Hace casi 80 años, Juan Bosch escribió este maravilloso cuento que describe las situaciones extremas que se viven en las islas antillanas. Esta pieza literaria comienza con la sequía desoladora y termina en “la niega” tormentosa que anega la tierra. Vale la pena re-encontrarnos con esta realidad socioambiental descrita por Bosch, sobre todo para comprender cómo los fenómenos meteorológicos impactan a los grupos más pobres de nuestra nación generando ideas, creencias y prácticas que perduran hasta nuestros días. Todo este drama se desarrolla leyendo las pocas páginas que tiene esta obra magistral, donde no sobra una sola de las 3099 palabras que utilizó Don Juan para completarla.
Dos pesos de agua
(Cuento publicado por Impresor A. Ríos,
La Habana, 1941)
de
Juan Bosch
(República Dominicana, 1909-2001)
La vieja Remigia sujeta el aparejo,
alza la pequeña cara y dice:
—Dele ese rial fuerte a las ánimas pa que
llueva, Felipa.
Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír
lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio
y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.
—Y no se ve nadita de nubes —comenta.
Baja entonces la mirada. Los terrenos
pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente
que vive en él, y en los otros, y en los más remotos, estará pensando como ella
y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses! Los
hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos
chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como
pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo
para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva… Y nada. Nada.
—Nos vamos a acabar, Remigia —dice.
La vieja comenta:
—Pa lo que nos falta.
La sequía había empezado matando la primera
cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les
cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al
agua, las piedras surgieron cubiertas de lama y los pececillos emigraron
corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse
lagunas, otros lodazales.
Sedientos y desesperados, muchos hombres
abandonaron los conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en
busca de lugares menos áridos.
La vieja Remigia se resistía a salir. Algún
día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche
rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas. Algún día…
***
Desde que se
quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una parihuela, la vieja
Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando sus centavos en
una higuera con ceniza. Los centavos eran de cobre. Trabajaba en el conuquito,
detrás de la casa, sembrando maíz y frijoles. El maíz lo usaba en engordar los
pollos y los cerdos; los frijoles servían para la comida. Cada dos o tres meses
reunía los pollos más gordos y se iba a venderlos. Cuando veía un cerdo
mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas extraía la
grasa; con ésta y con los chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el
bohío, le encarbaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba el nieto en el
potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.
Iba tejiendo su vida así, con el nieto
colgado en el corazón.
—Pa ti trabajo, muchacho —le decía—. No
quiero que pases calores, ni que te vayas a malograr, como tu taita.
El niño la miraba. Nunca se le oía hablar,
y aunque apenas alzaba una vara del suelo, madrugaba con su machete bajo el
brazo y el sol le salía sobre la espalda, limpiando el conuco.
La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía
crecer el maíz, veía florecer los frijoles; oía el gruñido de sus puercos en la
pocilga cercana; contaba las gallinas al anochecer, cuando subían a los palos.
Entre días descolgaba la higera y sacaba los cobres. Había muchos, llegó
también a haber monedas de plata de todos tamaños.
Con un temblor de novia en la mano, Remigia
acariciaba su dinero y soñaba. Veía al muchacho en tiempo de casarse, bien
montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba tras un mostrador,
despachando botellas de ron, varas de lienzo, libras de azúcar. Sonreía,
tornaba a guardar su dinero, guindaba la higuera y se acercaba al nieto, que
dormía tranquilo.
Todo iba bien, bien. Pero sin saberse
cuándo ni cómo se presentó aquella sequía. Pasó un mes sin llover, pasaron dos,
pasaron tres. Los hombres que cruzaban por delante de su bohío la saludaban
diciendo:
—Tiempo bravo, Remigia.
Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:
—Prendiendo velas a las ánimas pasa esto.
Pero no llovía. Se consumieron muchas velas
y se consumió también el maíz en sus tallos. Se oían crujir los palos; se veían
enflaquecer los caños de agua; en la pocilga empezó a endurecerse la tierra. A
veces se cargaba el cielo de nubes; allá arriba se apelotonaban manchas grises;
bajaban de las lomas vientos húmedos, que alzaban montones de polvo…
—Esta noche sí llueve, Remigia —aseguraban
los hombres que cruzaban.
— ¡Por fin! Va a ser hoy —decía una mujer.
—Ya está casi cayendo —confiaba un negro.
La vieja Remigia se acostaba y rezaba:
ofrecía más velas a las ánimas y esperaba. A veces le parecía sentir el roncar
de la lluvia que descendía de las altas lomas. Se dormía esperanzada; pero el
cielo amanecía limpio como ropa de matrimonio.
