No es común que se celebre la media centuria de un libro, aunque la importancia de una obra que perdura ese tiempo como un aporte válido hasta el presente constituye una buena razón para hacerlo. Este es el caso de la obra de Frank Moya Pons que nos ocupa. Desde luego, la idea del presidente de la Academia Dominicana de la Historia, José Chez Checo, no es tanto rememorar la recepción de esta obra en sus primeras ediciones como situarla en nuestro hoy para volver a valorarla. En tal sentido van estas líneas generales, a fin de plantear algunas interrogantes de interés que surgen de la lectura actual de la obra.
Por supuesto, cabe señalar, aun sea muy brevemente, las condiciones y el contexto historiográfico en que apareció el libro de Moya Pons: apenas han pasado una década desde la caída del régimen dictatorial de Trujillo y seis años desde la Revolución de Abril de 1965; en el país, el periodo se había saldado con el establecimiento de un régimen bonapartista, pese a lo cual ya no había controles políticos y culturales para la producción académica. Esto último tuvo como consecuencia que en el país comenzaran a introducirse las nuevas corrientes historiográficas vigentes y con ellas los nuevos enfoques y metodologías para abordar nuevos y viejos problemas de la historia dominicana, que hasta ahora habían permanecido en la órbita de los intereses del poder. Las universidades como la estatal de Santo Domingo, ahora autónoma, así como la más reciente universidad católica, que adoptó el nombre de la conocida encíclica de Juan XXIII, fueron impactadas de diversas formas por estos cambios. Es en el marco de esta última institución, la Universidad Católica Madre y Maestra, en la que se produce la investigación que da origen a este libro. Un estudio monográfico, académico, de investigación bibliográfica, documental y, por tanto, de erudición profesional, que marcó la diferencia con otros de tipo más ensayístico que caracterizaron los mejores estudios de la época trujillista, que tenían por preocupación básica mostrar las realizaciones del régimen como la culminación de la Nación.
El libro asumía la historia como problema, así como el enfoque integral de las sociedades tal como lo planteaba entonces la denominada Nueva Historia, en la que colaboraban historiadores de la escuela de los Annales y de distintas corrientes de historiografía marxista. Moya Pons se propuso ante todo un acercamiento innovador a un problema crucial donde estudiaba las cuestiones sociodemográficas y políticas planteadas por la transición de “la sociedad españolense”, como la llama el autor, desde la llamada economía del oro hasta alcanzar un nuevo modelo socioeconómico que dio estabilidad e hizo viable a la colonia. El tema central de este libro es, por tanto, un problema histórico trascendente, puesto que se trata de la formación de la plantación azucarera en el continente americano, cuyo primer intento exitoso fue logrado en la isla en una coyuntura particularmente crucial en términos sociales y económicos, así como también tensa en términos políticos. Si a esto se le añade que la plantación azucarera, ahora de tipo capitalista, constituía el nervio principal de la economía dominicana de los años 70, se comprende el alto interés de la materia. El autor se basó en los estudios previos realizados en décadas anteriores por autores extranjeros, como Irene Wrigth y Mervyn Ratekin, aunque su punto de interés estaba más centrado en el proceso de la transformación global de aquella primera sociedad basada en el trabajo indígena para la explotación del oro hasta reconvertirse en una sociedad de plantación, y menos en los componentes de la industria en sí misma. Lo que para aquellos fue un punto de partida, Frank Moya lo convirtió en punto de llegada. Sin duda, era la primera vez que un autor dominicano abordaba la temática de este modo.
Fue así como La Española en el siglo XVI se inscribió en el grupo de obras pioneras que perfilaron el discurso histórico moderno en la historiografía dominicana, una etapa en la cual aún esta se desarrolla.
Casi todas las conclusiones de ese libro fueron acogidas por los historiadores de las nuevas generaciones. No obstante las múltiples aclaraciones y correcciones posteriores, incluyendo las que el propio autor se encargó de introducir en ediciones sucesivas, han quedado abiertas varias cuestiones que falta elucidar si no con más profundidad, quizás sí con nuevas fuentes y perspectivas que han ido surgiendo en años posteriores. En efecto, una de las conclusiones más relevantes del libro se refiere al gobierno de los frailes Jerónimos, quienes jugaron un papel crucial en la conducción de la transformación social estudiada en La Española en el siglo XVI. En efecto, el autor hace suya y desarrolla la defensa de aquel gobierno que realizara Manuel Serrano y Sanz a inicios del siglo XX. Sin duda, puede decirse que reivindica la política de los frailes gobernadores frente a las críticas de su época y a los juicios posteriores de historiadores y estudiosos, sobre todo aquellos que adoptaron la perspectiva crítica de Las Casas, redescubierto en el siglo XIX, lo que algunos entendieron como una reactualización de la leyenda negra de la conquista de América.
Si los dos primeros capítulos del libro dan a entender el tortuoso camino del asentamiento europeo, las negociaciones privadas entre los reyes y Colón, los conflictos derivados de su complejo cumplimiento y las repercusiones de la estabilización del dominio español sobre la población del territorio conquistado, atribuible a la organización colonial ovandina, los siguientes capítulos abordan el meollo del problema económico de la explotación colonial y su continuidad. Los dos gobiernos de Diego Colón ilustran, de una parte, la estructuración de un grupo de poder dividido en bandos por la apropiación de la mano de obra indígena, base de la explotación colonial, y, por otro lado, la reestructuración del poder social y político integrado en la nueva colonia. Esta última integración se lograría con la intervención del proyecto reformador de Cisneros y Las Casas, que provocó el envío de los frailes Jerónimos a enderezar la política colonial y en particular en lo tocante a la conservación y tratamiento de la población indígena; todo lo cual vino a resultas de las gravísimas denuncias de los frailes dominicos de la Española, a las que se unieron también las voces de los frailes franciscanos.
