Haití vive tiempos de incertidumbre y aciagos. “Está ahí, como nuestro reto”, pero nadie le escribe ni la comprende ni descifra el secreto de su lógica de reproducción social. Esa que, mediante tanto zigzageo institucional desde por lo menos 1804 se perpetúa e impacienta al mejor discípulo de Job.
A ciencia cierta, Haití, su pueblo y su organización social han sido tratados con imperdonable ligereza. Su fogosa realidad arropa un cuerpo social insatisfecho, incompleto y por ende infeliz. Realidad vivida y transcrita –léase bien, pues todo lo que sigue es una hipótesis– mediante un mito original y una falacia racional.
I. El mito relata a su manera lo que no sucedió. La esclavitud dio pie a la libertad, más que a la independencia nacional.
Rotas, las cadenas cedieron el paso a la autonomía y al individuo responsable de sí y, a lo más, de sus familiares y allegados. Abolir la esclavitud a la fuerza fue como dar un brinco reconciliador con el pasado. Antaño doloroso aquel en el que en África sus semejantes los encadenaron e incluso los vendieron por rencor o por monedas de plata en el frecuentado mercado visitado por traficantes europeos. Abominable realidad esa y por tanto gloriosa y encomiable victoria la haitiana sobre la sumisión servil vigente en aquel entonces en toda la geografía americana del Nuevo Mundo.
Pero esa cara de la moneda desfigura y obnubila la otra. Ya lo advirtió entre otros Gérard Barthélemy. El surgimiento de Haití en 1804 implica la victoria en contra de la esclavitud y del conjunto del sistema económico actual en aquel entonces, más que una guerra de independencia nacional sensu estricto.
Liberados los esclavos, y en ausencia de una conciencia e identidad “haitiana” como tales, no se tenían a sí mismos como miembros de una entidad nacional común, sino como un aglomerado poblacional de ascendencias tribales tan diversas como los Kongos, los Ibos, los Aradas y otros tantos más. No los aunaba el habla ni las costumbres ni la religión ni el continene africano que desconocían; menos aún las respectivas etnias u otros distintivos particulares. Estaban circunstancialmente relacionados únicamente de manera extrínseca a través de la trata de esclavos, el impuesto régimen esclavista francés y la libertad recuperada a base de mucho arrojo y encono reprimido.
Justo por eso autores como Jean Casimir desmistifican el mito. Los esclavos no lucharon por motivos ideológicos ni por identificarse como haitianos, sino por furia en reacción a la violencia que los subyugaba. Eso “creó un claro problema para la búsqueda de la independencia nacional”, pues esta resolución fue “la meta de los criollos que prosiguieron su lucha dentro de las definiciones modernas y coloniales de blancos, negros y mulatos”.
Así, pues, la distinción entre libertad individual e independencia nacional, más que un asunto bizantino de eruditos, es hipotéticamente crucial para entender y solventar el presente de Haití por un motivo obvio: la sempiterna inestabilidad socio-política de Haití se enraiza en las interminables luchas interétnicas de sus pobladores y no solo en oscuros asuntos de imperialismos foráneos o notables grupos locales de poder y de intereses particulares.
Insistiendo en lo mismo, las convulsiones presentes en cada episodio de la vida del pueblo haitiano desde enero de 1804 no se superan con pactos, acuerdos, instituciones públicas e intervenciones militares. El mal de fondo es intestino, propio a humanos que cohabitan un mismo territorio, pero divididos entre sí por algo más que la riqueza material o la coloración de su cuerpo.
II. De ahí el límite objetivo de la falaz premisa de la raza como factor explicativo de la realidad haitiana.
En el pasado no se combatió como negro ni como mulato en el campo de batalla a la tropa francesa y tampoco se objetó en el terreno de la historia y en el de las ideas a la ideologizada intelectualidad francesa que intencionalmente asoció señor a blanco y esclavo a negro, ocultando así la existencia histórica de regímenes de esclavitud africanos, asiáticos y europeos no mixtos sino entre actores de una sola –e inexistente– “raza”. Y en el presente la desolación, la destrucción y la muerte no son resultado de enfrentamientos de naturaleza racial. Los respectivos intereses y el conocimiento y dominio que se tiene de los otros dependen más de prejuicios particulares que de algún estereotipo idealizado de pigmentación, sea este el negroide, el caucásico o el que fuere. La esclavitud en la historia humana no tiene víctimas ni continente preferido. La estética corporal –como diría el antropólogo Gerald F. Murray: la preferencia racial– no domina las estructuras de poder ni las laborales.
