Cuando era joven forjé la falsa idea de que para ser un escritor era preciso hacer acopio de una serie de requisitos inherentes al oficio. Según mi particular criterio era necesario poseer determinadas condiciones que yo creía comunes a todos ellos. Mi lista era exigente e incluía en primer lugar mostrar un aire general de persona incomprendida y caminar despacio bajo un gabán muy pesado, a pesar de que no hiciera frío y uno viviera en el trópico. Era asimismo preciso usar lentes. Pequeños y redondos, muy parecidos a los de James Joyce. Era imprescindible leer todas las novelas francesas que uno pudiera y hablar bien el francés. Conveniente, sin duda, ser la oveja negra de tu familia, una especie de Gregorio Samsa; transitar las noches borracho y conversar con las piernas extendidas, en un camastro desvencijado, con una prostituta encantadora. Mi escena, para resultar más convincente, solía venir acompañada de una mirada vaga a las volutas de humo de un cigarrillo que se perdían en el techo de un cuartucho decadente. 

Pensaba seriamente, en mi equivocada idea de lo que era un escritor, que éste debía ser un lobo estepario, un Mersault, un tipo sin destino. Ansiaba cultivar esa imagen de hombre resentido y anodino, acumular tantos golpes en el costado de la vida que sirvieran de savia, ese germen siempre necesario para mis escritos futuros. 

Pero la madurez juega su papel irremediablemente y descubrí, pasado el tiempo, que la literatura estaba en otra parte. Descubrí que bebía de fuentes distintas, de las cosas simples que ocurren cotidianamente, esas que a menudo no registramos y a pesar de ello, suceden cada instante a nuestro lado. Me di cuenta de que el secreto estaba en ahondar en nosotros mismos, profundizar hasta encontrar nuestro carbono catorce, el ADN que describe quienes somos. Comprendí incluso algo más interesante y es que aunque podamos engañarnos al respecto, el proceso no resultaba en sí mismo tan difícil; en realidad tan solo tienes que dejar que las aguas fluyan cristalinas y tomar prestados los detalles que cruzan frente a tus ojos. 

Eso sí, es fundamental, siguiendo la estela de Faulkner, tener a mano un rastreador de supuestas nimiedades. Un artefacto, lo suficientemente sensible para que avise y se dispare de inmediato ante lo ordinario, a todo cuanto a tu alrededor parezca trivial e insignificante. Esa sencilla viruta que viaja por el aire es tu objetivo, tan solo tienes que atraparla, clasificarla y darle forma. Y no diré que no sea una actividad ardua, a veces angustiosa, pero al mismo tiempo placentera si no nos apresuramos. Si llegamos a aceptar que la construcción en el tiempo, de aquel a quien algún día alguien llamará escritor, supone un camino largo y que hay que perseverar pacientemente en el esfuerzo de hacer dúctil la palabra. Después, llegado el día, te miraras al espejo y en tu rostro podrás contemplar la satisfacción de saber que no te hiciste más sabio, ni distinto siquiera, pero entenderás al fin que lograste decantar las aguas turbias que corrían en tu interior y te sentirás complacido de haberlo logrado.

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David Pérez Núñez es poeta, narrador y ensayista. Autor de Caleidoscopio (2019) y Soledades y destierros (2019). Ultima los preparativos de un segundo poemario, en esta ocasión bilingüe, español-inglés y trabaja en un nuevo libro de cuentos y narraciones cortas.