Aunque en varios aspectos Frank Moya se apoya en la obra de Manuel Giménez Fernández, toma distancia en lo que se refiere a la crítica de este acerca de la política de los frailes gobernadores. Esto lo hace basándose en el complejo panorama de las relaciones de poder en la sociedad españolense, atravesada por dificultades y confrontaciones primarias que no podían ser asumidas o tomadas en cuenta por quienes decidían desde la metrópoli. En el capítulo dedicado a “La utopía españolense, 1517-1519” presenta la política realista de los padres Jerónimos, quienes no hicieron abstracción de las realidades efectivas de “los intereses creados” que encontraron en la isla.
Paradójicamente, el capítulo muestra que el camino tomado por dichos gobernadores para definir un programa contemporizador que, más bien, despojaba de cualquier rasgo utópico su actuación política: Defiende las medidas inmediatas adoptadas por estos que les ganaron el favor y apoyo del grupo oficial y el de los encomenderos, pese a que estos eran los grupos de poder que debían ser más severamente afectados conforme a los propósitos reformistas del Cardenal regente. Esas medidas fueron: la orden para el retorno de los indios al trabajo de las minas; la confiscación de los indios pertenecientes a encomenderos absentistas; la orden para que a los oficiales reales cuyos salarios se pagaban con indios no se les quitaran hasta resolver la cuestión del aumento de los salarios a pagar por la Real Hacienda. Con ello los frailes gobernadores conjuraban el problema inmediato de quedarse sin apoyo de la burocracia oficial y de los encomenderos: “los padres Jerónimos actuaron con tacto suficiente como para adentrarse en los problemas de la Colonia y para hacer que su autoridad fuese aceptada por todos sin discusión” (p. 144). Y además se apropiaban de un conocimiento de las circunstancias sobresalientes en la coyuntura colonial: “Los problemas más graves de la misma eran, a juicio de los gobernadores, la agitación, la emigración, la despoblación y la decadencia de la economía” (pp.144-145). Sobre esta base los frailes gobernadores releyeron los propósitos reformistas que les fueron confiados. Estos problemas remitían a la inconformidad de muchos pobladores con relación a la organización desigual de la participación en la producción aurífera, base de la economía, pero más que nada a que esta no ofrecía mejores perspectivas de crecimiento (cfr. Ibídem).
De hecho, los Jerónimos parecen reinterpretar su misión en términos del sostenimiento económico desde su visión realista de las circunstancias de la colonia; en la cual debían atender a los puntos de vista de los grupos de poder existentes. Para ello, además, contaron con las opiniones del obispo de la Concepción, Suárez de Deza, y el contador Gil González Dávila, los cuales propugnaban por el desarrollo de la agricultura a través de respectivas cartas y memoriales dirigidas a la corona (pp. 145-146). Así concibieron un programa de cinco puntos –entre los cuales se hallaban la recomendación de introducir negros bozales— que expusieron los padres Jerónimos a modo de sugerencia al regente Cisneros en varias cartas. Mientras tanto, en abril de 1517 ya había dado inicio la realización de una encuesta, el llamado “interrogatorio jeronimiano”, sobre la capacidad de los indígenas para vivir “políticamente”. A fines del mismo mes daba inicio al esperado juicio de residencia a los jueces de Apelación a cargo del recién llegado Alonzo de Zuazo, a pasos acelerados.
Entretanto, la muerte de Cisneros hacia fines de ese año y la llegada al trono del rey Carlos, precipitaron los movimientos de los diferentes grupos de interés ante la corte, a los cuales mantuvo a raya el Regente.
Siguiendo el programa definido por esa reinterpretación realista, y de modo indirecto, los padres Jerónimos consiguieron uno de los principales y más radicales objetivos de su misión gubernativa: la conformación de unos 30 pueblos indígenas libres en toda la isla. Aunque esto último, sumado a las actuaciones del juez de residencia, les costó la pérdida del favor que habían conseguido del grupo oficialista y de los encomenderos de la isla. La labor, sin embargo, parecía lograda finalmente. Fue un hecho ajeno a cualquier previsión que provocó el fracaso: la epidemia de viruelas que afectó principalmente a los indígenas de los pueblos recién creados y que, poco después, obligó a deshacer lo alcanzado para devolver a los indígenas sobrevivientes a sus antiguos encomenderos. Con relación a los indígenas, en resumidas cuentas, solo se logró quitar las encomiendas a los absentistas. Otro objetivo conseguido por los padres Jerónimos, procedente de su programa realista y contemporizador, se reveló como la verdadera utopía: abrir el camino a una nueva economía de plantación azucarera, que pronto dio esplendor y riqueza a la colonia. Y esta fue resultado de otra situación paradójica: el avenimiento entre los bandos contrapuestos de “servidores” (pasamontistas) y “deservidores” del rey (dieguistas), en función del proyecto de una nueva economía basada en la producción de azúcar de caña.
Entiendo que esa atrevida interpretación del gobierno Jeronimiano planteada ya hace 50 años por Frank Moya Pons, tiene todavía mucho de desafío a la investigación moderna, no obstante ser uno de los temas debatidos en el pasado siglo XX.
Notas: Para las citas textuales he utilizado la edición de 1986: Frank Moya Pons, Después de Colón. Trabajo, sociedad y política en la economía del oro (Madrid: Alianza América, 1986).
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Raymundo González es Profesor de historia del Isfodosu, del Instituto Superior Pedro Francisco Bonó y del Centro de Estudios Institucionales de Teología, asesor histórico del Archivo General de la Nación y miembro de número de la Academia Dominicana de la Historia.