Por ende, es menester airear las premisas y poner fin a tanta falacia. Hay que enderezar el juicio y poner en entredicho cuanta narración explique el devenir de un pueblo como el haitiano en función de divisiones y prejuicios de índole racial. No es que estas discordias y falsificaciones no acompañen los acontecimientos, sino que no los condiciona ni determina. En razón de la usual confusión de la fiebre con la sábana que recubre el cuerpo social haitiano, ni ayer ni hoy ha sido encausada y al mismo tiempo encauzada institucionalmente la eliminación real del verdadero malestar haitiano. Este pesar, cubierto y recubierto una y otra vez a lo largo ya de casi 250 años por la engañosa apariencia de la pigmentación corporal, sigue impertérrito ocasionando cada día más desesperanza y peor devastación.
III. En conclusión, la superación del pueblo haitiano más allá de sus propios males y los de su entorno pasa, indefectiblemente, por la concepción y puesta en práctica de un Estado político funcional, es decir, a la hechura dentro de lo posible de esa nación in fieri.
La funcionalidad de la República de Haití, inexistente aún hoy por hoy, requiere que por fin se deje de recurrir a un típico modelo occidental de república, pero en tanto que desarticulado por un discurso racial ideologizado por la preferencia del color de la piel de algunos y no en función de los valores y las razones objetivas que avalan la superioridad de la justicia, el bienestar común de la población, la sostenibilidad de los recursos naturales renovables y la consecuente universalidad de las leyes sobre todo y todos.
Llega la hora en que, en Haití, los haitianos con la colaboración que pidan más que la que se les imponga, lidereen y conduzca la refundación de su propia independencia política. Y para ello –tal y como fuera previamente advertido, en términos intencionalmente hipotéticos– institucionalicen un estado de cosas republicano gracias a un modelo relativamente autóctono de representación y de ejercicio del poder. Sin engaños mitológicos a propósito de su inicio y composición social ni mentiras daltónicas que ofuzquen las más diversas previsiones. La representación democrática en Haití pasa por asumir las cinco o más de sus principales etnias –repartidas en sus departamentos regionales y llegando a nivel municipal– y así facilita que todas ellas sean congregadas en y por un poder ejecutivo de corte republicano, pero no necesariamente occidental –no unipersonal: presidente, o bipersonal: presidente y primer ministro– sino colegiado. Esta colegiatura resultaría ser una adaptación haitiana intermedia entre el consabido consejo de ancianos y la versión europea tallada por los cantones y el anonimato presidencial helvético o esculpida por los vaivenes regionales y parlamentarios belgas.
IV. Así concluye la hipótesis teórica respecto a lo mal fundado de la falacia política que tiene arrinconado al pueblo de Haití en una por ahora para él distopía occidental. Abandonado a su propia suerte, de un lado, en tanto que empobrecido y postergado por sus gobernantes o pretendientes a serlo, así como pendiente de la intervención y cooperación internacional; y del otro lado, sumido por un mitológico e insuperable presente, en el que paradójicamente la libertad de cada individuo no conlleva la corresponsabilidad en aras de la independencia nacional.
Asunto ese tan crítico que hace una década, ante la respuesta dominicana e internacional a raíz de la destrucción sísmica acontecida el 12 de enero del año 2010, se hablaba al amparo de la visión del embajador dominicano en Puerto Príncipe en la época, Rubén Silié, de “refundar Haití para indicar que de los escombros debe surgir un nuevo país que no solamente exhiba nuevas edificaciones, sino un sociedad institucionalmente transformada, con una nueva visión del desarrollo, un país descentralizado y desconcentrado, con un tejido social más compacto y mucho más integrado en los espaciones regionales y subregionales”.
En verdad, hoy se está paralizado y lejos, muy lejos de esa realidad. Fuera del mero alcance de cualquier fusil, aunque no de una simple concepción hipotética que en la práctica es la que bien podría conducir al bienaventurado porvenir de la república y del pueblo de Haití.
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Fernando I. Ferrán. Antropólogo y filósofo, coordinador de la Unidad de Estudios de Haití, UEH, y director del Centro de Estudios Económicos y Sociales, P. José Luis Alemán, SJ, de la PUCMM.