1.- Manejo el auto como casi todo el mundo. Ese impulso por pisar el acelerador más de la cuenta, por verse imaginariamente en el circuito de Monza, nunca me posee, me resulta tan ajeno como la actitud relajada de quien toma la carretera con un aire de serena superioridad. Cuando tengo que acelerar, acelero; cuando tengo que frenar, también lo hago –siguiendo estrictamente las normas que la historia ha consagrado. La poesía del giro prohibido, de la indiferencia ante los signos viales, siempre me ha resultado pueril. Soy, lo que se dice, un conductor maduro que pone toda la responsabilidad de que es capaz en el acto simple de manejar un vehículo. Debido a esta maniática manera de manejar que ha borrado calculadamente cualquier marca del estilo, parece que no me queda responsabilidad para ninguna otra cosa. Es decir, puedo caer preso por deudas, por eludir responsabilidades fiscales o cívicas, o incluso por tomar involuntariamente objetos que no son míos. Cientos de infracciones cotidianas, minúsculas faltas a la moral pública, se agolpan en mi prontuario por una sola razón: todo el caudal ético de que dispongo lo invertí, al parecer, en mi afanosa tarea de hacerme un conductor modelo.
2.- Escribe Germán Arciniegas que “el motorismo produce cierto ardor interno”. Nunca lo he sentido. Es más, la carretera surte en mí un efecto totalmente contrario: me enfría. A tal punto que a menudo me veo como al hombrecillo abstracto que pulula en los manuales de física, activando desinteresadamente los pequeños móviles de sus diagramas. Digamos que la gran aspiración filosófica de mi existencia –la ataraxia– no pudo concretarse en sus áreas esenciales –el amor, la amistad, la política–, y que halló un consuelo momentáneo, subalterno e irrisorio en el volante. Si es posible pensar en un chofer estoico, declaro sin orgullo que puedo ser su modelo.
3.- Arciniegas otra vez: “Desde que las lacas se aplicaron a la industria del automóvil, empezaron a dejarse los viejos automóviles oscuros, y surgieron los escarlata y los turquesa, los automóviles ardientes y vivos, como mariposas de Muzo, como pájaros de Australia, como pececillos de colores”. Multiplicidad cromática que a mí, por lo anteriormente expuesto, no me importa para nada. Si algo le conviene a mi espíritu es un auto inexpresivo, impersonal, gris. Un auto que oponga a la variedad desordenada del estilo la monotonía silenciosa de su desnudez.
4.- Walser: “Siempre contemplo con recelo las ruedas, al auto en su totalidad, pero nunca a su ocupante, a quien desprecio por razones de ninguna manera personales, sino por puro principio; puesto que no entiendo, y jamás he de llegar a entender, cómo puede resultar placentero lanzarse con violencia a los caminos, ignorando las imágenes y cosas que la naturaleza esplendorosa despliega, como si a uno lo hubiera poseído la locura y no quedara otro remedio que acelerar por pánico a la miseria y la desesperación”.
Comparto este ideal del reposo, pero no su pasión. La frialdad natural de mi temperamento me permite suscribir, por igual, el afán de expansión espiritual de aquellos que glorifican el auto y el elogio de la lentitud de aquellos que lo detestan. Entiendo los dramas opuestos de la contemplación y del vértigo, el éxtasis de la mirada y la pasión de la huida. Ninguna de estas cosas, sin embargo, es para mí. Ninguna me emociona realmente. Al viaje en auto o a pie prefiero, lo confieso, el viaje al interior de mi cuarto, o un viaje todavía más radical, sobre un papel en blanco.
5.- Altenberg: “Nadie que ame el aire fresco de la naturaleza, el bosque y los campos, la mañana y la noche, la ociosa y relajada tarde y la enérgica magnificencia que precede al mediodía, nadie que anhele contemplar fugazmente un venado en los límites de un bosquecillo, los cuervos hambrientos sobre un campo de nieve, los exuberantes arbustos en los flancos de interminables caminos, o escuchar la atronadora sinfonía del arroyo que desciende la montaña y el silencio noble de las arboledas, nadie que tenga inclinación por todas estas cosas atravesaría aceleradamente el mundo en su bendito automóvil de lujo, poniendo en peligro a su prójimo, a los animales y a sí mismo”.
Pudo incluir en su lista, este excelente escritor, al amante de las comas, puesto que el auto las niega, a pesar de sus frenos. La caminata contemplativa, plagada de comas, constituye su sintaxis al modo en que lo quiere la naturaleza. De allí el salmódico ritmo de la prosa de Altenberg, inmovilizada a cada paso por un gesto del paisaje. Comparto este escrúpulo gramatical, aunque prescindo del mismo en mi estilo. Digamos que la naturaleza, más que al catálogo hedonista, me invita a la recreación íntima. Más que la experiencia, prefiero, de veras, su memoria.
Suscribo también las figuraciones éticas del futuro ecologismo, aunque no las practico. No hay cosa que sacuda más mi corazón que el esporádico encuentro con un animal atropellado en el camino. Sensible como soy a la idea de que el hombre no es el centro ni siquiera de este modesto planeta, procuro manejar con arte, consciente de que el espacio, en el fondo, es de todos y es de nadie.
Marco Escalante. Ensayista peruano radicado en Chicago, autor de Malabarismos del tedio (7Vientos, 2016).