Comenzó la desesperación. La gente estaba
ya transida y la propia tierra quemaba como si despidiera llamas. Todos los
arroyos cercanos habían desaparecido; toda la vegetación de las lomas había sido
quemada. No se conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en busca
de mayas; las reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los
muchachos iban a distancias de medio día a buscar latas de agua; las gallinas
se perdían en los montes, en procura de insectos y semillas.
—Se acaba esto, Remigia. Se acaba
—lamentaban las viejas.
Un día, con la fresca del amanecer, pasó
Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo flaco cargado
de trastos.
—Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le
han hecho mal de ojo.
Remigia entró en el bohío, buscó dos
monedas de cobre y volvió.
—Tenga; préndamele esto de velas a las
ánimas en mi nombre —recomendó.
Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la
cabeza y se cansó de ver cielo azul.
—Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros
vamos a parar un rancho allá, y dende agora es suyo.
—Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.
Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus
hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía incendiar las lomas
remotas.
***
El muchacho se
había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le acercó:
—Mamá, uno de los puerquitos parece muerto.
Remigia se fue a la pocilga. Anhelantes,
resecas las trompas, flacos como alambres, los cerdos gruñían y chillaban.
Estaban apelotonados, y cuando Remigia los espantó vio restos de un animal.
Comprendió: el muerto había alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella
misma en busca de agua para que sus animales resistieran.
Echaba por delante el potro bayo; salía de
madrugada y retornaba a medio día. Incansable, tenaz, silenciosa, Remigia se
mantenía sin una queja. Ya sentía menos peso en la higuera; pero había que
seguir sacrificando algo para que las ánimas tuvieran piedad. El camino hasta
el arroyo más cercano era largo; ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia.
El potro bayo tenía las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces se le
oían chocar los huesos.
El éxodo seguía. Cada día se cerraba un
nuevo bohío. Ya la tierra parda se resquebrajaba; ya sólo los espinosos
cambronales se sostenían verdes. En cada viaje el agua del arroyo era más
escasa. A la semana había tanto lodo como agua; a las dos semanas el cauce era
como un viejo camino pedregoso, donde refulgía el sol. La bestia, desesperada,
buscaba donde ramonear y batía el rabo para espantar las moscas.
Remigia no había perdido la fe. Esperaba
las señales de lluvia en el alto cielo.
— ¡Ánimas del Purgatorio! —clamaba de rodillas—.
¡Ánimas del Purgatorio! ¡Nos vamos a morir achicharrados si ustedes no nos
ayudan!
Días más tarde el potro bayo amaneció
tristón e incapaz de levantarse; esa misma tarde el nieto se tendió en el
catre, ardiendo en fiebre. Remigia se echó afuera. Anduvo y anduvo, llamando en
los distantes bohíos, levantando los espíritus.
—Vamos a hacerle un rosario a San Isidro
—decía.
—Vamos a hacerle un rosario a San Isidro
—repetía.
Salieron una madrugada de domingo. Ella
llevaba el niño en brazos. La cabeza del muchacho, cargada de calenturas,
pendía como un bulto del hombro de su abuela. Quince o veinte mujeres, hombres
y niños desharrapados, curtidos por el sol, entonaban cánticos tristes,
recorriendo los pelados caminos. Llevaban una imagen de la Altagracia; le
encendían velas; se arrodillaban y elevaban ruegos a Dios. Un viejo flaco,
barbudo, de ojos ardientes y acerados, con el pecho desnudo, iba delante
golpeándose el esternón con la mano descarnada, mirando a lo alto y clamando:
¡San
Isidro Labrador!
¡San
Isidro Labrador!
Trae
el agua y quita el sol,
¡San
Isidro Labrador!
Sonaba ronca la voz del viejo. Detrás, las
mujeres plañían y alzaban los brazos.
***
Ya se habían
ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una hija medio loca; pasó Felipe;
pasaron unos y otros. Ella les dio a todos para las velas. Pasaron los últimos,
una gente a quienes no conocía; llevaban un viejo enfermo y no podían con su tristeza;
ella les dio para las velas.
Se podía tender la vista sin tropiezos y
ver desde la puerta del bohío el calcinado paisaje con las lomas peladas al
final; se podían ver los cauces secos de los arroyos.
Ya nadie esperaba lluvia. Antes de irse los
viejos juraban que Dios había castigado el lugar y los jóvenes que tenía mal de
ojo.
