Una y otra vez he tratado de buscar una explicación acertada a mi perseverante fascinación por el caballo. Aquí tengo una respuesta mitificada a este asunto irresuelto de mi existencia.

 O es que acaso me fulminan las miradas de las dos imágenes bicéfalas que adornan la “potiza” taína. 

Glorioso el día en que mi padre, el astro Sol y mi madre, la nube de la lluvia, en su gruta de amor copularon y concibieron este pequeño ser de género femenino, mitad mujer y la otra mitad de caballo. Soy Hylonome, la Centáuride. Desventurada, por un lado, afortunada por el otro, vengo a llenar un espacio en la realidad que se enferma indeliberadamente entre las nubes grises del cielo enfurecido por las impertinencias, ambiciones, osadías e impensables aberraciones de los hombres. 

Al momento de salir expulsada mediante un esfuerzo prodigioso de la vagina equina de mi madre, intenté levantarme con todas mis fuerzas para poder alcanzar las exuberantes mamas que solo esperaban el toque de mis labios. Así lo hice, y de inmediato empezó a brotar un rico chorro de leche calentita que recorría todo mi débil cuerpecito, fortaleciéndolo y armándolo para luchar con todos los embates de mi vida futura. Este cuerpo salido de las clásicas leyendas estaba destinado a cumplir grandes hazañas para mi pueblo. Caía y recaía, caía y volvía a caer una vez más, pero intuyendo siempre que debía erguirme para alcanzar mi cometido. Finalmente, lo logré. 

 Poco a poco, fui tomando fuerzas para poder recorrer todos los montes y montañas y estepas de mi tierra virgen y prolífica. Crecía, y mi torso entero de hembra adolescente desarrollaba y se transformaba con el tiempo en lo que perfilaba convertirse en una espléndida mitad mujer de luenga cabellera de color castaño claro que volaría al ritmo de los vientos tropicales. Pero al mismo tiempo en que ocurrían todas estas transformaciones físicas, también tenían lugar los cambios mentales y espirituales en mi naturaleza humana. Una terrible lucha de incertidumbres psíquicas y hormonales propias de la adolescencia tenían lugar dentro de ése, mi complejo ser. Estaría de por vida atrapada entre dos naturalezas que me llevarían a tomar decisiones y derroteros desconocidos hasta entonces. 

Durante una de mis tantas correrías matinales, ejercicio que exigían los fuertes músculos a cada lado de mi bien formado dorso que se prolongaba hacia unas extremidades bien formadas, en total armonía con el resto de mi anatomía, me encuentro frente a frente con unas grandes raíces retorcidas que brotaban de un disminuido árbol inconsecuente con la enormidad de la raíz. Me detuve de golpe, ensimismada por la hórrida belleza de lo que parecía ser una estatua grotesca. La examiné por todos lados, como si no quisiera olvidar el más mínimo detalle. Decidí seguir mi camino, pero sabiéndome impedida de continuar mi carrera en libertad, diestra, recogí mis patas delanteras para tomar impulso sobre mis extremidades posteriores y poder franquear la enorme raíz. Sin el más mínimo roce con el obstáculo, fácilmente llegué al otro lado. Corrí un corto lapso de unos quince metros y me detuve a pensar. Sí, a pensar, y me percaté de las habilidades portentosas que me confería mi naturaleza equina. Pero superior aún era saberme portadora de un razonamiento que me confería mi humanidad. Miré a mi alrededor. Me comparé con el salvaje comportamiento de la mayoría de los centauros que me rodeaban; a partir de aquel momento supe que me valdría de mi capacidad intelectual para formarme y devenir una figura ejemplar de conducta y realizaciones civilizadas, un ejemplo a seguir por todos los demás miembros de mi raza. 

Desde muy pequeña, entablé una estrecha amistad con Cílaro, un valiente y audaz centauro. De pequeños, y más adelante de jóvenes, ambos centauros seguimos siempre unidos por los mismos sentimientos de empatía, inteligencia, generosidad y valentía. Compañeros inseparables en la raza.

