patente de viril, de auténtico y de vagamente verista a más de un prestidigitador de lo arbitrario. Lo fantástico de la desmesura, en cambio, es de orden trágico (“sabemos, qué carcajada, que lo lúdico es lo agónico”, reía, a lo cubano, José Lezama Lima). Se sustenta tanto en la noción de transgresión como en la de equilibrio. No basta acumular patetismo para que la desmesura de lo fantástico aparezca: es necesario que exista una tensión entre negatividad y positividad, que a través de sus conflictos afloren angustia, culpa, desesperación, pérdida, autodestrucción; en tanto que nuestros tremendistas profesionales parecieran salir de sus peripecias límite limpios de culpa y cargo y con dividendos acrecentados, Cortázar es solidario en su obra y traslada a su propia vida, como sugería al principio, el juego de la desmesura que la sustenta.
Lo inimaginable del universo es justamente aquello de lo cual nuestra imaginación prescinde para construir su propio universo imaginario. No es por lo tanto imaginario. Si es inimaginable, es inexistente. La literatura entrelaza en una trabazón férrea lo imaginario y lo existente; transforma lo existente en imaginario y lo imaginario en existente. Sin esta dialéctica estamos fuera de la literatura. Aun cuando no sepamos en qué consisten a ciencia cierta lo imaginario y lo existente, en qué consiste a ciencia cierta la experiencia, es evidente que aquello que no podemos imaginar no puede ser evocado por nosotros más que como algo inimaginable, algo de lo que estamos limitados a decir que no podemos imaginarlo, pero que es refractario a la estructuración narrativa.
De todas las creaciones de la fantasía moderna, el realismo fantástico, ejercido por Julio Cortázar, pareciera ser la más fantástica. Es la teoría literaria de lo inimaginable. El límite que ponemos a la imaginación transforma lo imaginario en una fuerza de lo fantástico. Cuando esa imaginación ordenada se transforma en literatura fantástica promueve en el lector el conocimiento, la sabiduría y el asombro. Esta imaginación crítica de la modernidad no tiene mejor representante en nuestra novela que el argentino Julio Cortázar (Fuentes dixit)
A esta obra podemos concebirla, como un vasto laboratorio, en el que sus personajes –La Maga, Rocamadour, Oliveira, Gregorovius, Traveler, Berthe Trépat, Talita, Morelli, entre otros divertidos y patafísicos personajes– actúan constantemente como experimentadores, como agentes, como investigadores de una novísima visión y una nueva vida.
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Plinio Chahín es poeta, crítico, docente y ensayista dominicano, autor de Pensar las formas (2017).