Remigia esperaba. Recogía escasas gotas de
agua. Sabía que había que empezar de nuevo, porque ya casi nada quedaba en la
higuera, y el conuco estaba pelado como un camino real. Polvo y sol; sol y
polvo. La maldición de Dios, por la maldad de los hombres, se había realizado
allí; pero la maldición de Dios no podía acabar con la fe de Remigia.
***
En su rincón
del Purgatorio, las ánimas, metidas de cintura abajo entre las llamas voraces,
repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego, purificándose; y, como burla
sangrienta, tenían potestad para desatar la lluvia y llevar el agua a la
tierra. Una de ellas, barbuda, dijo:
— ¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de Paso
Hondo, ha quemado ya dos pesos de velas pidiendo agua!
Las compañeras saltaron vociferando:
— ¡Dos pesos, dos pesos!
Alguna preguntó:
— ¿Por qué no se le ha atendido, como es
costumbre?
— ¡Hay que atenderla! —rugió una de ojos
impetuosos.
— ¡Hay que atenderla! —gritaron las otras.
Se corría la voz, se repetían el mandato:
— ¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos
pesos de agua!
— ¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
— ¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
Todas estaban impresionadas, casi fuera de
sí, porque nunca llegó una entrega de agua a tal cantidad; ni siquiera a la
mitad, ni aun a la tercera parte. Servían una noche de lluvia por dos centavos
de velas, y cierta vez enviaron un diluvio entero por veinte centavos.
— ¡Dos pesos de agua a Paso Hondo! —rugían.
Y todas las ánimas del Purgatorio se
escandalizaban pensando en el agua que había que derramar por tanto dinero,
mientras ellas ardían metidas en el fuego eterno, esperando que la suprema
gracia de Dios las llamara a su lado.
***
Abajo, en Paso
Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana Remigia miró hacia oriente y vio una
nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y tan fina como la rabiza
de un fuete. Una hora después inmensas lomas de nubes grises se apelotonaron,
empujándose, avanzando, ascendiendo. Dos horas más tarde estaba oscuro como si
fuera de noche.
Llena de miedo, con el temor de que se
deshiciera tanta ventura, Remigia callaba y miraba. El nieto seguía en el
catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que un sonajero de huesos. Los ojos
parecían salirle de cuevas.
Arriba estalló un trueno. Remigia corrió a
la puerta. Avanzando como caballería rabiosa, un frente de lluvia venía de las
lomas sobre el bohío. Ella sonrió de manera inconsciente; se sujetó las
mejillas, abrió desmesuradamente los ojos. ¡Ya estaba lloviendo!
Rauda, pesada, cantando broncas canciones,
la lluvia llegó hasta el camino real, resonó en el techo de yaguas, saltó el
bohío, empezó a caer en el conuco. Sintiéndose arder, Remigia corrió a la
puerta del patio y vio descender, apretados, los hilos gruesos del agua; vio la
tierra adormecerse y despedir un vaho espeso. Se tiró afuera, rabiosa.
— ¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo sabía!
—gritaba a voz en cuello.
— ¡Lloviendo, lloviendo! —clamaba con los
brazos tendidos hacia el cielo—. ¡Yo lo sabía!
De pronto penetró en la casa, tomó al niño,
lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo mostró a la lluvia.
— ¡Bebe, muchacho; bebe, hijo mío! ¡Mira
agua, mira agua!
Y sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía
querer meterle dentro el espíritu fresco y disperso del agua.
***
Mientras afuera
bramaba el temporal, soñaba adentro Remigia.
—Ahora —se decía—, en cuanto la tierra se
ablande, siembro batata, arroz tresmesino, frijoles y maíz. Todavía me quedan
unos cuartitos con que comprar semillas. El muchacho se va a sanar. ¡Lástima
que la gente se haya ido! Quisiera verle la cara a Toribio, a ver qué pensaría
de este aguacero. Tantas rogaciones, y sólo me van a aprovechar a mí. Quizá
vengan agora, cuando sepan que ya pasó el mal de ojo.
El nieto dormía tranquilo. En Paso Hondo,
por los secos cauces de los arroyos y los ríos, empezaba a rodar agua sucia;
todavía era escasa y se estancaba en las piedras. De las lomas bajaba roja,
cargada de barro; de los cielos descendía pesada y rauda. El techo de yaguas se
desmigajaba con los golpes múltiples del aguacero. Remigia se adormecía y veía
su conuco lleno de plantas verdes, lozanas, batidas por la brisa fresca; veía
los rincones llenos de dorado maíz, de arroz, frijoles, de batatas henchidas.
El sueño le tornaba pesada la cabeza.
Y afuera seguía bramando la lluvia
incansable.
