Una tarde de primavera, unos meses antes de que cerraran la confitería Richmond de la calle Florida, volví a ver al primer gran amor de mi vida. Yo estaba de visita en Buenos Aires, caminando por esas calles, sufriendo las emociones contradictorias del que vuelve al lugar donde pasó sus primeros veintitantos años, cuando me di cuenta de que estaba a dos pasos de la Richmond, escenario de encuentros inolvidables, lugar amable y tranquilo, ideal para una expatriada con desasosiego. Recordé la parafernalia con la que servían el té en la Richmond, la tetera, la lecherita, el colador. Lo que más me atrajo fue el colador, que antes ofrecían en todas las confiterías, y ahora no, ahora traen la bolsita de té, invento genial para los comerciantes del té pero deplorable, y una jarrita de agua caliente, nada más. Yo quería el colador, ya fuera bañado en plata, o de peltre, o de cromo, o de acero, un colador con el borde ondeado y agujeritos simétricos, que calzara perfectamente en la taza para pescar las hojitas de té que hubieran elegido viajar de la tetera a la taza. Los nómadas tenemos adicciones raras a objetos que señalan la permanencia. 

Me senté en la Richmond, pedí un té, acepté unas milhojas, aunque había dejado de comer dulces, pero quería seguir el ritual, vivir por un rato en la intemporalidad del ritual. Recordé las primeras líneas de la novela Portrait of a Lady, de Henry James, donde dice que hay pocas horas en la vida tan agradables como la hora dedicada a tomar el té. El té de la tarde fue, y todavía es en algunas partes, uno de los pasatiempos preferidos de las clases ricas y ociosas. Para mí, el té es el gran restaurador de la salud: mis dos abuelas me daban té si yo estaba resfriada, o si tenía dolor de estómago, o si estaba pálida, o si tenía inapetencia, o si simplemente estaba con la cabeza en otras cosas y con cara de ida. El té no venía en bolsitas y había que colarlo. La tetera de mi abuela Carmen tenía una muesquita en un borde, y yo pasaba el dedo por ahí, años y años sintiendo el gusto de la muesca. 

El té de la novela de James empezaba, como exigía la tradición, a las cuatro de la tarde; el mío en la Richmond empezó después de las seis, y había bastante gente ya, y un agradable murmullo de voces y ruiditos de porcelana. Yo estaba bien, tranquila, el té muy  caliente, la leche fría, el colador brillante, y podía ver a mi alrededor, con ironía benévola, contrastes y continuidades. Y entonces, cuando estaba allí sentada, atenta pero sin sospechas, mirando los manteles blancos y los cortinados rojos, entró por la puerta, con el mismo aire melancólico que tenía cincuenta años antes, el primer gran amor de mi vida, Lorenzo Cánova.  

Yo tenía once años y él cerca de treinta. Nunca nos dirigimos la palabra. Nunca me vio, siquiera, porque yo me escondía. Hacía bien en esconderme. No solamente tenía once años (medias tres cuartos, pelo enredado mal recogido en la nuca), sino que era todavía más rara que ahora, leía a Diderot y escribía mis propios pensamientos, numerados, en un cuaderno muy bien escondido en una bohardilla que quedaba junto al tanque de agua de la casa de mis padres, en la terraza, una bohardilla a la que no iba nadie más que yo y mis gatos, cada vez más numerosos. Yo juntaba gatos, o, mejor dicho, los gatos de los techos se apegaban a mí y todos vivíamos en la clandestinidad, porque no estaban permitidos los gatos dentro de la casa. Ellos leían a los filósofos conmigo, a ellos les explicaba lo que lograba entender de mis lecturas, y me acompañaban en el esforzado ejercicio de escribir mis pensamientos numerados. A veces alguno de mis gatos jugaba con mi lápiz y no me dejaba escribir, exactamente igual que la gatita de Montaigne, pero creo que yo no dejaba de escribir para jugar con el animalito, como hacía Montaigne, porque yo tenía mis arrebatos de inspiración y escribía sin prestar atención a nada ni a nadie.

Lorenzo Cánova el joven tenía el pelo amarillo y la mirada fija, ensimismada. El pelo muy amarillo, la cara grande y blanca, el cuerpo enjuto. Iba de traje gris y corbata roja todos los días, sin variaciones, y llevaba un portafolio, porque era profesor, era el profesor de matemática de las chicas de sexto B. Yo estaba en quinto A. Un día lo vi venir por el pasillo, lentamente, porque todavía no había sonado el timbre de clase. Lo vi y la flecha de Cupido me dio en el plexo solar, y quedé deslumbrada, temblando, con una flojera desconocida en el cuerpo y un ardor desaforado en la imaginación. Desde entonces lo seguí, escondida en lugares estratégicos. A la noche, después de los deberes, o en mis escapadas a la bohardilla, escribía mis libros futuros con el propósito de mandárselos algún día, así escritos en un cuaderno y sin firma, porque mi amor (que en esa época yo no llamaba amor, ni de ninguna otra manera) me parecía un escándalo que tenía que permanecer oculto, como tantos otros, incluidos Diderot y los gatos. Mi vida estaba llena de escándalos secretos. 

