Fidelio y Arístides en Bellas Artes

El proemio

Fue la vida de Arístides Incháustegui (1938-2017) una silenciosa, prolongada y áspera batalla. Contra un solo adversario: la osada rusticidad y el vulgarismo secular de nuestro paisaje y de nuestros paisanos. ¿Sus insólitas armas?: la indagatoria del acto histórico y el estímulo de la sensibilidad social mediante el trato con las expresiones más insignes del arte.

En 1987, Arístides proyectó el montaje de ‘Fidelio’, la magna ópera única de Ludwig Van Beethoven. Karl Popper había dicho: “No hay obra más conmovedora que Fidelio, ni más emocionante expresión de la fe de un hombre, de sus esperanzas, de sus secretos sueños y de su heroica lucha contra la desesperación”. 

La “mise en scéne” de Fidelio se realizaría a modo de concierto, sin los detalles habituales del cuadro operático y sólo en el marco de una sobria escenografía de Cristian Martínez Villanueva. Arístides haría de Florestán. Escribí entonces un comentario en torno a esta presentación en el teatro del Palacio de Bellas Artes. 

Que aquellas frases (ya encanecidas, arrugadas) sirvan hoy para evocar al amigo perdido. Y, ojalá, como adiós definitivo (que conste…) a un persistente demonio “que vive e que non se ve”, que diría la gran poetisa gallega Rosalía de Castro.

El escenario

Es 1804 y usted ha viajado a Dresde para asistir al estreno de la ópera “Léonore” de Ferdinando Paër. Ahora se intenta repetir el triunfo alcanzado seis años antes por Pierre Gaveaux. Como en aquella ocasión, está de por medio el libreto de Jean Nicolas Bouilly: “Léonore ou L’Amour Conjugal”. Seres comunes y personajes de clase elevada se mezclan en este trasiego de felicidad postergada, donde el heroísmo de los hombres desplaza a los dioses antiguos.

La trama de Léonore es melodramática y doliente. Se trata de un reo político, Florestán, que Pizarro, el gobernador de una fortaleza, quiere hacer morir de hambre en el calabozo. Todos creen, excepto su esposa Léonore, que el preso ha muerto. Disfrazada de mancebo y bajo el nombre de Fidelio, Léonore logra ser admitida como sirviente por el carcelero Rocco. 

Pizarro está impaciente por liquidar a su rehén. Al ver que el hambre no produce el efecto deseado, el gobernador dispone la ejecución de Florestán. Ordena a Rocco que cave una fosa adonde el prisionero será enterrado dentro de unas horas. Fidelio colabora en la triste tarea. Aparece el cruel Pizarro. Encadenado, el prisionero se levanta, reconoce a su verdugo y lo inquiere. Pizarro avanza hacia él con un puñal en la mano. Léonore, que ha sacado una pistola del pecho, se interpone entre los dos hombres y amenaza con el arma a Pizarro. El gobernador, asustado, retrocede. 

Se escucha entonces el sonido de un clarín, señal convenida para bajar el puente levadizo del castillo. Es la llegada de Fernando, el ministro. Al no poder consumar el crimen, Pizarro escapa. Está salvado el prisionero. El pueblo celebra la fidelidad y el júbilo de Léonore.

El drama humano, en este punto, adquiere relieve de fait historique, como había señalado Gaveaux. Esa noche, la música de Paër le resultará especialmente donosa y exultante. Concluye la función.

Al salir del teatro, usted escucha cuando aquella figura desaliñada y brusca le habla al compositor, al maestro Ferdinando Paër. “Me gustó tanto su ópera que desearía ponerle otra música”, espeta el hombre. Ahora usted no comprende el desapacible humor de este individuo, la íntima razón para actuar de este sujeto ancho y feo, con algo más de treinta años y la indócil melena de león hundida en su espalda inmensa.

Aún no acaba usted de entender si está en presencia de un bromista o de un díscolo. Por el momento, no supondrá siquiera que se trata del enamorado de Leonor von Breuning y Magdalena Willman. De aquel que le dedica la sonata “Claro de Luna” a Giulietta Guicciardi, una quinceañera que lo hará pensar en el suicidio. A usted jamás le cruzará por la cabeza la idea de que tal esperpento sea Ludwig Van Beethoven.

Aunque tampoco él podría imaginar que esta noche, de la tersa banalidad que propone la Léonore de Boully surgirá la más dolorosa de sus espinas; aquella que lo obligará a un angustioso y lacerante tormento: la creación de Fidelio, su tres veces resucitada ópera única. 

Ahora es cuestión de anticipar que, un año después de la noche en Dresde, el primer Fidelio fracasará rotundamente. Todos apreciarán la obra como excesivamente prolongada y monótona. Beethoven la reducirá de tres a sólo dos actos en la versión de 1806. Pero el nuevo drama saldrá de la escena después de cuatro funciones. 

Se trata de presumir que la tercera versión no aparecerá sino hasta 1814, y que entonces ya no habrá más rechazos. Que este último Fidelio ascenderá –solitario, sin sus antecesores– al Olimpo operático. Habrá que entender la necesidad de estos tres nacimientos: tres Fidelios con cuatro oberturas, a la manera de quien irradia cuatro conciencias emancipadas de un cuerpo único.

El Fidelio-Léonore de Beethoven (cual Orfeo, aunque sin su dionisíaca ambivalencia) descenderá al infierno, a la cárcel, a la región de las tinieblas. Implorará al destino aquel favor excepcional: la devolución de su amor, el regreso a la luz de aquella sombra preterida: la recuperación definitiva de su Florestán-Eurídice. Ella-él no podrá, como en el mito judaico de la mujer de Lot, mirar hacia atrás en la salida del infierno. El remordimiento perverso y la insaciable inconstancia hicieron girar la cabeza de Orfeo. Léonore, en cambio, vencerá el maleficio. Su pasión, carente de toda trivialidad, está dignificada por la pureza. Léonore alcanza el milagro: las tinieblas le devuelven a Florestán. 

Desde aquella noche de 1804, sin discernirlo, en cada feminidad buscará Beethoven una Léonore que lo recobre del presidio de la soledad creadora. Alguien que le permita renacer en esa “imposible felicidad que viene de fuera” y lo rescate del abismo de su sordera aborrecible. Pero ninguna de las mujeres por él conocidas —sólo, quizá, Josefina von Brunswick, la “amada inmortal”— intentaría salvarlo del infierno de su vida tempestuosa.

Y será tarde cuando él entienda de qué modo ellas (Magdalena Willman, Giulietta Guicciardi, María Erdody, Teresa Malfatti, Amelia Sebald), como Orfeo a Eurídice, lo han condenado para siempre a las tinieblas. De qué forma, igual que las ménades a Orfeo, ellas despedazarán su alma sin alguna misericordia. Tampoco Beethoven supondrá que veintitrés años después, a las cinco y cuarto de la tarde vienesa, en medio de una tormenta, delirando, elevará su puño al cielo y dejará escapar la vida.

Usted, así, revivirá esa noche en Dresde, cuando ha soñado ir al estreno de la Léonore de Ferdinando Paër, en el momento en que observa al individuo macizo y feo que habla con Paër. A ese sujeto con la arisca melena de león hundida en la espalda. A ese hombre con la mirada como dos voces muertas sembradas en la cara.

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Pedro Delgado Malagón, ensayista y columnista de múltiples revistas y diarios dominicanos; catedrático universitario y autor de Turismo dominicano: 30 años a velocidad de crucero (2018).