Los lápitas eran reconocidos estudiosos de los astros, y entre ellos había numerosos adivinadores. Largas filas de afanosos por saber su destino se formaban frente al corral techado del adivino. Eran muchos, por demás, que esperaban la fermentación de las frutas de estación para tomar su jugo convertido en sirope de alcohol etílico. ¡Cómo disfrutaba la gran mayoría de centauros consumiendo esa bebida en grandes cantidades! Y después del consumo desmedido por los machos, las centáurides, al acecho, recogían sus crías, las entraban en los corrales para evitar que siguieran el espantoso ejemplo de aquellos padres envueltos en orgías bacanales o, si no, en pleitos interminables que acababan con multitud de heridos y uno que otro muerto. 

No todo, empero, en esta raza, era barbarie. También los hubo eximios profesores de filosofía y moral. Entre éstos sobresalía el sabio maestro Quirón. A él recurrían Hylónome y Cílaro para aprender todo lo relacionado al pensamiento profundo. Dentro de la cueva donde habitaba el gran educador, había toda clase de artefactos que complementaran la teoría del conocimiento. Allí se enseñaba música, entre las artes, la única independiente, que existe por sí sola y, por lo demás, madre de emociones estéticas que van más allá del poder de las palabras para su descripción. Cílaro y yo salíamos de la cueva, nos íbamos al monte, y allí nos fundíamos en delirios desfallecientes de experiencias estéticas y amorosas hasta que el primer atisbo del sol naciente se dignara anunciarnos la hora de volver a la vida. 

En sus clases de medicina empírica, el maestro nos mostraba todas las maneras de tratar las enfermedades comunes a humanos y equinos. Solo el sabio Quirón percibía la dificultad que tendría para diagnosticar remedios para la salud de un ser que constaba de dos naturalezas. Para la fiebre, por ejemplo, indicaba todas las hierbas cuyas pócimas pudiesen combatirla; entre éstas el jengibre, el tomillo, la salvia y hasta una sabrosa infusión de café. Había una dolencia, sin lugar a dudas, una de las más comunes: el mal de intestinos o cólico. Las semillas del anís, la manzanilla, el hinojo, las hojas de menta piperita, el jengibre y muchas otras plantas estaban entre las que más recomendaba el sabio médico. La razón es que la vía digestiva del caballo es de una sola dirección; es decir, hacia adentro del estómago, y de ahí a los intestinos. El humano tiene el recurso del vómito para deshacerse de cualquier elemento nocivo al organismo. El caballo, por su parte, muere si expele por la boca cualquier alimento. Primero, se atraganta con el óbolo, segundo, no puede respirar y, por consiguiente, muere. 

También salían de allí versados en todos los recursos conocidos para la cacería de animales menores. En realidad, no había ciencia o disciplina artística o filosófica conocida en el mundo que Quirón no hubiese de incluir entre su diversidad de enseñanzas. Este singular centauro era un compendio de Sócrates, Platón y Aristóteles en un único ser. La mitología hubiese sufrido de una relevante ausencia, sin la existencia de Quirón. 

Fue así como dignos discípulos de Quirón, los jóvenes amantes Hylónome y Cílaro iban enriqueciendo considerablemente su naturaleza humana, en tanto se desgarraban sus adentros con las letales batallas de su doble esencia. Era de esperar que tanto sus actitudes salvajes como sus deseos irrefrenables de realizar actos contra natura fueran disminuyendo, aminorando, mermando, hasta llegar al estadio de la templanza y la moderación que los llevaron finalmente a convertirse en seres humanos normales y felices con su naturaleza subliminal y consciente. 

La vida de la muy estimada pareja de Hylónome y Cílaro siguió el curso de buenos augurios para dos seres humanos con tan exquisitas y valiosas cualidades. 

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El gran maestro Quirón, sin embargo, no llegó a deleitarse con el placer de la doma del caballo como deporte y arte. Todo surgió después de su tiempo, cuando la naturaleza equina hubo de sucumbir ante la superior naturaleza humana. Armado de su capacidad de pensar y de llevar su pensamiento a la comunicación, el sapiens sobresale finalmente entre todos los animales que pueblan la tierra. 

Yo soy Hylónome. Hylónome soy yo. En mi cuerpo, en mi pensamiento llevo la huella fidedigna de la “divina sensación” experimentada al fundirme en simbiosis prodigiosa con el cuerpo de mi cabalgadura.

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Lisette Purcell es Licenciada en Humanidades, mención lenguas modernas. Profesora, traductora y escritora.