Lo espié durante mucho tiempo y seguí escribiendo mis libros de filosofía para él, incluso cuando, ya en la adolescencia, tenía una idea un poco más clara (no mucho, sin embargo) de que el amor no pasaba solamente por escribir libros para el amado. Pero ni se me ocurría que podía hacer más que escribirle filosofías, eso era lo más, lo más.

En la Richmond lo vi viejo, claro, era viejo, yo misma era vieja ya, qué cosa sorprendente. Le quedaba un poco de pelo chillón en la cabeza, mezclado con unas pelusas blancas, y su cara ancha y ahora un poco derrumbada tenía la misma expresión ausente que yo recordaba tan bien, y la misma mirada fija que quién sabe qué veía.  Me subía a los techos solamente para verlo dar vuelta a la esquina, solamente por unos segundos. Una vez me trepé a un tanque de agua de una casa vecina por mirarlo de lejos, también por unos segundos, y temblé muchas veces de frío en zaguanes de casas cercanas al colegio, esperando que él pasara. Durante meses sentí el pánico de que me tocara de profesor en sexto, porque no iba a poder soportar la luz de su presencia (no me tocó). Yo tenía bien claro que un misterio así requería distancia. 

En la Richmond se sentó un poco lejos, a mi derecha. El mozo le llevó un café y él se quedó quieto un buen rato, sin tomarlo. Yo lo veía de perfil. De la calle Florida llegaba, desfigurado, un tango. Había estado a punto de cambiarme de mesa, para alejarme de los ruidos de la calle. Por suerte no lo hice, porque sentada cerca de la puerta pude ver entrar a Lorenzo Cánova el viejo, lento, un poco inestable ahora, y hasta me parece que por un fragmento ínfimo de tiempo nos miramos, cuando él echó una ojeada alrededor para elegir mesa. Si realmente se nos cruzaron las miradas, ese fue el único contacto que tuvimos en la vida. 

Ahí estábamos los dos, medio siglo después, yo mirándolo como antes y él sin darse cuenta, como antes. Tomó el café desganadamente y supongo que ya frío. Al rato llamó al mozo con un gesto mínimo del brazo. Pagó y se fue, triste, siempre tan triste. Me dicen a veces que debí seguirlo, que debí contarle mi historia y abrazarlo en la calle Florida, y que los dos nos hubiéramos reído, y que entonces yo habría sabido algo de él. Pero yo solamente podía hacer lo que hice, quedarme sentada en la Richmond, viéndolo irse para siempre. Cuando lo espiaba y sufría sol o lluvia o viento en las barandas de la terraza de mi casa, donde yo vivía con los gatos, era para verlo irse, él siempre se iba, y eso me parecía natural y hasta deseable, eso era lo que él tenía que hacer, irse, y yo solamente mirarlo fascinada, y después escribir los pensamientos numerados, para él.

Gracias a ese encuentro inesperado en la Richmond, supe que  Lorenzo Cánova, en su vejez, seguía siendo el mismo, y que seguía siendo mi primer gran amor, olvidado, pero vigente en los efectos benéficos que deja el gran amor. En la Richmond, con el colador de té sostenido sobre la taza, me di cuenta de que ese hombre con pelusas rubias en la cabeza había sido el primero en despertar en mí el deseo de escribir no para mí sola, como hasta entonces, sino para otro, había sido la lumbre de mi imaginación, en las postrimerías de mi infancia, momento de cambio y tumulto, de desgarros y descubrimientos. Esa tarde, mi búsqueda de permanencia se vio satisfecha; él era el mismo, y yo, hasta cierto punto, también, porque seguía estudiando y seguía escribiendo libros, y además seguía dando clases, lo que ha sido siempre mi mayor vocación y fuente de alegría. Son dos actividades que requieren devoción a los demás. Escribir es escribir para otros, para uno y para otros que son, en principio, infinitos y desconocidos, y enseñar es ofrecer a otros no solamente conocimientos adquiridos con labor y disciplina, sino ideas, valores y maneras de mirar, es ofrecerse a uno mismo. Espiar a Cánova fue mi primer ejercicio de devoción a otros, fue él quien me inspiró, le debo eso, el primer impulso de comunicación que trasciende espacio y tiempo.

Pedí más té. Trajeron de nuevo todos los implementos, y otro colador brillante. Probé una Pavlova deliciosa, con el mismo gusto a crema chantilly de mi infancia. 

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Graciela Reyes, lingüista, poeta y narradora argentina. Profesora emérita de la Universidad de Illinois en Chicago. Autora de Palabras en contexto. Pragmática y otras teorías del significado (Madrid, Arco Libros, 2018).

Imagen de portada: Emil Nolde, Autorretrato. 1912.