***
Pasó una
semana; pasaron diez días, quince… Zumbaba el aguacero sin una hora de
tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el agua tomó
Remigia el camino de Las Cruces para comprar comida. Salió de mañana y retornó
a media noche. Los ríos, los caños de agua y hasta las lagunas se adueñaban del
mundo, borraban los caminos, se metían lentamente entre los conucos. Una tarde
pasó un hombre. Montaba mulo pesado.
— ¡Ey, don! —llamó Remigia.
El hombre metió la cabeza del animal por la
puerta.
—Bájese pa que se caliente —invitó ella.
La montura se quedó a la intemperie.
—El cielo se ta cayendo en agua —explicó él
al rato. —Yo como usté dejaba este sitio tan bajito y me diba pa las lomas.
— ¿Yo dirme? No, hijo. Horita pasa este
tiempo.
—Vea —se extendió el visitante—, esto es
una niega. Yo las he visto tremendas, con el agua llevándose animales, bohíos,
matas y gente. Horita se crecen todos los caños que yo he dejado atrás,
contimás que ta lloviéndoles duro en las cabezadas.
—Jum… Peor que esto fue la seca, don. Todo
el mundo le salió huyendo, y yo la aguanté.
—La seca no mata, pero el agua ahoga, doña.
Todo eso —y señaló lo que él había dejado a la puerta— ta anegado. Como tres
horas tuve esta mañana sin salir de un agua que me le daba en la barriga al
mulo.
El hombre hablaba con voz pausada, y sus
ojos grises, atemorizados, vigilaban el incesante caer de la lluvia.
Al anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia
que no cogiera el camino con la oscuridad.
—Dispué es peor, doña. Van esos ríos y se
botan…
Remigia se fue a atender al nieto, que se
quejaba débilmente.
***
Tuvo razón el
hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e inquietante; se oían retumbar
los truenos; penetraban los reflejos de los relámpagos por las múltiples
rendijas.
El agua sucia entró por los quicios y
empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era el viento en la distancia, y a ratos
parecía arrancar árboles. Remigia abrió la puerta. Un relámpago lejano alumbró
el sitio de Paso Hondo. ¡Agua y agua! Agua aquí, allá, más lejos, entre los
troncos escasos, en los lugares pelados. Debía descender de las lomas y en el
camino real se formaba un río torrentoso.
— ¿Será una niega? —se preguntó Remigia, dudando
por vez primera.
Pero cerró la puerta y entró. Ella tenía
fe; una fe inagotable, más que lo que había sido la sequía, más que lo sería la
lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan mojado como por fuera. El muchacho se
encogía en el catre, rehuyendo las goteras.
A medianoche la despertó un golpe en una
esquina de la vivienda. Se fue a levantar, pero sintió agua hasta casi las
rodillas. Bramaba afuera el viento. El agua batía contra los setos del bohío.
¡Ay de la noche horrible, de la noche
anegada! Venía el agua en golpes; venía y todo lo cundía, todo lo ahogaba.
Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó pedazos de oscuro cielo.
Remigia sintió miedo.
— ¡Virgen Santísima! —clamó—. ¡Virgen
Santísima, ayúdame!
Pero no era negocio de la Virgen, ni de
Dios, sino de las ánimas, que allá arriba gritaban:
— ¡Ya va medio peso de agua! ¡Ya va medio
peso!
***
Cuando sintió el bohío torcerse por los torrentes, Remigia desistió de esperar y levantó al nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril; luchó con el agua que le impedía caminar; empujó, como pudo, la puerta y se echó afuera. A la cintura llevaba el agua; y caminaba, caminaba. No sabía adónde iba. El terrible viento le destrenzaba el cabello, los relámpagos verdeaban en la distancia. El agua crecía, crecía. Levantó más al nieto. Después tropezó y tornó a pararse. Seguía sujetando al niño y gritando:
— ¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
Se llevaba el viento su voz y la esparcía sobre la gran llanura líquida.
— ¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
Su falda flotaba. Ella rodaba, rodaba. Sintió que algo le sujetaba el cabello, que le amarraban la cabeza. Pensó:
—En cuanto esto pase siembro batata.
Veía el maíz metido bajo el agua sucia. Hincaba las uñas en el pecho del nieto.
— ¡Virgen Santísima!
Seguía ululando el viento, y el trueno rompía los cielos. Se le quedó el cabello enredado en un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia abajo, arrastrando bohíos y troncos. Las ánimas gritaban, enloquecidas:
— ¡Todavía falta; todavía falta! ¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son dos pesos de agua!
Rafael Emilio Yunén, ensayista, geógrafo y docente. Miembro de la Academia Dominicana de la Historia.